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La salud mental en estado crítico

martes, 30 de marzo de 2021 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar 

Uno de los documentos más certeros sobre lo que significa una catástrofe como la que hoy soportamos está contenido en la novela La peste, editada en 1947 por Albert Camus en torno a la epidemia de cólera que arrasó a Orán, Argelia, en 1849. Han corrido 172 años desde la última fecha y nada ha variado. El mal continúa siendo el mismo de entonces, bajo otro nombre. Los signos de su aparición son similares, y sus secuelas, igual de desastrosas.

Hay un aspecto que vale la pena resaltar en la obra de Camus: son los estragos que produjo la epidemia en la salud mental de los habitantes y que se manifestó, con mayor evidencia y como situación general, en uno de los principales personajes  de aquella historia dantesca. Si trasladamos esa imagen al momento actual que vive el mundo, mal en el que no existe discriminación de edad, sexo o condición social, tenemos a Orán redivivo en todos los confines del planeta.

En mayor o menor grado, la gente padece hoy de síntomas inquietantes que apenas comienzan a brotar y que pueden constituir –y ya constituyen– perturbaciones graves para la salud mental. Entre ellos está la depresión, que es el mayor síntoma de alarma, con factores concomitantes como el miedo, el insomnio, la soledad, la confusión, el pesimismo, la desesperanza… El confinamiento ha llevado a la incertidumbre y la impotencia. Hoy se es ciudadano, pero no de la calle sino del encierro forzoso, una manera de vivir presos entre cuatro paredes.

A consecuencia de todo esto, se ha perdido la libertad tanto de movimiento como de hacer lo que queremos y amamos. Los padres ya no están con sus hijos ni pueden comunicarse con ellos de manera racional. Los esposos viven juntos, por lo general, pero a veces no se toleran ni se hablan y entran en crisis de nervios, de apatía o de franco repudio. La violencia intrafamiliar está haciendo destrozos en muchos hogares. El mal genio, la irritabilidad, el desacomodo, la malquerencia se volvieron habituales y están echando a pique la convivencia de muchas parejas.

Este es el impacto psicológico que ha traído la pandemia del coronavirus a lo largo del año que ya se cumplió, todavía sin la firme esperanza de ver la claridad que nos arrebató este monstruo moderno. Monstruo que ha penetrado en todas partes, ha dejado a mucha gente en la ruina, ha causado millones de muertos y tragedias familiares y nos ha robado la paz. La consigna de “quédate en casa” pasó a ser una orden de arresto.

El hombre está desquiciado por la inercia, la inseguridad y la desconfianza, mientras las fuerzas físicas y mentales degeneran en crisis de nervios o en enfermedades de difícil cura. Hasta las dolencias ordinarias han dejado de atenderse o consultarse por temor al contagio en la clínica o en el consultorio médico. Las consecuencias de este drama de salud pública todavía no se valoran en su justa proporción y más tarde dejarán efectos hoy incalculables. Esta cadena de causas inciden, por lógica, en el equilibrio mental, ya de por sí relegado en la mayoría de países. Ese es el gran interrogante cuando se atempere la borrasca y se piense en reconstruir los platos rotos.

No se trata de ser fatalistas, sino de abrir los ojos ante esta triste realidad que tanto los gobiernos como la gente deben dilucidar de manera crítica y con medidas adecuadas.

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El Espectador, Bogotá, 27-III-2021.
Eje 21, Manizales, 26-III-2021.
La Crónica del Quindío, Armenia, 28-III-2021.
Aristos Internacional, Alicante (España), marzo/2021.

Comentarios 

Esa es la vida: ciertos aspectos se repiten o se mantienen por más que pasen los años y a veces hasta los siglos. En todo caso, creo que mientras haya vida debiera tenerse esperanza y optimismo. Y no olvidar el nombre de una famosa película: “La vida es bella”. Mauricio Borja Ávila, Bogotá.

Esta es una triste realidad. Muchos se han salvado del maldito virus, pero han afrontado o están afrontando esta otra patología, especialmente la gente joven, según leí en días pasados. Los mayores de edad nos hemos amoldado mejor a la situación y hemos buscado refugio y quehacer cotidiano en la lectura, escritura, música, reordenamiento de la vivienda, programas de televisión, etc. Los jóvenes, quienes por lo general no gustan de estas distracciones, son los más propensos a caer en la depresión o algo peor, en las ideas suicidas. Un verdadero problema de salud mental. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Navidad diferente

miércoles, 23 de diciembre de 2020 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar 

En medio de la pandemia que azota al planeta y ha infectado a más de 70 millones de personas y dejado más de 1,6 millones de muertos en el mundo, aparecen las luces de Navidad. Son luces titilantes que muchos pretenden que sean las de todos los años, pero esto es imposible. Las ciudades comenzaron a encenderse poco a poco, y los árboles y los sitios tradicionales se iluminan a medias, en pretendida búsqueda de la fiesta universal que esta vez está postrada por el infortunio. En Colombia, el país que respiro todos los días, ocurren alrededor de 8.000 infectados y 180 muertes cada día, y los muertos pasarán de 40.000 al finalizar el año.

El mundo sufre de miedo. Miedo a la enfermedad y a la muerte. Las estadísticas no cesan de arrojar números en constante ascenso que señalan la fragilidad de la vida ante la crueldad del virus. Las primeras noticias que dan la radio y los periódicos son las relacionadas con los contagios y los muertos del día anterior. Y en la noche se incrementa el dato con la calamidad del nuevo día. Así, se ha llegado a la tétrica realidad de 10.000 personas fallecidas todos los días en el planeta.

Cada país y cada ciudad o pueblo se estremecen con sus propias cifras. Los controles sanitarios, que en algunos sitios se ejecutan con disciplina, en otros han perdido rigor. Las naciones en general tienen que declararse derrotadas por ese enemigo común que se llama coronavirus. Un enemigo minúsculo e invisible que se ha agigantado hasta convertirse en la mayor amenaza, hoy por hoy, para el género humano. Cumplimos 10 meses de lucha contra la enfermedad, y la batalla apenas comienza a dar voces de esperanza con la aparición de la vacuna.

Ese es el presagio que anuncia esta Navidad. Es la Navidad de la esperanza. Un amigo pesimista me preguntaba si podía confiarse en el descubrimiento de la vacuna cuando la historia indicaba que se gastarían 2 o 3 años hasta obtenerse su aprobación. Como soy optimista, le respondí que la vacuna estaría lista en el primer semestre de 2021. Dicho y hecho. Sin ser profeta, acerté. Eso era lo que intuía sobre lo que estaba sucediendo en las grandes farmacéuticas con el impulso de la ciencia y del capital, y movido además por la carrera de la competencia entre los países poderosos. La época actual es muy distinta a la de los viejos tiempos.

El propósito de esta nota es el de sostener que estamos a punto de ganar la batalla. Pero no cantemos victoria antes de tiempo. Ojalá las poblaciones y las familias no se desmidan en la celebración de las reuniones y las fiestas navideñas y sepan proteger sus vidas y el bienestar de sus hogares contra el riesgo de los alborozos sin control. Hay que ser responsables. La responsabilidad es de cada cual.

Esta es una Navidad diferente a todas. El tapabocas se convirtió en una imagen infame de la época. Todo el mundo anda embozado en él, como huyéndole al propio demonio, y sabrá con el paso del tiempo que esa fue la enseña de un momento desventurado del mundo que deja al mismo tiempo penas y reflexiones.

La esperanza nos salvará. Recapacitemos en esta frase de Gabriel Marcel, gran dramaturgo y filósofo francés: “La esperanza es para el alma lo que la respiración para el ser vivo. Cuando falta la esperanza, el alma se anquilosa y extenúa”.

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El Espectador, Bogotá, 19-XII-2020.
Eje 21, Manizales, 18-XII-2020.
La Crónica del Quindío, Armenia, 20-XII-2020.
Aristos Internacional, n.° 38, Alicante (España), dic/2020.

Comentarios 

Excelente reflexión con un remate relacionado con la esperanza, que en términos coloquiales es lo último que se debe tener y que se pierde. Humberto Escobar Molano, Villa de Leiva.

No pudieron ser más afortunadas tus palabras acerca de esta Navidad doliente y herida por la pandemia. Esta lucha ante un enemigo invisible, diminuto y terrible, aniquiló la tranquilidad y puso en la cuerda floja la vida de todos. La esperanza, sí, es la vacuna; sin embargo, seguirá en aumento la lista de fallecidos hasta no sabemos cuándo. Inés Blanco, Bogotá.

La Providencia que conocí

miércoles, 9 de diciembre de 2020 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar 

Hay sitios que solo se visitan una vez en la vida y dejan recuerdos imborrables. Es el caso de Providencia, que conocí hace 27 años. Hoy, la isla quedó destruida por el huracán Iota. Va a levantarse un nuevo poblado en el término veloz de 100 días, según anunció el presidente Duque, movido por el impacto del momento, pero esa ya no será la Providencia que conocí.

Cuando un pueblo se derrumba, desaparece para siempre. Vendrá otro, puede que más moderno y con mayores defensas para resistir la furia del océano, pero este no puede sustituir al que ya se extinguió. La estructura de la isla quedó en el suelo y dejó sin techo a los casi 6.000 habitantes.

El huracán estuvo a 12 horas de Providencia y en 24 horas pasó de la categoría 2 a la 5, con una velocidad superior a los 250 km por hora. Esto nunca había sucedido. Nadie estaba preparado para semejante arremetida. Una descripción del cataclismo dice que “los techos de las viviendas volaban como hojas secas” y que “de los árboles apenas quedaron esqueletos”. Esta es la fotografía exacta de lo que se fue y no volverá.

¿Cuánto vale la reconstrucción? Se habla de un costo inicial de $ 139.000 millones, y de $ 70.000 millones para el alcantarillado, cálculos que a la hora de la verdad superarán en gran medida, como suele ocurrir, este bosquejo precipitado. Ya se sabe que en el país la planeación de obras arroja siempre cifras insuficientes, que luego se incrementan con alzas desbordadas.

A la isla llegamos en 20 minutos desde San Andrés, y aterrizamos en el aeropuerto El Embrujo, nombre preciso para abrir el tesoro edénico. A la entrada, el mar de los siete colores nos produjo indefinible fascinación. Aquí y allá, todo surgía con reflejos de fantasía: las casas, mansiones típicas pintadas con colores autóctonos; las calles, sosegadas y encantadoras; los hoteles y las posadas, confortables albergues turísticos; los almacenes, llenos de variedades y seducciones; los nativos, sencillos y hospitalarios; las playas, la arborización y los paisajes, el principal embrujo del entorno…

En fin, todo estaba diseñado para fascinar al turista. Hoy no queda nada de aquel emporio de belleza y confort, que se llevó el huracán. La carretera de 17 kilómetros, muy bien pavimentada, está desolada. En la isla contacté a mi amigo Julio César Reyes Canal, capitán de navío (r) y fundador de la Escuela Naval de Cadetes. Los dos éramos columnistas de El Espectador. Él escribía la columna Carta desde Providencia, en la que trataba, sobre todo, asuntos lugareños. Nos invitó a su casa King’s Camp, maciza construcción situada al borde del mar, donde tuvimos cordial conversación.

Es autor del libro Contra viento y marea, título que resulta irónico tras la llegada del huracán. Reyes Canal murió en febrero de 2010. Me gustaría saber qué sucedió con su casa, desde la que se divisaba a lo lejos el Puente de los Enamorados, largo corredor de madera que avanzaba por el mar y llegaba hasta la isla de Santa Catalina.

La estatua de la Virgen en Santa Catalina quedó intacta tras el paso del huracán, el que solo dejó dos muertos y un desaparecido. Suceso, por supuesto, providencial. La estatua demostró que era la real protectora de los habitantes. Otro dato positivo es el de los 50 artistas patrocinados por Johnnie Walker que se unen para apoyar el arte y recuperar la isla de Providencia.

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El Espectador, Bogotá, 5-XII-2020.
Eje 21, Manizales, 4-XII-2020.
La Crónica del Quindío, 6-XII-2020.

Comentarios 

De acuerdo, jamás volverá a ser la misma, la verán nuevos ojos reconstruida, quizás  más moderna, pero no la misma que danza en el recuerdo como las palmeras movidas por el viento de la tarde. Nos produce nostalgia recordarla; sin embargo, quedará como una pintura alegre, colorida, amable, en el corazón de quienes la conocimos hace más de 30 años, como en mi caso. Todo llega y todo pasa, como el huracán. Mientras haya vida debemos resistir. Qué año tan difícil este 2020. Inés Blanco, Bogotá.

Este artículo nos traslada poéticamente a esa hermosísima isla de ensueño que enamoraba a sus visitante una vez El Embrujo nos recibía en esa pequeña avioneta que nos trasladaba desde San Andrés, y los ojos no alcanzaban a apreciar completo ese mar de los siete colores que es único en el mundo. Es cierto que esa Providencia no volverá a ser la de antes, la de esas construcciones autóctonas, llenas de colores en similitud a la vida alegre de los isleños. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Sí, en realidad una lástima que ese paraíso haya quedado desolado por la furia del huracán y sus habitantes hayan perdido sus viviendas y pertenencias. Pero también un milagro que no haya sucedido una catástrofe humana. Pueda ser que las promesas del presidente Duque de una pronta reconstrucción sean una realidad y no una de las tantas promesas falsas a las que estamos acostumbrados los colombianos. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

La peste de Orán

martes, 24 de noviembre de 2020 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

Si Albert Camus viviera en este momento sabría que el relato que hace en su novela La peste, publicada en 1947, tiene mucha semejanza con el drama que se vive hoy a consecuencia del cóvid-19. Dicha descripción tuvo como enfoque  la epidemia de cólera que diezmó a la ciudad de Orán, Argelia, en 1849.

La naturaleza del mal no ha variado. Si miramos hacia atrás, lo mismo ha ocurrido en todas las épocas de la humanidad con este tipo de contagio. Debe admitirse que el ser humano está condenado a una peste eterna, si bien aparecen curas transitorias para cada momento, que a veces destierran el flagelo durante años, pero no lo erradican: sufrirá una mutación y aparecerá con otro nombre.

En el caso de Orán, la población fue azotada por varias epidemias repetidas entre 1849 y 1947, antes de aparecer la novela de Camus. En la parte final de la obra, el novelista pone en boca del médico Rieux, quien como verdadero apóstol de la medicina estuvo al frente de los enfermos y los moribundos, esta terrible reflexión: “…él sabía que el bacilo de la peste ni muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles o en la ropa, que espera pacientemente en las habitaciones, las bodegas, los baúles, los pañuelos y los papeles…”

Sorprende la aguda penetración que Camus muestra sobre la epidemia arrasadora que en pocos días se extendió por el puerto de Orán y causó la desgracia de la comunidad, la que se encontró con la noticia de que una rata muerta traía desolación y muerte. La intensidad narrativa con que está plasmada esta obra maestra conmovió –y continúa conmoviendo– al mundo entero.

El suceso de Orán es similar al de la peste actual. Situados en Colombia, la gente oía sin mayor afán el rumor sobre la aparición del primer contagio en China, remoto lugar del planeta que no permitiría el vuelo del virus. Más tarde, se hablaba sobre la posibilidad de que el mal  se extendiera a otros países. Cuando llegó al nuestro, ya no era epidemia sino pandemia. Aun así, no había consciencia sobre lo que esto significaba. Las primeras medidas severas de las autoridades abrieron los ojos de la ciudadanía frente a la realidad del desastre.

La tragedia de Orán, pintada de manera magistral por Camus –quien convirtió su crónica en una novela–, la sufrimos hoy, 171 años después. Hasta en los actos operativos y los mandatos gubernamentales el cuadro de ambas situaciones es idéntico. En Orán fueron impuestos el aislamiento, el toque de queda y la cuarentena de seguridad. Aquí se hizo lo mismo.

En Orán no se podía esperar la ayuda del vecino y cada cual vivía su propia soledad. Los enfermos morían sin la presencia de sus familiares y estaban prohibidos los rituales velatorios. “A partir de ese momento –dice Camus– se vio que la miseria era más fuerte que el miedo”. ¿No es acaso lo mismo que aquí sucede? Y escribió en su novela esta frase estremecedora: “Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras; y pese a ello, las pestes y las guerras siguen pillando a todo el mundo por sorpresa”.

Después de esta serie de calamidades, un día se abrieron las puertas de la ciudad, en una mañana esplendorosa. El virus había sido derrotado. Volvía la esperanza. Es lo que aquí pronto ocurrirá. En 1957, 10 años después de editada La peste, Albert Camus obtuvo el Premio Nóbel de Literatura.

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El Espectador, Bogotá, 21-XI-2020.
Eje 21, Manizales, 20-XI-2020.
La Crónica del Quindío, 22-XI-2020.
Aristos Internacional, n.° 38, Alicante (España), dic/2020.

Comentarios 

Qué buena rememoración de la estupenda novela de Camus. Y muy precisa la comparación con la actual pandemia. Ojalá esta nota despierte el interés de las personas por leer La peste. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

La peste de Albert Camus nos sitúa en esta nueva realidad. Afortunadamente en estos más de 100 años la ciencia ha avanzado y nos permitirá muy pronto proteger  la vida dejando de lado el distanciamiento físico, que es lo que me parece más duro en este 2020. Liliana Páez Silva, Bogotá.

La Peste de Albert Camus registra una de las más pavorosas infecciones, que ha azotado, en este caso, a Orán. Nos  correspondió ser testigos de una de ellas con la covid-19, doloroso evento que ha enlutado  al  mundo entero. Es alarmante cómo encontramos entre los fallecidos gente cercana, conocida y amigos. La impotencia y el miedo se han apoderado de las familias, sin distingo de raza, credo o posición social. Inés Blanco, Bogotá.

Estremecedora la posibilidad de una prolongada demora para terminar, al menos en un lapso prolongado, la terrible pandemia que nos correspondió presenciar o padecer. Gustavo Valencia García, Armenia.

Energía positiva

viernes, 2 de octubre de 2020 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

El confinamiento que impuso la pandemia ha traído, fuera del miedo al contagio, un mal colateral y es el del pesimismo. La primera cuarentena comenzó hace seis meses –el 24 de marzo–, y a partir de entonces quedaron perturbadas por completo la marcha del país y la tranquilidad de los hogares. Eso mismo sucede en el mundo entero. Conforme pasan los días sin que aparezca la vacuna, crece el desaliento.

Hay gente que en esta emergencia se enferma atacada por los nervios. Y muchos llegan a la desesperación. Este estado patológico no solo trastorna la emotividad, sino que desencadena males superiores que a veces se vuelven letales. El virus se convirtió en una cruel realidad, y como tal hay que asumirla y esperar que lleguen mejores días. Llegarán, más temprano que tarde.

La ciencia trabaja a ritmo alentador, cada vez con mayores avances, para descubrir la vacuna y brindarle al mundo el alivio que busca. Los pesimistas, en cambio, dicen que aún faltan años para el hallazgo y hasta dudan de que esto llegue a ocurrir, para lo cual aducen cuanto argumento les viene a la mente. La esperanza es fuente de energía, pero no todos saben hallarla y convertirla en tabla de salvación. Venga al caso esta frase de Churchill: “Un optimista ve una oportunidad en toda calamidad, un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad”.

¡Claro que sí! La pandemia es una oportunidad para que la sociedad rectifique el rumbo torcido que lleva en medio de infamias, tiranías, inequidades, abusos contra la naturaleza y toda suerte de atropellos, y una oportunidad para que los individuos mediten en su propia conducta y se cuestionen los actos que atentan contra la moral, la justicia y la convivencia humana. Después de la pandemia habrá un mundo nuevo.

De tiempo atrás el país vive un grado corrosivo de desajuste social provocado por la apatía,  la insatisfacción, la desesperanza. El pesimismo infestó el alma nacional con su carga de miedos, recelos, inestabilidad, desconfianza en gobernantes, políticos y jueces. Esta atmósfera es movida por el torrente de noticias funestas que escuchamos todos los días y a cada momento, desde que prendemos el radio o leemos el periódico o la revista hasta que vemos el último noticiero de la noche. Quien es optimista en medio de esta atmósfera enrarecida es un ser superior, desde luego. Y no es que el optimista deje de ver la adversidad, sino que sabe afrontarla.

Hay que buscar la energía positiva para fortalecer el ánimo y ver la cara buena de la vida. Los pesimistas no ven sino desgracias por todas partes. Como viven entre sombras, todo lo encuentran sombrío y de la misma manera juzgan a la sociedad. Son pregoneros de desastres que transmiten su mal tóxico a quienes se atraviesan en su camino. Los medios de comunicación deben contribuir a bajarle el tono al pesimismo nacional.

Admirable el caso de Michelle Figueroa, nacida en Boston y con raíces colombianas, quien con su portal @goodnews_movement se convirtió en pregonera mundial de las buenas noticias e hizo del optimismo un movimiento viral. “No hago mis post –dice– para ganar seguidores sino para alegrar a la gente y hacerles caer en cuenta todo lo bueno que hay en el mundo”. En su movimiento no hay lugar para lo negativo, consigna que en corto tiempo le hizo conquistar 200.000 seguidores. Hoy llegan a un millón. De allí salen las buenas noticias que se publican en su espacio, las que cada día atraen más simpatizantes.

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El Espectador, Bogotá, 26-IX-2020.
Eje 21, Manizales, 25-IX-2020.
La Crónica del Quindío, Armenia, 27-IX-2020.

Comentarios 

Este tipo de mensajes positivos son los que la sociedad actual necesita. Esta pandemia decaerá y con paciencia y esfuerzos colectivos volveremos a vivir la «normalidad». Si bien el maldito virus volvió patas arriba al mundo, hay que pensar que esto no será eterno y que la humanidad ha pasado por epidemias peores que fueron superadas y sin los recursos modernos. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

De verdad que hay mucha gente aburrida en sus casas. Hay muchas parejas que estando juntas se han separado. A muchos les cambió todo. Y se sienten desesperados: no pueden hacer una reunión, no pueden ir a un sitio a tomarse unas cervezas, no pueden estar en la universidad o en el colegio con sus amigos. Y lo peor: con la situación económica tan mal, hay mucha gente deprimida. Montón de personas desempleadas. Muchos con sus empresas quebradas, los negocios cerrados, vendiendo los apartamentos. El problema es grandísimo. Por eso hay tantos pesimistas: porque el panorama para volverse a levantar no es alentador. Llenos de deudas, con familia para alimentar. Se trata de ponerle una cara diferente a la vida, pero de todas maneras es complicado. Admiro mucho a quienes les ha pasado de todo en esta pandemia y tienen ánimo para ver cómo se levantan. Fabiola Páez Silva, Bogotá.