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Archivo para lunes, 17 de octubre de 2011

“Los elegidos”: una protesta perdida

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La edición de Canal Ramírez data de 1970. Entonces el autor de la obra era presidente de la República. Yo adquirí en aquella época un ejemplar en la Gober­nación del Quindío, en verdad sin muchos deseos de leerlo pronto. Quienes coleccionamos libros para leerlos algún día, y mantenemos a la mano los temas que más nos seducen en el momento, abrigamos la esperanza de que la vida nos conceda tiempo para revisar tanto material que, casi en forma insensible –unas veces sin propósito fijo y otras sin nuestro consentimiento–, va llenando los estantes del futuro.

La lectura es un ejercicio sin plazo, y bien es sabido que el verdadero placer reside en la relectu­ra selecta. Acumular libros puede ser una manía, una especie de tic intelectual que nos mantiene henchida la vena de la ansiedad. Es también, para muchos, un plan metódico de comprar a plazos la vejez.

Los elegidos llega al cine ruso y atrae la curiosidad de los colombianos. Colas inmensas en los cinematógrafos, que no indican necesariamente la calidad de la película, me descalifican, por ser enemigo de las aglomeraciones y las desmesuras, de las filas de los curiosos. Parece que se trata de una  mala producción, sin el calor y la emoción del trópico, según dicen los periódicos, pero el público llena los teatros atraído por el desnudismo de Amparo Grisales, la seductora artista del sexo que es capaz de vender cualquier cosa.

Leo el libro 9 años después de haberlo adquirido y a los 32 de su primera salida, en 1953, por parte de la Editorial Guaranía de Méjico. Tal como lo recomienda Schopenhauer, he llegado a sus páginas con mente abierta y sin el menor prejuicio. El verdadero lector es el que logra valorar el libro por sí solo, con abstracción del autor y de circunstancias favorables o desfavorables que puedan influir en el propio con­cepto.

En el caso de Los elegidos era fácil dejarse sugestionar cuando su autor, el doctor Alfonso López Michelsen, ocupaba el cargo de presidente de Colombia. Es decir, en momentos de gran efervescencia política, y como se sabe, la política a la colombiana no es buena consejera para los juicios serenos.

Opresores y oprimidos

Los elegidos de 1953, o sea, los privilegiados de la fortuna en cualquier tiempo, son los mismos que hoy dominan la vida colombiana. Y no se ve que vayan a desaparecer. De ayer a hoy, en 32 años sin cambios fundamentales en las estructuras de un país que se divi­de entre opresores –la casta burguesa– y oprimidos –el pueblo silencioso–, la novela de López Michelsen nada ha corregido, si ese era su propósito. En algunos casos las distancias se han agrandado. De esta reali­dad no se salva ni el período presidencial del nove­lista (1974-1978).

La fuerza de los poderosos se concentra, en la fic­ción, en el camino de la Cabrera, y en la realidad, en los puestos claves del Gobierno y en los negocios.  Es la nuestra una sociedad capitalista que se mantiene inalterable en sus sistemas de poderío absoluto y que el escritor no pudo reformar en su propio gobierno.

La influencia del oro, que condena a los desheredados al ostracismo y la soledad, quizás es más pronunciada ahora que en la década de los 40, cuando se supone que fue concebida la novela. Ya dentro del terreno narrativo, es posible que a la novela le falte mayor fuerza, más dinamismo en el desarrollo de la trama.

Una radiografía de Colombia

En algunas partes el narrador asume el papel de crítico social y trata de sentar cátedra sin permitir que sus personajes se muevan solos. Pero logra mante­ner el interés del lector y ponerlo a hacer cálculos sobre el desenlace, lo cual es buen ingrediente nove­lesco. Parece que López Michelsen compren­dió esta falla de la carencia de fluidez y por eso en el prólogo advierte que se trata de un relato. Es, en cualquier forma, una excelente radiografía del país.

Y una denuncia social, valerosa en su época, cuando el autor comenzaba a incursionar en el alto mundo, su propio mundo burgués, y al mismo tiempo lo enjuiciaba. En varios episodios se deja llevar por la tendencia al ensayo, uno de sus fuertes, y afloran tesis sobre la formación calvinista, el puritanismo, el dominio materno, el choque religioso y de costumbres. Aquí se advierte la condición de intelec­tual que siempre ha prevalecido en López Michelsen.

Y no podía faltar el amor. Hay escenas de real romanticismo, con boleros al fondo y florestas encan­tadas. Si el libro no fuera una novela, sería un tra­tado del amor. Me parece que el autor logra un éxito evidente en su tangencial ensayo sobre el bolero y su influjo social. «El pueblo, la clase media, lo mismo que esa sociedad de los clubes –dice–, todos utilizan el bolero con el mismo propósito, como el cuerno de caza simula la queja de la hembra».

Siempre he sospechado que en el alma de López duerme un romántico que se dejó despertar, y hasta dispersar, por el barullo de su destino político. El ser irascible no se opone al ser romántico.

Las pausas otoñales

Muchas páginas de Los elegidos no son sino una búsqueda del amor y del sexo, con el pretexto de una mujer elemental y sensual, mantenida en reserva y alejada de los suntuosos salones, la Amparito Gripa­les de la película que el doctor López debe de aplaudir en sus pausas otoñales. El recuerdo del amor rosa, la mayor conquista de la juventud, no abandona nunca al hombre, ni en sus años seniles, cuando se supone, falsamente, que el amor es decadente. El amor, claro está, no es solamente sexo y también es añoranza.

El novelista, que por esencia es biógrafo de sí mismo y no puede escribir sino sobre lo que siente, suele retratarse en sus escritos. A veces se adelanta al tiempo, porque también posee poderes de adivinador. Y lo que es más curioso y más sorprendente, de adivina­dor de su propia vida. Dice Mauriac que el novelista sólo escribe una novela, por más libros que salgan de su imaginación y por más tramas que urda.

Habrá siempre en ellas el mismo personaje repetido y en todas preva­lecerá la misma tesis. Esto no es intencional sino subjetivo. Sin quererlo, el novelista no hace sino traducir su universo interior y explayar, aprovechando la ficción, sus dolencias, frustraciones y anhelos.

Las pirámides del privilegio

Con esta novela regresamos a una etapa distante de la vida colombiana. Comienza ésta cuando el novel escritor tenía unos 31 años de edad –hoy tiene 72– e irrumpía, con todo el ímpetu de su futuro prometedor y el bagaje de su refinada educación inglesa, en la política colombiana. Por aquellas calendas su padre, gran estadista y hombre del alto mundo, ejercía su segunda presidencia y le abría paso a su hijo bienamado en la política y en los dorados salones de la burguesía.

Entonces López Michelsen ya intuía su destino privilegiado y disfrutaba de los gajes de la buena suerte, y fue cuando como paradoja debió de planear Los elegidos, un documento de pro­testa social contra el círculo de los explotadores que él mismo vivía. Años más tarde, asilado en Méjico, salía la obra a la luz pública.

Ante el suceso bibliográfico del momento, Alberto Lleras Camargo calificó a López como «el más valeroso de los escritores contemporáneos», aceptando el juicio de Hernando Téllez. Y además advierte que en la Cabrera (el «Du coté de la Cabrera» proustiano) debe haber una tumba abierta para el atrevido escritor.

¿Qué pasó para que Alfonso López Michelsen no hubiera reformado en su gobierno el mundo que denunció? Quiso hacerlo. Fue cuando con su Movimiento Revolucionario Liberal se volvió disidente. Arremetió contra los poderosos y sus atropellos y ofreció grandes cambios sociales. Ya su padre, que era su brújula, los había impulsado.

El descendiente sabía, como el protagonista de su relato –el alemán B.K. perseguido por el régimen nazi y a quien los burgueses criollos de nuestro país terminaron despojando de sus bienes y de su tranquilidad–, lo que significaba el exilio y lo que dolía la persecución de los verdugos. Conocía el ambiente de intrigas y de canonjías tramado en las pirámides del privilegio. «El  verdadero gobierno del país –dice entonces– lo constituye el alto mundo». Ahí va implícito el deseo de que haya cambio de fórmulas. Este reajuste de las costumbres no lo consigue, empero, cuando ejerce el poder.

Su novela es, por lo tanto, una protesta perdida. Se desaprovechó un momento histórico para reformar el país. El mensaje del libro está vigente y continúa buscando un revolucionario capaz de hacer más iguali­taria y menos oprobiosa la suerte de los oprimidos. Los opresores siguen en el poder. El instinto de adivinación que hay en el novelista parece como si hubie­ra puesto en labios de López Michelsen esta frase pre­monitoria que pesco en la lectura de su novela: «Ahora comprendo que, a pesar de la distancia y de los años, y de que yo creía ser un explorador de mundos nuevos, no hice sino repetir entonces los mismos en errores de mi juventud».

¿El poder para qué?

En Los elegidos se perciben en López Michelsen estupendas dotes de narrador. Un magnífico fotógrafo social, sin duda. Es un libro bien escrito, que pertenece al género de las novelas intelectuales. De haber seguido de literato, hubiera competido con García Márquez, quien a la inversa e irónicamente persigue hoy el poder. Pero… ¿el poder para qué?, pregunta Darío Echandía. La tentación del poder distrajo una carrera literaria.

Creo que hoy, cuando ya es imposible retroceder, en las intimidades de López Michelsen protesta un novelista frustrado.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, No. 39, diciembre de 1988.

El Espectador, Bogotá, 28-III-1989.   

 

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El cuento en el Quindío

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Fue en esta ciudad de Armenia donde escribí mi primer cuento en el año de 1971. Confieso que no tenía entonces la noción exacta de que me hallaba en predio de cuentistas, y sólo al paso de los días, cuando siguieron brotando nuevas producciones y me familiaricé con la literatura quindiana, descubrí dicha realidad.

Aparte de ser el Quindío tierra fértil para el cuento, ya las antologías habían consagrado verdaderos maestros oriundos de la región, que sobresalían no sólo en Colombia sino en otros países. En 1981 publiqué mi primer libro de cuentos, y así quedaban asimilados los aires de esta provincia de narradores.

Hoy, 14 años después de aquella inicial incursión en una disciplina que me  apasiona, y no por ser un practicante aventajado como por admirar a quienes sí dominan tan difícil técnica, puedo presentarme en este foro con el caudal de las experiencias acumuladas tras perseverantes lecturas y provechosas indagaciones.

Modesto es mi equipaje, porque soy apenas un aprendiz de cuentista, pero el solo hecho de contribuir a estos actos culturales con que la Universidad del Quindío celebra los 25 años de su fundación, disculpa mi atrevimiento.

No vengo a sentar cátedra, y mi osadía no puede ser tanta, sino a exponer unas ideas que he madurado al aceptar la honrosa invitación que recibí del doctor Horacio Salazar Montoya, rector de la universidad, para comunicarme con la población estudiosa que forja el mañana de una comarca progresista.

Primero que todo rindo cálido y sincero homenaje a quienes hicieron posible la creación del alma máter de los quindianos. Era un proyecto que parecía utópico hace cinco décadas, cuando el Quindío no era aún departamento, y que se concebía como una terapia contra la ola de violencia que azotaba la región.

Gracias al entusiasmo de un destacado grupo de damas y caballeros de Armenia, deseosos de lograr un mejor futuro para las nuevas generaciones, y a la valiosa y en este caso definitiva gestión del doctor Otto Morales Benítez, entonces ministro de Agricultura, la idea se hizo realidad y así esta Universidad nació en 1960 con buena estrella e inmejorable intención.

Origen del cuento

El cuento es quizá la primera manifestación inteligente que ha tenido la humanidad y puede decirse que él existe desde el propio inicio de las lenguas. El hombre es por naturaleza comunicador social, y el cuento, que en sus orígenes era un medio de registrar la historia, se impuso como el sistema más natural de transmitir las costumbres, las características y la evolución de los tiempos primitivos.

Cuando no se había inventado la escritura, ya existía el cuento verbal, y aquí puede afirmarse que es la lengua el atributo más espontáneo que Dios le otorgó al hombre.

Situémonos en América y tendremos que el cuento llega a nuestro continente con los primeros pobladores. El cuento hispanoamericano está incrustado en los más remotos momentos de comunicación de los aborígenes. Y como el hombre es, en su carácter más recóndito, un ser fabulador por excelencia, a los sucesos corrientes les ponía sal y pimienta, o sea, el condimento indispensable para que la vida fuera algo más que una serie de acontecimientos insípidos.

Es de presumir que los chibchas, los mayas, los incas, los aztecas, los quimbayas y demás aborígenes pasaban sus noches de jolgorio en gratas reuniones donde se relataban sus impresiones íntimas, sus hazañas y proyectos, y ahí se creaban leyendas y fantasías que, bien vistas hoy, significaban el nacimiento de nuestros garcías márquez.

Como en esos tiempos no había libros ni periódicos, han quedado perdidas para siempre aquellas tertulias literarias, pero la imaginación se encarga de suponer que allí estaban los primeros maestros del cuento latinoamericano. No hicieron boom de escritores, pero sí magníficas narraciones.

El cuento en Colombia

En Colombia arranca el cuento, propiamente dicho, con Juan Rodríguez Freile, nacido en Santafé en 1556 y a quien se considera el iniciador de la crónica animada en América. Dueño de portentosa malicia indígena y de gran habilidad mental, las anécdotas, aventuras y lances amorosos que recoge en El Carnero representan la más grande demostración del género picaresco de la Colonia. Era narrador espontáneo y de gran objetividad, que supo plasmar con exactitud y gracia las particularidades de su época.

En Rodríguez Freile es superior el narrador que el historiador, pero debe admitirse que el mejor historiador es el que logra pintar el ambiente y reconstruir el tono de los tiempos, y él lo hizo con el trazo de sus personajes y el vigor de sus relatos.

El Carnero fue escrito en 1638 y sólo vino a editarse en 1859. Es entonces cuando el cuento inicia su auge, refundido a veces, como lo ubica Eduardo Pachón Padilla, con la novela corta, la crónica, el artículo periodístico y, sobre todo, con el cuadro de costumbres.

Qué es el cuento

Es difícil definir qué es el cuento. Javier Arango Ferrer manifiesta que en él «hay un estado de gracia particular, excepcional, que guía a los privilegiados con el instinto de la medida». Y agrega que «fácilmente el escritor planea el cuento y sale con un mal relato, o planea un relato y sale con un buen cuento». De todas maneras, el cuento exige brevedad, amenidad y fluidez, y rechaza las digresiones y los adornos eruditos.

Fue divorciándose poco a poco del cuadro de costumbres dentro del cual se mantuvo rígido en sus comienzos, y en las últimas décadas del siglo XIX, al surgir el cambio impuesto por el desarrollo industrial, comercial y agrícola del país, y en general de Hispanoamérica, adquiere vida propia. Sin dejar de dibujar las costumbres, se mete más objetivamente en las facetas del hombre y se vuelve portador de conflictos sociales, suscitando los más variados reflejos de la sociedad y los más bellos sentimientos humanos.

Con el paso del tiempo y hasta nuestros días, y conforme han ocurrido nuevos fenómenos sociales, el cuento ha vivido cerca de los brotes de la injusticia, el hambre, la miseria, la violencia, de la pasión en todos sus abismos y del amor en todas sus grandezas. Es materia literaria de muy compleja demarcación. Linda de cerca los predios de la novela, el relato y la crónica, pero conserva su propia independencia. El cuento tiene magia, misterio, fascinación.

Se diferencia de la novela no sólo por su brevedad sino porque ha de moverse dentro de una unidad estrecha y con un propósito único, mientras que la novela permite diversidad de situaciones. En él la acción es ajustada y sus elementos  deben manejarse casi con milimetría para que produzcan tensión y sorpresa.

Hay una definición de Euclides Jaramillo Arango, tan simplista y al mismo tiempo tan condicionada, que me parece estupenda. Oigámosla: «El cuento es hoy cualquier cosa. Pero debe ser bien contado. Ya no es necesario, para que el cuento sea bueno, que haya mucha intriga, mucho adorno, mucho suspenso. Hoy lo importante es contar cualquier cosa, pero en forma correcta y de fácil lectura».

El Quindío cuentista

Y con esta mención de Jaramillo Arango, el excelente escritor de costumbres a la par que egregio cuentista y novelista, a quien un día le dio por abrir los ojos en Pereira pero luego se quedó para siempre en el Quindío, y que desde aquí ha hecho literatura y de la buena, entramos en el fondo de mi enfoque regional.

Si el café le ha dado al Quindío prosperidad económica, el cuento le ha conquistado renombre internacional, y es más fácil que el grano desaparezca a que un Eduardo Arias Suárez, un Antonio Cardona Jaramillo, un Adel López Gómez o un Euclides Jaramillo Arango, por ejemplo, dejen de mencionarse en los textos de literatura. Cito de entrada esta pléyade de artistas apenas como un abrebocas de mi exploración, y bien se verá en seguida hasta qué grado el Quindío es rico en cuentistas.

El cuento y el campo

Los quimbayas, como dije atrás, fueron quienes trabaron los primeros hilos de esta tradición. Con el correr del tiempo descenderían de la Montaña los colonizadores antioqueños que, movidos par la fiebre del oro y del caucho, descubrirían un edén.

Bajo el símbolo del machete y del hacha nacía a la actual civilización este Quindío de las exuberancias cafeteras y los talentos literarios. Desde entonces el café y la literatura han vivido pegados a la madre terrígena, como una necesidad, y se han dado la mano para crear grandeza.

La cosecha de cuentistas, ya en la época de la palabra escrita, brota desde comienzos del siglo actual. O sea,  desde que el Quindío tuvo edad de pensar. No es ningún descubrimiento afirmar que el cuento quindiano está amasado con tierra, y quizá esto suene más bien a redundancia. Y es que el Quindío, en su más honda significación, es tierra, paisaje y espíritu.

Eduardo Arias Suárez, el precursor

Cuando se habla de cuento regional, siempre hay que mencionar a Eduardo Arias Suárez, el precursor. Esa es la primera gloria del Quindío, y también fue en el género la primera gloria de Colombia, con resonancia en otros países y en otros continentes. Sus cuentos fueron traducidos al ruso, portugués, francés, inglés e italiano.

Los estudiosos le han encontrado paralelos con Gorki, Balzac, Maupassant y Dostoievski. Fue un explorador del alma y su mérito está en la fuerza interior de sus personajes. Con seres corrientes y situaciones comunes logró construir pasajes de inmensa ternura y de profundo sentido social. Su mente intranquila, en pugna contra el mundo materialista que él pretendía reformar, cosechó las mejores posibilidades del alma. Su propia generación no lo entendió. Eso les pasa a los genios.

Arias Suárez fue el maestro por excelencia de una escuela que surgió bajo su inspiración. Adel López Gómez, el discípulo aprovechado, no ha dejado de mirar en su obra hacia las cimas de este faro luminoso. Y aunque los tiempos actuales han olvidado a Eduardo Arias Suárez, y muchos ni siquiera saben quién es en las letras, habrá que recordarles que para hacer cuento, y cuento de verdad, es necesario aprender sus fórmulas.

Escuela de cuentistas

Hay cuentistas quindianos, todos notables, que le pisan los talones al precursor. Diríase que él los motivó y los incitó, con su ejemplo como desafío.  El secreto de Eduardo Arias Suárez reside en su sensibilidad artística y en su simplicidad asombrosa, que otros han imitado y sin duda han asimilado. Saber si alguien lo ha superado, ya no sería yo quien lo defina y es mejor no herir susceptibilidades.

Con él despega una generación. Nacido en Armenia en 1897, le siguen, por orden de nacimientos hasta 1914, los siguientes exponentes del género: Adel López Gómez, Jaime Buitrago Cardona, Fernando Arias Ramírez, Humberto Jaramillo Ángel, Rodolfo Jaramillo Ángel, Euclides Jaramillo Arango y Antonio Cardona Jaramillo (Antocar).

Todos ellos tienen obra valiosa. Es de lamentar, empero, que el paso del tiempo, en el caso de los muertos, haya enterrado sus mejores producciones. Aquí el concepto de tierra parece que también lo es de ingratitud.

Legado cultural

Revisemos el significado y los aportes de estos caballeros de la narrativa corta:

Eduardo Arias Suárez: A pesar de tratarse de un cuentista fuera de serie, sus obras no volvieron a publicarse. Ninguna editorial se ha preocupado por reeditar libros tan ejemplares como Cuentos espirituales, Envejecer y Cuentos de selección.  Hay algo más. Sus Cuentos heteróclitos permanecen inéditos, no obstante que el autor lleva 27 años de muerto. Cabe exclamar con Bécque:  ¡Qué solos se quedan los muertos!

Adel López Gómez: Uno de los mejores cuentistas del país y el más fecundo. Traducido a otros idiomas. Es gran narrador popular, que ha sabido traducir la densidad de la tierra cafetera y ha tomado sus personajes de los bajos fondos para imprimirles carácter sicológico. Es el cantor indudable de la aldea colombiana. Sus libros de cuentos llegan a la docena y su obra total pasa de 20 volúmenes, lo que certifica una producción sorprendente.

Jaime Buitrago Cardona: Supo manejar la realidad social de su tiempo. Autor de tres novelas indígenas, que el Quindío está en mora de recuperar. Sus  narraciones quedaron perdidas en hojas de periódico. En poder de su familia se encuentra inédito un libro de cuentos folclóricos.

Fernando Arias Ramírez: Narrador ágil y de temática social. Autor de los libros Tierra y Hombres y sombras. Tiene cuentos excelentes.

Humberto Jaramillo Ángel: Escritor de la rebeldía, el amor y la pasión. En sus relatos prevalecen la amargura y la soledad. Buen paisajista. El ambiente neblinoso de Nabarco, donde transcurrió su juventud, marcó la temperatura de sus cuentos.

Rodolfo Jaramillo Ángel: Buen manejador de temas sociales y de la atmósfera de Calarcá, su pueblo. Autor de los libros Aguas turbias y Culto sacrílego. También dejó importante material inédito.

Euclides Jaramillo Arango: Escritor costumbrista, maestro del folclor, autor de relatos humorísticos e infantiles, novelista de violencia. Su estilo, en cualquier circunstancia, es ameno y coloquial. Es un escritor que le da calor a la vida.  Son famosos sus libros de cuentos Memorias de Simoncito, Cosas de paisas, Los cuentos del pícaro tío conejo, La extraordinaria vida de Sebastián de las Gracias.

Antonio Cardona Jaramillo: Cuentista terrígeno y lírico vigoroso. Sus relatos saben a montaña, a pueblo, a conflictos sociales y amores campesinos. Su único libro publicado es Cordillera, que hace años reclama reedición. Están inéditos Juanito el soñador y Barbasco. Es  uno de los escritores que mejor han interpretado al Quindío, y éste en cambio ha sido ingrato con su memoria. Antocar lleva 20 años de muerto. ¡Qué solos se quedan los muertos!

Es preciso que el Quindío rescate sus valores. Ya se ve la cantidad de tesoros inéditos que tiene. Señalo apenas un muestrario somero de lo que tiene y ha dejado perder, como motivo de preocupación. Y ojalá sea su Universidad la que tome la iniciativa de salvar del olvido el talento regional.

Vidales, un cuentista extraviado

Pocos saben que Luis Vidales, que ya conquistó los laureles de la poesía, incursionó en sus mocedades por los senderos del cuento. Ignoro si de aquella distracción de su destino lírico quedaron rastros mayores, pero con Tragedia en un rostro, estupendo cuento sicológico que escribió en 1925, queda absuelto de su aventura. Se dice que todos hemos pecado alguna vez en poesía, y con Vidales sucede lo contrario: él pecó en cuento. Y lo hizo muy bien.

Cuando prende la semilla

Y así hemos llegado a los tiempos actuales. En el panorama del Quindío aparecen hoy otras figuras que prosiguen por los caminos de los antepasados. La semilla del cuento ya prendió.

Hay gentes jóvenes y estilos nuevos que trabajan su porvenir literario. Se notan empeños significativos que, por incipientes que sean en algunos casos, demuestran un propósito claro. El tiempo se encargará de despejar esas perspectivas. Por lo pronto, hay que recomendar a los aspirantes que cultiven la palabra perseverancia.

Armenios y calarqueños han emulado siempre en estas lides. También hay personas que, sin ser oriundas de la región, se consideran quindianas por su vinculación y sobre todo por su afecto a la tierra. Entre todos impulsan –mejor, impulsamos– la literatura quindiana. Los talleres literarios, invento de las épocas modernas, contribuyen en buena forma al surgimiento de nuevas vocaciones.

En este campo ya sobresalen nombres como el del exgobernador Jaime Lopera Gutiérrez, autor de los libros La perorata y Minotauro insólito; el de Humberto Senegal, con su libro de protesta Desventurados los mansos; el de Gloria Chávez Vásquez, con Las termitas; el de Luis Fernando Patiño Gómez, catedrático de esta universidad, con el trabajo finalista en reciente concurso Enka de literatura infantil.

Con frecuencia suelo encontrarme con escritores de mérito que no han publicado su primer libro, bien por modestia o bien por falta de oportunidades.  Esto sucede, aquí en Armenia, con Miguel A. Capacho, autor de buena  serie de cuentos que mantiene escondidos y que merecen imprenta. Alguien tendrá que aportarla.

Con este inventario del cuento, que no aspira a ser completo, he querido demostrar que el Quindío puede sentirse orgulloso de sus narradores. Además, seguro de su identidad como pueblo culto, que es el mayor rótulo de la civilización. Seremos civilizados en la medida en que seamos cultos. Los escritores y poetas, como los artistas en general, son los que definen el progreso de los pueblos.

Se requiere mayor decisión del Quindío, tanto del sector oficial como del privado, para preservar su patrimonio cultural. La Gobernación, el Comité de Cafeteros, la Lotería, las universidades, para citar apenas algunos organismos  representativos, deben abanderar esta inquietud. El apoyo a los escritores es escaso. Sólo de tarde en tarde se patrocina algún libro. Y se necesita que las rotativas alcancen para todos.

Lástima que la literatura se convierta a veces en bien mostrenco. Ojalá que mis palabras contribuyan en algo a salir de esta indiferencia.

Lectura en la Universidad del Quindío, 21-VI-1985.
Dominical La República, Bogotá, 7-VII-1985.
El Quindío y Colombia en el siglo XXI –libro de Horacio Gómez Aristizábal–, 1989.

* * *

Misiva:

El significado que tú le asignas a los nombres más representativos, me parece inteligente, justiciero y penetrante. Sobre Eduardo Arias Suárez a quien asignas con mucho acierto la jerarquía de “precursor”, yo vengo desde hace 20 años o más hablando y escribiendo sobre sus calidades magistrales y sobre la injusticia de su destino que en algunos rasgos se parece al de Horacio Quiroga. Tu visión de nuestra cuentística me ha encantado. Ya lo diré en mi columna de La Patria. En hablando de los cuentistas quindianos, te faltó uno de los más quindianos y más importantes. Uno a quien nuestra amada comarca le debe mucho por la lealtad de su afecto y la permanencia y constancia y nobleza con que lo ha proclamado: Gustavo Páez Escobar. Adel López Gómez, Manizales.

 

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Universidad del Quindío

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Fue fundada como una terapia contra la violencia. Esto ocurría hace 25 años, en el gobierno del doctor Alberto Lleras Camargo. Sin ser el Quindío todavía departamento, se estableció sin em­bargo el centro docente atendiendo el clamor de la ciudadanía que reclamaba un mejor futuro para las nuevas generaciones.

Nada mejor, para propiciarlo, que crear una mentalidad distinta. Era preciso aislar el morbo de la pasión fratricida que azotaba la región. Las juventudes sucesivas no tenían por qué ser víctimas de ese virus maldito y para eso nada tan indicado como despejar el horizonte. Había que lavar el cerebro de los quindianos. Había que derrotar la negra noche.

Armenia era apenas la aldea mi­núscula que no dejaba sospechar las dimensiones de la urbe actual, y la noticia de la universidad se recibió con desconcierto. Tal vez se creía que ésta le quedaba grande a la mori­bunda. Pero otras cabezas pensaban con criterio de futuro y con propósito de rectificación.

Un respetable grupo de damas y caballeros tocaba sin cesar en muchas puertas y todas permanecían cerradas. La violencia, entre tanto, continuaba arrasando las parcelas y exterminando las familias. Seres inocentes y por añadidura trabajadores y honrados, como son los quindianos, pagaban con su sangre y la sangre de sus hijos la equivocación del sectarismo.

Fundar una universidad en medio de este panorama desolado, por más utópico que sonara el plan para la villa ya casi borrada del mapa, era la respuesta contundente a los intentos de aniquilación. Y las puertas seguían cerradas…

Pero aquel grupo de ciudadanos que se esforzaba entre sombras contra las trabas capitalinas, a veces tan indes­cifrables como pugnaces y omnipoten­tes, no desfallecían en su fiero combate. Fue el doctor Otto Morales Benítez, ministro entonces de Agricultura, quien se convirtió ante el Gobierno en vocero de esta provincia muy ligada a sus sentimientos y a su raza. Entendía él todo el drama de aquella inquietud y no podía desoír la angustia de sus amigos, que era la angustia de la Colom­bia flagelada por los agentes del odio y la destrucción.

Morales Benítez no descansó hasta conseguir la aprobación oficial y los primeros recursos económicos. Así la idea tuvo feliz culminación. Los líderes de la sociedad habían logrado al fin para su comarca la perspectiva de mejores días. Y el Quindío, que todavía no era departamento pero sí tierra de visión y empuje, daba un salto grande hacia el porvenir.

El rector actual, Horacio Salazar Montoya, viejo luchador de su universidad, celebra la efemérides con una serie de actos culturales y sobre todo con la constancia de que el plantel ha estado vinculado durante estos 25 años, de manera estrecha, al desarrollo espiritual de los quindianos.

Como toda universidad oficial, ha tenido que sortear innúmeras dificul­tades, pero éstas siempre se han ven­cido con espíritu de superación. Sus finanzas, que se enderezan por tiempos y en otros se consumen por culpa de malos administradores, significan el permanente dolor de cabeza de esta entidad que ya entró al gigantismo. No ha estado exenta, además, de la intro­misión política (el desastroso clientelismo que arruina al país), y ojalá haya firmeza para mantener a raya tales pretensiones.

Salazar Montoya es líder probado y victorioso. Le duele su universidad. Y el Quindío, como queda visto, disfruta hoy los beneficios conquistados de puerta en puerta por varias voluntades decididas.

El Espectador, Bogotá, 2-VII-1985.

* * *

Misiva:

En nombre de la institución y en el mío propio permítame expresarle nuestros agradecimientos por su artículo publicado en El Espectador. Cuando nuestro departamento aparece desdibujado en su paz pública por informaciones de prensa, su voz crea otra imagen altamente positiva para esta comarca. Horacio Salazar Montoya, rector.

 

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El viejo Euclides

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No siempre se es viejo por los años. La edad cronológica es diferente a la edad mental, y cuando a los años ma­duros se llega con capacidad intelectiva, se es joven. Viejo también es el que ha perdurado en la amistad. Decir viejo, que en este caso es término cariñoso, no es lo mismo que decir decrépito.

Un grupo de intelectuales del país rindió en días pasados un homenaje en Armenia a Euclides Jaramillo Arango con motivo de cumplir 75 años de vida. Alguien averiguó a hurtadillas la fecha de nacimiento y la divulgó a los cuatro vientos de la ciudad, como yo lo hago ante el país entero, donde mi personaje goza de reconocida fama como perio­dista y escritor.

Siempre reacio a los reconocimientos y los homenajes, que lo joroban y lo desequilibran, como me lo confesó un día, hubiera declinado esta manifestación si no es porque lo asaltamos en su reposo.

Jaramillo Arango ha preferido la vida humilde y silenciosa y se ha mantenido protegido contra la adulación y la os­tentación. Le huye a la lisonja por lo mismo que él no la emplea con los demás. Y como su temperamento ha sido recatado y su alma generosa, prefiere los honores para los otros y elude los que él mismo se ha ganado a lo largo de su existencia constructiva y ejemplar.

Pero en esta ocasión no puede desa­tender la voluntad de sus amigos de las letras que acuden espontáneos al propio escenario de su creación artística a testimoniarle su voz de aplauso por lo que ha hecho y por lo que significa para la literatura colombiana. Y tampoco puede esconderse al abrazo de una ciudad que lo quiere y desea expresarle su admiración.

Nacido en Pereira, ciudad de la que fue alcalde en sus mocedades, es Armenia su segundo hogar. Aquí ha vivido la mayor parte de su vida y aquí ha realizado su carrera literaria. Su obra más importante —como elemento cí­vico, promotor cultural, catedrático, hu­manista— se ha cumplido en esta co­marca que forja hombres de progreso y es tierra fértil para el cultivo del ta­lento.

Euclides Jaramillo Arango es la mezcla perfecta de café, paisaje y literatura. Goza con la naturaleza –y la vida descomplicada y poética de los cafeta­les– lo mismo que goza con los libros —su remanso espiritual—. Escribir es para él, más que una terapia, el ejer­cicio vital que lo tonifica y lo mantiene en paz con la existencia.

Morirá, como Gautier, con la pluma en los dedos. Euclides Jaramillo es escritor de nacimiento, como otros son torpes de cuna. Y puede mostrar en esta cumbre envidiable de sus bodas de diamante lo que logra el pensamiento cuando va acompañado de la acción creadora. Gracias a esa vo­cación y a ese empeño deja numerosos libros en los géneros del cuento, la novela, la crónica,  la lingüística, el folclor, que engrandecen su nombre y le dan lustre a la ciudad.

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Jaramillo Arango, el líder de la co­munidad, ha estado vinculado a cam­pañas como las de la creación del de­partamento, fundación de la Univer­sidad del Quindío e iniciación de la re­gional de Fenalco; fue presidente del Comité de Cafeteros y de la junta del Banco Cafetero; siempre ha actuado en la cátedra universitaria; y le ha dado aliento a cuanto suceso cultural o cívico se ha desarrollado en la región.

Es, por tanto, personero de su época y de su comarca. Armenia es su gran pa­tria sentimental. Nada tan propicio como refrendárselo en esta ocasión.

El Espectador, Bogotá, 31-XII-1985.

 

Violencia en los estadios

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Treinta y ocho fue el número inicial de muertos que dejó el fanatismo por el fútbol en el estadio Heysel de Bruselas. Los cables ha­blan además de 100 o 150 heridos graves, situación que hará crecer la tragedia.

Una hora antes de enfrentarse los equipos Liverpool de Inglaterra y Juventus de Italia por la conquista de la Copa Europea de Fútbol, en un estadio con 70.000 aficionados, cientos de bri­tánicos ebrios se dedicaron a hostigar a los hinchas italianos instalados en los alrededores. El disturbio, ya en plena efervescencia, se agravaba con el lan­zamiento a los italianos de latas de cerveza, astas de banderas y toda suerte de proyectiles.

Vino luego el caos. Un tramo se derrumbó por la presión del tumulto y muchos de los espectadores en fuga quedaron atrapados, hasta producirse la muerte, bajo las pisadas de la multitud exaltada. Puede decirse que los ingleses, los inventores del fútbol, han causado con este episodio la mayor deshonra para su tradición deportiva. Le han dado sepultura al fútbol.

La primera ministra Margaret Thatcher se muestra avergonzada y compungida por este oprobio que cae sobre su país. Esto es mucho más sensible para la sangre inglesa, por tratarse de uno de los pueblos más civilizados y altivos del mundo.

Para explicar este descontrol produ­cido por unos momentos de brutalidad colectiva habría que entender lo que representa el fanatismo, cual­quiera que él sea, como instigador de las bajas pasiones. No eran seres racionales los que asistían con euforia al sano pasatiempo, sino fieras domi­nadas por el alcohol y el arrebato, dispuestas a matar o hacerse matar.

Hasta tal grado llega el hombre cuando se vuelve animal. Los ídolos de las muchedumbres –cantantes, futbolis­tas, boxeadores, políticos, toreros… –  hacen desbordar la sensatez y producen histeria en los fanáticos. La obsesión desquicia la conducta. Y la idiotez mata, ya se ve.

Lo que debe ser un espectáculo de colorido y suspenso, y jamás un esce­nario del odio, queda degradado cuando el instinto rastrero, incapaz de enno­blecer las emociones, se apodera de las masas. La violencia tiene muchos rostros y este del deporte, que no siempre se descubre, causa nume­rosos descalabros.

Un desastre de la magnitud descrita retumba en el orbe entero. Sin embargo, deja de registrarse lo que sucede a todo momento en los estadios. Hay violencia desde la rebatiña por los boletos hasta las ofensas para quienes no comparten la misma afición. A las damas se les denigra con vocabulario procaz que se pretende galanteador. Al vecino se le incomoda y se le insulta. Se exhiben los peores modales, muchas veces hasta el límite de la más baja vulgaridad. No hay ningún impedimento para lanzar colillas, palos, latas y toda clase de porquerías, comprendidas las verbales, bajo el impulso del licor o la droga.

La violencia de los estadios es de­sastrosa porque es incontrolable. Las mismas autoridades no saben cómo reprimir el consumo de bebidas alcohó­licas y muchas veces lo estimulan. Son recintos de incultura y crueldad. A las multitudes, cuando se desbocan, nadie las detiene. El fanatismo es ciego en la política, la religión o el deporte. En los estadios, como en las plazas, se vive el peor sectarismo.

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Lo ocurrido en Bélgica es un suceso más en esta cadena de desenfrenos colectivos. Se trata de una furia homi­cida que humilla la noble causa del deporte. En Colombia hemos lamen­tado varias desgracias similares (Bo­gotá, Cali, Bucaramanga…) y todavía no estamos curados. No asistir a esta­dios ni a concentraciones populares es buena fórmula para defender la paz y la supervivencia.

El Espectador, Bogotá, 11-VI-1985.

 

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