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Archivo para lunes, 17 de octubre de 2011

Un hacedor de cultura

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Conocí a Héctor Ocampo Marín en el Quindío, hace 15 años. Se hallaba entonces en receso como crítico litera­rio, actividad que había cumplido en febriles jornadas de incitación a los escritores por los mismos días en que Ebel Botero, otro crítico de renombre, también agitaba el mundo de las letras.

Fue aquella una de las épocas más brillantes del Magazín Dominical de El Espectador, en la que brotaron gran­des inquietudes literarias, más tarde orientadas y canalizadas por Gog, el talentoso descubridor de escritores.

Cuando Ocampo Marín entró a ejer­cer el cargo de subdirector de La República comprendí que le había lle­gado su hora. Y es que sus raíces de humanista se encuentran íntimamente ligadas con el periodismo: ha sido colaborador de El Espectador, El Co­lombiano, La República, Cromos, Cri­terio y Arco, entre otros.

Vincularse de tiempo completo al «diario de los hombres de trabajo» y escribir en él enjundiosos editoriales y notas diversas sobre la actualidad nacional, era responder a un llamado de su carácter.

Hombre de estudio y exigentes disciplinas, que nunca se siente com­pleto con la obra pasada sino que siempre tiene un nuevo proyecto en maduración, ha realizado una tra­yectoria notable con sus libros publicados: Cultura y verdad, Breve documental, Pasión creadora y Biografía de Gilberto Alzate Avendaño. En vía de edición se hallan Elegías del véspero (poemario), La amapola y El hombre de las gafas de carey (novelas). En los próximos días el Banco de la República pondrá en circulación otro libro suyo, un ensayo sobre el poeta pereirano Luis Carlos González.

El preámbulo conduce a destacar la llegada al número 400 del Dominical de La República, dirigido por Héctor Ocampo Marín. Esto de que un suplemento literario cumpla 400 ediciones es de por sí importante, pero hay mayor mérito cuando el itinerario ha sido obra de una persona, como sucede en el presente caso.

Este es el resultado de su silenciosa tarea, silenciosa y productiva como el laborar incesante de las abejas en el panal. Mucho contribuyen las gacetas literarias al progreso cultural del país, y es válida la ocasión no sólo para felicitar a Héctor y a quienes con él han colabo­rado en esta empresa, sino a todos los pioneros de la cultura que en forma discreta y efectiva, y por lo general anónima, mueven los hilos invisibles de estas publicaciones.

Es el Dominical de La República una revista esmerada, pulcra y de alta calidad artística e intelectual. Ahí se nota la presencia de un hombre superior. Yo he visto a Héctor Ocampo Marín corrigiendo personalmente las pruebas y me constan su contrariedad y su insatisfacción cuando se deslizan los inevitables gazapos con que los diabli­llos de la edición juegan en las pantallas y en los talleres. Ese es el desvelo oculto de los periodistas, que ignoran los lectores veloces del día siguiente.

El Dominical de La República ha sido canal accesible a todos los escritores y todas las regiones, y hasta los principiantes han tenido oportunidad de expresar sus ideas. Ése debe ser un suplemento literario: semillero de vocaciones.

Recuerdo la época memorable de Gog (él impulsó mi carrera literaria) cuando por los años 70 hacía de las páginas del Magazín Dominical una escuela de formación, rigurosas pero conquistables. Se com­binaban allí la crónica amena y el cuento bien contado, con el ensayo profundo y la nota erudita, matizado todo con arte y la difícil simplicidad que adorna el buen estilo.

Los suplementos literarios merecen respeto y reconocimiento. Hasta el más modesto aporta algo a la inquietud del espíritu. Su elaboración implica esfuerzos, vi­gilias y sacrificios. Los 400 números batallados por Ocampo Marín son triunfo personal suyo. Esta es la pasión creadora que necesitan los pueblos para sobreponerse sobre sus miserias materiales.

El Espectador, Bogotá, 26-VII-1985.

* * *

Comentario:

Me parece muy justo el estímulo que el columnista Gustavo Páez Escobar le brinda a don Héctor Ocampo Marín, “un hacedor de cultura”, como lo califica. El estímulo a la labor intelectual es escaso en nuestro medio y son pocos los que lo prodi­gan. Ocampo Marín, a quien mucho he leído, es uno de esos hombres silenciosos y mo­destos, a pesar de su sólida formación, que gustan mantenerse alejados de la publicidad y que en cambio producen obra valiosa. El tino de Páez Escobar consiste en saber apoyar las cosas positivas valiéndose de estos escrutinios que pocos practican. En Salpicón, o sea, en Gustavo Páez Escobar, uno de mis espacios prefe­ridos, encuentro amenidad, profundidad en los temas y una vasta cultura. Aníbal Durán Henríquez, Bogotá.

 

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Sudando petróleo

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Acabo de regresar de breve tempo­rada en Barrancabermeja, la capital petrolera de Colombia, uno de esos sitios míticos que es preciso vivir, así sea de paso, para poder entender. Creo que en la mente de la mayoría de los colombianos existe la idea de que se trata de un lugar de vicios y libertina­jes, enmarcado en un caserío de míse­ras condiciones. Nada tan distante de la realidad. Hoy Barrancabermeja, la segunda ciudad de Santander, con cerca de trescientos mil habitantes, es centro pujante que ha logrado vencer las estrecheces del pasado y surge con la fisonomía del progreso.

Todo gira alrededor del petróleo. Desde el florecimiento económico hasta la tensión social provocada por los conflictos laborales en Ecopetrol, que determinan, año por año, grandes im­pactos sobre la economía nacional. El petróleo es la sangre de Barrancabermeja. La sangre del país. Elemento de riqueza y perturbación. Es la ciudad con mayor tradición revolucionaria. Sus orígenes son obreros y en ella se respira esa atmósfera entre cruel y seductora que nace del carácter proletario.

Su entraña combustible parece que ardiera a toda hora con el fuego del trabajo. Este pan negro, amasado con músculos de hierro bajo la inclemencia de las temperaturas abrasadoras, pal­pita como una exudación de las fuentes de betún y los panales de brea que brotaron, en 1536, ante los ojos de los conquistadores, con Gonzalo Jiménez de Quesada a la cabeza. Desde entonces los yacimientos petrolíferos hierven como llamas irredentas.

Decir que en Barrancabermeja se suda petróleo es refrendar una carac­terística del ambiente. En esa califica­ción va implícita la densidad de la vida sufrida, la de los petroleros y de quienes pululan en las orillas de los ríos. «El río, ancho y turbio —dice Tomás Vargas Osorio—, este pobre y proleta­rio río Magdalena, está creando en el país un sentido vagabundo de la vida.»

Aún se recuerdan los días de la Tropical Oil Company, la primera explotadora de los pozos, que instaló en 1921 la refinería de Barrancabermeja, y también la incitadora del levan­tamiento obrero en 1947, de donde arrancan las huelgas en el país. El 9 de abril de 1948 estremeció la vida del puerto como un eco violento de lo que sucedía en la nación entera, y desde entonces se consolidó la beligerante organización sindical, la más fuerte del país, con sentido de defensa obrera y también de intransigencia.

Jiménez de Quesada y sus compañe­ros, que navegando desde Santa Marta por las aguas del Magda­lena llegaron a la manigua inhóspita, no se pudieron imaginar que cuatro siglos después se fundaría en aquellas barrancas bermejas la capital proletaria de Colombia.

Ni que sería pueblo de prostitución y azar, movido por la fiebre del oro negro, donde la vida transcurriría entre el humo del cigarrillo y las embriague­ces del ron y el amor, con el fondo de mujeres incitantes y placeres desaforados. Así mismo se esfumaba el salario de los obreros y de aquella aventura apenas quedaría el recuerdo fugaz de las eternas orgías, que animan y envilecen a la vez.

Es imposible abarcar de una plumada la densa historia del puerto. Pocos saben, por ejemplo, que en los años treinta se constituyó un grupo de intelectuales que bajo el rótulo de Los Saturnales le rendían pleitesía a la belleza, con clara intención política.

Los viernes culturales de Gaitán tenían resonancia en el puerto, y por allí pasaron intelectuales de la categoría de Jorge Artel, Nicolás Guillén, Natanael Díaz, Luis Vidales, Manuel Zapata Olivella y Andrés Crovo. A María Elena, la mujer de Crovo, la picó en Barrancabermeja el primer virus in­surgente. Afluían además pintores, cantores, músicos y conferencistas famosos. Pedro Nel Gómez les regaló a los obreros su óleo Galán hacia el patíbulo.

Hoy Barrancabermeja es diferente. La prostitución se civilizó, una manera de decir que ahora se ejerce de puertas para adentro, como en toda ciudad que se respete, y no en la barahúnda de cantinas y traganíqueles que atronaban en el puerto llamado de Las Escalas; y el ambiente cultural también se extin­guió, como si fuera inseparable de la vida bohemia. La mecha se apagó y sería interesante averiguar la fórmula para que la combustión intelectual vuelva a prender.

Pero sigue ardiendo la atmósfera. Son a veces 40 y más grados de soles implacables. La ciudad, entre tanto, se abre paso por entre vías veloces y otros derroteros de progreso. Es un crisol de razas, de hombres duros y esperanzas proletarias. El azar no ha desaparecido. Es el signo de los puertos. Tal vez es el lugar donde más loterías y chances se juegan en el país.

*

Escuchemos la voz petrolera de Au­relio Martínez Mutis:

Barrancabermeja, florida barranca,

me gustas por libre, por ruda y por franca;

te quiero por negra, te quiero por blanca:

es negra mi vieja tristeza escondida

y es blanco el ensueño que alumbra mi alma.

El Espectador, Bogotá, 24-VII-1985.

 

 

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La escalera

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

—Papi, es que tú no vas a ganar mañana y has luchado mucho.

Yo le expliqué que no iba a ganar, pero tampoco iba a perder. El niño entendió a medias la respuesta. Siguió llorando y dijo:

—Sí, pero mira, el lunes nosotros tenemos que ir al colegio y todos mis compañeros y los de mis hermanos están seguros de que tú vas a ganar, ¿y nosotros qué explicamos?

—Pues diles a tus compañeros que esto es como subir una escalera de 20 peldaños; hoy estamos en el quinto peldaño y mañana alcanzaremos el peldaño 14 o 15 y esa es una forma de ganar, le dije yo.

(Luis Carlos Galán Sarmiento a Re­vista del Jueves).

*

No existe hoy en Colombia político más seguro de sí mismo que Luis Carlos Galán Sarmiento. Su fuerza interior mantiene desconcertados a sus ene­migos. No hay duda de que se trata del hombre movido por su inmensa voluntad. Cree en el triunfo de sus ideas, las aviva y las convierte en antorcha de su movimiento.

Lucha con intrepidez contra la poderosa maqui­naria de su colectividad. Le han llovido excomuniones de todas partes, se le combate y se le cierra el paso. Ya perdió unas elecciones. Y sin embargo, sigue adelante, sereno, entusiasta, convencido de que de derrota en de­rrota llegará, como Churchill, al triunfo final. Su partido sabe que sin él unido no es fácil conquistar el poder.

Galán no hace concesiones. No ce­lebra pactos secretos. No se presta para componendas. Su verdad es la misma del primer día, cuando manifestó que el Partido Liberal se hallaba en decaden­cia y era necesario reformarlo y vigorizarlo. Se fue contra los vicios políti­cos, contra el abuso del poder, contra los pontífices de su partido y, sobre todo, contra sus sistemas clientelistas.

Ha dicho en todos los tonos que el Partido Liberal está descompuesto. Y aparte de expresarlo en público, lo cree. Con esa convicción lucha. Se le pueden venir montañas encima y él no se deja amilanar. No da un paso atrás, ni se le recuerda un solo minuto de indecisión. Y siempre aparece más batallador. Es un fino gallo de pelea.

Cuando le recriminan que él fue el causante de la caída de su partido en las pasadas elecciones, responde que sólo los vicios y los desvíos de los jefes provocaron el desastre. Y afirma que la colectividad debe purificarse antes para merecer el poder. Camina en contravía y esto no es fácil. Tal vez es demasiado inflexible y ortodoxo, lo que en políti­ca suele crear tropiezos electorales. Pero su actitud moraliza. Mantiene en jaque a los jefes liberales, porque detrás de su figura joven y vigorosa marcha un ejército que respalda su causa.

Galán despierta interés y conquista simpatías. Esto no puede desconocerse. Sus ideas son categóricas. Se le consi­dera hombre valiente y esto le gusta al pueblo. Su atractivo personal lo mantiene en buen nivel de popularidad. Se le mira con respeto porque es un líder que maneja la política en grande.

El hecho Galán no se puede ignorar y menos subestimar. El mismo López Michelsen, uno de sus mayores opositores, hace reflexionar sobre el significado de esta realidad.

La fe de Galán es demoledora. Es la fe que tumba montañas. En sus huestes infunde fervor y en sus enemigos, desconcierto. A su hijo le dice que el triunfo es como subir una escalera de 20 peldaños. Falta saber en qué peldaño va.

El Espectador, Bogotá, 17-VII-1985.

 

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¡Buen tiempo y buena mar!

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El capitán de corbeta Jorge Alberto Páez Escobar, actual comandante del Batallón de Cadetes de la Escuela Naval —cuyo parentesco con el articulista es evidente—, así define una pauta de su carrera: «Ser marino verdadero es algo que muchos am­bicionan y pocos logran, con un ideal tan noble y desinteresado como pocos tienen».

No es norma periodística ha­blar con vanidad sobre uno mismo o sobre sus familiares, y ella no se quebranta en el presente caso, sino que la mención resulta oportuna, a más de enaltecedora del credo marinero, ahora que el país celebra con júbilo los cincuenta años de fundación de la Escuela Naval de Cadetes Almirante Padilla.

Mucha agua ha corrido por los mares de la patria desde que la organización naval se consolidó como fuerza de soberanía nacional. Con razón el capitán de navío Julio César Reyes Canal, cadete fundador de la Escuela, anota en su libro Contra viento y marea: «La fundación de la Armada y de sus escuelas es uno de los hechos positivos fundamentales que se desta­can en los primeros 85 años de historia colombiana de este siglo».

Reyes Canal, que ha seguido de cerca los vaivenes de la institución, conoce como pocos sus orígenes y desarrollo. Siempre que se trata de defender un principio de la Marina o atacar una sinrazón, su pluma de comentarista nacional ha mostrado, desde estas páginas de El Espectador, el filo acerado de sus ideas vigorosas. Hace algún tiempo le pregunté en Cartagena por qué no había vuelto a aparecer su columna, y él me contestó que su tiempo estaba destinado con exclusi­vidad a escribir la historia de la Escuela Naval de Cadetes.

Es una historia que me llega ahora hecha libro, y que tan bien documen­tada se encuentra que será guía indispensable de este proceso institucional. Colombia sabe que en sus hombres de mar reposa buena parte de la seguridad territorial y por eso recibo con agrado, gratitud y admiración la noticia de este cincuentenario.

El honor, el valor, la ética, he ahí los principios funda­mentales que aprendió hace 50 años el cadete Reyes Canal, y que hoy, retirado del servicio activo, los sigue practicando como hombre íntegro y ciudadano ejemplar. En su vida se con­funde la historia de la Armada.

La pulcritud del marino es otra de sus virtudes cardinales. El capitán de navío Ralph Douglas Binney, organizador de la entidad en el gobierno de Alfonso López Pumarejo, escribió «al oído del nuevo cadete» el siguiente man­damiento entre 16 preceptos más que constituyen las reglas de oro para la digna conducta:

«No hay que echar en el olvido dos cosas: primera, el comando no se hace sino a base de respeto y jamás inspiran respeto el desaseo, el desaliño y, en general, el mal vestir. Segunda, la carta de presentación que llevamos para las personas que no nos conocen es el porte individual».

Así se comprende por qué el marino es impecable en su vestir y modales. Son condiciones incrustadas en la personalidad y de ahí se desprenden otros códigos de compor­tamiento social y moral, de hondo calado, como el espíritu de lucha, la lealtad, el compañerismo, el manejo del dinero, el sentido de la dignidad, la noble ambición, el estudio permanente, el entusiasmo y la alegría, la fortaleza física, la prudencia, la responsabili­dad… La formación del marino colom­biano es sólida y por eso éste sobresale entre las instituciones militares.

Año tras año aplaudimos el espectá­culo con que la Armada, hecha un cuerpo marcial y artístico, desfila por las calles bogotanas en los aniversarios de las gestas patrióticas. En ese océano de uniformes blancos y conciencias rectas parece que ondearan las virtudes nacionales. Es como un ritmo de los mares que hace sentir el sabor de la patria.

*

«De Boyacá en los mares…» sería el rótulo apropiado para este espíritu de disciplina y ensueños. En efecto, la gran mayoría de la oficialidad, comen­zando por el comandante de la Armada, almirante Tito García Motta; el director de la Escuela Naval de Cadetes, con­tralmirante Germán Rodríguez Quiroga, y pasando por el capitán de corbeta Páez Escobar —otrora bastonero mayor en los desfi­les marciales por las calles bogotanas y edecán de reinas en las fiestas cartageneras—, son boyacenses o des­cendientes de boyacenses. Marinos de Colombia: ¡Buen tiempo y buena mar…!

El Espectador, 12-VI-1985.

 

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Otro periodista asesinado

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Ernesto Acero Cadena, que acaba de ser ase­sinado en Armenia, era un periodista integral. Allí lo conocí durante mi estadía en aquella ciudad, donde pude apreciar de cerca y con admi­ración su trayectoria profesio­nal tanto en la radio como en los medios escritos. Vehemente en sus planteamientos, era un comentarista serio, ágil y pe­netrante. Veedor lúcido de los problemas de la comarca, frente a los cuales actuaba con valor y claridad mental.

Su labor periodística hería la sensibilidad de quienes medra­ban –y medran– en los oscuros caminos de la corrupción pú­blica. Como era implacable en la crítica social, despertaba ex­plicables reacciones. Se le te­mía, y al mismo tiempo se le respetaba. El Quindío, que en los últimos años ha sufrido per­manentes crisis, se ha vuelto terreno abonado de fuerzas so­terradas que atentan contra la estabilidad de esta región de­bilitada en su economía y azo­tada por la inmoralidad.

Ernesto Acero Cadena se ha­bía convertido, desde su revista El Informador Socio-económico del Quindío, en vigilante de la moral pública. Denunciaba cuanto desvío sucedía en la re­gión, ya fuera de los gobernan­tes o de las organizaciones clandestinas. Con lenguaje pi­cante, entre bromista y mor­daz, llevaba a la picota a quie­nes abusaban del poder y se lucraban a expensas del era­rio.

Señalaba la transformación dañina de las costumbres y cla­maba por un Quindío sin ma­fias y una sociedad libre de concupiscencias. Su largo contacto con la gente quindiana y su percepción de los ye­rros locales le permitieron amplia visión de la realidad am­biental. No era periodista del montón sino líder de su ofi­cio. Un servidor de la comu­nidad.

Ese fue el tono de su ejercicio profesional. Había lle­gado al Quindío por los mismos días en que aparecí allí en el campo bancario, lo que equivale a decir que llevaba 27 años de vinculación a la región. Su presencia activa en los medios de comunicación hace suponer que se trata de nueva re­presalia contra el poder de la palabra.

En 1977 hice parte del jurado que escogió en Armenia al me­jor periodista del año. El elegido fue Ernesto Acero Cadena. Hoy repaso en mis archivos aquel suceso y encuentro que las pa­labras con que entonces defi­nimos la figura del ganador, pintan con exactitud lo que él continuó siendo durante los 18 años que han seguido a aquel fallo:

«Sabemos de la lucha tremen­da, noble, valerosa y desinte­resada del periodista de pro­vincia, constante y abnegado servidor del núcleo social en el cual actúa, y ese conocimiento nos lleva a palpar la dificultad que existe para la designación que ustedes buscan, porque to­dos son acreedores a ella. No obstante, sugerimos el nombre de Ernesto Acero Cadena, ras­treador tenaz de la noticia, pe­riodista de tiempo completo, buen colega, imparcial e inte­ligente».

El Espectador, Bogotá, 15-XII-1995.

 

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