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El Tipacoque de Eduardo Caballero Calderón

viernes, 7 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

De vacaciones en Soatá, mi tierra natal, me asal­tó de pronto la idea de entrevistarme en la vecindad, en el legendario Tipacoque, con don Eduardo Caba­llero Calderón. Después de trece años regresaba yo a la patria chica, con mi mujer y mis hijos, a rendir un tácito homenaje al pueblo que todos sentíamos prendido al afecto, los unos por haberlo vivido y dis­frutado, y los hijos por comprensible solidaridad.

Pensé que el personaje de Tipacoque, por más caba­llero de caminos y romántico cantor de aquellas bre­ñas ariscas, tan suyas y tan irrenunciables –como mías–, debía hallarse en la capital del país, muy lejos de los senderos polvorientos que serpenteando por el páramo de Guantiva, donde ni siquiera logran saciar la sed, toman breve descanso en Soatá para luego escabullirse montaña abajo, por entre precipicios y peligrosos recodos, hasta Tipacoque, pasando luego por Capitanejo y otros pueblitos resistentes al progreso, hasta morir finalmente en Cúcuta, un horizon­te remoto.

Por ahí en un restaurante del pueblo me tropecé de repente con Cipriano Chaparro, un viejo amigo sogamoseño a quien no veía desde veinte años atrás y que ahora aparecía en mi tierra en animada tertulia con Marcos Acevedo y Alfonso Márquez Rivadeneira, mi condiscípulo de las primeras letras en el Colegio de la Presentación durante una niñez ya des­dibujada por el tiempo, pero no olvidada.

Supe en­tonces, frente a un apetitoso plato de cabro, comida típica de la región, que Cipriano, ahora en uso de buen retiro del poder judicial, se había quedado en Tipacoque. «De esta tierra no me voy», no se cansa­ba de repetir entre arremetida y arremetida del jugo­so festín.

«Yo, el alcalde»

Apenas iniciado el reencuentro, ya Cipriano me tenía concertada una entrevista con Caballero Calde­rón, ahora también en temporada de descanso en su refugio sentimental de Tipacoque, y me aclaró que no se tomaba ninguna libertad, ya que «don Eduardo» –como lo nombraba con énfasis–, esquivo en la capital a los «lagartos» y los aduladores, recibía a to­do el mundo en su aldea.Muy rápido deduje un buen clima de amistad entre ellos.

Convinimos una prudente fórmula de protocolo, indispensable para quien iba a conocer en persona al cronista de Tipaco­que y no quería llegar invadiendo territorios ajenos, por más que de otra manera le fueran éstos fa­miliares por la lectura de los libros del eximio escri­tor, más que por la propia cercanía lugareña.

Tipacoque está a trece kilómetros de Soatá y a trescientos cuarenta de Bogotá. Años atrás fue co­rregimiento de mi pueblo, hasta que la porfía de Ca­ballero Calderón consiguió volverlo independiente, habiéndole correspondido la misión de apadrinarlo como su primer alcalde, por espacio de dos años. La duración de su alcaldía demuestra que no se trató de un acto protocolarlo, sino de un verdade­ro servicio a la comunidad. Fue él quien intrigó los primeros auxilios oficiales, abrió calles y hasta encar­celó al primer borracho disidente.

Soatenses y tipacoques

Soatá y Tipacoque, por lo tanto, tienen nexos de vecindad y de ancestro. Sobre esto último habría que hacer alguna salvedad, si bien el paso del tiempo se ha encargado de desvanecer viejos antagonismos. La rivalidad política de soatenses y tipacoques, en épocas de ingrata recordación, culminó en la separa­ción territorial. El motivo era poderoso. Se vivían las pasiones del país político que mantenían divorcia­dos a los colombianos entre liberales y conservado­res. Soatá, netamente conservador, no podía enten­derse con Tipacoque, netamente liberal, y lo mismo ocurría, desde luego, en sentido contrario.

En Soatá el canónigo Cayo Leonidas Peñuela, historiador, pro­sista y polemista vigoroso, disparaba sus arcabuces contra los Caballero, y éstos, como buenos libera­les, mantenían enhiestas sus banderas. El país res­piraba por la herida de los odios políticos y los colom­bianos se mataban bajo la sinrazón del agudo sectarismo de la historia. Pasados los años, hoy la paz es absoluta. Desaparecieron, por fortuna, las épocas borrascosas de los vivas y los abajos y los ti­ros tronando en las calles de los pueblos.

Camino de Tipacoque, al que desde Soatá se lle­ga en veinte minutos, muchas ideas cruzaban por mi mente. Llevaba presentes las críticas de Caba­llero Calderón contra todos los ministros de Obras Públicas que vienen trabajando a paso de inválidos con esta carretera descuidada por todos los gobier­nos, y que acaso por ser el camino real de Colombia parece que estuviera condenada al eterno camino de herradura que aún lo es en muchos trechos, sobre to­do de Tipacoque a Cúcuta. El pavimento viene en Cerinza y sabrá Dios –que no los gobiernos– cuándo prosigue su ruta interminable.

El presidente Reyes, boyacense y uno de los grandes impulsadores de las obras públicas na­cionales, abrió la carretera de penetración hasta San­ta Rosa de Viterbo. Ahí se quedó estática por largos años. El camino seguía apto para mulas y cerrado a la civilización. A paso de mula fue avanzando una carretera difícil, sostenida entre peñascos y las ora­ciones de los viajeros, hasta que algún día logró lle­gar a Soatá y Tipacoque; y en la siguiente generación a Cúcuta.

El diputado y sus cojeras

Leo al vuelo en Tipacoque, una de las obras de Eduardo Caballero Calderón, el siguiente episo­dio que viene a propósito sobre el milagro del primer automóvil que apareció en aquellas laderas, perteneciente a un tío mío:

«Después, en el automóvil de don Miguelito, que es la única persona que en Soatá tiene un auto­móvil, vino el diputado Alvarado, médico también y con una pierna tiesa; y por último hizo su aparición en una mula barrigona el diputado Vera, que por una circunstancia maravillosa es médico también y tam­bién cojo. El tercer diputado era yo, aunque me fal­taba ser médico». Y más adelante: «Y cuando se fueron, el doctor Alvarado en el automóvil de don Miguelito y el doctor Vera en su mula, quedó flotan­do en el comedor un tenue olor a linimento». Es esta la constancia de las cojeras del diputado Caballero Calderón por aquellas tierras agresivas.

El automóvil, quién sabe cuántos años después, pisaba ahora un terreno más firme y menos polvo­riento. Pero no dejaba de saltar en los baches, ni de sudar en las pendientes. Los helechos salían ariscos al paso de la gasolina. Por fortuna el ambiente olía a naranja, a trapiche, a perfume de tierra caliente. El pedregal se sentía menos duro con la ilusión de cono­cer al insigne hombre de letras. En el fondo, casi im­perceptible, el río Chicamocha rumiaba sus pesares.

Alguna cabra solitaria me recordó la presencia de Siervo Joya, que no ha muerto, porque siervos sin tierra los habrá en todos los momentos de la humani­dad. En una vuelta del camino, ya presintiendo la aparición de Tipacoque, detuve la marcha para cap­tar el maravilloso espectáculo de la vega del Chicamocha, ante el que se queda corto el más recursivo pincel y desconcertado el más inspira­do poeta. El viento transportaba el aroma de las ho­jas de tabaco que manos endurecidas cosían en sartas que luego, al secarse, las llevarían a la Co­lombiana de Tabaco para convertirlas en duros sor­bos de vida.

Tipacoque y su personaje

Algo confirma la presencia de Caballero Calde­rón desde la primera piedra del pueblo. Es un perso­naje inmerso en la historia de esta comarca que parece más legendaria que real. Los tipacoques quieren a su amo como algo elemental y se acostumbraron a verlo y palparlo en cada esquina co­mo el espíritu que es de la aldea convertida por él en leyenda universal.

De labios del tipacoque sale con afecto y con respeto aquel «don Eduardo» que había escuchado yo en Soatá, y hasta me atrevo a creer que sus paisanos, distantes de los modernos «doctores» que han desacompasado la vida, tienen la doctísima noción de que el «don» era en España título nobilia­rio de difícil conquista.

Caminando por el corredor de entrada sentí que había llegado por fin al paraíso entrevisto. Unas sar­tas de tabaco colgadas en el tambo parecían más simbólicas que ciertas, y más románticas que materia­les. La casona, limpia desde el primer ladrillo y en­vuelta en acogedor manto de silencio, descorría a cada pisada su majestuosa solemnidad. Fue como si alguna mano invisible descubriera tanta historia detenida.

Allí estaba el fantástico lugar, se­de en un tiempo de los frailes dominicos y que en el año de 1580 pasó a ser propiedad de los antepasados de los Caballeros Calderón. Han corrido, por tanto, cuatro siglos desde que la familia sentó sus reales en la tierra mítica.

La hamaca coloquial

Por el corredor grande llegamos directo a la sala y allí nos reunimos con don Eduardo y con doña «Bel», otro personaje del pueblo. (Se trata de doña Isabel Holguín, nieta del expresidente Holguín). En el corredor pasa el escritor sus mejores momentos de recogimiento, entregado a sus lecturas y sus traba­jos. Allí permanece guindada la hamaca coloquial. Su esposa se encarga de trasladarle a máquina todos sus escritos.

Para interpretarlo en persona es preciso haber leído sus libros. De lo contrario puede tomarse como un ser corriente Conversador ameno y enterado de todo, habla de cuanto tema se ofrece, menos de lite­ratura. Yo entendí su postura, y se la respeté. Es un crítico observador del quehacer nacional y se mues­tra preocupado por las angustias sociales.

Sabe lo mismo de inflaciones y congelación de dineros bancarios, con cifras precisas, que de los abusos de los políticos y las inmoralidades oficiales. Le preocupa la transformación del país agrícola en país de ciudades. Es hombre sencillo. Con él se pue­de hablar de corrido y hasta se olvida uno que está conversando con un maestro de la literatura.

Cuando se asfixia entre el tufo urbano de los mo­tores y la falsa civilización, corre con la fiel compañe­ra hasta la casona donde puede respirar el aire puro de la montaña y encontrar los límites de su corazón («este rincón del Chicamocha donde los hombres son buenos, transparentes y silenciosos co­mo el agua»).

Allí, en sosegadas horas de paz interior, es cuando se encuentra consigo mismo y se confunde con la sencillez de la vida en el alma del campesino. Hablar sobre esto hubiera sido una in­tromisión. Preferí ver al escritor en su silla, reflexivo y afectuoso, para deducir luego, sin rebuscamientos, que aquello era lo auténtico, lo humano.

Tipacoque, símbolo espiritual

La casa es museo nacional, y así se conmemora en el decreto colgado en la pared del corredor. También se recuerda el paso de Bolívar cuando per­noctó en la hacienda. Los muebles, las vasijas, los pequeños utensilios, todo atestigua una época inme­morial. El viejo fogón todavía huele a cocina, porque lo inmemorial, para quienes saben ejercer la memo­ria, es lo presente, lo que nunca muere ni debe mo­rir.

Y le pedí permiso de tomar unas fotos. Me cui­dé, claro, de retratar a los distinguidos moradores, para no alterar una paz bucólica que por nada del mundo iba yo a alterar con mi lente fisgona. Fueron dos fotos rápidas. La una al corredor grande y la otra a la capilla de la hacienda.

Salí con dos estupendos testimonios gráficos y con la sensación de un sueño. Había encontrado, por fin, el secreto de los libros del fecundo escritor que supo descubrir y mantener su territorio romántico para hallar su propia ánima. Tipacoque, más que un pueblo, es una leyenda, un símbolo espiritual. En él se encarna la familia humana, con sus vicisitudes y sus esperanzas.

Afuera, en la noche, el aire sabía a trapiche y a perfume de azahar.

La Patria, Revista Dominical, Bogotá, 16-IX-1979.
Boletín de la Academia Colombiana de la Lengua, Nos. 179-180, Bogotá, enero-junio de 1993.
Revista Manizales, 1995.

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Comentarios:

Magistral tu Tipacoque. José Agustín Amaya, párroco de Soatá (mencionado por Caballero Calderón en sus libros sobre Tipacoque).

Para quienes conocemos la región, al leerte nos trasladamos a esa tierra legendaria y contigo entramos a conocer la casona de don Eduardo Caballero Calderón y a presenciar tu diálogo con el maestro, para luego acompañarte en la soledad de la penumbra a observar el paisaje y a tomar ese aire tibio con olor a miel, a yerba y majada fresca. Rodolfo Barajas, Bogotá.

 

 

 

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