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Archivo para domingo, 30 de octubre de 2011

La escultura sobre alas

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Alicia Tafur, la célebre escultora colombiana que ha creado su propio estilo por la dinámica y el carácter aéreo de sus obras, acaba de entregar al Minuto de Dios, donde se quedará como testimonio de arte volátil e imperecedero, la hermosa y gigantesca paloma que representa al Espíritu Santo. Es la primera vez que en una iglesia se suspende, como si en realidad la figura se hallara en vuelo, una escultura de estas dimensiones (cuatro por tres metros) y de esta originalidad.

Su patrocinador, el padre Rafael García Herreros, que tantas mani­festaciones ha tenido para los artis­tas nacionales, sabe que con este mensaje se recordará el soplo cósmico de la paloma de Pentecostés a través de la lluvia de llamas y luces que se derraman sobre la humanidad. Varios meses empleó la artista desarrollando la idea y contó para su ejecución con la ayuda de sus hijos Diego y Ricardo, que ya inician su propia vida creativa.

La escultura está concebida dentro del estilo que ella denomina «sono-óptico», consistente en la difusión de fulgores y sonidos cuando el vi­brátil habitante de los vientos se mueve en su inmensidad. Es enton­as cuando se ven caer sobre la tie­rra, como lenguas vivificantes de fuego —el sentido poético de esta imagen bíblica— los resplandores que irradian el bronce y la plata fundidos en arte. Alicia es, por así decirlo, especialista en viajes aéreos. Sus criaturas miran hacia el infinito y buscan la libertad. «Perforan la atmósfera como las agujas de las torres góticas», dijo Martha Traba.

Las alas son la mejor argumenta­ción de su obra. Alas en ascenso, rítmicas, alas ondulantes, alas ma­jestuosas, con ellas parece que su alma se mantuviera en ac­titud de liberación. Y si también ejecuta alas en reposo y alas heridas —todo un universo alado y sobrena­tural—, es esta la manera de plasmar la quietud y la sangría del amor, que no pueden estar ausentes de los instintos de libertad.

Ha sido Alicia Tafur propietaria y directora de galerías de arte, pro­fesora y conferencista, y en años pasados, agregada cultural de nuestra embajada en Venezuela. Ha expuesto en diferentes países y muchas de sus realizaciones pertenecen a mu­seos y colecciones particulares de Europa, Estados Unidos y América Latina. Su vida ha sido una perma­nente ebullición de ideas y alegorías. Sus aves tienen la luz propia que ella les inyecta.

Exhibe ahora sus últimas crea­ciones, en exposición conjunta con exalumnas del Colegio Mayor de Cundinamarca, en la Casa Julio E. Lleras, del Banco Central Hipote­cario. Esta presencia de alas y mo­vimientos, de destellos e impulsos siderales, tan característica en las representaciones de la escultora ca­leña radicada por tantos años en Bogotá, define el concepto de que el arte, que es ante todo elevación de espíritu, nunca podrá vivir encade­nado.

El Espectador, Bogotá, 16-VI-1986.

 

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El destierro de Hipócrates

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Es obligación primordial del Es­tado velar por la salud pública. No puede aspirarse a que haya progreso social si el campo de la salubridad se descuida. El individuo no se desa­rrolla física ni espiritualmente si no tiene el cuerpo sano. Schopenhauer dice: «Es cierto que nada contribuye menos a la felicidad que la riqueza y que nada contribuye más que la salud”.

La preocupación oficial debe estar dirigida no sólo a prevenir las epi­demias sino a fortalecer la infraes­tructura hospitalaria y hacer acce­sibles los recursos de la ciencia a los más necesitados. En Colombia está prohibido enfermarse. Se considera un lujo utilizar la clínica particular, por sus costos exorbitantes, y un milagro ser recibido en el hospital público. Las clínicas del Seguro So­cial y de las cajas de previsión, presas del gigantismo inoperante, viven en tremenda confusión.

Los hospitales per­manecen en crisis económica. En provincia, sobre todo, se han con­vertido en fortín de burócratas. El derroche de drogas, el maltrato de equipos, la malversación de fondos, el desgreño administrativo, los nego­ciados y los peculados mantienen en bancarrota la red hospitalaria nacional. En uno de ellos descubrió Héctor Ocampo Marín (revista Arco, febrero de 1986) que la mejor parte de los novillos que se sacrificaban para alimentar a los enfermos iba a parar a los domicilios de la junta y de algunos médicos.

La caridad pública representa uno de los cuadros más deprimentes en las salas de espera de los hospitales. El enfermo, que llega por lo general en calamitoso estado, es mirado más como estorbo que como persona. A cambio del dinero que no puede aportar, sus familiares deben contribuir con cuotas de sangre; y si ésta no fluye rápido, es posible que el paciente se empeore.

Si acudimos a las clínicas particu­lares, donde las tarifas marcan duro a cambio de mayores comodidades, descubriremos una realidad igual­mente deplorable de la medicina deshumanizada. Todo aquí vale un ojo de la cara, al igual que en los ho­teles clasificados por estrellas. Pero estos son una industria para vender placeres, y las clínicas, en cambio, explotan la vanidad y el dolor del hombre.

En conocida clínica bogotana se había apartado con suficiente anti­cipación una pieza de $8.000 diarios, pero en el momento de internar al paciente, ya con el médico pro­gramado, las piezas de $8.000 se habían agotado y por tanto había que subir la tarifa, de $12.000 en adelante. Truco éste que, según se comenta, es común en dicha clínica y produce resultados financieros.

La medicina social en Colombia no existe. El juramento de Hipócrates se quedó en el pasado. La meta de la época es el dinero. El sentido de negocio desplaza los postulados éti­cos. Por eso, la medicina se volvió elitista. Las clínicas particulares son para los ricos. Enfermedad sin bol­sillo abundante es incurable.

Pero quedan aún médicos humanitarios, conscientes de su responsabilidad social, para quienes el hombre está por encima del apetito mercantilista. Ellos son la excepción honrosa que hace de la medicina un sacerdocio, quitándole el sentido de lucro desmedido. Y son los que claman por el regreso de Hipócrates.

Al médico descalzo, que el pueblo chino encuentra sin dificultades, le bastan siete docenas de productos farmacéuticos para curar o mitigar el 95% de las dolencias que atiende.

El Espectador, Bogotá, 5-VI-1986.

La voz del lector

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Carta de Colcultura: «Con res­pecto a la nota publicada por usted en el diario El Espectador, en la cual expresa su deseo de ver reimpresa la poesía de Laura Victoria, deseo comunicarle que solicitamos al co­mité editorial del Instituto la eva­luación de dicho trabajo y que su concepto fue negativo”. Catalina Arrubla, jefe División de Publica­ciones«.

Los comités de mampara son úti­les para muchas disculpas. Si esto sucede con la poetisa famosa que le da honor a Colombia, qué no ocurrirá con el común de los escritores.

El Espectador, Bogotá, 5-VI-1986.

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Roberto Medina, de Sogamoso, desea que le amplíe el significado de Salpicón, columna que él en­cuentra «variada, agradable y crí­tica». Para el amable lector copio algunos de los enunciados con que este rincón periodístico se inició el día 15 de diciembre de 1983:

«Hay varias definiciones de la pa­labra salpicón: fiambre de carne con sal, vinagre y cebolla. O bebida fría de jugo de frutas. O algo dividido en partículas. O la acción de rociar, de esparcir en gotas. Todas estas características caben en el propósito de la columna que hoy nace en las páginas de El Espectador. Sal­picón aspira a ser un espacio ameno, ágil, cernidor de noticias, rociado de sal y pimienta, donde se le tomará el pulso a la vida valiéndose del menudo suceso cotidiano y procurando hacer de lo ordinario una fuente de inspi­ración. Será también recinto de crítica social, sensible a las des­proporciones del medio ambiente y respetuoso, sobraría decirlo, de la honra ajena».

De Pereira escribe Daniel Arbeláez: «Me emocionó profundamente su artículo sobre Germán Pardo García. Lo felicito sinceramente. Cámbiele el nombre a su columna».

E, E., 12-VI-1986.

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Recibo de Méjico la siguiente conmovedora manifestación:

«Hasta el caos de sombras y de horror que ha sido mi existencia, llega el sorpren­dente mensaje de luz arrobadora que usted me envía, y siento como si por un instante yo hubiese ascendido a un Tabor de claridad, que me inviste las sienes de inmerecida gloria, a tiempo que permite ver las heridas de mis pies y de mis manos, que súbitamente dejan de sangrar y derraman sola­mente esmeraldas y zafiros. Tiene usted poderosa grandeza de alma para ver lo que está sumergido en mí bajo capas geológicas que  acumularon sobre mi alma y mi co­razón un derrumbe de amargura. ¡Cuánta generosidad en usted, qué diluvio de estrellas fugaces salidas de sus manos heroicas, proyectadas hacia mí en increíble huracán de metáforas! Decirle ¡gracias! sería empequeñecer una acción como la suya, que me coloca delante de otro yo mismo que tal vez pude ser. Germán Pardo García».

E. E., 26-VI-1986

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El poeta Germán Flórez Franco me escribe:

«Complacido leí su po­pular columna dentro de la cual habla de la incineración. Porque soy soli­dario con sus planteamientos sobre los usureros de la muerte me per­mito adjuntarle el libro Escombros del olvido, en uno de cuyos apartes se encuentra el poema Que me incine­ren”.  Copio una parte de dicho poema: «Con perdón negociantes, plañideras y curas, / perdón todos aquellos que venden sepulturas, / entierros, ataúdes, responsos y co­ronas. / Aquellos traficantes del dolor y la muerte; / a mí que no me entierren, / a mí no me sepulten/ ¡a mí que me incineren!”.

Horacio Gómez Aristizábal me honra, en el libro que antes comenté, con el siguiente juicio: «Su crítica es generosa y animada, sin nada que recuerde la lección de anatomía, o, lo que es lo mismo, no sacrifica a la víctima para estudiar su cadáver, como acontece con ciertos críticos de sangre fría».

(Horacio: aunque no soy penalista, algo he aprendido del abogado-escritor humanista).

E. E., 20-X-1986. 

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He recibido dos cartas que tienen que ver con hechos po­sitivos del país comentados en esta columna:

1 – «Es grato saber que la tarea que adelantamos en Carvajal S. A. para colaborar con el progreso nacional es tomada por voces autorizadas como la suya, como ejemplo para el sector empresarial colombiano. Le agradezco su mención a los libros institucionales, los cuales espe­ramos poder seguir publicando en el futuro con el propósito de des­tacar labores culturales e históricas de nuestra nacionalidad. Adolfo Carvajal Quelquejeu, presidente de Carvajal S.A.»

2 – «Nosotros, como partícipes y espectadores directos de aquel escenario tranquilo, magnífico y hermoso, que usted bien describe, felicitamos su artículo y agrade­cemos la deferencia que nos hace con sus palabras, al referirse a la hotelería de una ciudad estupenda como Pasto. Nuestro objetivo como administradores del Hotel Agualongo ha sido brindar tranquilidad y comodidad a quienes nos dan el gusto de ofrecerles nuestros ser­vicios. Ramiro Salas, gerente de Administración Hotelera Integral Colombiana».

E. E., 10-V-1988.

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Los desaparecidos

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El Magazín Dominical del pasado primero de junio, dedicado al tema de los desaparecidos, acaso podría consi­derarse como una ficción artística. En la carátula aparece una calavera que porta un clavel y un cartel con la siguiente leyenda: «¡No MAS! Pido vacaciones». Y en páginas interiores se recoge el desfile de teatreros que recorren el centro de Bogotá ves­tidos de trajes negros, pintadas las caras de blanco y llevando, además de los claveles rojos de la solidaridad, retratos de personas desaparecidas en Colombia.

Es preciso descender de la comedia para descubrir que se trata de algo verídico, persistente y dramático que no es posible ignorar. Estos ac­tores de la calle muestran en los rostros las dimensiones de la tra­gedia y protestan con lo único que tienen: el arte. Es un denuncio im­presionante que se lanza a la conciencia del país y de las autoridades. Los indefensos teatreros (que aquí representan al pueblo entero) pre­guntan con miradas vacías, caras mustias y expresiones enigmáticas:

«¿A dónde van los desaparecidos? / Busca en el agua y en los matorrales. / ¿Por qué es que se desaparecen? / Porque no todos somos iguales. / ¿Y cuándo vuelve el desaparecido? / Cada vez que lo trae el pensamiento. / ¿Cómo se le habla al desaparecido? / Con la emoción apretando por den­tro» (Rubén Blades, cantante pa­nameño de música afro-caribeña).

El Procurador de la Nación ha denunciado, con casos concretos, este capítulo atroz de violación de los derechos humanos. En las páginas de los periódicos se publican a me­nudo fotografías de personas que no han vuelto a sus hogares, ni volverán.

¿Quién es el desaparecido?, pregunta un artículo del Magazín Dominical. Y responde: «El desapa­recido aún es hombre: hijo, hermano, padre, madre, amigo… El desapa­recido es, ante todo, un ser humano… Es obrero, es campesino, es estu­diante, es profesional, es guerrillero, o es amnistiado…»

Hablan las estadísticas sobre 580 desapariciones com­probadas y más de 900 casos sin documentar entre 1977 y 1986. En lo que va corrido del actual Gobierno los desaparecidos suman 316 hasta el 6 de agosto de 1985, y en los tres primeros meses de 1986 ya se han registrado más de 32 casos.

El grito mudo de estos artistas, que no sale de la garganta porque ésta se halla ahogada, repite las escenas de teatro por las calles de Alemania en viejas épocas de convulsión social. El mismo teatro callejero, que es la voz del pueblo, se trasladó a otros luga­res de Europa. Y ahora, en Bogotá, es escena cotidiana que se vive en muchos sitios concurridos y reper­cute en el alma de los transeúntes.

Antonio Camacho Rugeles —cuenta el Magazín— desapareció hace un año cuando preparaba una exposición de pintura, y nadie lo volvió a ver. Es un caso más de los varios que se recuerdan. Y como además de pintor era escritor, dejó este relato:

«Lo que ellos nunca su­pieron fue que vendándome los ojos por tanto tiempo terminaría por fin aprendiendo a ver. Tampoco se enteraron de que por entre las heridas de las cadenas retoñaron las ansias de libertad como malezas florecidas».

El Espectador, Bogotá, 12-VI-1986.

 

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La pobreza absoluta

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Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Solucionar la pobreza de los colombianos es el mayor reto de los gobiernos. No hay candidato presidencial que no incluya este anuncio entre sus planes prioritarios. Y el pueblo, que nunca dejará de ser ingenuo, siempre ha creído que en el próximo mandato obtendrá remedio para sus angustias.  Así se traslada, de cuatrienio en cuatrienio, la carga de sus frustraciones.

Ese pueblo desesperanzado supuso que el doctor Belisario Betancur, uno de los políticos que han tenido mayor penetración en las necesidades públicas, iba a aliviar el presupuesto de los hogares mediante la reducción del costo de la canasta familiar, la moderación de los impuestos y la mayor capacidad de empleo. Finaliza otro período presi­dencial y el pueblo sigue navegando en la tabla rasa de su desamparo. Y se siente más pobre que hace cuatro años.

Ninguna de las necesidades apremiantes recibió remedio efectivo. La canasta familiar registra hoy niveles desesperantes, los impuestos se desbordaron y el país atraviesa por uno de los períodos más críticos de desempleo. Agobiado por tantas carestías, el padre de familia no encuentra fórmulas para la vida decorosa. Sus reducidos ingresos, cuando los hay, se pulverizan en la cascada de contribuciones, costos crecientes y explotación galopante.

Y cuando se carece de empleo o se tiene a medias, como es la suerte de la mayoría de colombianos, la vida pierde dignidad. Las masas desprotegidas y errátiles que no saben cómo conseguir los recursos necesarios para la mínima subsistencia, y que todos los días vemos rodando por las calles voraces de las grandes ciu­dades, son las que representan el mayor desafío de los gobiernos.

Basta recorrer el centro de Bogotá para encontrar seres tirados en los andenes, como si fueran animales, que amanecen cubiertos por periódicos y cartones y que buscan, como ratas, cualquier mendrugo para saciar el hambre. Son desechos humanos a punto de la desintegración. Y son el combustible fácil para avivar la insurgencia.

El mayor hervidero del delito vibra en estas calles de la miseria y la impotencia, convertidas en el mayor oprobio de la dignidad hu­mana. Cuando se carece de todo y nada se encuentra, el hombre se vuelve delincuente. Cuando no so­porta más vejámenes, se rebela. Es un instinto natural, que también es justo.

Y se agita, otra vez, el tema de la pobreza absoluta como la mayor ca­lamidad del momento. Cuando un país deja de producir y se cierran fábricas y se encarecen los produc­tos, incrementándose como conse­cuencia de las angustias que gra­vitan sobre los hogares colombianos y que se vuelven dantescas en las masas ausentes de los recursos oficiales, algo grave va a suceder.

Así llegó poco a poco el pueblo de Francia a su célebre Re­volución. Es bueno recordar que todas las revoluciones del mundo han nacido de los desajustes sociales. La miseria es el mayor fuego que prende las conflagraciones.

El doctor Virgilio Barco anuncia como su programa bandera el de la pobreza absoluta. Insiste desde su campaña anterior en que de la po­breza extrema arrancan la mayoría de nuestros males. Es buen enfoque de la realidad colombiana. Y no puede dudarse de sus intenciones redentoras. Erra­dicar la pobreza, pero siquiera mi­tigarla, supone una gran escaramuza. Hay que remover todas las estruc­turas para penetrar, como se hace con el doliente grave, al fondo de la en­fermedad. Su hora ha llegado, doctor Barco.

El Espectador, Bogotá, 2-VI-1986.