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Jaime Castro y Bogotá

viernes, 30 de abril de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

Jaime Castro era el alcalde de Bogotá en 1994. Durante buena parte de su gobierno tuvo baja imagen en las encuestas, la que en algún momento amenazó su gobernabilidad. La ciudadanía le reclamaba mayores resultados y protestaba por algunas fallas cruciales, como el abandono de las calles y la creciente ola de inseguridad. (Situación que poco se diferencia de la actual, donde las calles están convertidas en verdaderos cráteres y la violencia callejera mantiene intimidada a la gente). Aquel estado de inoperancia -como entonces se le calificó- llevó al M-19 a adelantar una campaña para pedir la revocatoria del mandato.

El silencio del Alcalde enardecía los ánimos y creaba mayor inconformidad y frustración ciudadanas. Se pensaba que esa actitud entrañaba un desaire para la opinión pública, cuando no una insalvable carencia de empuje gerencial. Lo que se ignoraba era la dedicación absoluta del funcionario, con jornadas de 14 y 16 horas diarias, a resolver los problemas estructurales de la capital, los que aparte de frenar el progreso anulaban los mejores empeños, como había sucedido en la administración de Caicedo Ferrer.

Jaime Castro prefirió sacrificar su prestigio y su tranquilidad a cambio de reorganizar los obsoletos mecanismos que no dejaban ejercer una administración en realidad eficiente. Pensaba más en el futuro de Bogotá que en su propio descrédito personal. Su propósito central era salvar a la ciudad del morbo de la politiquería incrustado en el Concejo, y además poner las bases para recuperar las finanzas y conseguir la necesaria estabilidad económica y gubernativa.

El reparto del poder entre la Alcaldía y el Concejo, facilitado desde vieja data por la degeneración de las costumbres y la falta de claridad de las normas, permitía un detestable contubernio entre ambos poderes y un nefasto foco de corrupción pública, circunstancia que esterilizaba los mejores propósitos y producía graves daños a la ciudad.

El Alcalde no pasaba de ser un prisionero de los concejales, situación que había llevado a la cárcel a Caicedo Ferrer por traspasar algunos linderos viciados por los hábitos permisivos y lindantes con la ley penal. Los  ediles eran los dueños de la ciudad.

El mayor afán de Jaime Castro fue la rectificación política, fiscal y administrativa del Distrito. Objetivo que logró mediante el Estatuto Orgánico de Bogotá, que fijó pautas precisas para impulsar el desarrollo que ha tenido la urbe en los últimos años. Esa fue su obra capital. Gracias a ella se ha ejecutado un estilo nuevo de gobierno y se han podido adelantar obras fundamentales. Hoy se sabe a ciencia cierta, aunque son muchos los que lo ignoran, que sin la herramienta legal conquistada por el Estatuto, el atraso capitalino sería desastroso.

Un año intenso de estudio y trabajo le exigió al alcalde Castro la aprobación de dicha reforma, que adelantó en forma casi solitaria y con poco apoyo del Gobierno nacional, y además con el costo de su desprestigio. Logrado ese avance, se dedicó a hacer obras, y de esa manera recuperó la imagen perdida, en la última etapa de su gobierno. Y demostró que la reciedumbre moral vale más que caprichosas clasificaciones en las encuestas.

En reportaje que por aquellos días le concedió a Juan Mosca, recogido en el libro Tres años de soledad, recordaba el Alcalde, próximo ya a terminar su mandato, el pasaje de la Biblia donde uno es el que siembra y otro el que recoge. Es lo que se ha visto en los años posteriores a 1994. Con motivo de la nueva postulación de Jaime Castro para la actual contienda electoral, enfrentado a otras tendencias y a otros tiempos, no he resistido el deseo de repasar el inventario de sus realizaciones, esbozado en el reportaje de Juan Mosca, para sacar mis propios elementos de juicio frente al escrutinio que se avecina.

La decisión no es fácil cuando en el abanico de candidatos figuran personas y programas dignos de toda consideración. Lo que sí tengo claro es que la gestión de Jaime Castro puede considerarse como una de las más serias y positivas que haya tenido Bogotá. Destaco, tomado del reportaje de Juan Mosca, el dicho español que dice: “En política se deben tener paso lento, mirada larga, diente de lobo y cara de bobo”.

El Espectador, Bogotá, 28 de agosto de 2003.

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