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Por los caminos de Baza

miércoles, 24 de julio de 2019 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

En 1599, hace 420 años, el cabildo de Tunja entregó a Miguel Suárez de Figueroa, hijo de Gonzalo Suárez Rendón, el fundador de Tunja, todo el territorio comprendido entre Jenesano y el río Úmbita, que abarcaba la hacienda Baza y la población de Turmequé.

En 1638 las tierras pasaron a poder de los dominicos, que se asentaron allí para evangelizar a los indígenas y enseñarles técnicas agrícolas. La hacienda fue creciendo con nuevos terrenos hasta alcanzar gigantesca dimensión. Los religiosos la bautizaron con el nombre de Baza en homenaje al municipio español que lleva el mismo título, en el que varios de ellos habían nacido y la comunidad poseía un viejo convento.

En 1861 Tomás Cipriano de Mosquera decretó la desamortización de los bienes de manos muertas, que consistía en vender por subasta pública las tierras y otros bienes  de las órdenes religiosas de la Iglesia católica, los que antes no se podían enajenar. La expropiación se hizo a cambio de un reconocimiento económico a la Iglesia, y con dicha operación se buscó fortalecer las finanzas públicas.

En 1866 la extensa tierra fue dividida en seis lotes, el mayor de 1.500 hectáreas. En ese momento, Francisco Ordóñez compró parte de Baza, y a finales de 1960 nacía una nueva hacienda –la actual– al quedar Lucía Ospina Ordóñez, bisnieta de Francisco, como la dueña de 70 hectáreas, de las miles que habían llegado a formar el latifundio. Junto con su esposo Carlos Schrader Fajardo y los dos hijos se iniciaba una nueva etapa.

Este itinerario de la propiedad ocurrió en medio de conflictos con los indígenas, litigios y rivalidades familiares. Incluso se menciona el capítulo oscuro de una deuda de juego del primer dueño, Suárez de Figueroa, que afectaba su título sobre el inmueble. Hoy la mansión está hecha para el asombro y el disfrute.

No se sabe qué admirar más: si su arquitectura colonial, o la fascinación del entorno, o el confort de las habitaciones, o la amenidad del bar y los comedores, o las obras de arte que adornan los recintos. La cocina, olorosa a pasado, funciona en una estancia dotada de estufa de leña y carbón.

La hacienda está ubicada a dos kilómetros de Tibaná, “tierra de paz, amor y amistad”, según dice su lema. Cerca queda Jenesano, seductora población de gente amable y cálida, la que en 1999 fue declarada el “pueblo más lindo de Boyacá”. Allí  sobresale el moderno condominio Eco del Río, con 31.000 metros cuadrados de construcción y 304 apartamentos. En unos kilómetros más aparece Turmequé, cuna del deporte nacional conocido como tejo. En otro sector de la vía surge Ramiriquí, capital de la provincia de Márquez. De este municipio es oriundo el presidente de la Nueva Granada José Ignacio de Márquez, quien además es el primer presidente boyacense entre los trece que ha tenido la región.

Ha sido Lucía Ospina Ordóñez, nacida en Bogotá y que vivió en Baza los días felices de su infancia y adolescencia, la infatigable y prodigiosa creadora de lo que a partir de 1977 ha sido este paraíso terrenal que cuenta con un hotel de alta categoría incrustado en el corazón de la naturaleza. Delicioso sitio bucólico rodeado de paz, silencio y magia,  de sosiego y embeleso, donde el visitante se encuentra con los bienes primigenios de la vida en medio de árboles y jardines ensoñadores, el gorjeo de las aves, el rumor del agua, el sonido del viento y el embrujo de los paisajes.
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El Espectador, Bogotá, 20-VII-2019.
Eje 21, Manizales, 19-VII-2019.
La Crónica del Quindío, Armenia, 21-VII-2019.
Aristos Internacional, n.° 40, Alicante (España), febrero/2021. 

Comentarios 

Me gustó mucho el artículo como aporte histórico y como invitación a conocer otro bello rincón patrio. Josué López Jaramillo, Bogotá.

Este fin de semana estuve en Jenesano. Me picó la curiosidad, y dada la cercanía, estuve en la hacienda, como visitante, y pude admirar todo cuanto describe el artículo.  Es, sin duda, un lugar espectacular para el encuentro con la naturaleza y el descanso. El mobiliario, la mayoría de época, es asombroso en sus tallas, maderas y cuero. Allí en Baza el tiempo se detiene y regresa como por encanto a tiempos coloniales. Es asombrosa la comodidad con la cual vivieron esas gentes, hasta con piscina de piedra, hoy con azulejos. Un paraje  de sueño y añoranza, con aroma de frutos y vuelo de aves, refugio de colibríes y voces ancestrales. Inés Blanco, Bogotá.

Hacia finales del año pasado una de mis hijas y su esposo pasaron un fin se semana en la Hacienda Baza y vinieron hablando maravillas de la estancia. Yo desconocía la existencia del sitio, pues por esa región estuve por allá cuando era muchacho y nunca más volví. Por lo anterior, este estupendo e histórico artículo fue de mi agrado y creo que un día de estos iré a conocer el hotel y pasar allí aunque sea una noche. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

El recuento logrado por usted de Hacienda Baza me llena de satisfacción, puesto que generosamente nos describe en forma muy amplia, con la apreciación de lo que vivió en su estadía en este lugar, al cual tuve el privilegio de poderle dedicar parte importante de mi vida, y tenerlo hoy en día como el lugar que usted tan maravillosamente describe. Su columna me llena de orgullo y gratitud. Lucía Ospina Ordóñez, Hacienda Baza.

Caminos de Boyacá

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Estas cuartillas intentan pintar, reconstruyendo una travesía caminera, ciertos matices de la Boyacá privilegiada de postrimerías del siglo XX, comarca que ha logrado mantenerse tranquila, con contadas excepciones, en medio del país perturbado por agudos conflictos públicos. Época nacional de profundas crisis sociales enmarcada en ríos de sangre y horizontes de pavura. La inseguridad carcome hoy la paz de los hogares y pretende borrar del alma y de los paisajes los semilleros de poesía y encanto que nos ha regalado la mano de Dios.

Ideal, como terapia, este escape de cuatro días por una de las comarcas más fascinantes de la geografía patria. Territorio abrupto y rústico en muchos de sus parajes, que se mantiene todavía incontaminado de falsas civilizaciones y por eso ofrece paraísos de sosiego y panoramas de ensoñación. Mientras en Bogotá y en la mayoría de las ciudades y provincias colombianas, lo mismo que en los campos azotados por la violencia, la patria se desangra en un mar de horrores, todavía, por fortuna, nos queda Boyacá.

Hoy los caminos de la paz conducen a mi  tierra. Y hacia ella vamos, lector amable. Puede que en algunos sectores sean senderos lentos y escarpados, estrechos y polvorientos, pero son, en cambio, apacibles y seguros, poéticos y sedantes. Invitan a la paz de la conciencia.

El territorio boyacense es reposado como la naturaleza que lo circunda. Allí no se ha atrevido a penetrar el perverso hombre contemporáneo que altera el reposo de otros lugares, tal vez porque le infunde respeto, o quizá confusión, la densidad de la tierra silenciosa. El  silencio no es bueno para la guerra. El fantasma de la violencia, que cabalga por Colombia y el mundo entero como un anticipo del Apocalipsis, si es que en realidad ya no estamos en el Apocalipsis, se ha detenido ante Boyacá.

Un acordeón hecho hombre

Carlos Eduardo Vargas Rubiano es un hombre de leyenda. Bueno como el pan de las mesas campesinas. Su fama de hombre recto, afable y sencillo le da vuelta a Colombia. El país sabe de su carácter jovial y descomplicado. Carlos Eduardo personifica al boyacense en su más pura expresión. Su personalidad está amasada de trigo y viento fresco. Se confunde con el paisaje y se vuelve canción.

Su acordeón es célebre en el país. En él revientan las primeras notas de las campiñas musicales, en territorio de torbellinos y guabinas, y declinan, con vibración de arreboles y letargos telúricos, las melancolías del atardecer. Nunca un acordeón se ha pegado tanto al alma de su amo. Nunca el hombre ha estado más cerca de la entraña de un acordeón.

Carlóse, como cariñosamente se le conoce y se le nombra, fue quien nos invitó a este viaje por la provincia lejana. Ocupaba el cargo de gobernador del departamento. Y la cita era en Soatá. Allí nos reuniríamos con una nómina selecta de colaboradores suyos, de académicos y otras personalidades.

Entre palmeras y poesía

Soatá es la capital de la provincia del Norte. Mi pueblo es célebre en el  país por sus exquisitos dátiles. Con ellos se han hecho famosas y hacen las delicias de los viajeros una serie de golosinas autóctonas: limones rellenos, toronjas en arequipe, besitos azucarados, masaticos de arroz… Soatá es un pueblo dulce. Se le conoce como la Ciudad del Dátil.

Es el único sitio de Colombia donde pegó la palma y fecundó su fruto. Por raro capricho de la naturaleza, sólo en las palmeras de mi pueblo coexisten flores masculinas y femeninas que, entrelazadas al igual que en el reino de los hombres, se atraen sexualmente y producen vida. El polen penetra en las flores femeninas y prolonga, a través de copiosas cosechas, la conservación de la especie.

Soatá está situada a menos de 300 kilómetros de Bogotá. Hoy se emplean seis horas en la travesía. Una carretera de nunca terminar, que lleva un siglo en plan de rectificación y pavimentación, ha reducido la distancia y ya promete, faltándole sólo 17 kilómetros para llegar a mi  pueblo, continuar su destino sufrido. El general Rafael Reyes la adelantó, siendo presidente de la República, hasta Santa Rosa de Viterbo, su cuna natal. Y allí pareció congelarse por infinitos años. Toda una eternidad para la paciencia de quienes recorren, de Bogotá a Cúcuta, estas latitudes resignadas.

La hacienda legendaria

Tipacoque está a trece kilómetros de Soatá. Es un pueblo dormido sobre su duro lecho de piedra. Se llega a él por entre compactas montañas que descubren el alma endurecida de la roca, como si ésta quisiera precipitarse sobre la carretera y cobrar la aventura del viaje por aquellos desfiladeros asombrosos.

La naturaleza petrificada, con sus imponentes crestas de arbustos carcomidos por los soles caniculares, parece el blasón del pueblo que Eduardo Caballero  Calderón, deseando hacerlo más suyo, lo proclamó un día como municipio independiente. Y lo gobernó como su primer alcalde.

Tipacoque es más un sueño que una realidad. La quietud de sus calles es alucinante. Algún vecino lo observa a uno desde el portón de su casa y no se sabe, en realidad, si aquella es una visión humana o fantasmal. Juan Rulfo nunca estuvo en Tipacoque. Pero ese hubiera sido el escenario exacto para su  Pedro Páramo.

Si usted, amable lector, ha soñado con estar en Comala, la villa mejicana de las almas errantes, vaya a Tipacoque. Le aseguro que hay momentos en que se ignora si se está hablando con seres vivos o con seres fantásticos. Y es que en Tipacoque o en Comala el tiempo está inmóvil. «Lo que pasa con estos muertos viejos es que en cuanto les llega la humedad comienzan a removerse. Y despiertan». Son esos, según Rulfo, los espíritus que vagan y vagarán por su comarca inerte. Tipacoque es también pueblo de sombras y de vapores oníricos. Es otra aldea inmóvil.

La hizo inmortal Caballero Calderón. Lo que uno encuentra por las calles son personajes de novela escapados de los libros del cronista del pueblo. Esta recóndita aldea, cuyos moradores viven ajenos a su propia importancia, es el mayor símbolo de la literatura colombiana. La tierra dura, pedregosa y sufrida, enmarca el dolor campesino tan bellamente cantado en las novelas del genio boyacense.

Cuando uno vuelve a Tipacoque, y lo hace con los ojos del espíritu, salen a recibirlo siervos sin tierra que merodean por las trochas como eternos peones de la comedia humana. Cuando uno vuelve a Tipacoque mirará asombrado cómo se mueven, huidizos y como pasajeros del cosmos, las escasas almas  que desfilan por las calles del silencio como hebras imantadas.

Con Carlos Eduardo llegamos a la hacienda legendaria. El perro nos ladró, y la  buena mujer y su solícito marido, los cuidanderos irremplazables, nos dieron la bienvenida. El ilustre escritor, ausente en Bogotá, llena con su presencia de libros y vestigios múltiples la augusta soledad de la mansión. En el corredor grande se recuerda que el gobierno del doctor Carlos Lleras Restrepo la declaró monumento nacional.

La hacienda, que fue convento de los frailes dominicos, pasó a manos de los Caballero en el año de 1580. La vieja casona, cuya conservación demanda considerable esfuerzo económico, parece un castillo feudal. La hacienda fue repartiéndose entre los trabajadores y hoy sólo conserva, como un trofeo o como un baluarte de la historia, este reducto del corazón y de la inteligencia. Por los corredores y los salones han pasado siglos de historia patria. La casona huele a tradición, a literatura. Bolívar dejó en ella su rastro de caminante pertinaz.

A orillas del Chicamocha

La caravana partió con rumbo a Güicán. Nos detuvimos en Puente Pinzón, a corta distancia de Soatá, una de las referencias imprescindibles de mi pueblo.  El río Chicamocha, escondido en profundidades medrosas, gime sus pesares entre aguas turbulentas. Parece escarbar en las entrañas de la tierra en busca de mayores abismos. Murmura, incontenible, su esclavitud milenaria. Alguna chicharra, que salta por entre piedras y cactos, no se concede tregua en su andar nervioso y pide con sus silbos un minuto de sosiego.

El sol cae vertical, como una saeta en el vacío. Rebaños de cabras, hechas a los rigores de las estériles laderas, buscan afanosas su merienda de espinas y romeros, en composición mágica de durezas y estímulos aromáticos. Y se tiran, con el estómago colmado, en plena carretera, ajenas a la proximidad de nuestro vehículo. Ignoran, las pobres, que engordando sus carnes servirán de suculento festín para los apetitos voraces.

En la plaza de Güicán

De Soatá a Güicán gastamos tres horas. No llevamos prisa, y tampoco la carretera, vía angosta que serpentea en el ascenso con fatigas de páramo, facilita la velocidad. Hay sitios tan estrechos que no permiten pasar a otro vehículo.

Estos pueblitos montañeros que contemplamos engalanados y pintorescos, con sus policromías de iglesias pesarosas y sus plazas somnolientas, simulan un pesebre pegado a la cordillera. Es preciso hacer continuas paradas para  contemplar los farallones tocados de nieve y lejanía. Un día luminoso, que parece alejar la cercanía de la nieve, irradia fulgor y placidez sobre los riscos soberbios. Estos contrastes de sol y páramo, alturas y precipicios, majestad y pequeñez, alborotan el ánimo.

Boavita, La Uvita, San Mateo, El Cocuy, Guacamayas, El Espino, Panqueba y Güicán nos salen al encuentro. En los alrededores, Chita, Chiscas y La Salina miran el avance de la caravana. La Sierra Nevada es uno de los espectáculos más seductores de la geografía colombiana. Su manto de nieves perpetuas flota en el infinito entre ráfagas deslumbrantes. Los rayos del sol perforan el alma de las nubes y hacen resplandecer los peñascos más elevados, que se pierden en lontananza y sugieren una hilera interminable de atalayas marciales.

En la plaza de Güicán, frente al Peñón de los Muertos, se escucha la voz vibrante de los oradores. Sus palabras se repliegan por los contornos con ecos patrióticos. El poeta Pedro Medina Avendaño invoca a la Morenita de Güicán, la legendaria imagen de la Virgen cuya presencia entre los tunebos se remonta a más de dos siglos, y cuyo color, según la leyenda, obedeció a ser alumbrada con cera de laurel y trementina de frailejón.

El historiador Gabriel Camargo Pérez exalta el acto heroico de los aborígenes, que prefirieron suicidarse en alianza colectiva, tirándose al vacío desde lo que hoy se conoce como el Peñón de los Muertos –o el Peñón de la Gloria–,  antes que entregarse a los españoles. Esta epopeya parece diluirse entre los abismos del nevado.

Un hada en el camino

Con Astrid, mi esposa, he recorrido muchos caminos. Sin ella sería menor el conocimiento de la geografía colombiana. Gozamos de los paisajes, de las emociones del campo, de la simplicidad de la provincia. Nos gusta fugarnos sin complicaciones por pueblos y veredas, más allá de los confines transitados por el común de la gente. Nos identificamos con el pequeño mundo maravilloso que se manifiesta en seres y objetos menudos, insignificante para otras personas, y que contiene ocultos embrujos.

Un viaje debe convertirse en experiencia enriquecedora, en oportunidad de fortalecer la visión del mundo y ampliar los límites del corazón. El alma, cuando está ligada con la naturaleza, conserva su capacidad de asombro y de poesía ante la belleza.

Saber mirar lo auténtico por encima de lo superficial; encontrar en la escondida provincia o en el camino perdido la seducción de la quimera; extasiarse ante la comarca desprovista de arrogancia y sembrada de candidez; nutrirse de paisajes, de ríos y alboradas; vibrar con la mañana que se incendia de luces tonificantes y reposar con la tarde que declina entre eclipses encantados y suspensos mágicos… he ahí el secreto para poseer los dones portentosos de la naturaleza.

Regreso con mi esposa de esta aventura caminera. Traemos el alma henchida de hálitos absorbentes. La vida se justifica para el hombre cuando está movida por un aliento femenino. No todos saben encontrar la inspiración de esa dulce complicidad para la alegría y el dolor que es la mujer.

La mía, que es el hada de todos mis caminos, se queda en esta crónica como una vaporosa deidad de la campiña boyacense, transplantada de su campiña santandereana. Y permanecerá aquí como una afirmación de la belleza, como un suspiro de mi viento boyacense.

Bogotá, 5 de mayo de 1993.

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Cielo guajiro

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Por fin…  ¡La Guajira! Desde hacia mucho tiempo, tal vez desde que leí la sensual novela de Eduardo Zalamea Borda Cuatro años a bordo de mí mismo –diario de los cinco sentidos–, ardía en deseos de conocer la tierra remota. Una y otra vez había tenido que aplazar el via­je, hasta que logré, en días pasados, complacer la ilu­sión tantas veces acariciada.

Esta tierra abierta, quemante y arisca, que se retuer­ce bajo la inclemencia de soles caniculares, parece que no tuviera dueño. La soledad de sus caminos y la aridez de sus contornos ponen una nota dura en el paisaje. Con­forme se recorre su geografía en largas jornadas de sed y sofoco, el alma vuela por las estepas y se encuentra con Dios convertido en desierto. Los indígenas se desli­zan por los senderos arenosos y se pierden en sus ranche­rías.

Una india vieja, que marcha al borde de la carretera con una niña de la mano, se muestra recelosa cuando de­tenemos ante ella el vehículo. Nos voltea la espalda, pero yo la halago, con un billete, para la fotografía de rigor. Posa con naturalidad, sin preocuparse por su apariencia ajada por los años y la miseria, y sonríe con expresión franca cuando la máquina capta su figura lánguida.

Ya en marcha el vehículo, queda bailándome en la men­te la aparición de ese colmillo solitario, el único dien­te que le queda en pie, que la mujer exhibió en su gesto de gratitud. Creo que he captado en esa imagen fugaz, más que a la típica habitante de La Guajira desértica, las inmensas necesidades que padece la población en ma­teria de salud, de educación, de higiene, de agua potable.

Y viajamos, como contrasentido, sobre un subsuelo rico en carbón y gas, que al país le produce cuantiosas utilidades.

El cielo guajiro es amplio y transparente y todo lo ilumina. Los cactos y los nopales, que se multiplican en maravillosa sucesión de quietud, se aferran con desespero a la tierra. En la alta Guajira, donde el desierto clama en dolorosas densidades, una gota de agua se con­vierte en maná del cielo.

Esta es La Guajira, la tierra mítica que me hacía fal­ta conocer. Con ella ya tengo cubierto casi todo el mapa colombiano. Ancho territorio caracterizado por sus altas temperaturas, su vegetación espinosa y sus arenas incle­mentes, rechaza las lluvias y se complace con la sequedad. El viento es puro y corre –como lo probó Zalamea Borda– con sabor a arena, a beso, a mujer, a sensualismo.

En la exótica y lujuriosa Guajira la vida adquiere otras dimensiones. Seduce con sus misterios y conquista con sus encantos. A ella habrá que volver para extraerle sus mitos y leyendas. Básteme por ahora dejar este ras­tro de una excursión asombrada.

El Espectador, Bogotá, 27-IV-1989.

 

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Caminos de Boyacá

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La cita con el ilustre gobernador de Boyacá, Carlos Eduardo Vargas Rubiano, era en Soatá, capital de la provincia del Norte. Allí se cumplió, con gran pompa, un importante acontecimiento cultural que hizo desplazar, desde Bogotá y otras ciudades, a muchos soatenses solidarios con su tierra y que se vio enaltecido con la presencia del mandatario y otras personalidades del Gobierno seccional.

Esta oportunidad me permitió captar de cerca la situación de la carretera del Norte, o sea, la que partiendo de Bogo­tá debe llegar algún día, pavimentada, a la ciudad de Cúcuta. Carretera eterna, que parece nunca ha de concluir. Fue el general Rafael Reyes quien le dio un impulso hasta su tierra natal, Santa Rosa de Viterbo, y allí quedó congelada casi por espacio de 80 años. Se dice ahora que el presidente Barco, que mira hacia su cuna cucuteña, habrá de hacerla progresar otro tramo, quizá hasta Capitanejo.

Cuatro años hacía que no visitaba mi patria chica. Esta distancia en el tiempo me ha facilitado apreciar con más obje­tividad el adelanto logrado. Mi parte periodístico no es favo­rable. No puede serlo, si aún se trata de una carretera llena de baches, descuidada en muchos trechos y con pasos difíciles en otros. El pavimento ha avanzado, pero este ha vuelto a levantarse en algunos lugares por falta de mantenimiento. Faltan 50 kilómetros para llegar a Soatá, tramo en apariencia fácil si existieran el dinamismo y el control necesarios para proseguir la marcha, pero vivimos en el país de los despilfarros y las obras inacabables.

Lástima que esto ocurra en el paraíso turístico que es Boyacá. Paraíso sin explotar y que produciría en manos de los gringos, por ejemplo, montañas de dinero. Con el Goberna­dor, situados más tarde en la legendaria hacienda de Tipacoque, nos lamentamos, como buenos boyacenses, de esta indolen­cia con la tierra pródiga.

Supe por él del programa de sembrar la hoya del Chicamocha con un fruto de gran  porvenir en el extranjero: la pitaya. Los japoneses han descubierto en ella excelentes poderes medicinales y hacia ese país se están exportando hoy frecuentes cantidades del pro­ducto. De intensificarse su siembra en las zonas pedregosas del Norte de Boyacá, aptas para ese cultivo, vendría un alivio económico para los agricultores del tabaco, el que no sólo ha esterilizado las tierras sino que ha atado a los campesinos a un mercado ruinoso.

El 12 de octubre, día de la raza, partimos a Güicán, pri­morosa población suspendida en el abismo, en una estribación del Nevado de El Cocuy. Los pueblitos por donde pasamos (Boavita, La Uvita, San Mateo, El Cocuy, Guacamayas, El Espino, Panqueba, Güicán), intercomunicados por vías estrechas que bordean aquellos precipicios de impresionante belleza, parecen refugios aéreos que le rinden adoración al gigante de la nieve y el misterio.

En la plaza de Güicán se realizó emocionante acto acadé­mico –con la presencia de la Academia Boyacense de Historia–, como una afirmación de la patria en aquellos lejanos riscos del asombro y la majestuosidad. El Peñón de los Muertos (o Peñón de la Gloria, como lo llama Carlos Eduardo Vargas Rubiano) se levanta como coloso amenazador al filo de la profundidad.

Desde aquel pico prefirieron lanzarse al abismo, antes que entregarse a los españoles, numerosos indígenas que se habían refugiado allí y que luego, perseguidos por el enemigo, buscaron la muerte y escribieron con su sacrificio imperecedera página de libertad y coraje. Allí debe erigirse un monumento a la raza. Rodrigo Arenas Betancourt sería el artista ideal para ponerle nuevas alas al patriotismo.

*

¡Caminos de Boyacá, lentos y gloriosos! ¡Caminos estrechos, de grandeza y soberanía, que hoy recuerdan las gestas libertadoras realizadas en el vórtice del peligro y la muerte! Hoy regreso de ellos, abismado y fortificado.

Bogotá, 14-X-1987.

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Café y paisaje

lunes, 31 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hermoso libro el que con el nom­bre de Café y paisaje, elaborado por Interprint Editores, entra a enri­quecer la bibliografía artística de la tierra colombiana, tan rica en paisajes y productos agrícolas. El café, que no sólo es patrimonio económico sino también belleza ambiental, está consagrado como el grano seductor de los artistas —llámense pintores, fotógrafos, poetas o escritores— y en el motor más poderoso de la economía na­cional.

La lente maestra de Félix Tisnés retrata en deslumbrantes policro­mías el alma campesina que se mueve alrededor de las matas de café y captura el ambiente fantástico de los paisajes y las cose­chas en florescencia.

La presentación de la obra la hace Jorge Cárdenas Gutiérrez, el veterano presidente de la Federación Nacional de Cafeteros. La dirección editorial y el diseño están a cargo de Juan Manuel y Adelaida del Corral, profesionales del ramo. Y los textos son del escritor y perio­dista José Chalarca, quien en erudita prosa narra la historia del café y aporta valiosos datos para los anales del producto insignia de los co­lombianos.

Es el del escritor Chalarca un vasto ensayo sobre el recorrido, a lo largo de dos siglos y medio, de este per­sonaje de la vida nacional que nace, según la versión más autorizada, hacia el año de 1732, en la Misión Jesuita de Santa Teresa de Tabage, confluencia del Meta con el Orinoco.

En el siglo XVIII se inicia su siembra silenciosa en distintas re­giones del país, pero sólo en la ter­cera década del siglo XIX se indus­trializa. Véase, de ayer a hoy, este contraste significativo: la primera exportación, realizada en 1835, consiste en 2.592 sacos de 60 kilo­gramos; y hoy la producción total del país llega a 12 millones de sacos, de la cual Antioquia aporta 5 millones. El café representa el 50% de nuestras exportaciones, y las obras de in­fraestructura para el sector, conta­bilizadas hasta 1984, pasaban de 41.000 millones de pesos.

Del café viven 5 millones de per­sonas, y 300.000 pequeños agricul­tores poseen fincas de apenas 3 hectáreas en promedio. La zona ca­fetera está con­formada por un millón de hectáreas y éstas se localizan sobre todo en los departamentos de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío y norte del Valle.

El cafeto, como lo pregona José Chalarca, es «el néctar negro de los dioses blancos» que, originario de Etiopía, se quedó entre nosotros como la mayor brújula de la pros­peridad colombiana; la cual, como es bien sabido, ha estado expuesta a caídas y angustias, y a veces a reales descalabros, sin que por eso se haya abandonado la vocación cafetera de los colombianos. El café se lleva en la sangre. Es una deidad irrenunciable. Dios y mito, dolor y alegría, paisaje y tradición, vive incrustado en lo más íntimo de nuestras costumbres y se proclama en la conciencia como un estandarte de la nacionalidad.

En este libro, que además repasa la geografía de Co­lombia en sus riquezas minera, ga­nadera, bananera, y se recrea en sus montañas, sus ríos y parajes turís­ticos, se enaltece el significado de la  tierra amable y pródiga y se destaca la trascendencia de la raza forjadora de progreso. Parece como si la patria vibrara en cada una de estas páginas esplendentes.

El Espectador, Bogotá, 13-I-1987.