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Enjalmas y magulladuras

lunes, 17 de octubre de 2011

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

1

La ilusión de Demetrio Grisales, a lo largo de una vida de sudores y angustias, fue tener casa propia. No importaría que se tratara de una vivienda humilde y hasta descompuesta, con tal de ser propia. Con su nume­rosa descendencia ya no cabía en ninguna parte. Rosalba, su mujer, lo ayudaba en la dura lucha de buscar un futuro más digno para los siete hijos que agobiaban la existencia de estrecheces y pesadumbres.

Ya por lo menos, aunque muy tarde, se habían propuesto no tener más hijos. A esa decisión llegaron al verse viejos y ago­tados, caminando de alquiler en alquiler y con pocas fuerzas para defenderse del destino cada vez más rudo. Sentían una quemadura en la conciencia cuando pensa­ban que la culpa de esa prole tan excedida era exclusiva­mente suya por no haber seguido los consejos de matro­nas y amigos.

—Hacéte ligar las trompas, Rosalba, y así terminare­mos la producción…

—¿Y vos por qué más bien no te sometés a la interven­ción esa que recomiendan para hombres? —respondió Rosalba.

—¡Ay, mujer! Yo mejor sigo así. Dicen que es ci­rugía para pensarla muy bien, porque cierra todas las posibilidades. Y vos sabés que a uno pueden darle más tarde sus ganitas.

—¿Ganitas de qué, viejo ganoso? —se le enroscaba la mujer, y Demetrio sucumbía otra vez entre arrumacos que ninguno, por buenos esposos, se esforzaba por re­primir.

Y así, de arrumaco en arrumaco y de proyecto en pro­yecto, habían llegado a los siete vástagos que hoy les pesaban tremendamente. Pero todos se conservaban sa­nos. ¡Mas qué duras las hambres que los esposos pasaban para que la prole creciera con calorías!

Para eso, entre otras cosas, Demetrio debía madrugar todos los días a las cuatro de la mañana con su zorra deteriorada por un sinfín de viajes, penosos e irrenunciables, a ganarse los pesos siempre escasos en el acarreo de vituallas y mercaderías. Rosalba salía más tarde con su depósito de confites, de cigarrillos y de me­nudos artículos callejeros que los parroquianos le demandaban en la esquina que tenía conquistada desde hacía muchos años.

—Apuráte, mijo —lo empujaba Rosalba casi a diario—, para que no llegues tarde a la competidera…

La «competidera» consistía en ofrecer los servicios de su zorra en lucha con otros competidores que también tenían mujer e hijos para mantener. Y había que llegar bien de mañana en persecución de los productos que sa­lían, apenas clareando el día, de los campos vecinos.

—Apuráte, mijo —volvía a rebullirlo Rosalba, más fá­cil que él para tirar las cobijas.

Demetrio, medio dormido, se lanzaba a tientas en busca del retrete. El acto de aligerar la vejiga era casi incons­ciente, una especie de rito matinal que le imprimía impul­sos para la nueva jornada. Luego avanzaba frotándose las manos y ahuyentando a cabezazos la densa niebla de la hora. En el estrecho patio mantenía amarrado a Tizón, el viejo caballo forrado en carnes macilentas, su compañero de tantos años que, a pesar del abuso, todavía resistía mu­chas travesías.

El animal pateaba contra el suelo al escuchar la venida del amo y luego se agitaba con estremecimientos jubi­losos por saber que, aunque esclavo, iba a ser liberado de la quietud agarrotante de una noche de intemperie y soledad. Cuando sentía sobre sus ancas la palmada cari­ñosa con que el patrono le expresaba los buenos días, se escuchaba el relincho entusiasta.

Demetrio lo ataba a la zorra, le frotaba las magulladu­ras y solía hablarle cosas de este jaez:

—La vida nos trata a golpes, pobre Tizón mío. Lo poco que gano cargando bultos ya no alcanza ni para tu co­mida. Pero tené coraje, valiente animal, que un día lan­zamos al diablo estas miserias. Ya tengo rejuntados unos centavos para comprarte enjalma nueva. Conformáte por ahora con lo que tenés y no se te vaya a ocurrir estirar la pata porque ahí sí nos reventamos todos. Y te voy a decir un secreto al oído…

Demetrio se quejaba de la suerte de perro que le tocaba soportar. A medida que se desahogaba de sus pesares en el oído del sufrido compañero de infortunios, sentía una grata sensación por tener con quién plati­car. Lo que a otras personas ocultaba, a Tizón se lo exponía sin tapujos, convencido de la inteligencia del animal para entenderlo. Maldecía en secreto la insensibilidad de los ricos y juraba vengarse de las injusticias de su destino amargo.

—Nos desquitaremos de lo bueno cuanto tengamos casa propia —seguía conversándole al animal, camino del trabajo—. Para vos, mi buen compañero, tengo separada una enjalma de lujo. Ya el muchacho mayor aprendió a jornaliar y la Merceditas, que tanto te quiere, no le huye al trabajo honrado y nos ayuda a aumentar los ahorros para la compra de la casa. Vos también tendrás tu rincón cubierto para que dejés de tiritar por las noches.

El animal daba un nuevo relincho y parecía quedar enterado de la buena estrella que estaba por llegar. Y así, entre confidencias y buenos propósitos, despertaban a la realidad del mercado bullicioso que de­bía trabajarse con ojos despiertos y músculos fornidos. Eran jornadas intensas que no permitían el descanso. Por las tardes, ya de regreso, el hombre contaba los bi­lletes bravamente sudados y compartía con su socio el balance del día generoso, o la protesta si la suerte les había sido esquiva.

2

Cuando aquella tarde el doctor embriagado se les vino encima con el lujoso coche, embistió al humilde carromato y de paso produjo heridas al animal, sin dársele nada, Demetrio sintió hervirle la sangre. El doctor le gritó unas cuantas sandeces y se escapó velozmente, co­mo un diablo, antes de que el hombre pudiera reclamarle los daños. Esto de que alguien de la burguesía le ofendiera el amor propio comparándolo con el estiércol, no era nuevo en su oficio. Pero el doctorcito tan soberbio y tan humi­llante que le destrozaba la herramienta de trabajo y de­jaba rengo y malherido a su Rocinante protector, a su Tizón solidario y buen amigo, era una bofetada que le insubordinaba los sentimientos.

Ni siquiera el doctor le dio la oportunidad de medírsele hombre a hombre. En los ojos le quedó a Demetrio una estela de polvo y al alma le llegó un nubarrón, mientras se perdía de vista aquel fantasma que no había tenido impedimento para pisotearlo y luego desaparecer impu­nemente.

Regresó, sin embargo, silbando a su casa. Así se ma­taban las penas. Su Rosalba, ocupada en otros quehace­res, ni reparó en la cojera del caballo y sólo a la mañana siguiente, al verlo derrengado, supo del accidente y las ofensas.

—Calmáte, mujer, y aplicále mejor tus conocimientos para que la bestia camine y no nos deje sin comida…

Si Tizón hubiera hablado, habría dicho: “Por animal y plebeyo me tratan mal. Ese es el destino del pobre, ¿para qué quejarse? Pero yo soy un caballo fuerte, nacido para las duras faenas. La renguera será compensada con más fuerza. En mi oficio estoy acostumbrado a poca comida y malos tratos, sin que los señoritos de la ciudad, con toda su arrogancia y su po­derío, puedan evitar que el animal de carga sea el mejor amigo de los pobres. ¡Ánimo, Tizón, que pronto tendre­mos casa propia para desquitarnos de las trastadas de la suerte!”.

Y dale que dale, no sólo terminó el caballo acostum­brado a la cojera, y Demetrio también, sino que al fin se anunció un día, con bombos y platillos, la compra del solar para construir la casa.

Hasta habían sobrado unos pesos para los primeros materiales. No importaba que el terreno fuera quebrado y maloliente, con tal de ser pro­pio. Al fondo pasaban las aguas borrascosas con las que era mejor no meterse. Poco a poco irían deste­rrando los gallinazos que por allí se hospedaban, así fue­ra a escopetazo limpio (porque también Demetrio había adquirido su propia arma para defenderse de intrusos y asaltantes).

3

Ya las tres muchachas despuntaban como hembras atractivas, y había que cuidarlas de los peligros y las brutales embestidas. Para eso estaban los músculos de acero con que Demetrio sabía defenderse de la vida. Y los cuatro mozalbetes, que poco a poco se formaban co­mo peones de lucha, cuidarían la heredad y protegerían a sus hermanas de emboscadas y deshonras.

A poco caminar, ya la casita se veía crecer. Demetrio se multiplicaba para hacer de todo: desde cargador de ladrillos y maderas, hasta improvisado albañil. El dinero alcanzaba para todo porque lo hacía rendir la «niña Mariela», como cariñosamente la llamaban, la generosa protectora que velaba por ellos con solícita consideración.

—¡Ah la niña Mariela, tan bonita y tan compadecida! —no se cansaban de repetir Demetrio y su mujer.

Un día colocaron la última teja. No importaba que las paredes estuvieran a medio revocar, ni que el baño hu­biera quedado imperfecto, si ya disponían de tres piezas ventiladas, con aire propio y horizonte para descansar los ojos. Las aguas turbias estaban allá abajo, en la hondo­nada, y las dejarían correr sin que interceptaran la tran­quilidad del hogar venturoso.

¡Casa propia! Trasladaron sus corotos con incesante actividad. Aunque humildes, no carecían de los elemen­tos indispensables para la subsistencia elemental. Las mismas cosas deslucidas comenzaron a brillar a sus ojos en cada sitio que se les asignaba en la sencilla y al fin definitiva residencia.

4

Sólo lamentaban que la niña Mariela, dispensadora en buena parte de aquel bienestar luchado con ahínco, no estuviera presente en la inauguración del nuevo estilo de vida. Ella andaba recorriendo mundos, en correrías de placer que bien se merecía por buena y dadivosa. Cuando meses más tarde regresó de la gira, fue invitada de honor al hogar así renovado.

El flamante vehículo se deslizó por entre malezas y barrizales, detrás de la zorra que conducía, eufórico, con su abanico de princesas, como veía a sus hijas, el impermutable jefe de casa que iba a poner a los pies de su soberana bienhechora aquel terri­torio conquistado con sudores.

—Siga por aquí, mi adorada niña, y conozca el paraíso. Abríle campo, Tizón, que la reina va a bendecir la pro­piedad.

La elegante dama se detuvo al pie de la cañada. Al fon­do se divisaba la casa vestida de fiesta, con sus tejas relucientes y su chimenea laboriosa. Las gradas en ca­racol, cortadas al borde del abismo, bajaban con difi­cultad hasta el patio, y de allí arrancaba la parte plana que daba albergue a la morada.

—El terreno es pendiente, pero costó barato, casi re­galado —explicó el anfitrión mientras sostenía a su dis­tinguida visitante para evitarle una caída que hubiera sido imperdonable.

—Te entiendo, Demetrio —aprobó ella con benevolente expresión, ya en el comedor donde estaba engalanada la mesa con mantel limpio y frutero plástico.

Por buena y sentimental, la dama aristocrática se sintió conmovida. En el fondo del monte no corrían sim­ples aguas revueltas sino las nauseabundas aguas negras que con asco expulsaba la ciudad y que eran inhaladas, alrededor de aquella extraña felicidad, por seres agarrados a cualquier esperanza de vida. En el aire se respiraba olor a cloaca, pero por fortuna Demetrio y su familia habían logrado volverse insensibles a la fetidez de la vi­da, una manera de ser felices entre la miseria.

Todos se veían rozagantes, hasta el par de valientes progenitores que al fin fueron capaces de coronar su sueño, así fuera en el filo del precipicio. La dama benefactora, que había contribuido a una felicidad que no comprendía del todo, tocó levemen­te su nariz con un fino pañuelo antes de ascender la cuesta, mientras Demetrio, que no cabía en sí de conten­to, le decía al caballo:

—¿Te fijás, hermano, que tuvimos casa propia?

Al animal también le cumplió, porque Demetrio era hombre de palabra. Con algarabía digna de la ocasión reunió a la familia para la entrega de la enjalma. Tam­bién le reemplazaría la anteojera y el cabestro. Desde luego, el noble compañero de fatigas merecía muchos arreos más. Con el presente en vilo corrió hasta donde el caballo permanecía en expectativa de homenajes presentidos, y allí sucedió lo imprevisto.

El animal, dando un paso en falso, rodó por el monte y cayó en el hoyo profundo. Demetrio y la familia, des­concertados, le gritaban su angustia, que el pobre bruto no alcanzaba a apreciar. Tizón, lesionado y detenido en la profundidad, los miraba con ojeras dilatadas. Imposible descender a auxiliarlo por el des­peñadero rebanado como una cuchilla.

—Moríte en paz —le dijo, más que con palabras, con el corazón, y se echó Demetrio a llorar. No volvás a salir de tu encierro a toparte con los hombres que tan mal nos tratan. Moríte en paz, hermano, y descansá de tus sufrimientos…

Más tarde se presentó con un volquete cargado de tie­rra. Había resuelto sepultar al caballo para que dejara de sufrir. Los esfuerzos habían resultado infructuosos para sacarlo a la superficie. Y aquella sería su sepultura. La tierra lo cubrió, y Demetrio, valiente en la adversidad, prefirió no articular palabra alguna y se alejó camino arriba. Era humano sacrificar al pobre bruto de una vez, en lugar de tenerlo sometido a una muerte lenta.

Pero el animal no quería morir. Al poco tiempo fue emergiendo de la tierra hasta conseguir quedar libre. Hacía esfuerzos desesperados para no consumirse de nue­vo, y, viendo que un medio de defensa era pisotear la tierra, así lo hizo. Y de tanto repetirlo, al cabo de los días el suelo se había vuelto firme.

—Allá te lanzo tu comida —le gritaba Demetrio, casi incrédulo, tirándole el canasto que accionaba desde el barranco con un cordel.

Fue lenta la operación de rescate. El hueco, conforme se iba tapando, pedía más tierra. El animal, consciente de la estrategia para salvarse, pisaba cada vez con más fuerza. Cuando coronó la altura, habían transcurrido varios meses. Estaba envejecido, lleno de contusiones y, más que animal, eran huesos. Escasamente podía caminar. Los miró a todos, uno por uno, y pareció darles las gracias por permitirle el regreso a casa. Se detuvo en Demetrio con mirada fija, acaso filosofando, y esta vez no relinchó.

Demetrio le colocó la enjalma, que ya le quedaba gran­de, y muy en sus intimidades pensó si realmente valía la pena haberlo salvado.

Vanguardia Dominical, Bucaramanga, 10-II-1985.

 

 

 

 

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