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Una misa por Medina

miércoles, 11 de enero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

Mi vecindad con la funeraria Gaviria y el templo de Cristo Rey me permitió estar presente en las exequias de Santiago Medina. Nunca lo conocí en persona, pero su sonada y turbulenta actuación de los últimos años, como uno de los protago­nistas más importantes del proceso 8.000, se convirtió en motivo de interés para escudriñar su vida y su enigmática perso­nalidad.

Yo había leído el reportaje que conce­dió a Semana, reportaje con buenas dosis de aplomo y reflexión ante la muerte que él veía llegar, y de esa lectura deduje que aquél era su último acto público. Todo cuanto tenía que decir, y ya lo había di­cho en otras oportunidades, estaba con­tenido en la entrevista de Semana.

Aun­que otros actores del mismo proceso controvirtieran y continúen controvirtien­do sus confesiones ante la justicia, mer­ced a las cuales se abrió este juicio histó­rico, lo cierto es que Medina dijo la ver­dad. La gran verdad sobre la infiltración de dineros en la campaña de Samper.

Si las cosas han de mirarse con buena óptica y sentido recto, Medina murió por la verdad. Se le imputa el que como tesorero de la campaña presidencial hu­biera sido el enlace para la consecución de dineros corruptos ante los Rodríguez Orejuela, pero esto no le resta mérito a su actitud valiente de denunciar a sus anti­guos socios y sacar a la luz pública secre­tos que de otra forma hubieran seguido ocultos.

Por su confesado delito tuvo que irse a la cárcel, primero a la Modelo por cuatro meses y luego a la reclusión en su propio palacio debido a su delicado estado de sa­lud. Por ese palacio desfiló la flor y nata de la clase privilegiada del país en la vida de los negocios, la política y la jet set. Cuando era hombre de actualidad y poder, todos lo buscaban, lo lisonjeaban y lo disfrutaban. Hasta el propio Galán lo llevó a sus filas como directivo de su mo­vimiento; luego sería el tesorero del Parti­do Liberal, aplaudido y ratificado, y más tarde ocuparía el mismo cargo en la cam­paña de Samper, donde cayó abatido por la desgracia.

Prisionero de la opulencia, terminó sus días amargado y enfermo, y además soli­tario, en el palacio dorado que todos fre­cuentaban. Sus antiguos amigos políti­cos no iban a visitarlo porque lo conside­raban traidor. Tampoco era fácil hacerlo (aunque esta circunstancia era allanable): vivía custodiado por guardias, y ya no daba cocteles ni prodigaba favores. Por otra parte, no quedaba bien que se les viera en compañía de un delincuente. Había que alejarse de él como si padeciera una en­fermedad contagiosa.

La audaz cámara de televisión que, burlando cercos y prohibicio­nes, logró entrar Jaime Bayly a fi­nales de 1997 en la residencia del magna­te prisionero, desentrañó no pocas ver­dades sobre los caóticos sucesos que lo tenían privado de la libertad y víctima de una enfermedad grave y progresiva. Por esos días se había puesto en circulación el libro de Medina La verdad sobre las men­tiras, el cual, aunque pueda tener exageraciones, es el yo acuso de este sórdido capítulo de la política colombiana.

Algo me dice que Santiago Medina murió en paz con su conciencia. Pero frustrado de sus amigos y desolado ante la vida. No hay mayor infortunio que el de quedar reducido a nada en medio de una suntuosa mansión dominada por la sole­dad y azotada por la ingratitud humana.

En los funerales se vio la ausencia total de los políticos. Reflejo dramático de la gran farsa que se llama la política. Creo que el testimonio de este pobre rico, me­recedor de lástima y también de perdón, le va a servir a Colombia. Yo recé en sus exequias una oración por su alma y por­que se esclarezca la verdad.

La Crónica del Quindío, Armenia, 7-VI-1999.

 

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