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Paisaje boyacense

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A la Costa se va en busca de mar, de sol, de trópico. En el Valle florecen las fértiles campiñas y los espigados talles femeninos. Los farallones se imponen en los Santanderes como centinelas impenitentes en medio de la dureza de la tierra. En el Antiguo Caldas el café brota acariciante como labios encar­nados de mujer sensual.

Cuando se quiera encontrar paisaje, legítimo paisaje, hay que ir a Boyacá. Allí la naturaleza, taciturna y soberbia a la vez, se convierte en el ingrediente mágico sin el cual es imposible concebir la belleza. En Boyacá, sea cualquiera el camino que se escoja, todo adquiere contornos fantásticos. Los pueblitos que se deslizan de Tunja para abajo, cargados de sopor, aparecen a la orilla de la carretera como un desafío a la vida estrepitosa y como si no hubieran despertado aún a los engaños del modernismo. Permanecen estáticos en el tiempo y ajenos a las caravanas de turistas que, deseosas de emociones, tratan de descubrir el misterio de las cosas muertas.

El páramo, en ciertos parajes, parece que cogiera a dentelladas a quienes se atreven a transitar por sus dominios. Allí termina la ilusión del asfalto y comienza la realidad de la vía pedre­gosa, deplorable en muchos trayectos, y entre baches y desfiladeros se prosigue por caminos lentos y polvorientos, frenados para el vértigo y abiertos a la contemplación del paisaje.

Es ahí donde surge en todo su esplendor el magne­tismo de la naturaleza incontaminada. Los frailejones, que certifican el de­curso de siglos de quietud y la presencia inequívoca del páramo, son guardianes de territorios solitarios donde el hombre mismo estorba entre tanto sosiego y tanta desprevención. El sol temeroso se esconde entre los pedre­gones y espía de soslayo el paso de los vehículos, mientras las corrientes de aguas cantarinas, verdaderas oraciones de la montaña, susurran sus lamentos. ¿Serán lamentos o serán alborozos?

Como si la pereza del ambiente invitara a soñar, del fondo de la tierra vemos salir extrañas visiones –tal vez el arbusto convertido en ave voladora, tal vez el pájaro que se torna en duendecillo, o acaso el animal prehis­tórico que se transforma en peñas­co… –, y entre cabeceo y cabeceo avizoramos de pronto la aparición de la iglesia próxima. Por estas aldeas minúsculas, que apenas logramos cap­tar cuando ya han desaparecido, pa­samos con sabor de polvo y de montaña y con letargo de ensueños y sinfonías interiores.

El paisaje es el marco natural que se quedó en el sentimiento del boyacense. Ya habló Armando Solano de la melancolía de la raza indígena, y habrá que asociar la paz y el embrujo de las tierras silenciosas –donde cada tramo de asfalto algo le quita a la virginidad– con la pureza del alma boyacense.

Boyacá: paisaje, oración, asombro, eternidad… Todavía, por fortuna, los bárbaros de la civilización –los come­jenes de la cultura que fustigó Eduardo Torres Quintero– algo entienden del sentido de estos pueblitos somnolientos que a pesar del alboroto de los tiempos conservan puros sus encantos. La tradición y el paisaje son en Boyacá los mejores frutos de la tierra.

El Espectador, Bogotá, 18-IV-1985.

 

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Monguí, tierra de ensueño

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A corta distancia de Sogamoso, por carrete­ra bien conservada, se encuentra el municipio de Monguí, recostado en una explanada solitaria. A su lado se desliza el río que lleva su nombre, de aguas limpias y pensativas. Allí el paisaje boyacense se im­pone con densidades taciturnas, que invitan a la contemplación y a la paz del espíritu.

Es pueblo de larga historia, cuya fecha de na­cimiento se remonta a 430 años. Desde los alrededo­res sobresale la torre de la Basílica, famoso templo construido en el siglo XVIII y que alberga una Virgen portentosa, en cierta competencia con su vecina de Morcá, otro atractivo de romerías y milagros.

Es el templo de Monguí, junto con el extinguido convento de los franciscanos que se halla pegado a él, uno de los más deslumbrantes monumentos del arte colonial, convertido en pinacoteca que retiene obras de incalculable valor, de Vásquez y Ceballos. Motivo de admiración es el retablo de la Madona, imagen renacentista de gran hermo­sura que atrae caravanas de turistas de todos los si­tios del país.

El turista se desliza por entre las acuarelas del contorno típicamente campesino, y entrando al pueblo, lo recibe la primera piedra centenaria que atestigua la presencia de un sitio tallado sobre la roca que parece emerger de la prehistoria. Allí esta­rán las casas solariegas y las tapias embardadas, co­mo testimonio de épocas lejanas.

El escaso vecinda­rio permanece de puertas para adentro de sus resi­dencias entregado a la industria de los balones de fútbol, actividad que desplazó a la agricultura y que permite a sus habitantes obtener razonables ren­dimientos económicos. Oficio que practican to­das las familias, con arte y entusiasmo, y sin embar­go no tienen en el pueblo un campo de fútbol.

Las calles, que huyen del modernismo, se en­cuentran clavadas sobre piedras rojas y rectangula­res, en esplendente espectáculo de simetría y firmeza. Los blancos portalones y los espaciosos coberti­zos hacen pensar en épocas de caballerías y remo­tas costumbres manchegas.

La Basílica se levanta majestuosa como guardiana de aquella heredad que no han logrado deteriorar los años. Detenido el turis­ta en mitad de la plaza, se impresiona con la soledad y se maravilla con la fantástica arquitectura que circunda la majestad del pueblo quieto, con siglos de historia, que le huye al turismo falso que termina­ría robándose sus costumbres recatadas.

Por eso, Monguí no quiere restaurantes ni tabernas y prefiere recogerse en sus recónditas intimidades. El boyacense, reser­vado y cauto, lleva en el corazón el paisaje de su tie­rra y no se presta para sospechosas mutaciones.

Monguí se mantiene prevenida contra el cambio mutilador. Repudia las cantinas y los sitios jacarandosos. Consume apenas los licores hogare­ños y rechaza el turismo de las alegres mujeres y los tragos embrutecedores. No quiere dejarse robar la tranquilidad lugareña y no le importa tampoco que a corta distancia la vida se mueva con otros ritmos.

Un puente de piedra atraviesa la hondonada y conduce al final del pueblo, por donde continúa el camino de herradura que se pierde entre la montaña recelosa. Es la montaña que cuida del sosiego de es­tos moradores callados e industriosos que desperta­ron con la noticia de que su terruño fue el premiado en el concurso del pueblo más lindo de Boyacá. Los monguíes no tuvieron necesidad de enlucir una fa­chada ni de cambiar una piedra, porque la belleza de su solar es permanente y auténtica y no necesita de retoques para ser fascinante.

Saben ellos que tienen un tesoro, y si lo compar­ten con los miles de turistas,  es para que Colom­bia les ayude a conservarlo. La Basílica, monumento nacional, vive temerosa de los asaltan­tes, con la mirada atenta de quienes saben custodiar el arte. En Morcá le robaron a la Virgen su preciosa corona, y los habitantes de Monguí se man­tienen prevenidos para que no le suceda lo mismo a su soberana protectora.

Este sencillo municipio boyacense, de escasos ocho mil habitantes, de calles pulcras y piedras relucientes, es una invitación a la paz del alma, esa que sólo se consigue entre la despre­vención de la vida simple. La naturaleza, que es sabia, no ha permitido la perturbación del lugar apacible que no cambiarían los monguíes por la urbe más tumultuosa del planeta.

El Espectador, Bogotá, 21-XII-1980.

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