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Tras las huellas de Izcay

miércoles, 8 de julio de 2020 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En reciente artículo con motivo de la muerte del escritor Eduardo Santa mencioné su libro El pastor y las estrellas, ameno relato que tiene como protagonistas al pastor de cabras Abenámar y a su esposa, Izcai. Una ciudadana venezolana que está terminando en Méjico la carrera de Antropología Social leyó mi artículo y me cuenta esta curiosa  historia: cuando sus padres leyeron el libro de Eduardo Santa decidieron que si tenían una hija le pondrían ese nombre. Y así sucedió. Ella, que hoy tiene 25 años, se llama Izcaí Ruiz Hecht y desea saber de dónde proviene o qué significa su nombre (a su madre le pareció que sonaba mejor Izcaí, con acento en la “i”, y así se quedó).

Todo indica que Eduardo Santa tomó esa denominación de una princesa de la etnia quimbaya de Colombia, si bien la grafía correcta es con “y”: Izcay. Cuando yo vivía en Armenia, cuyo territorio estuvo habitado por los aborígenes quimbayas, se inauguró el Hotel Izcay, hecho que refleja la intención de que la entidad llevara un distintivo de la región. Ese hotel fue destruido por el terremoto de enero de 1999, más tarde fue remodelado y pasó a denominarse Hotel Armenia Plaza.

De esta manera, el nombre de la princesa quimbaya desapareció entre los escombros del terremoto. Pero subsiste Izcaí, la venezolana nacida por obra y gracia de una lectura deslumbrada de sus padres, y que algún día, como antropóloga, ahondará más en estas cuestiones de la cultura, el lenguaje y la tradición.

Mi amigo quindiano Luis Carlos Gómez Jaramillo, que tiene buen espíritu investigativo, como se verá, me aporta interesantes datos sobre la palabra en cuestión. De entrada,  me dice que el origen de dicho término es vasco, como lo afirma Wikcionario, el diccionario libre que contiene más de 900.000 entradas para más de 665 idiomas, según lo anuncia la obra.  Con el mismo nombre, mi amigo localizó un restaurante y un bar cafetería en Bilbao, y ganas me dieron de romper el confinamiento causado por la pandemia para ir a saborear las ricas empanadas colombianas que allí se ofrecen.

En esta indagación salió a flote el vino Iscay –con “s” y no con “z”–, que simboliza un tributo a la cultura incaica al unirse las cepas emblemáticas de malbec y merlot. Pero  en este caso “iscay” –sustantivo común– significa “dos” en quechua, es decir, hace referencia a las dos cepas citadas. Además, Luis Carlos descubrió a Fernando Izcay, vecino de Tudela (España), enfrentado contra Nicasio de Francia, por supuesto en época muy remota, en un pleito fenomenal. ¡Vaya enredo en que nos hemos metido!

Fuera del aporte del amigo quindiano, aquí está esta otra cuota de mi propia cosecha: la internista frenóloga Izcay Ronderos Botero, el conjunto residencial Izcay de Timiza en Bogotá y los vinos clásicos argentinos Iscay (Trapiche). Como se aprecia, alrededor de una palabra pueden surgir muchas historias.

Ya se ve que el vocablo, fuera de llevarlo una mitológica princesa quimbaya, echó raíces en otras latitudes –a veces con cambios gráficos muy comprensibles– y con él se han bautizado negocios, vinos, pastoras de cabras y otras personas, entre ellas Izcaí Ruiz, por quien vamos a brindar con una buena copa de Iscay como homenaje a su nombre singular.

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El Espectador, Bogotá, 4-VII-2020.
Eje 21, Manizales, 3-VII-2020.
La Crónica del Quindío, Armenia, 5-VII-2020.

Comentarios 

Qué interesante artículo acerca de la palabra Izcay y sus grafías alternativas. En la industria vinícola existe la firma Trapiche que ofrece dentro de su gama de vinos la línea «Trapiche-Iscay», aclarando que aquí la palabra Iscay, que significa «dos»,  se tomó del quechua, para designar la combinación de «dos» varietales. Ellos ofrecen la combinación de Malbec-Cabernet franc y la de Syrah-Viogner. Esta última he podido degustarla y es exquisita. La cepa viogner no tiene, por lo menos acá en Colombia, mucha difusión, pero da origen a unos vinos blancos exquisitos y muy parecidos a los Chardonay. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Izcay era el nombre de un hotel de Armenia que quedó atrapado en el terremoto y en ese momento murieron allí unos futbolistas argentinos. Esto añade a la historia de ese hotel la enología, lo cual me parece novedoso. Jaime Lopera, Armenia.

Mil gracias por el tiempo y el esfuerzo de esas múltiples búsquedas. Y mil gracias por ese acercamiento a mi nombre y a mi identidad. Izcaí Ruiz, Ciudad de Méjico.

 

La singular historia de Silfo Cifuentes

jueves, 15 de noviembre de 2018 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace años conocí La Guajira. Desde que hice la primera parada en Riohacha, comencé a sentir el aire del desierto, la soledad y el silencio, y conforme avanzaba por las llanuras infinitas aparecía el territorio mítico narrado por Eduardo Zalamea en Cuatro años a bordo de mí mismo. Esta novela no es un simple viaje por la geografía primitiva y los ásperos caminos, sino además una excursión por los paisajes y las emociones que alimentan la fascinación. Como lo dice Zalamea, su obra es “un diario de los cinco sentidos”. Un despertar, ante la belleza, del mundo sensible que todos llevamos en el interior del alma.

Es ahora mi nieta Valeria, de cinco años, quien de manos de sus padres y bajo su propio impulso se adentró en el alma de La Guajira, más allá de lo que yo lo hice. No sé si mañana se acordará de que en Palomino conoció a Silfo Cifuentes, el hombre de ciudad que se convirtió en indígena kogui, y puso esta dedicatoria en su libro El indio interior, editado en el 2016: “Valeria, eres una niña y alma hermosa. La vida te ama. ¡Ama la vida! Ama a tu familia. Ámate a ti misma”.

Voy a contar la historia de Silfo, tomada de su propio libro y de varios registros de internet. Nació en la hacienda que tenía su padre en Palmira, y en Cali cursó sus primeras letras y obtuvo el grado de artista plástico. Luego estudió arquitectura, que no terminó. Con el paso del tiempo, se desilusionó de la sociedad civilizada y se sintió atraído por las comunidades indígenas. Para tal fin recorrió varios países de Sudamérica, y a la postre se fue en busca del pueblo kogui, en la Sierra Nevada de Santa Marta. Corrían los años 70 del siglo pasado.

Ansiaba el contacto con la naturaleza, el aire puro, los ríos incontaminados, el cielo abierto, la sabiduría de los seres primitivos. Quería ser indígena, pero los koguis le negaban el acceso a su comunidad. Lo creían un aventurero, quizás un vago. Un año duró pidiendo que lo recibieran, o por lo menos le dieran la oportunidad de demostrarles su convicción. De hecho, su cruce racial venía de blanco español y americana afroindígena. Hasta que al fin, de tanto insistir, el mamo mayor autorizó su ingreso.

El primer paso fue vestir como ellos. Después aprendió a cultivar la tierra, pescar, tejer, hilar,  fabricar chinchorros y los productos autóctonos. La lengua la fue asimilando poco a poco. Al correr de los días, se familiarizaba con las costumbres y las creencias de su nueva sociedad. Mascaba la hoja de coca tostada, que da energía, y consumía los alimentos hechos con fórmulas naturistas, que protegen la salud y alargan la vida. Desencantado de su propia religión, que para él era sinónimo de inquisición y sumisión, comulgaba ahora con la espiritualidad que buscaba en otros caminos. Y la había encontrado.

Así pasaron cuarenta años. Su alma se purificó en la rusticidad de los montes y en la limpieza de las tradiciones aborígenes. “La sabiduría –dice en su libro– viene de adentro; el conocimiento y la información se adquieren, se aprenden, se reciben de afuera”. El alcohol y los vicios tóxicos los considera letales: están acabando con la humanidad. Solo los estados espirituales –afirma–  mantienen la paz del ser humano.

Silfo es un sabio, pero la gente que pasa a su lado no lo nota. He aquí algunos de los principios plasmados en su libro: “Cuando tenemos un problema emocional hay dolor, y el dolor es un crisol apto para purificar”. “La verdad ha sido perseguida, eclipsada, sacrificada por la oscuridad; este es el mejor termómetro para saber cuándo algo es verdad”. “Uno de los enemigos más esclavizantes que nos impiden ‘nacer de nuevo’ es la ignorancia”. “No podemos decir que el dinero sea bueno ni malo, depende del manejo; si lo usas como poder, te corrompe; si lo metes en tu corazón, te esclaviza”.

Silfo tuvo que descender de la Sierra Nevada cuando los grupos guerrilleros crearon inseguridad en la zona. Ahora vive en Palomino, en el hotel Playa La Roca, que construyó junto con su hija Samila y su yerno Mario. Allí lo encontraron mi nieta Valeria, sus papás y su tía Liliana, los excursionistas de esta crónica que se fueron a descubrir mundos nuevos en el remoto y embrujado mapa de La Guajira. Silfo viste el traje de los koguis y lleva, sobre todo, el alma pura que le otorgó la convivencia con la naturaleza.

Su nombre de pila es Luis Alfonso (Cifuentes), pero un compañero de estudios lo bautizó Silfo. Apelativo perfecto, ya que silfo, según los cabalistas, es un “ser fantástico o espíritu elemental del aire”.

El Espectador, Bogotá, 10-XI-2018.
Eje 21, Manizales, 9-XI-2018.
La Crónica del Quindío, Armenia, 11-XI-2018.

Comentarios 

Muy bella la historia de Silfo Cifuentes y muy exótica, pues no espera uno que un hombre «civilizado» quiera volverse indígena. Pero estas culturas tienen su sabiduría y no están contaminadas de modernidad y por ello se hacen atrayentes. Qué bueno que la nietecita esté empezando a llenarse de » mundo». Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

El pueblo kogui es hermético, y si Silfo Cifuentes logró adentrarse, es toda una hazaña. La Guajira  no la conozco. Loretta van Iterson, Ámsterdam (ciudadana holandesa que vivió varios años en Colombia).

Bella crónica del personaje Silfo Cifuentes. Su historia es salida del aire, del espacio, de la arena y del corazón de La Guajira. Qué alegría para Valeria, quien va acumulando esta riqueza espiritual. Inés Blanco, Bogotá.

Dedicatoria a Silfo en la novela Ráfagas de silencio: “A Silfo, en su paraíso ecológico. Por allá pasó mi nieta Valeria, de 5 años, y me trajo el libro El indio interior que usted le obsequió con bella dedicatoria. Con mucho agrado lo hago partícipe de esta novela de mi autoría en la que se mueven los indígenas del Putumayo. Admiro su sabiduría, Silfo. GPE”.

La ira indígena

jueves, 31 de octubre de 2013 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No es una ira momentánea la que en estos días ha estallado en Toribío, sino que viene de muchos, de muchísimos años atrás. Para ser exactos, desde hace más de cinco siglos, cuando los españoles descubrieron las tierras de América y miraban a los indios no como personas sino como animales.

Desde entonces la raza indígena ha vivido humillada, privada de sus derechos humanos y sometida a toda clase de desprecios, trabajos oprobiosos, abandono, tortura y destrucción. A lo largo de los tiempos han surgido de su seno tres grandes líderes: la cacica Gaitana, que acaudilló un movimiento contra los españoles en los años 1539 y 1540; Quintín Lame, que en 1914 dirigió un movimiento indígena en el Cauca, y el sacerdote nasa Álvaro Ulcué (el primer sacerdote indígena en Colombia), que libró aguerridas acciones por la misma causa y murió asesinado en 1984.

La Constitución de 1991 dio un paso adelante en la protección de los indios y en el reconocimiento de sus derechos ciudadanos, sin lograr su completa rehabilitación, que consiste en el respeto de sus territorios y tradiciones, el usufructo de sus tierras,  los beneficios de la salud y la educación y el amparo contra la pobreza y el hambre.

Estas comunidades vienen desde hace mucho tiempo acosadas por las guerrillas, que no solo las despojan de sus tierras sino que se llevan a sus hombres, incluyendo los adolescentes, para incorporarlos a las filas de la subversión, y a las muchachas, para volverlas sus amantes e inducirlas a la prostitución.

Los indígenas viven en medio de dos frentes: por una parte está la guerrilla, que no los deja vivir en paz, y por la otra, el poder oficial, que por épocas les ofrece el cielo y la tierra y luego se desentiende de ellos. Hasta el próximo conflicto. De revuelta en revuelta se ha llegado a la estruendosa situación que se vive hoy en Toribío y otros municipios del Cauca. Y no solo allí, ya que el problema ha trascendido a toda la nación y ha puesto en aprietos al presidente Santos.

Esto de no querer hablar con él cuando fue a buscarlos con sus ministros a la zona de la violencia, lejos de poder interpretarse como desaire, es la respuesta lógica a la falta de cumplimiento de la palabra oficial. Lo que los indígenas piden es paz, y trabajo, y tierras para sus cultivos, y salud, y educación. Esto no lo pueden conseguir en medio de los ataques guerrilleros a las poblaciones y del constante hostigamiento de que son objeto en los campos.

Parece que no hubiera pasado la época de explotación de los nativos en los tiempos feudales. Parece que ellos continuaran aún bajo el dominio de la burguesía, cuando eran esclavos del gamonal y el cura. Parece que no estuviéramos en pleno siglo XXI, sino en 1870, cuando surgió la casta política en la vida del país como el peor castigo de los indígenas, a quienes los poderosos arrebataron sus mejores tierras, muchas veces en alianza con la Iglesia Católica.

En el 2004, el presidente Uribe, en otra revuelta parecida a la actual, viajó a la región y megáfono en mano trató de hablar con los indígenas. Pero estos no quisieron hablar con él y le respondieron con rechiflas. Hace pocos días sucedió lo mismo con el presidente Santos, que tuvo que resignarse a efectuar en recinto cerrado un consejo de ministros, y regresó a Bogotá como niño regañado. Qué pena, pero es que los indígenas dejaron de creer en la palabra del Gobierno. Están cansados de promesas.

En septiembre del 2004 se llevó a cabo una caminata de sesenta mil indígenas pertenecientes a varios departamentos del país, en completo orden y sin que ocurriera el menor disturbio en la travesía, hasta llegar a Cali. Ese fue un mensaje elocuente que lanzó la raza indígena para hacer ver su espíritu de paz y pedir al propio tiempo que se les tenga en cuenta como colombianos que son. No como indios, dicho esto en la expresión peyorativa.

Pero su voz se ha perdido en el vacío. La Constitución de 1991 fijó para ellos claros beneficios, que solo en parte se han otorgado. Falta lo esencial, y por eso vuelven a protestar. Ojalá ahora, cuando el problema se ha agravado con serios incidentes de orden público, se llegue a reales soluciones, lo que descarta las promesas efímeras. Que haya diálogo, pero para cumplirlo.

El Espectador, Bogotá, 20-VII-2012.
Eje 21, Manizales, 20-VIIii-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 21-VII-2012.

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Comentarios:

Para los indígenas el problema es de vieja data, hay una deuda histórica con ellos y es el momento de analizarlo desde todos los puntos de vista. Su protesta es porque el Estado no se puede manifestar solamente con fuerza pública desmedida, gastándose la mayoría del presupuesto y dejando migas divididas, llamativos programas que no tienen recursos y llevan cada vez más a la miseria, la exclusión y a ser el país más inequitativo de la región. Preguntémonos (correo a El Espectador).

¿Se puede creer en la palabra de los indios? Por algo será que en todo proceso de consulta con las comunidades indígenas se deben grabar los encuentros porque lo único que no tienen es palabra. Lo que dicen un día lo cambian el otro. No han querido hablar con los últimos dos presidentes y después se quejan de que no mandan a hablar a nadie con el suficiente nivel y poder de decisión. Foreroha (correo a El Espectador).

Hay que tener en cuenta de manera seria a los indígenas. Claro que también están aguardando ese trato los afrocolombianos y los campesinos. En otras palabras, pasar del reconocimiento de la existencia en el país de la inequidad social, a una política seria de inclusión de todos los habitantes. Los programas de viviendas gratuitas y de familias en acción no son suficientes. Jaimebal (correo  a El Espectador).

Nunca es tarde para recomponer la deuda que tienen el Estado y la sociedad con nuestros indígenas. Recordemos que son ellos los dueños originales de estas tierras. Así pues, Presidente, a actuar con hechos, no con palabras. Jabermar (correo a La Crónica del Quindío).

Los indígenas deben tener claro que con esos palos llamados bastón de mando no van a contener ni repeler una guerrilla criminal que utiliza esa zona como corredor para extorsionar, secuestrar y sacar coca por el Pacífico. Juvaqui7294 (correo a La Crónica del Quindío).

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Literatura indigenista

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

He recibido de Abram Koop, jefe de Relaciones Gubernamentales del Instituto Lingüístico de Verano, una serie de publicaciones que giran alrededor del mundo de los indígenas, varias de las cua­les –cosa admirable– están es­critas por personeros de esas culturas. Desde las épocas del descubrimiento de América, las razas aborígenes que poblaban el territorio colombiano –para sólo circunscribirnos a nuestra geografía– han sido víctimas de grandes vejaciones y del marginamiento sistemático de las fuentes de la educación, la salud, la tierra, la vivienda y demás ventajas de la civiliza­ción.

Ese gran desconocido que es el indígena hasta ahora co­mienza a ser admitido en socie­dad, gracias, sobre todo, al pro­greso que en este campo consa­gró la Constitución de 1991. Ha sido una conquista silen­ciosa de los mismos grupos étni­cos –que pasan de 40–, quienes mediante paciente y vigo­rosa organización adelantada a través de largos años de esclavi­tud, padecimientos y tremendas carencias, lograron su propia libertad.

Hoy, cuando ya Colom­bia los reconoce como seres hu­manos y los integra a la vida ciudadana, hacen su presenta­ción exhibiendo títulos sorpresi­vos y sorprendentes, dignos de loa, como los de abogados, sicó­logos, pedagogos o políticos, e inclusive clérigos, como es el caso del cura paez Jesús Ulcué, gran abanderado de la causa indígena a quien asesinaron por chocar su cruzada contra los intereses de poderosos terrate­nientes.

Otro título admirable que sale a flote en la colección de libros que me envía Abram Koop es el del indígena escritor. Varias de esas obras –como Culturas indí­genas, Dichos en Cama, Voca­bulario Epena, Estilo cognosci­tivo guahibo– están dedicadas a explicar y defender la cultura, los idiomas y las costumbres de las diferentes familias aboríge­nes y, por lo tanto, representan precioso material didáctico. En otras –como Cartilla Wanana, Cartilla en Tuyuca, Calustarinda 1948– se reflejan las dotes artís­ticas y literarias de ignorados pintores y escritores de este mundo por descubrir, que me ha producido verdadera fascina­ción.

Es preciso mencionar otros esfuerzos significativos que se acometen en forma discreta desde distintos campos de la cultura nacional en pro de la causa indígena, y que merecen distinción. Tal el caso del escri­tor y catedrático Carlos Basti­das Padilla, profesor de la Uni­versidad del Cauca, quien me­diante una beca que le otorgó Colcultura ahonda en esta ma­teria y produce el denso ensayo titulado La versión literaria de la cuestión indígena latinoamericana.

El Instituto Caro y Cuervo publica en ocho volúmenes una enciclopedia sobre las culturas aborígenes, con el título Historia de la cultura material en la América Equinoccial, obra de la que es autor Víctor Manuel Patiño, consagrado investigador que a lo largo de 40 años de estudio presenta un amplio y novedoso panorama sobre la vida de los indígenas en sus actividades fundamentales: alimentación, vivienda y menaje, comunicaciones, vestidos y vida social, tecnología, comercio, vida erótica y costumbres higiénicas, trabajo y ergología.

Otro valioso texto que edita el mismo Instituto Caro y Cuervo es el que titula Estado actual de la clasificación de las lenguas indígenas de Colombia, que recoge, bajo la compilación de María Luisa Rodríguez de Montes, las ponencias presentadas en un seminario-taller de la entidad.

Todo esto indica que ha comenzado a despertar la conciencia nacional sobre las comunidades indígenas, por tanto tiempo maltratadas y desconocidas en el país, y las que, fuera de ser tan colombianas como el resto de compatriotas, tienen mucho que enseñarnos.

El Espectador, Bogotá, 26-XII-1994

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Misiva:

Con satisfacción y orgullo leí en la columna Salpicón, del diario El Espec­tador, su complacencia al recibir algunas publicaciones de este Instituto, las cuales me animé a enviarle dada su simpatía por la causa indigenista.

Como no es la primera vez que leo sus comentarios sobre este tema, sería un gran placer tener el gusto de conocerlo personalmente e intercambiar ideas sobre este aspecto de mutuo interés. De igual manera a muchos de nuestros lingüistas les agradaría poder conocerlo. Abram Koop P., director en Bogotá – Asociación Instituto Lingüístico de Verano

 

 

 

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El indígena y el escritor, dos seres olvidados

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Con el mayor interés he leído en el Magazín Domini­cal el excelente ensayo que sobre la causa indigenista escribe Carlos Bastidas Padilla, amplio conocedor de la materia tanto por sus raíces nariñenses –escenario muy marcado de la explotación del indio en épocas feudales– como por su consagración intelectual a di­cho tema.

Sólo en la época actual, tras centurias de dominio sobre esta clase humillada, el indio comienza en nuestro país a adquirir catego­ría social. Ha conquistado su liber­tad, después de haber vivido escla­vo del gamonal, el terrateniente y el cura, símbolos de la burguesía dominante que en 1899 denunció la escritora peruana Clorinda Matto de Turner en su novela Aves sin nido.

Cerca de cien años han transcurrido desde entonces y el indio apenas se vislumbra en América como un ser social. Los espa­ñoles, en la Conquista, lo conside­raban un animal, y tal vez esto explique el que curas lascivos sa­ciaran en las indias sus instintos animales.

Otros escritores, como Alcides Arguedas, Jorge Icaza, Ciro Ale­gría, José María Arguedas, César Vallejo, Fernando Chávez, José Eustasio Rivera, César Uribe Piedrahíta, Diego Castrillón, han abanderado la misma cruzada de redención a través de varias obras famosas. Ellos, escritores connota­dos, han merecido el apoyo de las editoriales. Pero existen otros au­tores que militan en la misma causa y cuyos libros duermen en el polvo del olvido.

Deseo referirme a un caso que conozco y que por lo menos desper­tará curiosidad. Se trata del escri­tor quindiano Jaime Buitrago Car­dona, muerto hace largos años –y muy ponderado en su época–, au­tor de una valiosa trilogía novelísti­ca sobre el tema que me ocupa, hoy ignorada: Pesca­dores del Magdalena (1938), Hom­bres transplantados (1943) y La tierra es del indio (1955). Esta última fue ganadora de un con­curso patrocinado por la Caja Agraria, y la entidad le incumplió el premio de la impresión. El autor la editó por su cuenta en Editorial Minerva, con prólogo del padre Félix Restrepo, y nunca más volvió a publicarse.

La pátina del tiempo borra la memoria de algunos escritores no­tables. Jaime Buitrago Cardona, a quien ya no conocen ni en su tierra quindiana, es uno de esos ejemplos dolorosos. Otro caso sensible es el de Eduardo Arias Suárez, también quindiano, uno de los pioneros del cuento en el antiguo Caldas y acaso el mejor cuentista que haya tenido el país. ¿Había oído usted mencionar (le hablo a Bastidas Padilla o a quien me lea) a estos dos escritores quindianos del comien­zo del siglo? Si la respuesta es negativa, echémosle la culpa a la imprenta.

En 1980, siendo yo residente en Armenia, asesoré al Comité de Cafeteros del Quindío para el res­cate de una excelente novela de Eduardo Arias Suárez –Bajo la luna negra– que permanecía inédi­ta desde 50 años atrás. Se rescató la novela, pero sus libros de cuen­tos, traducidos en su época a varios idiomas (y uno de ellos todavía inédito), son ignorados por las actuales generaciones.

Esto me lleva a pensar que no sólo el indígena merece redención: también el escritor. El ensayo que comento aboga por el alma del indio, y yo lo acompaño en su clamor. Agrego a esta protesta el alma olvidada del escritor. Co­lombia, por desgracia, es un país de grandes escritores anónimos.

El Espectador, Bogotá, 19-VII-1994.

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Comentarios:

Tuve oportunidad de leer el interesante artículo titulado El indígena y el escritor, dos seres olvidados. En verdad, no hemos demostrado el aprecio que se debe tener hacia las culturas «minoritarias» y hacia los escritores. No sé si es que nuestra cultura está pasando al analfabetismo, o la pantalla chica nos está esclavizando, pero leer detenidamente casi ha pasado de moda.

A pesar de todo, nosotros, como Asociación, trabajamos entre 44 diferentes grupos étnicos y continuamos animando la formación de escritores y editores indígenas, de tal modo que ellos mismos apoyen la literatura en cada idioma para la conservación y preservación de los idiomas y culturas indígenas. No vamos a perder la esperanza en esta lucha. Con la presente, me permito enviarle publicaciones, y cartillas, de los cuales algunos son escritos por los mismos indígenas y que espero le sean de interés. Le reitero mi admiración y aprecio por su interés en todo lo relacionado con la causa indigenista. Abram Koop P., Asociación Instituto Lingüístico de Verano, jefe de relaciones gubernamentales, Bogotá.

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Como escritor, me halaga que mi ensayo Aves sin nido en el frontón de la novela indigenista le haya gustado y avivado en usted sus sentimientos de solidaridad hacia la causa indígena. Yo, sin ser un experto en la materia, he tratado de abordar el problema desde el punto de vista literario; estudiando la manera como nuestros escritores latinoamericanos han enfrentado el tema del indio. Colcultura me otorgó una beca para desarrollar el proyecto La versión literaria de la cuestión indígena latinoamericana (ya terminado).

Para darle al trabajo una visión más universal escogí a los autores más representativos de las letras latinoamericanas de la región andina, tanto indianistas como indigenistas (…) y a los que por la información que usted me da (y que agradezco) también lo son, como Jaime Buitrago Cardona y Eduardo Arias Suárez, de quien en alguno de mis cursos de literatura en la Universidad de Popayán disfrutamos y estudiamos su excelente cuento Guardián y yo (…) Aplaudo su empeño por el rescate y valoración de la obra de estos dos escritores colombianos que me gustaría estudiarlos para un segundo libro sobre el tema o para un ensayo de los que publico en el Magazín Dominical de El Espectador; para entonces trataré de encontrar La tierra es del indio. Carlos Bastidas Padilla, Popayán.

  

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