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La muerte de un árbol

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El pino frondoso situado en la zona verde de una transitada avenida de la capital, al frente de mi cuarto de estudio, se desplomó de súbito, en la soledad del comienzo del año, como gigante herido en mitad del corazón. Allí estuvo sembrado no sé cuánto tiempo. Los árboles, como las mujeres indescifrables, no se de­jan conocer los años. Por lo gene­ral alcanzan longevidades imposi­bles para el hombre, que envidian las mujeres por tratarse de años ocultos y, por lo tanto, fascinantes.

Los árboles se vuelven inmate­riales por poseer alma etérea. Miran hacia el cielo. Se nutren de aire y tierra y se solazan en las alturas. Siendo más fuertes que el ser humano, entierran a varias generaciones nuestras. Son espíri­tus alados de la naturaleza que nos acompañan con nobleza, nos vivifican y de pronto desaparecen. En ellos sólo solemos reparar cuando caen a tierra, con estrépi­to y dolor, como este pino vigoro­so que acaba de morir en plena lozanía por falta de cuidados opor­tunos.

Cuando comenzó a doblarse, dominado por su peso colosal, se iniciaba el lento proceso de su extinción, en medio de la urbe alborotada y frenética que carece de vocación ecológica. ¿Habrá alguna entidad distrital que entre tanto aparato burocrático se encargue, en forma efectiva, de cuidar los árboles?

Los parques y las zonas verdes sufren en Bogotá vergonzoso dete­rioro. Muchos de estos sitios es­tán convertidos en basureros pú­blicos y en antros del pillaje y la droga. Allí los árboles languide­cen entre desamparos y malos tratos, no se presta mantenimien­to a las vías peatonales, se des­cuida el alumbrado, se deja cre­cer la maleza y avanzar el desaseo. La ecología, por la que tanto se preocupan las naciones avanzadas del mundo, y que en nuestro medio ha tenido com gran abanderado al doctor Misael Pastrana Borrero, debe mirarse como una de las fuentes de la vida.

Nuestra capital, acosada por innúmeros problemas sociales, económicos y urbanísticos, suma a sus adversidades el veneno de la atmósfera contaminada por los gases letales. Los árboles son los pulmones con que respiran las ciudades. Fuera de ornamentales (y esta es razón de peso para cultivarlos, protegerlos y querer­los), nos transmiten vida y encan­to.

Nos dan cobijo y nos enseñan a ser rectos. Rectos como el roble. Pero nosotros los joroba­mos al no cortarles a tiempo la rama que a la postre, de tanto crecer, terminará abatiéndolos.

La ciudad, vacía de los afanes cotidianos en el comienzo del año, no frenó su tránsito endiablado cuando el pino gigante, que en días corrientes hubiera produci­do desastres, se inclinó con pesa­dez, con miedo a la caída –como rezando una oración– y luego invadió con todo su vigor y toda su corpulencia la arteria desierta. Crujió al quebrarse el alma con­tra el pavimento y allí quedó quieto durante varias horas, mu­do en su agonía. Después llega­ron unos empleados armados de hachas, cadenas y sierras eléctri­cas e iniciaron la operación tritura­dora.

Un árbol menos no se notará, pensarán los funcionarios arboricidas. Así se sacrifican en silencio, ante los ojos del escritor –desde hoy huérfano de su hercúleo compañero de la esquina– las defensas ecológicas de la ciudad monstruo. Toda la semana la calle estuvo oliendo a delicioso pino silvestre.

Por unos días cam­bió en mi pequeño territorio el olor de la gasolina por la fragan­cia del monte. Con las entrañas de los árboles también es posible fabricar, con este réquiem por la naturaleza muerta, fugaces ilu­siones.

El Espectador, Bogotá, 15-I-1993.

* * *

Misiva:

He leído su artículo de hoy sobre la muerte de un árbol. Comparto plenamente sentimientos y opiniones sobre los árboles y la importancia que para una ciudad  como Bogotá tienen, pues contribuyen a hacer más llevadera la vida de tan  contaminada urbe.

Conjuntamente con la Administración Distrital, la CAR ha venido adelantando un programa que hemos denominado BOGOTÁ REVERDECERÁ, cuya meta es plantar cien mil árboles, el cual está en pleno desarrollo. Igualmente, por iniciativa del Alcalde Mayor, está en proceso la constitución de una corporación privada para la protección de los cerros que tendrá, como una de las finalidades principales, la protección de los bosques y la revegetalización de las áreas depredadas. Vale la pena mencionar que el déficit hídrico de la región, el cual está en proceso de agravarse, tiene como una de sus principales causas la deforestación de los cerros y páramos que circundan la Sabana de Bogotá.

Al manifestarle nuestro pesar por la muerte de su querido árbol, le ofrecemos reemplazarlo, para lo cual le rogamos informarnos el sitio donde usted desea plantarlo. CAR – Eduardo Villate Bonilla, Director Ejecutivo, Bogotá, 15-I-1993.

Adiós a la banca

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando comencé a trabajar en la banca, hace 36 años, las operaciones se registraban a mano. Recuerdo que los cajeros anotaban uno por uno, con pausada caligrafía, los trámites que en sus casillas efectuaba la clientela. Esto sería inaudito en los tiempos actuales movidos por el tumulto y la tecnología. El país tenía entonces doce millones de habitantes; hoy pasa de treinta.

Era una banca elemental y eficiente. Como todo se ha­cía a mano, menos los billetes, la mente se mantenía adap­tada para el análisis y el razonamiento. Hoy las calcula­doras y las computadoras reducen la facultad de pensar. Con la regla simple del debe y el haber se cruzaban to­das las partidas; pero esto no era suficiente, porque los comprobantes debían llevar magnífica redac­ción e intachable presentación.

Para pertenecer a un banco lo primero que se exigía era honorabilidad. Si ésta fallaba, la persona podía sentirse descalificada para el resto de los bancos, so­lidarios en preservar las buenas costumbres. Los geren­tes eran modelos de decoro y dignidad. La sociedad los consideraba arcas de la fe pública.

Como en aquellos tiempos existía la carrera bancaria, los gerentes, que habían pasado por diversas expe­riencias y conocían todos los secretos del oficio, eran verdaderos profesionales de una rama de la economía de tan complejos mecanismos. Los institutos financieros sobresalían por su seriedad y prestigio y simbolizaban la solidez del país. El cheque era un esquema moral y quien lo firmaba no podía ser sino un caballero de alto respeto.

A la banca ingresé más por curiosidad y aventura que con ánimo de permanecer. Pero el calor humano me conquistó alrededor de un cordial grupo de compañeros. En esos momentos surgía un banco novedoso y revoluciona­rio, el Popular, que dirigido por un ejecutivo de ideas audaces, el doctor Luis Morales Gómez, estaba rompiendo los moldes estáticos de la banca ortodoxa. La pujante entidad, nacida en 1950 con el rótulo de banco prenda­rio del municipio de Bogotá, llegaría en corto tiempo a atraer el interés creciente de esta nación que encontraba un abanderado de las causas sociales. El pueblo no tenía acceso a la banca, y el Banco Popular se lo permitió.

Me gustó la filosofía de «Banco de los pobres», como se le bautizó, y que continuó siéndolo por mucho tiem­po, y por eso me quedé. El interés corriente de la ban­ca era entonces del 12% anual –o sea, tres veces inferior al que hoy rige–, y el nuevo organismo dispuso tasas to­davía más bajas para las líneas de crédito popular. Todo esto determinó el inicio de una extensa carrera entre encajes y rigores financieros. La austeridad de las cifras, inclu­yendo las personales, se conciliaba con el regocijo de una tarea dignificante que producía satisfacciones.

Era oficio que daba distinción y facilitaba el ascenso sin más títulos que los del esfuerzo y la idonei­dad. La banca era la mejor universidad del trabajo. La persona se sentía retada por la lucha y estimulada por el progreso.

El Banco Popular, que se había inventado les sistemas mas osados para democratizar el crédito en Colombia, tuvo que afrontar más tarde aguda crisis que lo llevó a la bancarrota. Más que por el hundimiento de las cifras, el organismo se cayó por la quiebra moral. Lo rescató el doctor Eduardo Nieto Calderón, asesorado por un brillante equipo de colaboradores. Quienes padeci­mos el descalabro, sabemos hoy lo que duele el sacrificio. Y años después saboreamos la alegría del triunfo.

*

Ha llegado la época del retiro. La misión está cum­plida. Estos 36 años de esfuerzos y realizaciones dejan muchas y provechosas experiencias. La más importante de ellas es el conocimiento del hombre, tanto el de adentro como el de afuera. Y es que por un banco desfila la hu­manidad entera. Quien no se maquinice ni se convierta en un billete de banco está salvado.

Se cierra esta intensa .jornada de trabajo con la hon­da satisfacción de haber sido útil a la sociedad y con el recuerdo de memorables episodios y entrañables amigos. Y se abre otro ciclo de esperanza en el futuro. Termina el banquero y sigue el escritor, que por fortuna no se dejó deshumanizar entre la frialdad y la seducción de las cifras. Esto es garantía de supervivencia.

El Espectador, Bogotá, 27-IX-1990.
Revista Manizales, noviembre de 1990.

* * *

Comentarios:

Admiro su capacidad de aguante pues una de las cosas que más me conmueven el espíritu es el saber que los banqueros existen. Ahora, ya libre, podrá entonces hacer muchas otras cosas. Le envío un abrazo y le deseo muchos éxitos. Jorge Valencia, Bogotá.

He leído más de una vez su artículo Adiós a la banca, en el cual hace un interesante recuento de su devenir en el Banco Popular, con la revolucionaria filosofía, en aquella época, de ser el banco de los pobres. Como me apa­siona este tema, confío plenamente que a través de al­guna casa editorial pueda usted dar a conocer ante la opinión pública todo ese cúmulo de experien­cias vividas. Mauricio Díaz Chavarro, Bogotá.

Durante más de siete lustros le dio usted brillo a la institución con sus impecables calidades de hombre de bien. En Armenia y el Quindío dejó usted huellas imborrables por sus altas calidades de banquero y de ciudada­no ejemplar. Los quindianos todos lo calificamos, con orgu­llo, como hijo adoptivo de la comarca. La banca pierde uno de sus mejores colaboradores pero las letras colombianas se sienten complacidas con su total entrega. Braulio Botero Londoño, Cali.

No sé si felicitarlo por la jubilación o no. A veces los jubilados nos sentimos tristes al pensar en los días y lugares donde trabajamos largos años. Sin embargo, el caso suyo es diferente ya que su amor a las letras lo man­tendrá siempre ocupado y la literatura colombiana ganará mucho con el producto de su pluma. Aristomeno Porras, Ciudad de Méjico.  

El optimismo de amigos como tú es de mucha conveniencia para este país. Tus escritos convendrán a esta patria tan sufrida y violenta. Dios te iluminará para proyectar ideas de optimismo a nuestro sufrido pueblo colombiano. Jesús Antonio Niñ0 Díaz, representante a la Cámara

 

 

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La conocí entre sueños

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No sé cómo los demás han tenido la primera visión de su madre. Es difícil definir el momento en que la nueva criatura, ese ser medio irreal que apenas se mueve por instintos, toma el contacto inicial con la vida. Y encontrarse con la existencia ha de ser, como en mi caso, el vago sonido de caricias y susurros que hace grata la atmós­fera pero no nos permite ser todavía conscientes. Acaso ese efluvio de besos y halagos, tan amorosamente dispensado y tan extrañamente recibido, se queda para siempre arrull­ando el alma de quien más tarde, hecho realidad y dolor, deseará muchas veces regresar a ser niño.

Cuando abrí los ojos del entendi­miento al primer soplo fresco de la naturaleza, percibí, como nadando entre gasas de finísima blancura, la figura magnética de un ángel dis­pensador de bondades. Ángel que no puede andar sino en los espacios etéreos. Tal vez mi madre me dijera en esos instantes: ¡Duérmete, mi niño; duérmete, mi Dios….! Las madres del mundo entero consideran a su hijo la viva personalización de Dios. Y no están equivocadas.

En ese ser minúsculo, que primero fue amor para luego volverse milagro, está plasmado el mayor prodigio divino. No hay, y nunca habrá, fe­nómeno más asombroso que el de crearse vida en el cuerpo elemental de la mujer. Si no existiera esa fórmula inescrutable, el mundo ha­bría desaparecido.

La madre, no importan sus con­diciones sociales o económicas, es el credo supremo que tiene el individuo. Creyendo en la madre se cree en Dios. Podrá ser pobre y humilde, pero superior a ella, incluso en las altas dignidades, las solemnes eru­diciones o las falaces opulencias, nada se conoce. Marco Fidel Suárez se enorgullecía, siendo presidente de Colombia, en proclamarse hijo de una lavandera. Negar a la madre es ne­garse a sí mismo. Enaltecerla, es defender la existencia y afirmar el carácter.

Siempre en la cuna recibimos un estigma. Ese niño que entre balbu­ceos y lloros apenas se nota dentro de su mundo frágil, ya ha quedado marcado para el resto de sus días. Será imposible que rompa, de ahí en adelante, y por más poderoso que llegare a ser, los lazos de su estirpe. Hay quienes en las cumbres de la fama o de las prósperas posiciones se avergüenzan, por soberbios, de su linaje.

El peor lastre camina con ellos y no es raro hallar en esos desertores de la sangre los ejemplos más evidentes del infortunio y el desarraigo.

Lo mismo que la conocí entre sueños, su figura ha seguido presente en este gran sueño que es la vida. Ella inyectó en mis venas jugos de rosales y raíces de montañas. Me puso calor en la sangre y horizontes en los ojos. Un lucero me colocó en el alma, y con él aprendí a soñar y a ser escritor. No me dio ni riquezas, ni oropeles, ni espejismos; y me enseñó, en cambio, a buscar el verdadero sentido de los dones materiales y a descubrir la sinceridad de la gente. Me hizo dis­tinguir el dinero sano del dinero que envilece y así conquisté la elegancia del decoro. De esta manera inculcó entre sus seis hijos los caminos de la virtud.

Hoy contemplo a mi madre —todos la contemplamos— en sus ochenta años ejemplares, de nieves y re­cuerdos, como una sombra benigna, como un talismán protector. Y es maravilloso verla bella y sutil, gar­bosa y señorial, como en sus mejores tiempos de la gracia femenina. Son ochenta años de plenas experiencias y forjados por luchas y satisfaccio­nes, que han levantado un templo a la dignidad de vivir.

Sus ojos se han reducido, de tanto mirar la vida, pero para ser más serenos y bondadosos. Sus arrugas y sus canas son, por lo bien vividas, los surcos y las perlas de rocío que nutren un atardecer esplendoroso. Es ella, la dama de mi ensueño, como el río de ternura que avanza sereno para permitirnos ver la claridad.

El Espectador, Bogotá, 25-X-1986.

 

Adiós al Quindío

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Vine por dos meses. Y me quedé catorce años. Corría el año de 1969 cuando el Banco Popular, mi casa del trabajo, me confió la oficina de Ar­menia mientras se escogía la persona en propiedad. De entrada me reen­contré con mi gran amigo Jorge Arango Mejía, hoy embajador en Checoslovaquia, que acababa de ser nombrado gobernador del departa­mento. El Quindío tenía apenas tres años de independencia administra­tiva y ese mismo hecho lo presentaba como una región juvenil y promete­dora. Armenia era la colegiala pri­morosa y dinámica que ya se perfi­laba como una sorpresa nacional. Todo se veía crecer, todo se veía relucir.

Entré por la puerta grande, y no sólo por el encuentro armonioso con sus autoridades y su gente, sino sobre todo por la identidad con una idio­sincrasia descomplicada y con una sociedad hospitalaria y laboriosa. El quindiano, hombre de campo, o sea, de trabajo y paisaje, lleva en el alma un poema. El contacto con la tierra, esa tierra de sudores y esperanzas y también de frustraciones, le imprime un temperamento franco y una hila­ridad tonificante. Víctima quizás de la tradición ancestral que heredó del antioqueño, y que defiende con cora­je, no cambia su parcela de caturra por el motor de la factoría, así le duela, entre cosecha y cosecha, el rigor de las duras esperas.

Con la disculpa, muy conocida aquí sobre todo por los gerentes de banco, de que «la cosechita fue regular pero la próxima será muy buena», vive trasladando al futuro la convicción de su agricultura irrenunciable. Para ser habitante del Quindío hay que entender primero esta conducta. De mí sé decir que al día siguiente de mi llegada era ya quindiano integral. Lo mismo mi esposa y los hijos, el complemento indispensable para de­finir un estilo social. El varón de mis hijos lo es también de nacimiento, o sea que las raíces quedan profundas.

Estos nexos son los que hacen difícil la partida. El tiempo, como si no corriera, descubre hoy la fantástica realidad de quince años de gratísi­mas experiencias. El ejecutivo bancario, que además era escritor inédi­to, surgió a la vida regional con el doble componente del hacedor de cifras y el hacedor de ideas. Las cifras crecían a medida que las ideas se difundían. Y como me convertí en pregonero de la región desde la prensa grande, a la gente le gustó contar con el banquero pensante. Humanizar la empresa, he ahí el gran reto. Y dignificarla, el gran com­promiso.

Adel López Gómez, cantor de la tierra quindiana, así define la verdad de este banquero-escritor boyacense: «La suya ha sido una dedicación plena y generosa del corazón y de la mente al servicio de los grandes y menudos intereses regionales». Acepto, sin ánimo presuntuoso, tan generosa manifestación que repre­senta un estímulo para el complejo y a veces incomprendido ejercicio del banquero doblado de escritor que lucha entre asperezas por la noble causa de la inteligencia y el decoro. Una de las batallas más solitarias es la del escritor.

En el Quindío vieron la luz mis cinco libros publicados. Y me llevo otro inédito, en busca de editor. La cosecha es generosa y sin duda sor­prendente. El Humor a la quindia­na, título con que El Espectador bautizó mi vena jovial, y que hoy se suspende, fue un homenaje sincero, del periódico y del autor, a esta región efusiva en la amistad y positiva en su diario discurrir.

Inaplazables necesidades de fami­lia nos regresan a la capital del país. Nos despedimos con emoción de la ciudad y su gente. Aquí quedan ami­gos entrañables con quienes nunca cancelaremos la gratitud ni dejare­mos enfriar el afecto.

Y vienen muy al caso las siguientes palabras de uno de mis iniciales artículos de prensa: «Si algún día me toca desandar el camino, en el ascenso a La Línea me detendré de trecho en trecho para no irme del todo…».

El Espectador, Bogotá, 27-VIII-1983.

A un amigo curioso

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Distinguido paisano:

No podría, de ninguna manera, aplazar el envío de los trabajos que me ha solicitado usted, por tra­tarse de la actividad literaria que tan hondo se nos va pegando a quienes en verdad la sentimos, y tam­bién por ir destinados a un movimiento cultural —que ojalá cuaje— de mi departamento de Boyacá.

Podrá usted darse cuenta por este material de mis raíces en los predios quindianos, donde cumplo siete años alternados en la contemplación de la exuberancia cafetera, en el agobiante ajetreo de los nú­meros bancarios y, como escape y vocación irrenunciable, en los garrapateos literarios. Y si en una de las notas sobre mi novela Alborada en penumbra su autor me endosa el título de economista, protesto, y lo hago con firmeza, pues no soy ni nuevo ni viejo adepto de esa profesión que apenas me ha to­cado de refilón por menesteres de mi oficio circuns­tancial.

Llevo, con todo, más de veinte años metido entre cifras, encajes y sobresaltos —¡increíble y pe­noso batallar!—, y ha resultado vivificante haber sido capaz de dosificar el rigor de la faena en el re­manso de las letras, y no de las cere­moniosas de cambio, que por ventura también las entiendo, sino sobre todo de las regocijantes del espíritu.

Mi ausencia de Boyacá es larga. Quise que mi última novela tuviera allá alguna difusión, y así se lo solicité a la distinguida gobernadora, con la mala suerte de que el rubro estaba extinguido. ¡La clásica respuesta a la cultura en este país de letrados!

Cierta vez el gerente de una lotería me comunicó que la honorable junta —en minúscula— no adqui­ría ningún ejemplar de mi libro por resultar mal precedente en una región que tenía demasiados es­critores. Me lo dijo casi en secreto y descifré, sin mucha dificultad, que mal podía existir orgullo por­que la región produjera novelistas, poetas y cuentis­tas, si las expresiones culturales resultaban impota­bles para esta clase de mentalidades.

Usted, por fortuna, que ha leído algo mío y que desea conocerme mejor, se lanza a la tarea de res­catarme, para lo que necesita además mis datos biográficos. Dios se lo pague. Su curiosidad es sana y ojalá resulte creadora. Ahí le va, como botón fresco, mi reciente novela. No es necesario que me la pague.

Con estos perfiles ya tendría usted parte de mi biografía. Pero se la amplío con mucho gusto, aun­que lamentando que resulte muy modesta:

Nacido en Soatá el lo. de abril de 1936. Soy del signo Aries, o sea, bravo e impetuoso, tenaz y perse­verante como uno de esos cotos que se cultivan aba­jo de mi pueblo, en Capitanejo. Dice también el ho­róscopo que soy terco, malgeniado, emocional y rabiosamente independiente. Este Aries que ya no podré quitármelo de encima agrega, además, para bien de la humanidad, un espíritu creador, un carác­ter leal, ciertas condiciones de líder y alma romántica. Si alguna vez nos encontramos, como lo deseo, ojalá descubra usted esta última cualidad, que no siempre se me ve, y tampoco se la muestro a todo el mundo.

Pero sigamos.

Casado, y bien casado. Mi mujer es maravillosa y, sin duda, la inteligencia más lúcida del universo al haber sabido administrarme, que es mucho decir. Lleva muy bien la batuta, lo que no es poca cosa, porque también rezan los oráculos que los Aries, que algo tenemos de guerreros, no agachamos fácil­mente la cabeza, aunque por otra parte somos los individuos más sumisos, más dóciles y angelicales cuando hallamos la horma precisa del zapato.

En el mundo, distinguido paisano, hay innumerables heroínas ocultas, y es esta la manera de hacerle ho­nor a quien en silencio pero muy próxima a mis sentimientos, costumbres y aficiones me ha ayudado a engrandecer el destino.

Tres hijos, y ni uno más. Soy discípulo de las admoniciones del doctor Alberto Lleras Camargo y mantengo un susto tremendo a la alegre irresponsabilidad. Por lógica, mi mujer es colabora­dora indispensable y también entusiasta prac­ticante de los métodos redentores del mundo. Esto pone de presente, una vez más, que existe un ajuste ideal.

¡Tres hijos, tres universos, tres galar­dones! Hijos del esfuerzo, de la alegría, del calor. No desperdiciamos una sola caloría y hemos sabido inyectar un amor rebosante.

Después de muchas vueltas, aquí me tiene de gerente de un banco. La plata bancaria tiene una par­ticularidad para quienes la miramos olímpicamente. Y es que por ser abundante, arisca y muy manosea­da, termina oliendo feo. Yo he visto montañas de billetes, muy encarrilados, muy serios, muy petu­lantes en los estantes de bóvedas ajenas, y me ha quedado la impresión de que son dineros oprimi­dos, que ni deslumbran ni seducen.

El Quindío ha premiado mis trasnochos con dos estímulos literarios: La Flor del Café, de Armenia, y Medalla Eduardo Arias Suárez, de Calarcá.

No tengo con qué pagar tanta generosidad. Uno de mis «críticos» comenta, sotto voce, que no tienen gracia esas condecoraciones porque a los gerentes de banco les sobran aduladores. ¡Vaya uno a saber si es envidioso, o si tiene razón! De todas mane­ras, mi afectuoso paisano, créame que no me marean los pergaminos, aunque son muchos los sudores pa­ra conseguirlos.

Lo realmente importante de estas condecoraciones es que me pusieron a trabajar du­ro y superarme todos los días. Los pergaminos son esquivos y muchos se estropean la vida tratando de obtenerlos.

No poseo títulos. Me incomoda, me irrita, me desquicia el mote de «doctor» que me acomodan algunos despistados, no sé si por ingenuidad, por adu­lación o por burla. Es la moda del momento y to­dos quieren ser doctores. Y si no lo son, se lo inven­tan. Los falsos títulos abundan como la mala hierba, porque el mundo es apergaminado. Somos dados al lustre externo, a la ampulosidad, a los convenciona­lismos.

Me explico: está bien que la gente estudie, y se supere, y se especialice, y consiga su máster, y vaya al exterior por su Ph.D. ¡Pero que sepa! Y que no salga de la universidad sin saber ortografía y cometiendo burradas.

Se necesitan cartones, pero con alma por dentro, es decir, con eruditos ¿Para qué los títulos ostentosos, pero vacíos? Si algo bus­co yo es un «don» bien atornillado.

Hoy las empresas solo reciben personas con dos o tres títulos, con especialización en el exterior, y ni siquiera es suficiente el máster, porque ya se in­ventaron el Ph.D. No siempre lo más importante es que se tengan o no aptitudes. Interesa más el aro­ma, el brillo externo, así la cabeza esté hueca. Hemos llegado al más deplorable estado de frivolidad, que al propio tiempo lo es de falsificación e incompe­tencia. ¡Y para qué hablar de los principios morales!

Bien está, entonces, que me refresque en la intimidad de mi vocación autodidacta. No hay me­jores maestros ni mejor universidad que los libros silenciosos y bien saboreados. En la augusta sole­dad de una biblioteca mucha gente se gradúa en secreto. Son cartones invisibles, verdaderos títulos que engrandecen a los hombres.

¿Que cómo hago para ser gerente de banco y escritor?, me pregunta usted. ¡Esfuerzo, disciplina! Y no agrego nada más, porque usted entiende el resto.

Mi primera novela, Destinos cruzados, que referenció en la revista Cultura, de Boyacá, el doc­tor Eduardo Torres Quintero, uno de los grandes maestros de mi vida, la aprecio mucho no por su mérito literario cuanto por haberla comenzado a escribir, y casi terminado, a la edad de 17 años, en Tunja.

Así, mi estimado paisano, entre broma y serio le he emborronado estas cuartillas que espero le su­ministren algunos perfiles de mi personalidad. Saque usted las deducciones que quiera. Yo detesto sumi­nistrar mi curriculum vitae, quizá porque es un acto presuntuoso. Resulta, además, un encarte para los que no tenemos mucho que mostrar.

Hay estu­diantes que me hacen el honor de presentar en sus colegios trabajos sobre mis obras y me solicitan la reseña biográfica. Paso las duras y las maduras ante el interrogatorio, que es casi invariable: que dónde hice los estudios primarios; que si gané medalla al graduarme de bachiller; que en qué diablos me doc­toré; que cuántas especializaciones tengo; que si domino las lenguas muertas; que si soy divorciado; que cuántos hijos naturales están escondidos; que si practico el amor libre; que si fumo marihua­na; que si soy melenudo y casposo; que si soy con­servador, liberal o camarada…  ¡La locura!

Son gajes del oficio. Yo gozo tomando del pelo a mis entrevistadores con cuanta mentira se me viene a la cabeza. Y esto de las mentiras no lo digo por usted, y debe creerme que le he hablado con la mayor sinceridad.

¡Hasta la vista, ilustre paisano!

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 21-V-1978.
Revista Vía, año 7, edición 76, Nueva York, junio de 1987.

 

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