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Síndrome de estatua

lunes, 17 de octubre de 2011

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Fue hijo díscolo y estudiante indisciplinado. Tenía, además, alma soñadora y piquiña de escritor. De grande fue rebelde y pretendió ser revolucionario. Sin embargo, nunca llegó a ser revolucionario, y se quedó rebelde. Continuó, eso sí, siendo soñador, lo que no se sabe si es virtud o defecto.

Tener el alma romántica, como Críspulo Bedoya la tenía por temporadas, y mezclar en ella los ingredientes de una insatisfacción constate y corrosiva, parece que no es buena fórmula de vida. Él decía, para explicar su carácter, que el escritor debe ser un rebelde habitual, un insatisfecho permanente y un crítico endemoniado.

Ignoro si Críspulo Bedoya llegó a ser escritor de valía. Lograrlo no es asunto fácil ni de poco tiempo. Óscar Wilde dice que la obra del escritor sólo llega a apreciarse veinticinco años por lo menos después de muerto. Y el personaje de esta historia acaba de morir, o sea que me voy a quedar con la curiosidad de saber si las cosas que escribió, y sobre todo la forma como las escribió, valen la pena.

De todas maneras, fue escritor, y esto parece que es buena referencia. Otros solo consiguen ser zapateros, o políticos, o millonarios. Pero no escritores, que es lo que da distinción, según lo repetía Críspulo con vanidosa insistencia.

Bueno o malo, fue escritor. Unos lo consideran una pluma brillante, otros dicen que solo dejó mediocridades. Unos lo llaman hombre inspirado, cuentista genial, periodista demoledor, mientras otros comentan que no produjo nada sensacional. Apenas tonterías.

Se le califica también de resentido, pero no faltan quienes ven en él un espíritu independiente y un porte soberbio. Soberbio, en el sentido de admirable, como se comprenderá. El término, en poder de quienes miran las cosas desde otro ángulo, significaría que este hombre polémico solo sobresalió por su indolencia y su irritación social. La gente nunca se pone de acuerdo. Lo que para unos es virtud, para otros es defecto. Es la forma clásica de juzgar a los hombres.

Si Críspulo Bedoya no hubiera sido escritor, tal vez no estaría yo ocupándome de su vida. Me propuse dar estas puntadas a ver si logro algunos perfiles de su personalidad, no tanto para el público, que es difuso y contradictorio, como para mí mismo, que no he podido descifrar si el colega Bedoya fue un genio o una estafa.

Desde niño hacía cuentos. Una vez lo sorprendió la maestra de geografía sudando el final glorioso para la casada infiel que se había enredado en deslices con el párroco y pretendía al mismo tiempo que éste la absolviera cuando le prometió que no volvería a ser pecadora. La maestra alcanzó a disgustarse cuando Bedoya confundió el río Magdalena con la capital de Boyacá, y luego se solazó, en sus recónditos misterios de mujer casquivana, cuando encontró aquella trama deliciosa.

De ahí en adelante el discípulo desaplicado comenzó a ganar excelencias en geografía, aunque continuaba destrozando el mapa de la patria, y la maestra se convirtió en la oculta inspiradora de aquel genio precoz que ya era capaz de transmitir sensualidad con sus locas fantasías.

Parece que su tutora literaria lo estimuló más de la cuenta, pues Crispulito, como se le llamaba por su precoz chispa versificadora y cuentera, se enamoró de ella. Amor imposible para el párvulo con imaginación erótica, pero buen arranque para llegar a ser, como lo fue sin medida, esclavo de los sentidos y sobre todo de la mujer. Aquel enamoramiento de su maestra, entre fantástico y concupiscente, le produjo al mismo tiempo frustración y encanto, y no de otra manera se explica el idealismo impulsivo con que concebía a la mujer, fuera bonita o fea, joven o vieja, repulsiva o seductora.

Para entender hoy la personalidad de Críspulo Bedoya hay que regresar a su prematura pretensión amatoria de la escuela, que le dejó el alma herida y ansiosa. Cuando su maestra lo reprendió por alguna indelicadeza y luego lo desdeñó por su pequeñez atrevida, estaba contribuyendo a crear el espíritu rebelde que más tarde aparecería en la conducta del escritor. El hombre fogoso nació del amor no correspondido, y el escritor indócil fue producto de la niñez sin juguetes y la juventud sin pesos. A esa conclusión llegaron los siquiatras que Bedoya consultaba en sus crisis emocionales.

¡Pobre el Crispulito de la escuela que no soportó los desaires del amor utópico, ni se resignó a una niñez triste y a una juventud incierta! ¡Pobre el Bedoya de los años maduros que no aceptó la bolsa estrecha del escritor y se atormentó la vida con la hacienda excedida de los ricos! En su pueblo no lo querían, pero él suponía lo contrario: se sentía perseguido por las mujeres y envidiado por los hombres.

Fue siempre pobre, y le disgustó serlo. Por eso arremetía contra los poderosos y no les perdonaba sus arrogancias. «Sus canalladas», repetía. Si de Bedoya hubiera dependido, los habría fusilado a todos. Era en esos momentos cuando pretendía ser revolucionario, pero no pasaba de ser un simple cascarrabias.

No fue rico, pero fue escritor. La riqueza vive en pugna con los escritores. Las musas buscan un ambiente de quietud que no lo proporciona el oro, pero esto nunca lo aceptó Bedoya y por eso se pasó la vida rabiando contra su penuria. Estoy por creer que mi colega fue gran escritor por haber sido pobre de remate.

Habló bellezas de la mujer y horrores de sus enemigos. Les cantó a los ríos, a las aves, al viento. Todo este trajinar por entre libros y páginas de periódicos le permitía mantener su propia entonación en la comarca. De tanto escribir, fantasear y reñir con sus prójimos es posible que se le hubieran trabado los cables mentales.

Tal vez si hubiera escrito menos y seleccionado más, hoy sería un genio de la literatura. Si hubiera odiado menos, no estarían tan divididas las opiniones. De haber sido menos apasionado y más ecuánime, menos murmurador y más positivo, ya estaría fabricado el bronce a su memoria con que siempre soñó. No hay evidencias de que Bedoya hubiera sido feliz. Todo parece indicar que fue desdichado, y sin duda lo fue por culpa de la maestra de geografía que no quiso o no pudo corresponder sus requiebros amorosos.

Fue ya al final de su vida cuando se acentuó su obsesión por la estatua como necesario desfogue de su venganza reprimida. El siquiatra le descubrió alto grado de megalomanía crónica, y este exceso de desajuste síquico lo llevó a la tumba. A nuestro escritor lo enfermaban los bustos levantados en distintos sitios del pueblo, porque no podía tolerar que se hubieran olvidado de él.

El especialista luchó por salvarlo y no lo consiguió. Y nuestro personaje murió de mal de estatua. Síndrome de estatua, precisó. Tal vez el siquiatra alcanzó en los últimos días a borrarle o por lo menos disminuirle la insatisfacción habitual. Cuando le pintó un porvenir lisonjero para sus doradas ambiciones, en el que los tiempos futuros se encargarían de ensalzar su nombre, el escritor suspiró con infinita complacencia. Sin embargo, fue la cura fue tardía porque el paciente ya acumulaba muchas toxinas mortales.

Si se hubiera interpuesto esa terapia años atrás, Bedoya habría sido hombre feliz. Se afirma, con todo, que de la excentricidad y la rebeldía es de donde salen los genios. Nada extraño es, por consiguiente, que Bedoya sea un genio y no lo sepamos. De todas maneras, murió creyendo que lo era.

El mismo día de su muerte se fue con sigilo hasta la plaza principal y se midió la estatua allí erigida, que él debía sustituir. Ya dentro de su desbordada ilusión esquizofrénica no cabían en su mente seres superiores a él. Se situó de cuerpo entero ante su rival –el poeta ya nimbado por la gloria– y comprobó los varios centímetros que nuestro hombre le llevaba de ventaja. Eran, por supuesto, centímetros de inmortalidad. Las manos de la pobre estatua eran ásperas y deformes. Las suyas, en cambio, estaban perfiladas por el noble ejercicio de su pluma maestra y en ellas se inspiraría el escultor para plasmar su obra de arte.

Le encontró hueco el cerebro, mientras el suyo estaba henchido de ideas y protegido contra la ingratitud de los hombres y el comején del tiempo. Ante las narices del mamarracho allí expuesto, héroe de barro que pronto se desmoronaría, exhaló denso tufo de indiferencia. Asociando ideas se acordó de su maestra, y en loca confusión de imágenes e impulsos se encontró con su lejana incitadora emocional. Sacarle la lengua en ese momento, como lo hizo con arrogante placer, era como derrotar una frustración tenaz. Y con gesto elocuente, que el siquiatra le hubiera aplaudido porque así se superan los desprecios y se botan al diablo los traumas, Críspulo Bedoya castigó con severidad el trasero de la estatua.

Sí: en la estatua veía representada a su maestra remota, por más que ella no guardaba la menor similitud con el poeta representado en el bronce. Pero nuestro hombre ya tenía trabados los cables. En su postrer arrebato, pensaría que así se vengaba de los desplantes recibidos en la niñez, y nada tan apropiado como vapulear el trasero de la inquietante maestra de la escuela.

Luego, mascullando palabras que por lo vehementes y aceleradas fue imposible recoger para la historia, se alejó tirando bastonazos y taconeando duro. Nuestro hombre estaba curado. Dos horas después murió. Y murió sonriendo.

Revista Pluma, octubre de 1985.
Revista Manizales, No. 706, mayo-junio de 2000.

 

 

 

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