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Pies descalzos

martes, 3 de marzo de 2020 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

En el libro Mi Marulanda inolvidable, de Josué López Jaramillo, me llamó la atención el óleo entronizado en el salón del concejo, obra que muestra la figura del general Cosme Marulanda, fundador del pueblo en 1877. Por supuesto, bien podemos imaginarnos a este general de las guerras del siglo XIX –que se ganó un puesto eminente en la historia– enmarcado en aureola marcial. Pero no: quien aparece en la pintura es un hombre sencillo, abrigado con gruesa ruana debido al clima glacial de la población y con los pies descalzos.

Ahondando en este caso insólito, vine a saber que el general se destacó por su espíritu cívico y su calor humano. Cumplía las funciones de la guerra como un deber patriótico. Con su vestimenta buscaba no diferenciarse de los trabajadores. Por eso, llevaba los pies descalzos, hábito que era distintivo de la época, y que él practicaba como signo de humildad. No le fastidiaba que lo llamaran “el general descalzo”, y además se sentía contento con el trato afectuoso de “don Cosmito” que le prodigaban los vecinos.

Veinte años después de leer el libro de Josué López, me encontré con un caso similar en la novela Guayacanal, de William Ospina. En la portada están los bisabuelos del escritor, Benedicto y Rafaela, con apariencia ceremoniosa: ella, toda vestida de negro, incluyendo los zapatos, y en la mano, una cartera muy femenina como exhibición de atuendo;  y él, con vestido de paño oscuro, mostacho categórico –que podría significar el don de mando de aquella época machista–, sombrero inglés y… los pies descalzos.

En tiempos remotos y en algunos sitios del país, sobre todo los rurales, los zapatos eran casi inexistentes. Los pies se endurecían en su contacto con la tierra, y casi no se sufrían las asperezas del camino. Las alpargatas solo se usaban para ir al pueblo, sobre todo a la misa del domingo. En esa forma se desempeñó la numerosa prole que tuvieron los padres de Belisario Betancur. Quien rompió la norma fue Belisario, cuando se fue a estudiar al seminario de Yarumal con la ayuda de su tío sacerdote.

Hay otros escenarios en los que la situación comentada entraña especiales significados.

Está el de los carmelitas descalzos, caracterizados por la pobreza y la modestia, quienes al principio andaban sin calzado, luego lo hacían en alpargatas de esparto, y ahora usan sandalias de cuero cerradas en los talones. Los apóstoles de Cristo eran humildes pescadores que recorrían las riberas de los ríos a pie limpio, en busca de la pesca para asegurar la subsistencia. Los fieles musulmanes se quitan los zapatos antes de entrar a las mezquitas. Entre nosotros, existe la Fundación Pies Descalzos, creada por Shakira en 1997 para amparar a los niños pobres y víctimas de la violencia.

En crónica de Juan Gossaín aparecida hace poco en El Tiempo, acerca de varias cartas escritas por García Márquez a la edad de veinte años, salió una foto que encaja muy bien en el tono de esta nota: la del escritor de Macondo sentado frente a un escritorio   en actitud de lectura o de escritura y con los pies descalzos. A su lado se aprecian unos zapatos con visible deterioro. Le pregunté a Juan Gossaín si conocía el momento en que se había tomado dicha foto, y él me respondió: “Si mal no recuerdo, es de por allá a comienzos de los años 60, cuando vivía en un humilde hotelito de París, pasando necesidades, y empezaba a escribir El coronel no tiene quien le escriba”. 

 __________

El Espectador, Bogotá, 29-II-2020.
Eje 21, Manizales, 28-II-2020.
La Crónica del Quindío, Armenia, 1-III-2010.

Comentarios 

Encantador artículo. Es muy fácil imaginar el ambiente y la belleza del lugar y sus personajes. José Arcesio Escobar Escobar, carmelita descalzo, Villa de Leiva.

Muy curioso el tema de esta nota. Nunca me imaginé que un general pudiera aparecer descalzo en una pintura y mucho menos que en  una fotografía ceremoniosa, como la de los bisabuelos de William Ospina, apareciera el señor descalzo al lado de su esposa ataviada formalmente. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Los «pies descalzos» fueron una constante. En mi libro Las trochas de la memoria hay una foto de mi familia materna, en la que están todos los muchachos a pie limpio. Enrique Mejía, mi tío, que era tan gracioso como exagerado, cuando cumplió 80 años, en una entrevista que le hicimos, decía que los primeros zapatos que tuvo eran 42 y que ya estaba calzando 38. Los pies ya se habían recogido. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Leí con placer e interés tu columna. También la novela de William Ospina, y vi las fotografías muy antiguas que dan soporte a la historia. Era la usanza de esas épocas y tal como lo mencionas, los pies no se resentían por el rudo contacto con los caminos. Inés Blanco, Bogotá.

Los pies y el contacto con la tierra recargan el espíritu. Me gusta hacerlo en la finca de Villa de Leiva, y lo hacía más seguido cuando estaba en el tratamiento de mi enfermedad: estoy segura de que esto también me ayudó mucho. Liliana Páez Silva, Bogotá.

¡Qué página tan bella! Un ejemplo para resaltar es la humildad del general Cosme Marulanda. Cierras muy bien tu crónica al mencionar la carátula de la magnífica novela de William Ospina. Definitivamente quienes asumieron el reto de la colonización tenían por escudo el compromiso y la fe. Esperanza Jaramillo, Armenia.

Me encantó tu artículo. Tu cuidado y elegancia al escribir hace que tus lectores disfrutemos periódicamente tus columnas. Mauricio Borja Ávila, Bogotá.

Años atrás vino un famoso historiador a entrevistarse conmigo y, al entrar a mi apartamento, se quitó los zapatos. Yo lo miré con cierta sorpresa, y él me explicó que esa era una tradición suya. Y seguimos a la sala. Gustavo Páez Escobar.

Renace un escritor caldense

lunes, 22 de octubre de 2018 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

Hace años, muchos años –cuando residía en Armenia–, oí hablar por primera vez de Tomás Calderón. Fue poco lo que supe de él, fuera de que había muerto dos décadas atrás y se había destacado como columnista de La Patria con el seudónimo de Mauricio, y además sobresalía como escritor y poeta. Al paso de los días, me llegaban vagas noticias sobre su vida y su obra, y nunca logré conocer un libro suyo. Esto confirma el olvido que cae sobre los hombres de letras.

Solo ahora vengo a saber quién es en realidad Tomás Calderón, por la antología que publica el historiador y escritor caldense Pedro Felipe Hoyos, con prólogo de Augusto León Restrepo, exdirector de La Patria (y además político, columnista y poeta, que nos está debiendo su nuevo libro de poesía erótica). Esta bella edición de Tomás Calderón consta de 255 páginas en tamaño 21 x 23 cm, y está elaborada en excelente papel y enriquecida con añejas fotos de personas, paisajes y otras referencias de la región.

Tanto el prologuista como el compilador presentan enfoques valiosos acerca del escritor y su obra, la que se recoge en este acopio de páginas exquisitas, de que disfrutaron los lectores del diario manizaleño durante los 33 años de ejercicio periodístico del personaje hoy olvidado (1921-1954). Y se ofrece una muestra selecta de sus poemas, cuentos y prosas.

Tomás Calderón nació en Salamina el 7 de marzo de 1891, y murió en Manizales el 18 de mayo de 1955. Las dos poblaciones fueron para él objeto de sus entrañables querencias. Viajero pertinaz por pueblos colombianos y geografías foráneas, siempre, sin embargo, llevaba a sus dos amores –Salamina y Manizales– como emblemas que le enternecían la emoción.

Hay algo que me anima sobremanera al leer sus escritos: el camino, que fue para él una presea del espíritu. El sentido del viaje, del movimiento, del tránsito por las rutas de la vida, tan marcado en su sensibilidad, le imprimía nervio, aliento, poesía. Una vez manifestó que quería para su tumba este epitafio: “Aquí yace un camino”. Ignoro si se cumplió su deseo. Ojalá alguien nos lo cuente.

Soy otro enamorado de los caminos. En mi libro bautizado con este rótulo en 1982, y guardado en la Cápsula de El Tiempo, digo: “La vida está cruzada por caminos. Cada idea es un camino”. Otra obra mía es El azar de los caminos (2002). Tal vez este apego sentimental fue el que me hizo ganar el título de barón de los caminos, otorgado –por mediación de Hernán Olano García– por la Imperial Orden de la Doctora de la Iglesia Santa Elizabeth de Hesse –Darmstadt–. ¿Peco de vanidoso? No. Lo que deseo es mostrar mi sorpresa y admiración frente al hallazgo de otro escritor que hizo del camino una filosofía de la vida, y celebrar esa coincidencia.      

Tomás Calderón escribió páginas magistrales. Una de ellas –la que más me ha impactado– es la dedicada a Rosalía Mendoza, la gitana. La conoció cuando la llevaban en el ataúd para el cementerio, y meditó: “Tuve la impresión de que se moría el alma de un camino, de tantos que tiene el mundo. Los caminos también se mueren. Pero has muerto muy bien, en un camino, junto al río, bajo los árboles polvorientos”.

Luego confiesa para sí mismo, cuando hacían desaparecer a la gitana bajo las paletadas de tierra: “Serías mi novia, Rosalía Mendoza. Bajo el embrujo de tus ojos pensativos, yo sería un poeta triste de senderos, melancólico de ciudades viejas, enfermo de mares…” Esta declaración estremecida me hace evocar los poemas enamorados de Baudilio Montoya, el rapsoda del Quindío, al borde de los caminos.

Otra crónica memorable es la que pinta el furor de la borrasca en la profundidad del monte, como si el desastre sucediera en el mismo momento de la lectura. La mortaja es un cuento alucinante que tiene como protagonista a sor Juana de la Cruz, y deja en la mente del lector la sensación de la santidad y el amor reunidos. Ese es el poder de la palabra, que tanto ejercitó Tomás Calderón con su vocabulario castizo, elocuente y poético. Fue maestro de la legítima crónica, tan escasa en nuestros días, así como del adjetivo preciso y la metáfora refulgente.

Es un placer leerlo. Las letras caldenses están de plácemes con el rescate de este gran escritor olvidado, fallecido hace 63 años. Lo mismo debe ocurrir con Luis Yagarí, cuya muerte ocurrió en Manizales en 1985, y que también permanece en el olvido. Ambos, brillantes cronistas de vocación, hicieron una época. Una vez dijo Tomás Calderón: “Yo escribo por una necesidad de mis nervios”.

El Espectador, Bogotá, 1-IX-2018.
Eje 21, Manizales, 31-VIII-2018.
La Crónica del Quindío, Armenia, 2-IX-2018.
La Píldora, Cali, n.° 196, nov-dic/2018.

Comentarios 

Debe usted leer Minutos, el libro que Arturo Zapata le publicó a Tomás Calderón en 1936, donde el camino, en el sentido budista, se convierte en una metáfora de la vida. Pedro Felipe Hoyos, Manizales.

Roberto Vélez Correa me habló más de una vez de la prosa de Calderón y me consiguió dos o tres columnas. Me decía Roberto que de él no se supo tanto, porque tenía la manía de escribir con seudónimo y que cuando lo hizo con su nombre no alcanzó el mérito suficiente para quienes no sabían quién era Mauricio. Mil gracias por permitirme recordar los diálogos con los muertos. Gustavo Álvarez Gardeazábal, Tuluá.

Tus escritos siempre descubren valores y lugares regionales olvidados o ignorados por muchos. El caso de Tomás Calderón es un claro ejemplo de ello. Yo creo que exceptuando a sus coterráneos de la época, pocas personas conocen al personaje y su obra. Qué honda huella debiste dejar en Armenia y qué reconocimiento te deben, porque te has encargado de divulgar la existencia de muchas figuras de esa bella región que son desconocidas en el resto del país. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Tomás Calderón era hermano de mi abuela materna. Siempre nuestra familia estuvo en contacto con él, sobre todo cuando se fueron a vivir a Saboya, hermosa y grande hacienda, a 25 minutos de Manizales en la carretera al Magdalena. Tomás (Mauricio) trabajaba en La Patria y almorzaba en nuestra casa y ya hacia las 5 p. m. regresaba a Saboya con amigos de ese vecindario. Cuando llegué al Valle del Cauca estuve alojado en Palmira, en la casa de Diego Calderón, laboratorista e hijo de Tomás. Quisimos hacer ese trabajo literario de rescatar los escritos de Tomás, pero nos resultaba difícil. Ahora Mauricio Calderón, hijo de Diego y nieto de Tomás, abogado residente en USA, se entusiasmó con la idea y al llegar a Manizales tomó contacto con Pedro Felipe Hoyos y se logró este deseo literario. Alberto Gómez Aristizábal (médico, director de la revista La Píldora), Cali.

Cuánta alegría e interés me causó la lectura de esta página acerca del renacimiento del escritor caldense Tomás Calderón. Es, como en la crónica de la gitana Rosalía, cuando lo acabo de conocer (fallecido hace 63 años) y desde ya me he enamorado de su pluma y de sus crónicas. Cautiva su encanto de escritor y poeta. Podría decirse que el escritor Tomás Calderón ha resucitado para beneplácito de los lectores. Los caminos nos pertenecen, los que conocemos, imaginamos o deseamos desde nuestro recorrido interior. Inés Blanco, Bogotá.

Soy, como suscriptor de La Crónica del Quindío, asiduo lector de su columna. En la del domingo 2 de septiembre, destaca usted la obra del escritor y poeta Tomás Calderón. Autor también del primer himno del tradicional colegio Rufino J. Cuervo, y de la letra del himno de Armenia en 1927. Lo cual quedó consignado, como homenaje, en el libro Colegio Rufino José Cuervo-Centro 100 años 1910-2010. Testimonios que hacen historia. Jairo Orozco Hernández, Armenia.

Valeria

viernes, 19 de octubre de 2018 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En La Habana supimos que venía en camino. Era diciembre del 2012. Nuestro grupo familiar se había reunido en el bar restaurante La Floridita, donde Hemingway se encontraba con sus amigos alrededor de animadas copas de daiquirí. Allí se ve hoy al escritor dialogando con los visitantes en forma tan natural que parece estar de cuerpo presente. Esta ficción la transmite la soberbia escultura de José Villa Soberón. Cerca queda La Bodeguita del Medio, otro sitio muy frecuentado por Hemingway, donde las libaciones se hacían con otro licor autóctono: el mojito.

De pronto, la pareja conyugal –Gustavo Enrique y Diana– nos entregó un sobre que mostraba los visos de la Navidad que ya estaba próxima. La sorpresa fue grande al hallar en el sobre la radiografía de un ser vivo, casi invisible, que latía y se movía en el vientre materno como deseoso de salir pronto de su encierro. Sí: ella venía en camino.

La madre llevaba seis semanas de embarazo y había mantenido muy bien guardado el secreto. La noticia, por supuesto, produjo explosión de alegría, y con ella iniciamos las vacaciones en La Habana. Con Hemingway como testigo, quien desde la barra del bar nos miraba con simpatía, alzamos las copas en instantáneo brindis por la nueva vida.

Así nació Valeria en nuestros corazones. Entonces no se llamaba Valeria, pero ya tenía asignado un puesto en el mundo: sería princesa, y colibrí, y ensueño, y fantasía. Esto, de hecho, son los bebés para sus padres, sus abuelos y familiares. En las primeras seis semanas de gestación que recuerda esta crónica, Valeria era apenas un embrión, una línea en el horizonte, una figura amorfa, una ilusión. Y conforme avanzaban las semanas, se volvía carne, y brazos, y ojos, y músculos, y pulmones… Sentía, cómo no, que el corazón le crecía.

Cuando escuchamos en la Clínica del Country su primer llanto, supimos que el milagro de la vida estaba cumplido. Nada tan fantástico, tan asombroso e inexplicable como ver surgir de la nada y  el misterio a una criatura minúscula dotada de alma, cuerpo y emociones, que desde ya expresa su derecho a llorar, reír, gatear y cometer travesuras, para más tarde proclamar su libertad para pensar, obrar y amar.

Cuando Valeria sea grande y lea estas líneas, sabrá que no nació en el mejor de los mundos – porque el mundo que le toca vivir hoy en Colombia es incierto, convulso, conflictivo, lleno de violencia, injusticia, maldad, abusos contra la mujer…–, pero sí nació en un gran hogar. El hogar prima sobre la degradación social.

Por lo pronto, la vemos pasar a nuestro lado con sus correteos joviales y sus risas bulliciosas, mientras el entorno se llena de encanto y ella nos conduce de la mano a su universo mágico. Con su mirada inteligente y su astucia aguda, que contienen al mismo tiempo picardía y seriedad,  analiza con cierta curiosidad a sus abuelitos y luego se echa a reír, sin que logremos saber qué pensamientos cruzan por su mente perspicaz. Es nuestra primera nieta, y ya podemos irnos tranquilos del mundo. Sin ella, algo nos hacía falta.

Valeria tiene hoy cinco años. Algún día sabrá quién es Hemingway. El escritor fue testigo de su nacimiento en La Floridita. Allí lo encontrará con su eterna copa de daiquirí, y ella le pedirá que le enseñe a escribir cuentos.

El Espectador, Bogotá, 17-VIII-2018.
Eje 21, Manizales, 17-VIII-2018.
La Crónica del Quindío, Armenia, 19-VIII-2018.

Comentarios

Hermosa la crónica sobre Valeria, esa Valeria linda de ahora que anunció su llegada en un momento especial en el que la familia estaba de vacaciones en Cuba.  Es bella tu familia y me da mucha alegría que así lo sea. Me emocionó mucho esa nota, es hermosa y celebra la llegada y la presencia de la dulce Valeria, llenándoles a todos el corazón. Diana López de Zumaya, Ciudad de Méjico.

Qué escrito tan hermoso. Me llegó hasta el fondo del alma. Removió todos los sentimientos tiernos que un angelito como Valeria pueda transmitir. María Susana Molano, Bogotá.

Lindo artículo. El abuelazgo es maravilloso. Augusto León Retrepo, Bogotá.

Hermosa columna plena de remembranzas. Para Valeria un saludo especial. William Piedrahíta González, Miami.

Muy agradable escrito, que también me trae gratos recuerdos con mi única nieta, que ya pasó los dieciséis años, pero la sigo queriendo como si tuviera cinco. Tulio Neira Caballero Crónica del Quindío).

Muy lindo artículo para la consentida de la familia.  Seguramente Valeria lo guardará como  un tesoro. Pedro y Ligia, Bogotá.

Me encantó la calidez de la columna. Gustavo Valencia García, Armenia. 

Los nietos nos traen un aire de renovación, de amor, de ternura.  Ahora, tengo otro nietecito de tres años, y una nena de nueve meses, que me llenan de ilusiones. La mayor ya termina su carrera, y el otro cumplió 10 años. Cada uno, con los sucesos de la edad, mantiene los días y los años con mejores perspectivas. Elvira Lozano Torres, Tunja. 

Muy bonita la remembranza que haces, en la que es palpable el cariño inmenso de ustedes dos por la nietecita. Dios la guarde y les proporcione muchas alegrías y satisfacciones. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

En Cuba llegó la noticia: un gran escritor como testigo y el brindis por la vida. Todo se conjugó para que sus vacaciones trajeran a Colombia el aliento de una bella niña para guiar y seguir sus pasos en el más entrañable amor. Es una maravilla compartir con los nietos, son seres que uno como abuelo cree que han venido de otro mundo, que son únicos, inmejorables. Esa prolongación de la sangre es muy fuerte. El regocijo de verlos crecer, de saberlos ajenos y propios hacen las delicias  para los abuelos que, como dices, ya podemos irnos en paz, envueltos en la magia de la risa, en la mirada de esos pequeños seres que un día serán grandes para saber del mundo, de las letras, del arte… Inés Blanco (poetisa), Bogotá.

 

Las jornadas de Yagarí

miércoles, 6 de septiembre de 2017 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Conocí a Luis Yagarí en Armenia, en 1969, y 5 años después nos encontramos en Manizales, donde él era columnista estrella del diario La Patria, al que estaría vinculado durante más de 50 años. Como alumno de Luis Tejada, Yagarí siguió sus pasos con maravilloso estilo.

A sus trabajos los llamaba jornadas. Cada jornada era para él una travesía ardua, sufrida, meticulosa, donde no ahorraba esfuerzos en la pesquisa informativa y en la factura del tema. Con ese rigor, escribió crónicas geniales, donde campeaban la gracia, la amenidad, la fina ironía, la agilidad mental. Y solía sazonarlas con gotas de humor y altas dosis de sabiduría.

En 1975, escribí El tabaco de Yagarí, donde dibujo su singular personalidad. Este texto vino a conocerlo su hijo Gonzalo, 36 años después, y dio lugar al siguiente mensaje que me remitió desde Pereira: “Me impresionó el retrato de cuerpo y de espíritu que usted logró, con su pluma, de mi padre”.

El tabaco era signo esencial de su carácter. Con él aireaba su estampa gallarda y se daba visos de preeminencia. Era, además, fuente de estímulo e inspiración. Estas son palabras suyas: “Es mi unidad de medida. Las crónicas las mido por chupadas. Creo que el equilibrio lo guardo en el tabaco, como los perros en la cola”.

Su ilustración obedecía a sus intensas lecturas y a su contacto con altas figuras de las letras, como Silvio Villegas y Aquilino Villegas. Como periodista, no perdía ocasión para acercarse a los líderes nacionales, lo mismo que a escritores, poetas e intelectuales.

De él dijo Hernando Giraldo, el brillante columnista de El Espectador: “Luis Yagarí es una de las cimas que mayor visibilidad conservan a lo largo y ancho del país”. Y Fernando Londoño y Londoño: “En este libro (se refiere a Jornadas) que las gentes creen que es un libro de humor, hay historia, hay filosofía, política, hay poesía y hay un poquitín de humor”.

También actuó en la vida pública. Presidió la Asamblea de Caldas y la Cámara de Representantes. Estuvo en el servicio exterior y fue directivo de su partido. En 1925 se desempeñó como intendente del Chamí, región indígena que pertenecía a Caldas. De allí sacó el apellido Yagarí, que en dialecto chocoano quiere decir flechero. Con esa adquisición, no cesaba de disparar sus flechazos certeros.

Nació en Pereira el 27 de marzo de 1903, se casó en Calarcá el 27 de julio de 1925, y murió en Manizales el 18 de mayo de 1985. Por lo tanto, echó raíces en todo el territorio conocido hoy como el Eje Cafetero. Su nombre de pila es Gonzalo Uribe Mejía. Apelativo que perdió para convertirse en Luis Yagarí, personaje que pasó a la historia. El indígena “murió de soledad y tristeza –dijo–. Cuando me contaron su muerte escribí una crónica titulada Yo maté a Luis Yagarí”.

He vuelto a encontrarme con el cronista estrella a través de la gratísima relectura de su libro Jornadas (1974). Densas capas de olvido han caído sobre su nombre. Ya pocos saben quién fue Luis Yagarí. Ojalá alguna entidad se encargue de recuperar su obra. Vale la pena volver sobre el pasado memorable que enalteció con su inteligencia este hijo ilustre de la comarca cafetera.

El Espectador, Bogotá, 1-IX-2017.
Eje 21, Manizales, 1-IX-2017.
La Crónica del Quindío, Armenia, 3-IX-2017.

Comentarios

¿Cómo olvidar el estilo, la claridad conceptual  y las agudas columnas de Luis Yagarí? Gustavo Valencia, Armenia.

Excelente y resumida evocación de un hombre cuyos textos fueron el habitual alimento cultural de una región que él representaba con tan selecto lenguaje. Qué necesarias son estas evocaciones para recuperar y proteger ese pasado que solo se encuentra en memorias privilegiadas como la del autor de este artículo. Umberto Senegal, Calarcá.

El columnista tiene toda la razón: con el olvido en el Eje Cafetero, la historia, en toda su extensión, la enterraron. Durante mi breve paso por La Patria, en 1972, lo conocí. Era la época de Jorge Santander y Héctor Moreno, de grata recordación en el medio intelectual del Manizales de entonces. Guillermo Valderrama (correo a La Crónica del Quindío). 

Historia de un robo bancario

viernes, 12 de diciembre de 2014 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Agosto de 1966. Hacía pocos días había llegado a Pasto desde la capital del país con el fin de reemplazar durante sus vacaciones al gerente del Banco Popular. Era la primera vez que estaba en la bella y apacible capital de Nariño, ciudad rodeada de montañas, páramos y paisajes encantadores, y cuyas carreteras hacia los otros municipios eran en verdad escabrosas.

Ciudad silenciosa, de gente amable y acogedora. La vida cotidiana no registraba grandes sucesos y solo de tarde en tarde ocurría algún hecho especial que en poco tiempo se esfumaba. Pasto es hoy, medio siglo después, centro populoso que ya pasó la línea de los 400 mil habitantes.

Varias veces he querido escribir esta historia: la historia del primer robo bancario ocurrido en la ciudad donde no pasaba nada. Hoy me propongo reconstruir el episodio con la precisión que me concede la circunstancia de haber estado en el  remolino de la noticia y haber sido testigo único de algunos pormenores que no trascendieron aquella vez al público.

Se trataba de una remesa de medio millón de pesos que iba a ser trasladada de Pasto a Tumaco. Para tener una idea de cuánto representaría hoy dicha cantidad, baste saber que con ella el banco de Tumaco se proveía de fondos para su flujo de caja en un mes. Su gerente era Hugo Arturo Buchelli, oriundo de Pasto, con quien había hecho amistad en Bogotá años atrás.

Él se desplazaba todos los meses a Cali o Pasto a efectuar el traslado de fondos para su oficina. Al saber que yo estaba en esta última ciudad, prefirió viajar allí, donde tendríamos la oportunidad de volver a vernos y reanudar nuestro diálogo. De Tumaco se vino por tierra en su propio carro, manejado por un chofer amigo suyo, en azarosa travesía de nueve o diez horas por aquella carretera de espanto, que él conocía muy bien. Y me llegó a la oficina provisto de la maleta donde siempre acarreaba el dinero. Todo el mundo conocía esa maleta y nadie ignoraba la diligencia que se iba a realizar.

 La atracción de la esposa

A Tumaco pensaba regresar en su mismo vehículo dos días después. La avioneta de Avianca solo volaría allí el lunes siguiente, y él tenía afán de estar el domingo con su esposa. La noticia me preocupó. Pero Hugo Arturo me tranquilizó con el dato de que Nariño era territorio muy tranquilo donde nunca había sido asaltada una remesa bancaria. Nadie se atrevía a intentarlo en territorio tan abrupto, que tenía mínimas posibilidades de escape.

De hecho, él había viajado muchas veces en tales condiciones. Me contó que la misma práctica la seguían las otras entidades financieras. “No olvides que el dinero está protegido por la compañía de seguros”, me dijo. Claro que sí. ¿Y quién protegía la vida del gerente? En fin, él era el responsable de su misión.

Según todos los indicios, Teresa Ospina, su esposa, estaba encinta: así lo indicaba la prueba del sapo, o prueba de embarazo, tan de moda en los años 60 por donde corre esta historia. Mi amigo no cabía en sí de la felicidad: iba a ser padre después de 20 meses de casado.

En nuestra despedida, la noche del viernes, festejamos con gran regocijo el presagio venturoso. Y nos citamos para el día siguiente, a fin de sacar la maleta de la bóveda del banco, donde estaba lista con el medio millón de pesos. Y además, zunchada en la parte interior por un empleado de mi oficina. Creo que esta operación solo se hacía en Pasto. En mi larga trayectoria en la entidad (donde trabajé por espacio de 36 años), nunca supe de un caso similar.

 Los asaltantes, en acecho

Como el carro en que mi colega se desplazó desde Tumaco había sufrido un choque inexplicable antes de llegar a Pasto y no estaba disponible para el regreso, el gerente llamaría al azar a un taxi. Mientras tanto, una banda de asaltantes vigilaba nuestros pasos. Todo parece indicar que los delincuentes le seguían la pista a la remesa que iba a salir de un banco diferente al nuestro, pero la presencia del gerente de Tumaco con su reconocida maleta hizo poner los ojos sobre nosotros. Estábamos fichados.

Sacado el dinero de la bóveda, me trasladé hasta el hotel en el mismo taxi que llevaba la remesa. Hugo Arturo me insistía en que me fuera con él a Tumaco y regresara en la avioneta del lunes. Desde luego, me halagaba la invitación. Descendí del vehículo para ir a sacar la maleta de mi pieza, pero luego desistí. Muy poco me faltó para dar el paso a la muerte. Algo me detuvo al borde del abismo. Conclusión: no me había llegado la hora.

El taxi del banco partió a las tres de la tarde, y yo lo despedí en la puerta del hotel Pacífico. No tomó la salida normal en razón de alguna corazonada de Hugo Arturo, sino una trocha por donde nadie transitaba. Los atracadores, al ver que el vehículo no aparecía en el lugar donde lo esperaban a la salida de Pasto, emprendieron su persecución en otro taxi que tenían listo. Había transcurrido más de media hora, quizás una hora, y no era fácil darle alcance al vehículo del banco. En la carretera quedó constancia de la alta velocidad que llevaba el taxi de los asaltantes.

 Asaltada la remesa

A las nueve de la mañana del domingo me llamó por teléfono el secretario de mi oficina a informarme que había sido asaltada la remesa y no aparecían ni el gerente ni el taxi. Menos, por supuesto, el dinero. El chofer había logrado escapar y fue quien dio el aviso a las autoridades. El secretario de la sucursal y el empleado experto en zunchar maletas estaban detenidos.

Y a mí no me encontraba la policía. Cosa extraña, si no había salido de mi pieza. Se me consideraba, por tanto, sospechoso del asalto. Al fin y al cabo, yo era un solemne desconocido en la ciudad. En minutos me presenté a las autoridades y despejé las dudas.

Reconstruidos los hechos, se supo que hacia las 11 de la noche, después de 8 horas de viaje, el carro del banco fue alcanzado por el otro taxi, en Puente Verde, cerca de la población de El Diviso. Allí se adelantó el taxi de los asaltantes y bloqueó la entrada al puente, con el argumento de que el motor se había apagado. Ambos conductores se dedicaron a localizar la falla del vehículo. Hugo Arturo, entre tanto, no se inmutó por el percance. No llegó a sospechar que algo extraño sucedía. Buscó el periódico, prendió la luz del techo y se dedicó a leer. Consigo llevaba el revólver de dotación del banco.

El jefe de los atracadores, que era sargento activo del Ejército y que ese mismo día había desertado junto con un cabo que integraba la misma banda, planeaba cómo reunir al chofer del taxi con el banquero para matarlos a los dos. El sargento administraba en horas nocturnas un club social de la ciudad y era amigo de Hugo Arturo. Otro de los delincuentes, propietario de un restaurante, también lo era.

Después de consumir varias cajas de fósforos sin encontrar el fingido daño del motor, el chofer del banco anunció que buscaría la lámpara de extensión que guardaba en la guantera. Era el momento que buscaba el sargento. Ya con la lámpara en la mano, y muy cerca al gerente, quien viajaba en el puesto delantero y no se había preocupado por descender del vehículo, el sargento disparó todos los tiros de su revólver contra Hugo Arturo, su amigo.

Los costales cinematográficos

Despavorido, el chofer salió disparado hacia el monte, mientras el sargento cargaba de nuevo el arma y la vaciaba contra él. En la oscuridad de las once de la noche, el chofer saltaba de aquí para allá como una liebre. El sargento supuso que lo había matado. Pero falló: ninguna bala lo tocó. Muerto de pánico, el taxista abordó un camión que pasó de casualidad una hora después. Ante la policía de La Espriella relató los hechos. La mano le había quedado petrificada por el terror y no lograba desprender de ella la lámpara de extensión.

En la mañana del domingo se conoció la noticia fatal: el taxi fue hallado oculto en la maleza, y al lado del río Mira estaba el cuerpo de Hugo Arturo, perforado por 5 balazos. Los maleantes se repartieron el botín en los costales que habían previsto e iniciaron la fuga. Mientras tanto, un plan conjunto del DAS, la Policía y el Ejército había cerrado todas las vías de escape.

Cuando el grupo de facinerosos atravesaba el río Mataje, en la frontera con Ecuador, fue interceptado por las autoridades. Y vino la balacera. Dos de los asaltantes fueron dados de baja y el sargento fue herido en una pierna. Los costales quedaron a la deriva en el río, por fortuna en la parte menos caudalosa, y de ellos salían los billetes como en una escena cinematográfica.

Más tarde fueron entregados, aún mojados, a un juzgado de Tumaco. Se habían recuperado 416 mil pesos. Los otros 84 mil nunca aparecieron. Es posible que fuera la cuota del baquiano que condujo a los asaltantes por aquellos terrenos escabrosos.

Al sargento lo llevaron al hospital de Tumaco para someterlo a una cirugía urgente. La monja que lo atendía le hizo notar al médico que el hombre había extraído algo del bolsillo del pantalón y lo había guardado en la pijama. Era un fajo de banco: el saldo final de una operación demencial que no pudo tener éxito y dejó un cuadro apocalíptico, indigno de la noble tierra pastusa, donde nunca había sido asaltada una remesa bancaria.

La circunstancia más dolorosa de esta fatalidad fue la relacionada con el embarazo de la esposa de Hugo Arturo: se trataba de una falsa alarma. La prueba del sapo había fallado y ella no estaba embarazada. Con la ilusión de la maternidad él se fue del mundo. Dichoso con la noticia, había anticipado el viaje que debía realizar el lunes por avioneta y encontró la muerte en una carretera desierta y espeluznante. Lindo epílogo de amor que sella esta historia trágica.

Cuatro meses después (diciembre de 1966) regresé a Bogotá y no volví a saber nada del proceso judicial. Cuando recuerdo este episodio dantesco, se me nubla la mente y se me crispa el alma. Duré varios días dominado por la pena y el desconcierto. Pero había que seguir adelante.

El Espectador, 5-XII-2014.
Eje 21, Manizales, 5-XII-2014.
El Velero, Coempopular, N° 27, marzo de 2015.

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Comentarios:

Cuando usted describe a Pasto de aquellos años, de gentes sencillas y trabajadoras, un pueblo donde casi no pasaba nada, recordé el cuento En este pueblo no hay ladrones, de García Márquez. Álvaro Pérez Franco, París.

Excelente narrativa. Un suspense que no deja detenerse al lector. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

Qué terrible y angustiante experiencia de la que se salvó de morir, y como usted expresa, a pesar de los muchos años transcurridos aún se le nubla la mente por esos dolorosos recuerdos. Yo también tuve una experiencia de la que milagrosamente sobreviví y la escribí hace algunos años. Se la envío: Vivo de milagro. Antonio Guihur Porto, Barraquilla.

Es bueno dejar constancia de que en ese entonces solo robaban los bandidos: hoy lo hace todo el mundo. Óscar Jiménez Leal, Bogotá.

Muy buena la remembranza sobre el viejo episodio que los mayores recordamos. Aun cuando ocurrió hace casi medio siglo, me parece un poco atrevida su presunción sobre la pérdida de los 84 mil pesos como «la cuota del baquiano que condujo a los asaltantes», cuando usted mismo detalla cómo los costales con el dinero quedaron a la deriva por el río y de ellos salían los billetes. Felicitaciones por la columna y por su afortunada decisión, de última hora, de no acompañar al confiado colega a Tumaco. Gustavo Valencia García, Armenia.

Respuesta. – Los billetes que salieron de los costales no fueron muy numerosos, y de todas maneras se rescataron más abajo (el río en esa parte llevaba muy poca agua y los asaltantes lo atravesaban  a pie). También se pensó que los 84 mil pesos eran la cuota del chofer del taxi de los asaltantes. Pero esto no se pudo comprobar. GPE

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