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Se fue José Chalarca

jueves, 8 de octubre de 2015 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Mi conocimiento sobre José Chalarca viene de la época en que publicó su primera obra, Color de hormiga (1973). Dicho trabajo corresponde al número 109 de la serie de bolsilibros del Instituto Colombiano de Cultura. Por aquellos días nos conocimos en Armenia. Nació en Manizales el 25 de abril de 1941, y acaba de morir en Bogotá, este 29 de septiembre, a la edad de 74 años.

Con su libro inaugural se dio a conocer como cuentista talentoso. Del mismo género son Contador de cuentos (1980), Las muertes de Caín (1993) y Trilogio (2001). Se distinguió como ensayista con El oficio de preguntar, Marguerite Yourcenar o la profundidad, La escritura como pasión y El biblionavegante, su último libro, publicado en 2014. Otros títulos de su autoría son Diario de una infancia, Aventuras ilustradas del café, Colombia: café y paisaje. También era pintor, y sus obras fueron divulgadas en exposiciones individuales y colectivas.

En su tierra natal se graduó de bachiller en el Instituto Universitario, en 1962, y en Filosofía y Letras en la Universidad de Caldas. Ejerció la docencia y durante 3 años dirigió la revista Siglo XX, gran promotora de cultura. Al mismo tiempo era columnista de La Patria y de diversos periódicos y revistas.

Su ingreso a la Federación Nacional de Cafeteros, a la que estuvo vinculado durante largos años, hasta jubilarse, se debió a un hecho fortuito. Pedro Felipe Valencia, alto directivo de la entidad, le encomendó la escritura de un libro sobre un personaje cafetero. Dicha obra le dio auge en la Federación de Cafeteros. A partir de entonces se vinculó a la vida laboral del organismo, y tiempo después fue nombrado jefe de Publicaciones, donde ejerció reconocida labor como investigador y editor.

En dicho contexto, José Chalarca publicó 10 libros sobre el sector cafetero. Su pasión por el grano le incentivó el espíritu de la investigación, hasta el punto de convertirse en la persona que tenía mayor conocimiento sobre la vida cafetera.

En 1989, siendo Jorge Cárdenas Gutiérrez gerente de la Federación, fue publicado el libro Don Manuel, Mister Coffee, en dos tomos de lujo, y 872 páginas en total, como homenaje a Manuel Mejía en el centenario de su nacimiento. La obra fue dirigida por Otto Morales Benítez y Diego Pizano Salazar. El aporte de José Chalarca en el campo investigativo fue fundamental. Sin embargo, no se le dio ningún crédito en la  obra. Lamentable omisión. Yo supe de su frustración.

Hombre prudente, amable y silencioso, mientras más ciencia acumulaba, y más páginas escribía, y mayor bagaje poseía, más huía de la ponderación y de los honores. Lector empedernido, dedicaba todo su tiempo del retiro a los grandes temas que lo apasionaban. Su tierra natal dejó de tributarle el reconocimiento que merecía.

En carta dirigida a Augusto León Restrepo y publicada en Eje 21 de Manizales, el escritor caldense Eduardo García Aguilar, residente en París, dice al respecto: “Deberíamos comprender que a los autores como él hay que escucharlos y difundirlos en vida. Propiciar encuentros, escribir sobre sus obras. Y no condenarlos al silencio”.

Cuando presentía su muerte cercana, decidió obsequiar gran parte de su biblioteca a la Universidad Tecnológica de Pereira, que le puso el nombre de José Chalarca a una de las salas de lectura. Es preciso exaltar la valía de este señor escritor que honra las letras de su comarca y del país.

El Espectador, Bogotá, 2-X-2015.
Eje 21, Bogotá, 2-X-2015.

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Comentarios

Muy justa y ponderada nota sobre José. Te agradezco que la hayas compartido. Permíteme, ahora, distribuirla entre los tantos amigos comunes que siempre exaltaron la labor literaria de Chalarca. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

Acabo de leer tu columna con pesar. Llegamos a Roma esta mañana. Conocí a José cuando era una niña. Un hombre y un escritor muy valioso. Hacía muchos años que no lo veía, pero seguí el curso de su vida. Esperanza Jaramillo,  Roma.

Me duele mucho la ida de José, quien antes que escritor y pintor era un ser humano íntegro. Muchos recuerdos vienen a mi mente de cuando éramos compañeros de estudios en el Seminario San Pablo, en Itagüí, contiguo a la finca de los Ospina  Pérez, llamada El Ranchito, donde cursamos Filosofía, y era para esos efectos dependencia de la Universidad de San Buenaventura. Allí buscábamos prepararnos para el sacerdocio como franciscanos, pero la vida nos llevó por diferentes senderos. Tengo la certeza de que José está viviendo en el cielo a plenitud y con los reconocimientos reales que se merecía. Luis Carlos Gómez Jaramillo, Cali.

Nos criamos en el Barrio Sáenz, en Manizales. Después lo encontré en Bogotá, cuando se desempeñaba como alfabetizador en el Plan OCA. Luego pasó a la Federación de Cafeteros. Conversábamos con frecuencia, y nos reíamos de nosotros recordando las duras y las maduras de la infancia y adolescencia. Recuerdo nuestra última reunión en el Colombo Americano de la 19 con Avenida Jiménez, en Bogotá. Recibí en casa una invitación a la exposición de pinturas de José Chalarca, en el Centro Colombo Americano. Entonces llamé a José a contarle de su homónimo pintor. Soltó su carcajada de rigor y me dijo: «No, Javier, ese pintor José Chalarca soy yo, el mismo que conoces y con quien estás hablando. Pintar es mi gran oficio, de él vivo… y sobrevivo de lo que hago en la Federación. Te espero allí, tomamos café y seguiremos con el tema». Javier González Quintero, Bogotá.

Otto en anécdotas

lunes, 24 de agosto de 2015 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Este 23 de agosto se cumplen 3 meses del fallecimiento de Otto Morales Benítez. Decía él que el mejor homenaje que puede tributársele a la persona después de muerta no es en la funeraria, donde parientes y amigos se reúnen a charlar de todo menos del muerto, sino en un lugar placentero, donde se recuerden sus episodios   amables.

Eso es lo que pretende esta columna: evocar al personaje a través de su optimismo y su simpatía. Pocos, como él, han gozado tanto de la existencia. Su sola carcajada era una incitación al regocijo. Su vida está llena de anécdotas aleccionadoras, tonificantes, ingeniosas, penetradas de fino humor. Haré memoria de algunos sucesos graciosos ocurridos durante nuestra larga amistad de más de 40 años.

Cuando nos conocimos en Armenia, me pidió que lo acompañara a Foto Club, librería muy acreditada en la ciudad. En el recorrido por los estantes, donde Otto separaba las obras que le llamaban la atención, vi de pronto Destinos cruzados, mi novela inicial, que ya le había enviado a Bogotá, y con disimulo la escondí en el fondo de una montaña de libros. Y seguí adelante. Escritor incipiente, me sentía acomplejado ante el autor de numerosas obras. Cuando nos encontramos en la caja, pasó uno por uno los títulos escogidos, y al llegar al último, me miró con ojos pícaros y en medio de una carcajada me dijo: ¡Tu libro! (Había visto mi movimiento cuando oculté la novela).

Después de 15 años de estadía en el Quindío regresé a Bogotá y me sentí confuso ante la urbe alborotada, llena de carros, de puentes, de gente impetuosa, de enredo por todas partes. Le hice conocer mi desconcierto ante la nueva ciudad, y él me respondió: “En tantos años que llevo aquí nada malo me ha pasado. Bogotá es una ciudad amable. Quiérela, y te será grata. Pero si la miras mal, te será hostil”.

Fueron muchos los recorridos que hicimos por la Séptima. Más que dialogar conmigo,  se dedicaba a responder a cada paso, entre abrazos, besos y carcajadas, al saludo afectuoso de los transeúntes. Una vez me llevó a una confitería cercana a la avenida Jiménez y me dijo que allí sí podríamos hablar. Su objetivo era probar las golosinas de que era adicto clandestino. Desde entonces, muchas veces aterrizamos en el mismo sitio. Sospecho que allí comenzó mi carrera de los triglicéridos.

Un día me propuso reunirnos en el Oma de la carrera 15 con calle 82 para tratar un asunto que traíamos entre manos. Para evitar interrupciones, buscaríamos una mesa oculta situada al fondo. Tan pronto entramos al lugar, se pararon a saludarlo varios amigos de Medellín. Eran parientes de Noemí Sanín y hacía mucho tiempo no se veían. ¡Qué cantidad de anécdotas y reminiscencias brotaron en aquel encuentro entrañable! ¡Qué risas, y qué efusión, y qué familiaridad animaron la reunión! Así se consumió toda la mañana, sin haber tratado nada, en absoluto, sobre el trabajo convenido. Pero nos prometimos un nuevo encuentro.

Varias veces fui invitado en unión de mi esposa y otros amigos a su hacienda Don Olimpo, en Filadelfia (Caldas). La primera, le llevé de obsequio un par de botellas de whisky, sin acordarme de que él no tomaba licor. Su hijo Olympo estudiaba en Europa y le había enviado un casete donde narraba sus experiencias turísticas. Al escuchar su voz, sintió profunda emoción y para armonizar el momento destapó la primera botella. La alegre velada etílica se prolongó por varias horas, con Otto a la cabeza. Fue la primera vez en la vida que lo vi consumir licor. Y fue, por supuesto, una noche memorable.

Al día siguiente, me hizo llamar a su dormitorio para dialogar –su pasión visceral–. Un trabajador le había traído todos los periódicos que llegaban a Filadelfia, y él, tijera en mano, se enteraba de su contenido. Cuando hallaba algo especial, lo recortaba y en la parte superior escribía el nombre del amigo a quien interesaría el escrito. A su regreso a Bogotá, la secretaria se encargaba de remitir los recortes a los destinatarios, junto con una tarjeta manuscrita por Otto.

Esta deferencia, que practicó toda la vida, le hizo ganar muchos amigos. De hecho, así lo conocí cuando daba en Armenia mis primeros pasos en las letras y el periodismo. Difícil encontrar una persona tan detallista como él. Decía que los adjetivos los usaba para alabar a sus amigos.

En recorrido a caballo por la hacienda, llegamos hasta el sitio donde se pesaba el ganado, y nos preguntó si queríamos pasar por la báscula. Claro que sí. Pero mi esposa, no contenta con el peso –sutileza muy femenina y muy respetable–, argumentó que la cuenta estaba equivocada debido a la ropa. Y Otto le respondió: “Entonces, te quitas la ropa y te vuelvo a pesar”.

El Espectador, Bogotá, 21-VIII-2015.
Eje 21, Bogotá, 21-VIII-2015.

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 Comentarios

Espectacular crónica. Verdadero reservorio de presencias con el hombre de la carcajada sorprendente. Carlos A. Villegas Uribe, Medellín.

No solo disfruté tu excelente prosa sino las anécdotas allí narradas. Qué bueno es recordar cosas agradables, amenas y reconfortantes. Y mejor si están salpicadas de buen humor. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Otto Morales Benítez tal vez fue el más auténtico liberal de los colombianos, después de Carlos Lleras Restrepo. Su cultura universal haría enrojecer de pena y envidia a la piara de ineptos hijos de papi que pululan en el Congreso. Comentandoj (correo a El Espectador.com).

Mil gracias, Gustavo, por recordar tantos aspectos de don Otto y siempre ennoblecidos con tu generosa y precisa pluma. Olympo Morales Benítez, Bogotá.

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Faro de la ética y la rectitud

lunes, 13 de abril de 2015 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El doctor Carlos Gaviria Díaz, magistrado de la Corte Constitucional en los años 1993-2001, falleció en Bogotá el pasado 31 de marzo, en momentos en que la alta corporación rueda por los despeñaderos de la degradación y el escándalo, a raíz de los torpes procederes ejecutados, al paso de los años, por varios de sus miembros. Esto les sucede a las instituciones –y por supuesto a las personas– cuando pierden el honor y la respetabilidad.

Qué contraste: mientras Carlos Gaviria fue ejemplo de ética y contribuyó al sólido prestigio que tuvo la Corte, el actual presidente, Jorge Pretelt Chaljub, que se niega a separarse de su cargo a pesar de las graves faltas que se le imputan, constituye la mayor mancha que ha caído sobre la entidad. Dos estilos se enfrentan a través de estas figuras tan disímiles: el de la dignidad y el de la deshonra, el de la decencia y el de la provocación, el de la probidad y el de la abyección.

Muchas son las virtudes que se atribuyen al jurista antioqueño. Su firmeza intelectual, su rectitud moral y formación académica jugaban con la amplitud de su pensamiento y su tolerancia con las ideas ajenas. Amigo del diálogo civilizado, del que sacaba motivos para enriquecer su propia ideología, no se disgustaba con quien exponía juicios diferentes a los suyos. Lo escuchaba con atención, discutía los puntos divergentes, y a veces aceptaba la posición del otro. Nunca pretendía imponer su propio criterio, y mantenía sus convicciones en la zona de la serenidad.

Como poseía fino sentido del humor y altas dosis de humanismo, con una carcajada jovial resolvía un tema espinoso. A su vera no quedaban enemigos. La gente lo admiraba, lo respetaba y lo seguía. Cuando en las presidenciales del 2006 se enfrentó al presidente Uribe y obtuvo la mayor votación lograda por la izquierda en toda su historia (2’600.000 sufragios), puso en evidencia su poder de seducción sobre las masas. Buena cantidad de esos votos fueron por él mismo, por Carlos Gaviria como persona, más que por su partido.

Su mayor campo de acción estuvo en la cátedra universitaria. Por más de 30 años se desempeñó como profesor de Derecho de la Universidad de Antioquia, y en 1971 fue alumno suyo Álvaro Uribe Vélez. Dos temperamentos antagónicos. El uno sosegado y reflexivo, el otro impetuoso y ególatra. Ambos, inteligentes y líderes. Sería interesante saber cómo se entendían en el aula y cuál era el tono de sus discusiones y sus divergencias, las que más tarde se llevarían al escenario nacional, tanto en el debate de los partidos como desde el ámbito parlamentario, donde Carlos Gaviria fue senador en el periodo 2002-2006.

Fue hombre radical de izquierda y demócrata convencido. Nunca conoció el sectarismo. Propulsor de los derechos humanos, la libertad y la igualdad, la equidad social, la libre expresión, la libertad de cultos (a pesar de su posición de agnóstico). Sus ideas  eran coherentes y sus argumentos, nítidos. Defensor de la eutanasia, la dosis mínima en el consumo de drogas y la libre decisión de la maternidad.

Hace menos de un año fui con mi señora a ver una película en Cinemanía. En la fila delantera a la nuestra estaba Carlos Gaviria, solo. ¡Solo, quien había sido rodeado de 2’600.000 colombianos en la campaña presidencial! Por cierto que no se trataba de la soledad del poder, sino de la libertad para estar solo. Y encontrar el regocijo íntimo en una sala de cine, alejado de la muchedumbre.

Cuando terminó la película, se levantó de la silla y nos saludó con amabilidad, como si fuéramos viejos amigos. Al avanzar por el recinto, dispensaba muestras de simpatía a los asistentes, y todos lo miraban con agrado y admiración. Se subió al automóvil que lo esperaba a la salida del cine, y se perdió de vista, causándonos gratísimo recuerdo. “Un hombre para Diógenes”, dice Osuna. “El sabio de la tribu”, según Semana.

Esta clase de prototipos humanos son los que necesita Colombia. Pasan por la vida como un meteoro, como una ráfaga de luz intensa y fugaz. Y de pronto desaparecen de la escena, dejando una estela de cordura, sensatez y sapiencia.

El Espectador, Bogotá, 10-IV-2015.
Eje 21, Bogotá, 10-IV-2015.

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Comentarios:

Sí, en donde participara Carlos Gaviria era objeto de admiración y simpatía. Pese a su timidez, podían más su sencillez y respeto total por el otro, para agradecer esas muestras de cariño. Un faro de sapiencia, humanidad y rectitud que su muerte no apagó. La unanimidad y proliferación de columnistas y artículos reconociendo sus atributos dan muestra de ello. Su luz refulge especialmente al contrastarla con el advenedizo Pretelt. En cuanto a conductas criminales y de favores cruzados, nunca fue tildado. Era un Maestro. Sofía Fuentes (correo a El Espectador).

Y corren ríos de tinta de los articulistas, denunciando corruptelas, trapisondas, nepotismos, negociados etc, etc, etc… y nada pasa, todo sigue igual o peor. Y si el presidente de la Corte Constitucional no renuncia, al menos siquiera por dignidad, qué podemos esperar, con ese ejemplo, del resto de bandidos en el Senado, la Cámara y en los juzgados. Poco a poco se nos va acabando la esperanza en Colombia. Luis Quijano, (USA).

Me causó impacto tu columna, homenaje a Carlos Gaviria, porque me devolvió la esperanza de que aún existe en este mundo esa especie exquisita de seres humanos. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Le haces un justísimo homenaje a un grande de Colombia que supo mantener enhiestas las buenas virtudes del ciudadano, del académico y del dirigente político y social. Fui su amigo personal y aprendí de sus valores legítimos contrapuestos a los valores de muerte y discriminación. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

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Muere un acordeón

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace diez años, en el hotel Radisson de Bogotá, los amigos de Carlos Eduardo Vargas Rubiano le celebramos, al lado de su esposa y su familia, la publicación de su libro autobiográfico Memorias con mi acordeón. En tal ocasión, Carlosé (como firmaba sus artículos en El Tiempo, y así se le nombraba entre sus amigos) entregó el disco titulado Se nota que no sé nota.

Dije entonces en columna publicada en El Espectador: “Es difícil encontrar una simbiosis tan perfecta entre un instrumento musical y su ejecutante. No se sabe, en realidad, si Carlosé es el dueño del acordeón, o el acordeón es el dueño de Carlosé”. Chapete publicó en 1969 una caricatura con el título Boyacá en los mares, donde aparece el personaje, con el agua al tobillo y la canción a flor de labios, navegando por los mares del mundo como jefe de relaciones públicas de la Flota Mercante Grancolombiana, y acompañado de su inseparable acordeón.

Nació con música en el alma. En su Tunja natal, apenas de 15 años, era ya un ferviente admirador de Gardel, cuyos tangos interpretaba al piano. Pasado el tiempo, supe por él mismo que siempre que llegaba a Buenos Aires no podía prescindir de ir a visitarlo en su tumba de La Chacarita. Cuando tiempo después estuve en dicha ciudad, me acordé de aquella adhesión al “zorzal criollo” y fui a dar a La Chacarita, por cierto bajo un torrencial aguacero. Gardel, Agustín Lara y José A. Morales eran sus tres ídolos musicales.

Siendo gobernador de Boyacá, en 1987, me invitó a una correría por el norte del departamento. En Soatá, mi patria chica, entregó una condecoración al colegio de la Presentación, que cumplía un aniversario importante. Realizado el acto, me pidió que estuviera listo para viajar en horas de la noche a Tipacoque, distante 13 kilómetros, luego de atender un compromiso en mi pueblo. Carlosé, amigo entrañable de Eduardo Caballero Calderón, llegaba a la casona histórica como si fuera su propia casa. Al son del acordeón, aquella grata velada musical  se prolongó durante varias horas, como una pausa refrescante del camino.

Fue alcalde de Tunja a los 25 años. Dirigió las relaciones públicas de la Flota Mercante Grancolombiana por cerca de tres décadas. En 1987 ocupó la Gobernación de Boyacá. Enfrentado entonces a la politiquería de su tierra, a cuyas presiones no quiso acceder, prefirió retirarse con dignidad del cargo. Sus propios paisanos no lo dejaban gobernar. Después se le ofreció una nominación como senador, y no aceptó: estaba desencantado de la vida pública.

Como columnista de El Tiempo durante largos años fue el gran promotor de la tierra boyacense. Y fue el mejor relacionista de Boyacá. Su don de gentes y exquisita amabilidad le abrían escenarios en todas partes, que él canalizaba hacia el progreso de su comarca. El patrimonio histórico y la vida cultural de Boyacá eran grandes afanes suyos como dirigente cívico.

Ahora que llega al final de la travesía, a los 91 años de su generosa y bienhechoraexistencia, algo se silencia en el panorama nacional. Algo deja de vibrar en los aires boyacenses. Es su célebre acordeón, sinónimo no solo de alegría y vitalidad, sino de confraternidad y servicio. Puede decirse que a sones de acordeón, como discípulo de Gardel y fiel intérprete de la música colombiana y sobre todo boyacense, Carlosé ejerció a plenitud su liderazgo de la simpatía y el servicio a Boyacá y al país.

El Espectador, Bogotá, 30-VIII-2011.
Eje 21, Manizales, 31-VIII-2011.
La Crónica del Quindío, Armenia, 3-IX-2011.

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Comentarios:

Muchos presidentes y ministros decían que Vargas Rubiano era media Flota Mercante; la otra mitad eran las embarcaciones que surcaban los mares poniendo en alto la bandera colombiana. Orlando Cadavid Correa, Medellín.

Por algo fue merecidamente nombrado y reconocido como «El boyacense del año» (finales de la década de los 60) y posteriormente como «El boyacense del siglo» (principios del siglo 21), en amenas reuniones del Grupo Boyacá. Fue un hombre que supo vivir la vida. Capitán de navío (r) Jorge Alberto Páez Escobar, Bogotá.

 

 

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Jorge Eliécer Ruiz

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con la muerte de Jorge Eliécer Ruiz, el pasado 26 de marzo, desaparece el último sobreviviente del estado mayor de la revista Mito. Fundada en 1955 por Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus y Hernando Valencia Goelkel (oriundos de los dos Santanderes y nacidos en los años 20 del siglo pasado), la revista contó con selecta nómina de colaboradores, como Pedro Gómez Valderrama, Jorge Eliécer Ruiz, Fernando Charry Lara, entre otros.

Está considerada como el hecho literario más importante del siglo XX. Fue tan marcado su influjo, que le dio el nombre a toda una generación. Su mayor acento se encaminó a despertar la conciencia del país sobre el viraje que debía darse hacia una posición de izquierda, no en el neto sentido político, sino sobre todo de ruptura del tradicionalismo. Y respetó la presencia en el grupo de algunos importantes adherentes del Partido Conservador. Lo que en realidad interesaba era la liberación del pensamiento.

Mito buscaba como base fundamental romper el marasmo de las ideas tanto en el campo político como en la concepción estética de las letras y el arte. Quería que las vanguardias ignoradas que insurgían en el país encontraran caminos para expresarse. Para lograrlo, era preciso variar los moldes tradicionalistas que no permitían pensar ni obrar con ideas frescas. El maestro Valencia, siendo tan importante en su preciosismo poético, era al propio tiempo un freno para la evolución de las nuevas generaciones.

Este paso adelante lo dio Mito. Su existencia, de solo siete años (1955 a 1962), durante los cuales publicó 42 números, representó una revolución en la literatura colombiana. La revista llegó a su final con la muerte de Jorge Gaitán Durán en accidente de aviación, en 1962, cuando regresaba de París enviaje de vacaciones. Dos años más tarde moría Eduardo Cote Lamus en accidente automovilístico en la carretera entre Pamplona y Cúcuta.

Después fueron desapareciendo los otros integrantes del grupo, que llegaron a ser numerosos. Sobre Jorge Eliécer Ruiz era poco lo que se sabía en los últimos años. Se marginó de toda actividad. Yo llevaba años sin verlo, hasta que me enteré de su muerte por un aviso fúnebre de El Tiempo.

Toda su vida estuvo consagrada a la educación y la cultura. Deja en estos campos una gama de brillantes realizaciones que se quedaron (triste es decirlo) en el pasado nebuloso que crea la amnesia de los tiempos. Su nombre poco le dirá a la época actual. Pero sus actos no pasarán inadvertidos en las memorias universitarias y culturales, que es donde deben permanecer.

Escritor, ensayista, poeta y crítico literario, vivía en función de estudiar, pensar y crear. Estuvo vinculado a las universidades Distrital, Nacional, Jorge Tadeo Lozano y Central, unas veces como directivo y otras como asesor. Fue director de la Biblioteca Nacional, subdirector de Colcultura, secretario general del Ministerio de Educación (cuando no existía el cargo de viceministro), consultor de la Unesco y de las Naciones Unidas, consejero cultural de los presidentes Belisario Betancur y Virgilio Barco.

Autor de los siguientes libros: Sobre los estudiantes y la política, Troksky y la revolución, Cultural policy in Colombia, Memoria de la muerte (1973), Política cultural en Colombia (París, 1976), Sociedad y cultura (1984), Baldomero Sanín Cano (1990), Con los esclavos en la noria y otros ensayos (1992). Es autor del prólogo y efectuó la revisión de La otra raya del tigre, de Pedro Gómez Valderrama, para la Colección Ayacucho de Caracas (1992). En 1995, seleccionó el material y escribió el prólogo para la Antología de Pedro Gómez Valderrama –prosa y poesía– publicada por el Instituto Caro y Cuervo.

Creo que la mayor parte de la obra de Jorge Eliécer Ruiz está dispersa en periódicos y revistas. Por otra parte, sería importante averiguar por el material que dejó inédito. Era cuentista, pero no publicó ningún libro de este género. Conozco un excelente cuento suyo, Retrato de una mujer madura de provincia, publicado el 15 de septiembre de 1974 en Lecturas Dominicales de El Tiempo, y sé de otro, titulado El viaje.

El poemario Memoria de la muerte, que dedica en 1973 a Teresa Correal, su primera esposa recién fallecida, es una obra que refleja honda desolación. Ahí está dibujada la angustia existencial que siempre lo acompañó. Dice lo siguiente en los versos finales, como anticipándose –38 años atrás– al encuentro con la parca: “Nada quiero saber. Del tiempo nada / quiero tomar en préstamo ilusorio. / Una candela tengo preparada / para encender las ascuas del velorio,  / cuando apartado del mundo transitorio / pueda besar la luz de su mirada”. Se me ocurre pensar, releyendo estos poemas de miedo, dolor y agonía, que Jorge Eliécer es el perfecto oficiante de la muerte.

Sobresalen hoy en los mismos campos de la cultura y el arte sus hijos Pedro Ruiz Correal, considerado uno de los mejores maestros de artes plásticas del país, y Clarisa Ruiz Correal, escritora, comunicadora social y filósofa, directora de teatro y gran impulsora de actividades culturales de la capital.

Jorge Eliécer Ruiz fue intelectual nato, lector impenitente y realizador de hechos destacables y escritos eminentes que enriquecen el patrimonio culto de la patria.

El Espectador, Bogotá, 6-IV-2011.
Eje 21, Manizales, 6-IV-2011.
La Crónica del Quindío, Armenia, 9-IV-2011.

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Comentarios:

Lamento profundamente la muerte de mi gran amigo de los años cincuenta con quien fundamos un nuevo pensamiento hacia la luz del cambio radical, llamado la R. N., sigla de la Revolución Nacional, grupo al cual estaban vinculados José Galat, Ramón Pérez Mantilla y Antonio Gaitán (sobrino del caudillo), y otros más. Tu columna es la más completa que yo he leído sobre Jorge Eliécer Ruiz, por cierto autor de una antología del ensayo colombiano, siendo él uno de los más sobresalientes. Vinculado por muchos años a los círculos académicos de la capital, creo que poco se sabe en su tierra, Santander, de este santandereano eminente. Ahora creo que con tu columna hemos rescatado para la tierra de su amigo Pedro Gómez Valderrama a un brillante valor santandereano, gran ensayista y poeta que merece estudiarse en el campus universitario a nivel departamental y nacional. Ramiro Lagos, Greensbore (Estados Unidos).

Tuve la oportunidad de aproximarme, primero, a su obra escrita en la que sobresalía el esteta sobrio que apoyaba sus juicios en un agudo talento histórico, luego, a sus tertulias intelectuales de café en el centro de Bogotá. Lo tuve en gran estima y, todo indica, que a él le interesaba mi trabajo académico en ciencias sociales, sobre cuyos resultados solíamos hacer interesantes debates en los años 90. Tenía una memoria literaria y poética poco comparable. Y siempre presidiendo sus paliques un humor extraordinario. Tú artículo no sólo rememora con justicia a una de las cumbres intelectuales de Colombia, sino que lo hace con argumentos de fondo que bien podrían ser el comienzo de una biografía que rescate todo lo que en el campo de la reflexión intelectual fue e hizo Jorge Eliécer Ruiz  Alpher Rojas, Bogotá.

Fui amigo de Jorge Eliécer en las tertulias de Mito en la calle 18, y lo vi otras veces por los lados de la educación. Muy carnal de Pedro Gómez, Affan Buitrago y del gordo Hanssen. Pero desconocía todo ese bagaje de hechos que recuerdas, muchos nuevos para mí. Jaime Lopera, Armenia.

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