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Otto en anécdotas

lunes, 24 de agosto de 2015

Por: Gustavo Páez Escobar

Este 23 de agosto se cumplen 3 meses del fallecimiento de Otto Morales Benítez. Decía él que el mejor homenaje que puede tributársele a la persona después de muerta no es en la funeraria, donde parientes y amigos se reúnen a charlar de todo menos del muerto, sino en un lugar placentero, donde se recuerden sus episodios   amables.

Eso es lo que pretende esta columna: evocar al personaje a través de su optimismo y su simpatía. Pocos, como él, han gozado tanto de la existencia. Su sola carcajada era una incitación al regocijo. Su vida está llena de anécdotas aleccionadoras, tonificantes, ingeniosas, penetradas de fino humor. Haré memoria de algunos sucesos graciosos ocurridos durante nuestra larga amistad de más de 40 años.

Cuando nos conocimos en Armenia, me pidió que lo acompañara a Foto Club, librería muy acreditada en la ciudad. En el recorrido por los estantes, donde Otto separaba las obras que le llamaban la atención, vi de pronto Destinos cruzados, mi novela inicial, que ya le había enviado a Bogotá, y con disimulo la escondí en el fondo de una montaña de libros. Y seguí adelante. Escritor incipiente, me sentía acomplejado ante el autor de numerosas obras. Cuando nos encontramos en la caja, pasó uno por uno los títulos escogidos, y al llegar al último, me miró con ojos pícaros y en medio de una carcajada me dijo: ¡Tu libro! (Había visto mi movimiento cuando oculté la novela).

Después de 15 años de estadía en el Quindío regresé a Bogotá y me sentí confuso ante la urbe alborotada, llena de carros, de puentes, de gente impetuosa, de enredo por todas partes. Le hice conocer mi desconcierto ante la nueva ciudad, y él me respondió: “En tantos años que llevo aquí nada malo me ha pasado. Bogotá es una ciudad amable. Quiérela, y te será grata. Pero si la miras mal, te será hostil”.

Fueron muchos los recorridos que hicimos por la Séptima. Más que dialogar conmigo,  se dedicaba a responder a cada paso, entre abrazos, besos y carcajadas, al saludo afectuoso de los transeúntes. Una vez me llevó a una confitería cercana a la avenida Jiménez y me dijo que allí sí podríamos hablar. Su objetivo era probar las golosinas de que era adicto clandestino. Desde entonces, muchas veces aterrizamos en el mismo sitio. Sospecho que allí comenzó mi carrera de los triglicéridos.

Un día me propuso reunirnos en el Oma de la carrera 15 con calle 82 para tratar un asunto que traíamos entre manos. Para evitar interrupciones, buscaríamos una mesa oculta situada al fondo. Tan pronto entramos al lugar, se pararon a saludarlo varios amigos de Medellín. Eran parientes de Noemí Sanín y hacía mucho tiempo no se veían. ¡Qué cantidad de anécdotas y reminiscencias brotaron en aquel encuentro entrañable! ¡Qué risas, y qué efusión, y qué familiaridad animaron la reunión! Así se consumió toda la mañana, sin haber tratado nada, en absoluto, sobre el trabajo convenido. Pero nos prometimos un nuevo encuentro.

Varias veces fui invitado en unión de mi esposa y otros amigos a su hacienda Don Olimpo, en Filadelfia (Caldas). La primera, le llevé de obsequio un par de botellas de whisky, sin acordarme de que él no tomaba licor. Su hijo Olympo estudiaba en Europa y le había enviado un casete donde narraba sus experiencias turísticas. Al escuchar su voz, sintió profunda emoción y para armonizar el momento destapó la primera botella. La alegre velada etílica se prolongó por varias horas, con Otto a la cabeza. Fue la primera vez en la vida que lo vi consumir licor. Y fue, por supuesto, una noche memorable.

Al día siguiente, me hizo llamar a su dormitorio para dialogar –su pasión visceral–. Un trabajador le había traído todos los periódicos que llegaban a Filadelfia, y él, tijera en mano, se enteraba de su contenido. Cuando hallaba algo especial, lo recortaba y en la parte superior escribía el nombre del amigo a quien interesaría el escrito. A su regreso a Bogotá, la secretaria se encargaba de remitir los recortes a los destinatarios, junto con una tarjeta manuscrita por Otto.

Esta deferencia, que practicó toda la vida, le hizo ganar muchos amigos. De hecho, así lo conocí cuando daba en Armenia mis primeros pasos en las letras y el periodismo. Difícil encontrar una persona tan detallista como él. Decía que los adjetivos los usaba para alabar a sus amigos.

En recorrido a caballo por la hacienda, llegamos hasta el sitio donde se pesaba el ganado, y nos preguntó si queríamos pasar por la báscula. Claro que sí. Pero mi esposa, no contenta con el peso –sutileza muy femenina y muy respetable–, argumentó que la cuenta estaba equivocada debido a la ropa. Y Otto le respondió: “Entonces, te quitas la ropa y te vuelvo a pesar”.

El Espectador, Bogotá, 21-VIII-2015.
Eje 21, Bogotá, 21-VIII-2015.

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 Comentarios

Espectacular crónica. Verdadero reservorio de presencias con el hombre de la carcajada sorprendente. Carlos A. Villegas Uribe, Medellín.

No solo disfruté tu excelente prosa sino las anécdotas allí narradas. Qué bueno es recordar cosas agradables, amenas y reconfortantes. Y mejor si están salpicadas de buen humor. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Otto Morales Benítez tal vez fue el más auténtico liberal de los colombianos, después de Carlos Lleras Restrepo. Su cultura universal haría enrojecer de pena y envidia a la piara de ineptos hijos de papi que pululan en el Congreso. Comentandoj (correo a El Espectador.com).

Mil gracias, Gustavo, por recordar tantos aspectos de don Otto y siempre ennoblecidos con tu generosa y precisa pluma. Olympo Morales Benítez, Bogotá.

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