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Tunja cultural

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Invitado por el Banco de la República por conducto de su Área Cultural, organismos que dirigen en Tunja Yolanda Benavides Sarmiento y Luz Marina Bautista, leí en el claustro de San Agustín una semblanza sobre la poetisa Laura Victoria, dentro del homenaje que se le tributó en el Día Internacional de la Mujer. El ramillete de mujeres que engalanó el acto, encabezado por las damas oferentes, dinámicas promotoras de los valores regionales, me hizo ver que en Tunja existe un sólido matriarcado en los campos del civismo, la educación y la cultura.

Esta fragancia femenina se esparció como una emanación de vida por el claustro legendario (en sus orígenes, lúgubre convento de los agustinos; años después, panóptico de duro encierro, y en la actualidad, silenciosa casona de lecturas e investigación, que el Banco de la República preserva como invaluable tesoro histórico). Brindamos por las mujeres, aromas de la vida y adornos de la naturaleza, que hacen florecer el amor y justifican el sentido de la existencia humana.

Con auspicio del Banco de la República, en el claustro de San Agustín funciona la Biblioteca Alfonso Patiño Rosselli, que dispone de 25.000 títulos y presta gran servicio a la población estudiosa. Allí también está establecido el Archivo Regional de Boyacá, guardián de valiosa documentación histórica, dirigido por la licenciada Rósula Vargas de Castañeda, otra de las cultas damas que enaltecieron el acto, lo mismo que Myriam Báez Osorio,  que administró la entidad durante varios años.

Hecho relevante dentro de este matriarcado lo constituye la designación de Nelly Sol Gómez de Ocampo como rectora del Colegio Boyacá, fundado por el general Santander en mayo de 1822 y que ejerce gran  desempeño como centro educativo de primer orden. Es la primera mujer que llega a dicha dignidad en los 180 años que va cumplir el plantel. Se trata de una  líder educativa, a la par que escritora e historiadora, con incursiones en la poesía y en obras de tetro. Su libro El espíritu de una raza recrea algunas leyendas aborígenes y algunos episodios de la Independencia.

La presencia de la mujer en la vida cultural de Boyacá es digna de mención.  Una pléyade de escritoras y artistas le dan honor a la comarca. Me resultó s grato encontrar este cuadro de delicados matices femeninos, donde, fuera de las nombradas, se hallaban otras distinguidas damas de la ciudad, como Elvirita Lozano Torres, profesora de música de la Universidad Tecnológica y Pedagógica; la pintora María Consuelo Sánchez Peñuela y algunas figuras  de las letras y la educación, la feminidad y la gracia.

Hace algunos años asistí en Tibasosa al Festival de la Feijoa y me encontré con la novedad de que las altas posiciones locales las ocupaban mujeres de armas tomar: alcaldesa, personera, tesorera… Este matriarcado venía de vieja data, y los maridos no se sentían incómodos ni desplazados. Tibasosa es un lindo florero, por su orden y esplendor. Durante los días del festival no había consumo de licores, porque en el pueblo no mandaban los hombres. ¡Loor a las mujeres!

En esta crónica aparece otro matriarcado de lujo. A Tunja fui a exaltar la vida y la obra de la inmensa poetisa Laura Victoria, que en los años 30 del siglo pasado conmovió al país con sus versos sensuales y abanderó la emancipación femenina dentro de la puritana sociedad de entonces. Su nombre, orgullo para Boyacá y sus lares nativos, debe rescatarse ante las nuevas generaciones como ejemplo de lucha y de creatividad.

El Espectador, Bogotá, 22-III-2002. 

 

 

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Idioma y cultura

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Colombia, país donde mejor se habla y se escribe el castellano, tuvo alta figuración en el II Congreso de la Lengua Española, realizado en la ciudad de Valladolid. Hace ya buenos años que el destacado escritor madrileño Ernesto Giménez Caballero expresó lo siguiente: «Quien quiera oír hablar el español de Cervantes, a Colombia deberá acudir, y no a España, donde hablamos ya un lenguaje más evolucionado y contaminado, menos ‘español’ que el colombiano».

Dos distinciones le fueron conferidas a Colombia dentro del suceso en comentario: la designación de Cartagena como sede del IV Congreso, en el año 2009, y el Premio Bartolomé de las Casas, concedido al Instituto Caro y Cuervo por su trabajo de preservación e investigación de las lenguas indígenas. La magnitud del evento, con más de 300 participantes y un número similar de ponencias, al cual asistieron reconocidos escritores y académicos, certifica la trascendencia y el vigor del español como medio universal de cultura.

Es el cuarto idioma del mundo, después del chino, el inglés y el hindú. Su progresión pasa de 60 millones de hablantes a finales del siglo XIX, a 400 millones actuales. Otros datos evidencian su importancia mundial: en Estados Unidos es cada vez mayor el número de estudiantes de idiomas extranjeros que escogen el español como lengua preferida; en Francia, los alumnos de secundaria que lo estudiaban hace 10 años representaban el 40 por ciento, y hoy llegan al 65 por ciento; en el Reino Unido, el aumento es del 23 por ciento; en Brasil, su estudio en la secundaria es obligatorio desde 1999.

El presidente Fox, de Méjico, uno de los hombres de Estado asistentes al congreso –junto con el rey Juan Carlos y el presidente Aznar, de España; el presidente Pastrana y el expresidente Betancur, de Colombia–, manifestó: «Donde impera la palabra, no impera la violencia”.

Esto equivale a decir que la palabra es vínculo, armonía, bálsamo. Con la palabra nos entendemos, zanjamos diferencias, corregimos errores. Con la palabra enamoramos, hacemos promesas, recibimos consuelo, sembramos esperanzas, hablamos con Dios y con los hombres. No hay problema ni tribulación, por grandes que sean, que no los resuelva o mitigue la palabra adecuada.

La palabra es también arma cortante y destructiva cuando no se sabe emplear. Un proverbio árabe dice que «las heridas de la lengua son más peligrosas que las del sable». Por lo tanto, hay que educarla, pulirla, hacerla elemento de paz y no de guerra.

En Riosucio, la tierra de Otto Morales Benítez, se realizan unas reuniones de la inteligencia conocidas como Encuentros de la Palabra, donde el pueblo y los escritores, refundidos en un solo abrazo bajo el abrigo de los vocablos gratos, pusieron a hablar al diablo, rey de los carnavales, el idioma del regocijo y la hermandad y le cambiaron su carácter sulfuroso y endulzaron su lengua viperina.

Un gran salto da el nuevo Diccionario de la Lengua Española en su vigésima segunda edición, puesta a circular en Valladolid. Son casi 40.000 nuevos términos incorporados, la mayoría de procedencia americana, junto con el ingreso del variado vocabulario de la informática, realidad imprescindible en el mundo moderno.

A propósito, la presencia mundial del español en internet es muy pobre: apenas el 4,5 por ciento de los “internautas» (palabra que ojala acoja el nuevo diccionario, junto con otros vocablos de la época: internet, web, ciberespacio, liposucción…). Así, la lengua se enriquece y se actualiza. «Ningún idioma puede llegar a ser de verdad culto, dijo Unamuno, sino por el comercio con otros idiomas, por el libre cambio”.

Una de las mayores criticas formuladas a la Real Academia ha sido su lentitud, cuando no su resistencia, para registrar los neologismos y las palabras provenientes de otros idiomas. Parece que en esta ocasión se supera dicha barrera. Siendo el uso popular el que consagra las palabras, la lengua deja de ser genuina cuando se desconoce su evolución.

Algunos venerables académicos, debido a sus posiciones ortodoxas, van en contravía de la opinión pública, como si el habla fuera una propiedad feudal. A los guardianes del español no debe asustarlos la apertura hacia nuevas locuciones, si ellas son auténticas, por extrañas que parezcan.

«Potenciar el español» solicitó el rey Juan Carlos. Un idioma se fosiliza, empobrece y agoniza cuando no se le da aire. El idioma no es ninguna fórmula precisa, sino un arte, como bien lo expresó Chesterton hace casi un siglo: «El lenguaje no es un hecho científico, sino artístico; lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia».

Claro que hay que preservarlo de la contaminación, la deformación y las impurezas, pero también dejarlo que se desarrolle con libertad y dentro de límites naturales para que sea rico en matices e interprete con fluidez la expresión popular.

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PREMIO LITERARIO.– El Ayuntamiento de Bornos (Cádiz) declaró ganador del certamen de poesía María Luisa García Sierra a un gran colombiano: el escritor, periodista y académico Héctor Ocampo Marín, autor del libro Sinfonía de los árboles viejos. El solo título de la obra es poético y sugestivo, y circulará pronto en Colombia con el auspicio de la villa española que realiza el evento.

Ocampo Marín, infatigable promotor cultural desde sus columnas en diversos periódicos, es autor de una obra destacada en los géneros del ensayo, el cuento, la novela, la biografía. Y ahora nos da la sorpresa de verlo coronado de gloria en su primera incursión lírica. Muchas felicitaciones al amigo y gran trabajador de las letras por el merecido galardón, el que tiene la feliz coincidencia de su otorgamiento dentro de las celebraciones del idioma castellano, pasión creadora del nuevo poeta.

El Espectador, Bogotá, 9-XI-2001

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Comentario:

Muy interesante su artículo. Después de haber vivido fuera de Colombia durante los últimos 39 años he tenido la oportunidad, muchas veces, de oír y comprobar aquello de que el mejor castellano se oye y se habla en Colombia. Y una de esas fue precisamente en España. Lorenzo Botero, Washington.

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Chiquinquirá: oración y cultura

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Acabo de asistir en Chiquinquirá al encuentro de escritores que se celebra anualmente, desde hace veintidós años, promovido por la Fundación Cultural «Jetón Ferro», de la que es presidente Raúl Ospina Ospina, veterano periodista a la par que activo líder cívico y cultural de la población.

Javier Ocampo López, presidente de la Academia Boyacense de Historia y analista de la idiosincrasia regional, hizo magnífica exposición sobre la literatura boyacense, desde sus orígenes hasta los tiempos actuales.

Bajo la experta coordinación de Alonso Quintín Gutiérrez Riveras, otro promotor cultural, la lectura de poemas dejó grato mensaje en la concurrencia. Alrededor de ochenta escritores nacionales e internacionales nos dimos cita en la «capital religiosa de Colombia», título ganado por el espíritu de recogimiento que vive la ciudad desde tiempos inmemoriales. En lenguaje chibcha, Chiquinquirá significa «pueblo sacerdotal».

Esplendoroso este santuario de la oración que es la Basílica de Nuestra Señora de Chiquinquirá. La construcción del templo concluyó en 1812. Desde entonces, Colombia ha admirado esta joya, elaborada con exquisito arte religioso, que año por año atrae nutridas romerías venidas de todas partes. Bolívar, en 1828, llegó a Chiquinquirá acongojado por la derrota de la Convención de Ocaña y se postró ante la Virgen. Y con motivo del cuatricentenario de la aparición de la imagen milagrosa a María Ramos y dos niños que la acompañaban, Juan Pablo II estuvo de visita allí, en 1986.

Chiquinquirá, con más de cincuenta mil habitantes, es el principal municipio del occidente de Boyacá y se encuentra situado a 107 kilómetros de Tunja. La travesía desde Bogotá, por excelente carretera, es de dos horas y media. Pero como hay que disfrutar los atractivos del camino, es preciso alargar el viaje con una parada en Ubaté, para saborear los productos lácteos de la región y la deliciosa comida boyacense; o en la laguna de Fúquene, para admirar el encanto que se esparce sobre el paisaje; o en Sutatausa, para embelesar el alma con la contemplación de este pueblo dormido que parece de ensueño.

La ciudad fue fundada en 1556 por los esposos españoles Antonio de Santana y Catalina García de Islos, y en 1636 adquirió la categoría de municipio. En 1781 se sumó al movimiento de los Comuneros. En 1815, por petición del jefe político del distrito, José Acevedo y Gómez, los padres dominicanos donaron alhajas de oro y plata para apoyar la causa de la libertad. En 1977 se fundó la sede episcopal. Muchos personajes famosos han brotado de esta tierra noble, y enumerarlos sería prolijo.

Baste citar, en el campo de la cultura, a los poetas José Joaquín Casas y Julio Flórez; a los escultores Rómulo Rozo y César Gustavo García; a los académicos Napoleón Peralta Barrera y Antonio José Rivadeneira Vargas; al poeta Homero Villamll Peralta, cantor del alma boyacense, cuyo libro Mi canta por Boyacá es digno de ponderación.

He dejado de último, para enmarcar el encuentro de escritores, a Antonio Ferro Bermúdez, el famoso «Jetón Ferro». De Chiquinquirá he regresado a desempolvar en mi biblioteca el viejo libro de antología titulado La Gruta Simbólica, del que es coautor Ferro, junto con José Vicente Ortega Ricaurte, miembros asiduos de la famosa tertulia bogotana de la gracia, la bohemia, el humor y el repentismo, que funcionó en postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX, y la que, según Calibán, «fue la primera y será la última tertulia literaria que en Colombia ha florecido».

Este año, la Fundación rindió homenaje a la poetisa Laura Victoria. Y me invitó, como conocedor que soy de su vida y su obra, a que presentara una semblanza de la colombiana ausente, mi ilustre paisana soatense, radicada en Méjico hace 62 años y que pronto llegará a la cumbre de los 97 años de vida. La poesía sensual de Laura Victoria marcó a comienzos del siglo pasado un hito en la literatura colombiana, y hoy está olvidada por las nuevas generaciones, acaso por la larga ausencia de la autora, que ya es irremediable.

Ella vive con el alma puesta en Colombia. Resultó confortante para el oferente, y enaltecedora para la memoria de la poetisa, la ovación que se escuchó en el encuentro de escritores, como si ella estuviera en sus mejores días de gloria.

El otro escritor agasajado fue Fernando Soto Aparicio, cuya obra múltiple –en los géneros de la novela, el cuento, la poesía, el ensayo, los guiones de cine y los libretos de televisión– lo señala como creador prolífico de las letras nacionales. Sus novelas, escritas con lenguaje vigoroso y diáfano, abarcan la problemática del hombre americano, con el grito de angustias, miserias, esclavitudes, amores frustrados y a veces felices, que pesa sobre la humanidad.

Va a cumplirse medio siglo de la muerte del «Jetón Ferro», humorista extraordinario. Su alma continúa viva en la comarca. Allí, alrededor de su recuerdo, nos hemos reunido unos cuantos quijotes de estos tiempos frívolos y hemos transitado las calles por entre guitarras, tiples, bandolas, requintos y panderetas (cuadro clásico de las romerías), dispuestos a no abandonar los eternos valores del espíritu. Como cosa curiosa, que parece obra del «Jetón», la célebre Guabina chiquinquireña no es guabina sino bambuco. En este ambiente de poesía, cultura, música y oración se siente mejor el alma de la patria.

El Espectador, Bogotá, 27-IX-2001.

 

 

 

 

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Un abanderado de la educación y la cultura

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Perfiles de un vencedor

Por: Gustavo Páez Escobar

Difícil encontrar en estos tiempos caracterizados por la frivolidad y la falta de liderazgo social, voluntades tan firmes y batalladoras en el servicio a la gente como la de Jorge Enrique Molina Mariño. Al hombre contemporáneo le interesa ante todo su bienestar personal, movido en la mayoría de los casos por el afán de lucro y figuración, y se desentiende de las causas nobles de la humanidad.

Pocas personas como Molina Mariño han desplegado al mismo tiempo tantas actividades, y de tan variada índole. Y han luchado durante toda la vida, sin ahorrar esfuerzos y superando toda clase de escollos, por la subsistencia de las instituciones y el triunfo de los ideales. Es aquí donde se acentúa la vocación de servicio que él practicó hasta el fin de sus días –y cuyos frutos van más allá de su muerte– en diferentes campos de acción: el educativo, el cultural, el deportivo, el editorial, el académico.

Hasta tal punto se encontraba compenetrado con su misión al frente de la Universidad Central, que en su lecho de enfermo, ya con el presentimiento de su muerte cercana, realizó varias sesiones de trabajo como si estuviera en pleno ejercicio del cargo. Como si cualquier dilación perjudicara la marcha de los programas. Tal vez en la soledad de la clínica alternaría con la parca, como jugando una partida de póker o de ajedrez, con la galantería y el humor que lo agraciaban.

La última vez que lo vi fue en la casa de Virgilio Olano Bustos, un mes antes de su fallecimiento. Me pareció decaído (circunstancia extraña en él, que siempre irradiaba entusiasmo), y así lo comenté con mi esposa. Ignorábamos que se hallaba enfermo. Hacía grandes esfuerzos para sobreponerse a la severa afección que lo aquejaba desde días atrás, la que ocultaba a sus propios amigos con la intención –muy explicable en su personalidad– de que no se le creyera disminuido para la lucha diaria.

La agitación de las ideas

Desde joven fue un apasionado del Derecho. Convirtió esta disciplina en el equilibrio de su vida. En el derrotero de sus actos. Cursó bachillerato en el Colegio Antonio Nariño, y el título de abogado lo obtuvo en el Externado de Colombia. En la Universidad Nacional se especializó en derecho laboral. En París adelantó un posgrado en derecho público, y otro en Estocolmo en economía cooperativa.

En los predios de la Universidad Nacional, a la que  se vinculó como profesor,  ingresó a un movimiento marxista. También fue profesor del Externado de Colombia, y en ambas instituciones dejó rastros de su agudeza mental. La fiebre del marxismo, que a tantos apasionaba por aquellas calendas, irrumpía en el país con sus postulados de redención popular. La filosofía del capital y el  trabajo avivaba fuertes polémicas en Europa, con naturales repercusiones en el    continente americano y los consiguientes efectos en el ámbito universitario. Esto daba lugar a vibrantes manifestaciones en pro y en contra de las doctrinas en boga.

Profesionales inquietos como Molina Mariño, picados por las tesis novedosas del pensador alemán, tomaban partido en sus filas y debatían con vehemencia  el nervio de tales postulados. Este clima ideológico fomentaba la cultura y fortalecía la vida de los círculos literarios, que tanto proliferaban por aquellos días.

Molina Mariño no era literato de vocación, pero sí observador inteligente y sagaz. En aquellos encuentros tuvo el primer contacto con las letras. La ardentía marxista no sería en él de larga duración, como ha sido la nota común en quienes buscan reformar el mundo en el despertar de los primeros brotes de insatisfacción social. Ellos, por lo general, acogen en sus mocedades el código revolucionario de Marx como la tabla suprema de salvación. Y luego encuentran otros caminos. Otras soluciones.

De esa agitación de ideas brotaría su futuro liberalismo. Su posición fue  siempre de izquierda democrática. Deslumbrado por las figuras proceras de Bolívar y Santander y atraído por sobresalientes caudillos de este siglo, como López, Santos y Gaitán, recibía nítidos sus mensajes como incitación a la lucha social.

En los últimos tiempos, el carácter de combatiente y reformador de Carlos Lleras Restrepo lo sedujo de tal manera, que lo consideraba el estadista más notable del país en los tiempos contemporáneos. Quizá en el presente siglo. En esta línea de sus convicciones, soñó con que Otto Morales Benítez, prohombre de fibra llerista y honda vocación democrática, a la par que ilustre escritor y pensador, llegara a la Presidencia de la República. La Universidad Central, foro de ideas y fábrica de cultura, ha contado con la participación activa de Morales Benítez en los grandes debates que allí se suscitan sobre la vida nacional.

Molina Mariño no fue político de carrera –y tal vez le gustó serlo–, pero sí hombre de conducta liberal en el amplio sentido de la palabra. En su vida privada y en su cargo rectoral practicó principios tan relevantes como el respeto a las ideas ajenas, el derecho de disentir, la ética ciudadana, la libertad de cátedra, la libertad de expresión, la disciplina moral, la dignidad humana, el trabajo  laborioso y creativo. Ejercía la política dentro del noble concepto de trabajar con pasión por Colombia y su gente, para lo cual apoyaba desde el claustro universitario, cuando no los originaba allí, vigorosos programas tendientes a elevar el nivel de vida de sus compatriotas.

Las lides del Derecho

Nació en Bogotá el 12 de julio de 1932. Y aquí residió toda la vida. Sus ausencias fueron esporádicas. Una de ellas, cuando de 21 años adelantó la judicatura en el municipio de Pandi, situado a 102 kilómetros de la capital. De regreso en Bogotá, en los años sucesivos se desempeñó en diversos campos del Derecho: auxiliar de la justicia laboral, juez del trabajo, árbitro del Gobierno en varios conflictos laborales, miembro de la comisión de prestaciones del Instituto de Seguros Sociales, conjuez de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado. Si hubiera seguido en esa dirección, sin duda habría coronado elevadas posiciones oficiales.

De pronto dio un salto a la empresa privada. Este cambio de rumbo dejaría atrás las pretensiones del abogado que iniciaba la carrera judicial y aspiraba a la alta magistratura. Pero pensó que su temperamento no se acomodaría en los fríos ambientes legislativos, por honoríficos que fueran. Carecía de vocación de burócrata. No quería fosilizarse. En cambio, anhelaba el destino del ejecutivo. Del creador independiente.

Conservó la plataforma del Derecho como orientadora de sus acciones y se mantuvo en contacto con los cuerpos colegiados de su profesión como una fórmula para oxigenar el espíritu y recrear el alma. Escribió numerosos artículos en revistas especializadas en asuntos jurídicos. Realizó estudios sobre los tribunales de arbitramento como solución de conflictos colectivos del trabajo, y sobre asuntos constitucionales relacionados con la universidad en Colombia y en Latinoamérica.

Los hilos de la sociedad

Abandonada la carrera judicial, se vinculó como abogado de Cárdenas & Peña, prestante firma inmobiliaria. Esta actividad lo puso en contacto con gente de la sociedad y la política, como Jairo Escobar Cifuentes, tesorero y contralor de Bogotá por varios años, quien con su esposa María Eugenia Villegas, reina de belleza de la ciudad, serían sus padrinos de matrimonio.

La boda se realizó en Girardot. Bajo el trópico del puerto y el arrullo de las aguas del Magdalena, el joven abogado unía su destino con el de la bella dama   de sus sueños, Gloria Zambrano. Y llegaría el hijo único –bautizado también Jorge Enrique– a prolongar los lazos del amor y la estirpe.

Finalizando el año 1994, Jorge Enrique júnior regresó de Londres con un posgrado en administración de negocios, luego de obtener en la Universidad Piloto de Bogotá el título de ingeniero de sistemas. El orgulloso progenitor hacía gala de su hijo ante el amplio círculo de sus amistades y le daba las primeras clases de ingreso a la sociedad. Éste es hoy un promisorio profesional que repite los pasos de su maestro, y en quien comienza a cumplirse la ley de la raza: hijo de tigre sale pintado.

Molina Mariño había penetrado en forma casi insensible en el esquivo mundo social. Dotado de franca simpatía y ánimo despierto, fino en los ademanes y con ideas interesantes a flor de labio, surgía con naturalidad en los altos círculos mundanos. Su alma era permeable a esas temperaturas, las mismas que habían calentado el alma palaciega de Alberto Ángel Montoya, el bardo frecuentador en su ardiente juventud de los salones suntuosos, y que «amaba el vino, la mujer y el juego».

El futuro rector sabía que las grandes decisiones se toman en los dorados recintos de la sociedad. Fuera de ellos, para ciertos fines, no hay salvación. Era preciso captar sus secretos. Conocer sus reglas. En los clubes (nunca lo olvidaría), no sólo se relacionan las personas: también se aprenden estrategias. Con las aletas de pez de la aristocracia era posible lograr los objetivos que se proponía. «Dame una palanca y moveré el mundo».

Nuestro personaje iniciaba el camino de la búsqueda. Tenía que encontrar las llaves mágicas que abren puertas y otorgan privilegios. Sabía, por supuesto, que el sólo rótulo de tertulio de club no era suficiente. Para brillar en la sociedad había que agrandar el equipaje con otros requisitos de más peso: la virtud, el saber, la dignidad, la ética… Practicándolos, veía que cada vez llegaba más lejos. Para responder a los grandes retos había que recorrer mucho mundo. Ganarse la voluntad de la gente. Tocar en muchas puertas. Leyó los principios de Peter y descubrió las técnicas para luchar y vencer. De Maquiavelo extrajo las reglas del buen gobernante.

Sin relaciones públicas, rama en la que descollaría de manera excepcional, no sería viable el éxito. En síntesis, para captar la humanidad era necesario frecuentar el mundillo de los clubes, en medio de sus grandezas y espejismos, de sus humos y lisonjas. «El mundo es bueno –dice la novelista Vicki Baum, tan conocedora de la especie humana–, pero a condición de mirarlo en conjunto y sin reparar en los detalles».

Como socio del Club de Abogados, sobresalió tanto por su sociabilidad como por su compañerismo. Sus colegas vieron en él una garantía institucional y lo nombraron presidente. Allí se discutía la conveniencia de trasladar la sede al norte de la ciudad. Bogotá, al extenderse cada vez más en esa dirección, imponía nuevos criterios de urbanismo. Pero nadie tomaba la batuta. La tomó Molina Mariño, y se efectuó el traslado a una confortable mansión de la calle 91 (es decir, una corrida de 80 cuadras). Por este hecho, su nombre está grabado en la memoria del centro social

Pasión creadora

La Universidad Central fue su álter ego, su sangre, su razón de ser. Algo más: su amorosa obsesión de todas las horas. Él era más que el rector: el gerente, el financista sensible a los apremios del dinero, el planeador de estrategias, el motivador del ánimo colectivo, el buscador de triunfos. Sabía que para vencer era indispensable trabajar con denuedo y sacrificio, con alma noble y capacidad de entrega, como herramientas necesarias para afianzar el desarrollo y prestar servicio social.

En 1965, un grupo de personas emprendedoras (Alberto Gómez Moreno, Rubén Amaya Reyes, Jorge Enrique Molina Mariño, Elberto Téllez Camacho, Raúl Vásquez Vélez, Darío Samper Bernal, Eduardo Mendoza Várela y Carlos Medellín Forero) concibieron la idea de fundar una universidad. Una universidad diferente a todas.

Deseaban honrar la memoria de Bolívar y Santander, los forjadores de la universidad latinoamericana, que en la época de la Gran Colombia dispusieron la creación de tres universidades con el nombre de Central en las capitales de los departamentos de entonces (Cundinamarca, Venezuela y Ecuador). Sólo en Colombia había desaparecido la entidad.

En 1966, nacía la Universidad Central. En una casa modesta, con pocos elementos de trabajo y precarios recursos económicos, con reducido número de alumnos y profesores, y casi con las uñas, pero siempre con la vista en alto, los fundadores habían sembrado una idea. Una idea revolucionaria. No se dejaron dominar por el desaliento ni amilanar por el sinnúmero de complicaciones que surgían por doquier. Se creían dueños de su propio invento, con convicción, con alegría, con esperanza en el mañana.

Jorge Enrique Molina, lleno de coraje y optimismo, confiaba en el poder del espíritu para crear futuro. Desde entonces era líder. Miraba la vida con grandeza. Motivaba a sus compañeros para no desfallecer, para superar los tropiezos, para desoír las consejas, las intrigas y las cosas vanas que cercenan las mejores intenciones. En los comienzos de la organización, fue profesor y miembro del Consejo Superior. Más tarde, secretario general. El cargo preciso para blandir sus armas de combatiente.

Del grupo inicial, quienes se mantuvieron más en contacto a lo largo del tiempo, unidos siempre en las buenas y en las malas horas, y peleando hombro a hombro y sin desmayo por la suerte de la empresa, fueron Molina, Amaya y Gómez: los tres mosqueteros. Esta agrupación de valientes desafió todos los retos y resistió todos los temporales. Hoy, 30 años después, es fácil saber por qué la Universidad Central llegó tan lejos: tenía sangre de vencedores.

Consolidación de esfuerzos

Conforme crecía la entidad eran más fuertes los nubarrones que aparecían en el horizonte. En sus 30 años de funcionamiento, la Central no ha hecho otra cosa que cambiar de medidas. Su metamorfosis a la realidad actual ha implicado la actualización continua de los sistemas educativos para ajustarse a las exigencias de cada época, y la compra silenciosa de lotes para evolucionar de manera armónica frente a los vaivenes del tiempo.

Había que sopesar el crecimiento precoz y el futuro retador. Jorge Enrique Molina fue un futurista obsesivo. El presente sólo lo utilizaba como trampolín para lanzarse a nuevas empresas. Nunca se detuvo. Ni se durmió sobre los laureles. Empujaba a los que no marchaban a su mismo ritmo. No conoció el descanso y tampoco se dejó ganar de la fatiga.

Cuando llegó a la rectoría (que desempeñó en dos ocasiones, por espacio de 25 años) ya poseía meridiana claridad para otear el camino. Sabía lo que tenía que hacer. Y lo que no debía hacer. Su criterio era maduro; sus propósitos, firmes; su entusiasmo, vital; su fe, inquebrantable. ¿Qué más condiciones pueden pedirse para triunfar en la vida?

Entró a remover obsoletos criterios educativos del país. Combatió la ortodoxia universitaria. A su institución le inyectó dinámica y humanismo. La volvió un hervidero de ciencia, arte, literatura y foros abiertos a todas las ideologías. No podía ser recinto cerrado: tenía que ser pluralista. Había que emancipar la cultura. Estimuló el talento nacional. Creó conciencia de patria. La pauta trazada por Bolívar y Santander de democratizar la universidad tuvo eco en su espíritu guerrero. Esto se llama ser revolucionario, de los buenos.

Y ya lo tenemos sentado en su silla rectoral. El número de alumnos aumenta en forma vertiginosa. De igual manera crece la angustia. No hay dinero. Todo escasea. La pobreza rampante es el signo más visible de la casa, cuyo rótulo de «Universidad» parece quedarle grande. Los alumnos no caben en las aulas.

Un testigo de aquella dura época, Gerardo Vargas Velásquez, vicerrector de Desarrollo, me cuenta que su lugar de estudio era una casa destartalada –a la  cual le temblaban las paredes y tablados– que se había arrendado en el sur de la ciudad. Es la manera de decir que toda la institución temblaba en medio de apuros y zozobras. Eso les sucede a las obras que se proyectan con criterio de futuro: rompen todos los diques, se salen de todas las previsiones. La Central, que siempre ha desbordado sus linderos, está hoy ramificada en distintos sitios de la ciudad. Como no nació con alma tímida, no se ha parado en pequeñeces.

Una lección elocuente

La acometida de la finca raíz se dirigió hacia dos manzanas deterioradas –foco de prostitución clandestina y callejera– que colindan con el centro universitario. Zona de vergüenza pública que era preciso recuperar, como ya ocurrió, para limpiarle la cara sucia a la triste cenicienta vilipendiada. El enlace de lotes significa hoy una fuerza poderosa para rectificar la incuria de las autoridades bogotanas. Detrás de esta operación calculada tenía que existir una mente superior. La mente de un estratega: Jorge Enrique Molina Mariño.

El mejor regalo que él le hará a su cuna nativa será una moderna construcción en aquella zona. Hoy, ya ausente de la escena del mundo, se piensa establecer allí, para honrar su memoria, el mejor centro cultural de la ciudad, que desde luego llevará su nombre. Los directivos del instituto, fortalecidos ahora con la presencia de Otto Morales Benítez en el Consejo Superior, e imbuidos del ímpetu reformador que les transmitió el maestro, proseguirán en la tarea de remozar la dejadez capitalina.

Esto en cuanto se relaciona con el centro de la ciudad. En la calle 75, a donde se trasladó parte de la organización (y mirar al norte es mirar al futuro), se levantará otra sede digna de aquel pujante sector.

Pensar en grande

Son 8.000 estudiantes, entre diurnos y nocturnos. Parece una fragua que nunca se apaga. Lumbre perenne de la enseñanza. Pocos municipios superan esa población estudiantil. Avanzando en estos apuntes sobre la entidad y su héroe, me pregunto: ¿qué pensarían los fundadores al comparar los 8.000 alumnos actuales con los 12 de la primera clase? ¿Qué pensaría, en sus horas de asombro y cavilación, el rector bolivariano (démosle este título inequívoco) ante tamaña masificación que en ocasiones amenazó salírsele de las manos?

La Universidad, interpretando las tendencias del mundo actual, estructuró nuevas carreras para responder a la concepción futurista de que atrás se habló. El plan es extenso: contaduría, mercadología, administración de empresas, economía, varias ingenierías (de sistemas, de recursos hídricos, mecánica, electrónica, publicidad profesional, publicidad y mercadeo, periodismo, ciencias tributarias, estudios musicales…) No se encuentran dentro de los afanes prioritarios del instituto las carreras tradicionales, y fomenta en cambio otras ramas con mayor provenir para Colombia y el estudiante.

La contaduría es la carrera insignia. Édgar Nieto Sánchez, primer egresado de esta facultad, fue su decano por espacio de 18 años y la hizo sobresalir en el mundo universitario. La facultad de música goza de gran notoriedad, como lo acredita su famosa coral, que tantos aplausos recibe. El Cine Club Centralista, con 21 años de existencia, mantiene constante actividad a través de foros, talleres de trabajo y seminarios internacionales.

Las letras y el humanismo, bajo la batuta de Álvaro Rojas de Espriella, vicerrector académico, son una de las columnas vertebrales de la casa. El taller de escritores, con 15 años de actividad, que dirige Isaías Peña Gutiérrez, goza de renombre nacional. El grupo de teatro da pasos grandes en la conquista de nuevos escenarios.

Sólo una huelga se ha presentado en la Universidad y fue la ocurrida en el año 1973. De esa experiencia salieron positivas lecciones, tanto para los directivos como para los estudiantes.

Tal el aire que se respira en los predios centralistas. Es una cátedra constante de superación humana. Las clases populares tienen allí terreno abonado para estructurar la mente y captar conocimientos amplios para las defensas de la vida en este mundo reñido y siempre cambiante.

La fe encendida

Jorge Enrique Molina concibió la casa de estudios como un faro abierto a todas las inquietudes, donde el rigor científico jugara con los principios de la dignidad humana y la tolerancia ideológica. Encendió la fe en los ideales. Sembró la semilla de la responsabilidad individual. Y se comprometió, ante Dios y ante la Patria, a formar profesionales aptos y ciudadanos de bien.

Nunca discriminó a los profesores por sus creencias. Pero exigía una norma fundamental: el amor por Colombia y el respeto a principios democráticos. Cuando la Universidad Central cumplió 25 años lanzó este lema: «25 años con la democracia, la cultura y el humanismo».

De las aulas centralistas han salido 11.000 profesionales. Son 11.000 árboles plantados en todos los terrenos para que florezca el país. Ejército de patriotas que marcha en todas las direcciones, con su bagaje de conocimientos y virtudes, como soporte de la sociedad.

El mundo de las publicaciones

La Universidad Central es, por otra parte, formidable taller de artes gráficas. Su rector era un mago para conseguir dinero, y un mago para invertirlo en beneficio social. Su don de relacionista le abría puertas y posibilidades. Conocía el poder de la publicidad como moderno sistema de avance empresarial, y al mismo tiempo como estímulo para el rendimiento individual. Buscó que la imagen del organismo se mantuviera fresca en los medios de comunicación.

Estadistas, ministros, altos funcionarios oficiales, magistrados, periodistas, académicos, escritores, diplomáticos… fueron sus aliados en esta cruzada. Utilizó las relaciones públicas –mientras en las aulas  se cocinaba a todo vapor la ciencia educadora– para elevar su centro de estudios a los primeros planos de la vida nacional.

No ignoraba la importancia del escritor como el personaje culturizador por excelencia, y por eso se preocupó al máximo, en esfuerzo perseverante, por editar sus obras. Narradores, ensayistas, académicos, científicos, historiadores tuvieron en él un mecenas excepcional. Pocas universidades, para no hablar de los organismos oficiales, donde el apoyo al escritor es por lo general excluyente o elitista, pueden mostrar los resultados de la Central.

¿Cuántos libros publicó? El propio rector no lo sabía a ciencia cierta. Y no tenía afán en contarlos. Lo que en realidad le interesaba era incrementar el ritmo de las ediciones; que la imprenta llegara a más autores; que se rescataran valiosas obras ocultas; que se conocieran nuevos talentos.

El primer libro o folleto (no he podido saberlo con precisión, y menos obtener un ejemplar) fue un tratado sobre ajedrez, escrito por el campeón Miguel Cuéllar Gacharná. Vino luego una serie constante sobre los más variados temas. Varias   de esas obras representan verdaderos sucesos editoriales. La última, que circuló con la tradicional tarjeta de saludo del rector humanista (mientras él libraba su último combate en la Fundación Santafé, donde moriría) es la titulada Valoración múltiple sobre León de Greiff, de Arturo Alape.

Hacia 1974 nació la serie bibliográfica. Desde entonces han aparecido unos 120 títulos, entre ellos, los 42 volúmenes de Hojas Universitarias, la revista que se considera el libro mayor de la Universidad, tanto por su extensión como por la calidad de los temas y el prestigio de sus autores. Este sustancioso libro reúne a sobresalientes figuras de las letras y el pensamiento y está catalogado como uno de los vehículos más representativos de la cultura nacional.

Otras ediciones, internas o externas, se suman a esta labor editora que ha consumido toneladas de papel. Algunas son periódicas, otras eventuales. Unas divulgan temas específicos de las facultades, otras registran hechos especiales. Estos son algunos de los títulos: Hojas Económicas y Hojas Administrativas (revistas); El Centralista y El Punto Central (periódicos); La Nueva Ola y Temas Humanísticos (revistas del Departamento de Humanidades y Letras); Cuadernos de Apoyo (serie didáctica); Nómadas (revista del Departamento de Investigaciones).

El deporte como fuente de energía

Alguien que conoció a Jorge Enrique Molina desde su juventud me cuenta sus iniciales aficiones al deporte. En aquellos tiempos fue campeón de ping pong y de ajedrez. Este hecho explica su actuación futura en la actividad deportiva del país, que le hizo ganar otro liderazgo nacional. Al morir, era tesorero del Comité Olímpico Colombiano.

Según Giraudoux, «el deporte delega en el cuerpo algunas de las virtudes más fuertes del alma: la energía, la audacia, la paciencia». Dice el mismo autor, con fina y sabia dosis de humor, que «el deporte es una carrera hacia la limpieza». La limpieza física y la limpieza del alma, es lícito agregar.

Esta compostura determinó un rasgo notorio en el carácter polifacético de Molina Mariño. Aprendió de los griegos que el atletismo, dispensador de equilibrio y armonía física, ennoblece y tonifica el espíritu. Tenía alma de deportista. Destreza de jugador. Talante de estratega. El arte de la escaramuza lo perfeccionó en estos lances. El ajedrez le sirvió de ejercicio mental para hacer jugadas maestras. De él sacó la habilidad para moverse en los escenarios del mundo. Para ejecutar actos audaces. En los tableros de ajedrez y en los tableros de la sociedad movía con ingenio reyes, damas, caballos, peones, alfiles, como en un campo de guerra. Y propinaba jaques contundentes a quienes pretendieran derribarlo.

Tal vez el juego ciencia era su pasión más arraigada. ¿Por qué? Por ser símbolo de la vida. En ese campo magnético, más que en las mesas de los casinos, donde la suerte es azarosa, se ejerce la capacidad de análisis, se desarrolla el olfato de penetración, se estimula el nervio de la astucia, se demuestra el poder de la inteligencia. La concentración o la impaciencia, tan connaturales al jugador, rigen también el diario vivir.

Su apartamento era un museo al ajedrez. Dejó 120 tableros de las más extrañas procedencias y los más refinados diseños. Como viajero internacional que era, traía ejemplares exóticos de lejano países y culturas diversas (la china, la persa, la rusa, la griega…) y los acumulaba uno tras otro, con infinito placer, como un tesoro en eterno resplandor. En los predios de la Central construyó el Minicoliseo de Ajedrez.

Su campo educativo, rebosante de juventud y energía, vibra con el motor de los deportes. Los equipos centralistas se han ganado muchos premios nacionales e internacionales. Cinco veces han sido campeones universitarios del país. La Universidad, para estimular esta afición, que también es disciplina y motivación de la vida, premia con becas de sus propias facultades a quienes se destacan por su alto rendimiento deportivo.

Político frustrado

El político latente que había en él hizo que en 1990 se lanzara a una campaña para conseguir, a nombre de la universidad colombiana, una curul en el  Congreso. Un grupo de rectores y exrectores encabezó el movimiento y logró conquistar el entusiasmo de la juventud. Esta alternativa suscitó interés nacional. Se trataba de oxigenar la atmósfera política, carcomida por la corrupción, el narcotráfico y el deterioro moral, para entrar a depurar las costumbres y ofrecer fórmulas de redención popular.

Por primera vez se buscaba que la universidad tuviera activa participación en las grandes decisiones nacionales. Su compromiso era con la patria. Molina Mariño, que encabezaba la lista como primer suplente al Senado, era crítico agudo de la decadencia reinante. Por la televisión, refiriéndose a los mayores enemigos actuales de la democracia, manifestó que «el clientelismo es parecido al narcotráfico».

Triunfó el movimiento. Y Molina Mariño fue senador de la República. Al asistir a las sesiones, vino el desencanto. Quien encabezaba la lista, concejal de Bogotá y profesor universitario, fue enjuiciado por faltas contra la moral. Esta situación oculta de su compañero de fórmula reñía con sus principios éticos. Esto determinó su renuncia a la investidura parlamentaria. El episodio señala, al margen, que lo que se proponía lo conseguía. No hizo la carrera de político, pero consiguió llegar al Congreso.

Esta frustración le hizo acrecer su dolor nacionalista al presenciar la época convulsionada que le ha tocado vivir al país en los últimos años. Así conoció mejor la decrepitud de la clase política, que él quería regenerar y no lo dejaron. Desengañado, pero no derrotado, continuó haciendo patria en sus rediles universitarios.

Lluvia de honores

No fueron pocos los reconocimientos que recibió en vida. Otros muchos han comenzado a tributársele después de muerto. Veamos, en forma somera, algunas de las exaltaciones que tuvo en los distintos campos donde actuó.

Fue vicepresidente y presidente de la Asociación Colombiana de Universidades. Presidente del Consejo Nacional de Rectores. Primer vicepresidente de la Unión de Universidades de América Latina –UDUAL– (la entidad universitaria más antigua del mundo y más respetable de los países latinoamericanos).  Socio de la Organización Interamericana de Universidades.

Miembro de las siguientes academias y asociaciones: Sociedad Bolivariana de Colombia, Sociedad Francisco de Paula Santander, Instituto Sanmartiniano (vicepresidente), Asociación Bernardo O’Higgins, Academia Colombiana de Jurisprudencia, Sociedad Nariñista de Colombia, Club de Abogados (presidente), Sociedad Económica de Amigos del País, Comité del Instituto Colombiano para la Educación Superior, Instituto Colombiano de Estudios Latinoamericanos, Confederación Colombiana de Deporte, Comité Olímpico Colombiano, Academia Colombiana de Contadores Públicos, Procultura, Sociedad Iberoamericana de Periodismo, Federación Colombiana de Ajedrez (presidente), Federación Internacional de Ajedrez, Comité Permanente de los Derechos Humanos. Preparaba su ingreso a la Academia Colombiana de Historia, y era socio de las de Boyacá, Quindío, Santander y Norte de Santander.

Adiós al campeón

Murió el 18 de noviembre de 1995. Cuando su secretaria me llamó a avisarme la infausta nueva, me surgió la idea, como una confortante ficción, de que el ilustre amigo, luchador tesonero de la cultura y gran mecenas de escritores, había muerto en ambiente de libros, vino y poesía, en aquella memorable velada cumplida un mes antes en la residencia del médico Virgilio Olano Bustos, también escritor y académico, donde se celebró el XXX aniversario del Círculo Literario de Bogotá.

Preparaba con emoción los 30 años de la institución. Era él mismo el que cumplía años. Esta efeméride gloriosa hará crecer en 1996 la imagen del gran ausente. Y él seguirá vivo, para siempre, en el recuerdo del claustro y de quienes seguimos de cerca su misión creadora y admiramos su prodigiosa vitalidad puesta al servicio de Colombia y de las causas nobles del hombre. Bogotá le testimoniará su afecto y gratitud. Y la patria lo ungirá como uno de los grandes forjadores del progreso.

Su vida tiene acento de epopeya. Su  obra maestra está cumplida. El campeón ya dio el jaque mate. Nada le quedó por ejecutar. El juego ha terminado. Puede, por lo tanto, descansar en paz. Los versos de Neruda que él pronunció en los 25 años de la Universidad, hacen que sean los mismos, por amable ironía del destino, con los que vuela a la eternidad:

No hay una sola gota de odio en mi pecho.

Abiertas van mis manos esparciendo las uvas en el viento.

Navegué construyendo la alegría.

            Que el amor nos defienda.

            Que levante sus nuevas vestiduras la rosa.

            Que sea repartido todo canto en la tierra.

            Que suban los racimos.

            Que los propague el viento. Así sea.

Hojas Universitarias, Universidad Central, N° 44, Bogotá, noviembre de 1997.

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Luto en la cultura

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El sensible fallecimiento de Jorge Enrique Molina Mariño, rector benemérito de la Universidad Central, es un duro golpe para la cultura nacional. Pocas personas como él tan dedicadas al apoyo del arte en sus diversas expresio­nes, y sobre todo a la difusión del libro como medio culturizante por excelencia, en un país tan alejado de la lectura y tan desviado, por consiguiente, de las disciplinas intelectuales.

Son numerosos los escritores que le deben la edición de sus obras, con las que la Universidad Central ha forma­do una de las series bibliográ­ficas más respetables del país. Libros de los más variados en­foques y rigores humanísticos –en los géneros del ensayo, la historia, la investigación, la literatura– quedan en los ana­queles de entidades y de per­sonas cultas, tanto de Colom­bia como del exterior, como viva demostración del anhelo de servicio de quien entendió la misión universitaria como compromiso con la sociedad.

En el mismo momento en que Molina Mariño luchaba con la muerte en una clínica de la ca­pital, circulaba la última obra patrocinada por el centro do­cente: Valoración múltiple sobre León de Greiff, de Arturo Alape, edición de lujo y alto con­tenido que entra a enriquecer, y de qué manera, la bibliografía sobre el ilustre poeta. Este libro es el laurel final –que coloca­mos en su tumba– ganado por sus desvelos como editor.

No menos destacable y digno de admiración es su desempe­ño en el campo universitario. Abogado del Externado de Co­lombia y especia­lizado en derecho público y eco­nomía cooperativa en París y Estocolmo, con este bagaje sur­ge su temprana vocación por las lides académicas. En sus comienzos, se vincula como profesor a las universidades Nacional y Externado de Co­lombia.

Pasados los años, ocu­pa la vicepresidencia de la Aso­ciación Colombiana de Univer­sidades, para luego ser elegido presidente de la misma insti­tución y del Consejo Nacional de Rectores. Desde hace dos años ocupaba el cargo de primer vicepresidente de la Unión de Universidades de América (Udual).

En 1965, junto con un grupo de promotores universitarios, se vincula a la fundación de la Universidad Central, cuya rec­toría ejercería tiempo después. Es rector del plantel en dos oca­siones, con un total de 25 años de servicio. Y es el líder por excelencia que ha tenido la Central, hasta colocarla en el sitio destacado que hoy mues­tra en el panorama nacional, e incluso internacional.

Su asombrosa vitalidad y ejemplar liderazgo han permi­tido que esta casa de estudios tenga el desarrollo vertiginoso que no registra ninguna otra universidad. Al rector modelo, que no conoció los miedos y desafió todos los retos, sólo le faltó coronar su obra máxima: la construcción de la sede prin­cipal –un proyecto ambicioso en vía de ejecución–, que se cumplirá en el centro de Bo­gotá, donde hoy funcionan sus viejas instalaciones. Ese será el homenaje póstumo a su me­moria. Tal el desafío para quie­nes fueron sus colaboradores. Ya sabemos que buscar un dig­no sucesor es difícil tarea. Ojalá se acierte, para bien del país.

El Espectador, Bogotá, 20-XI-1995.

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