Inicio > Viajes > Un encuentro memorable

Un encuentro memorable

miércoles, 11 de enero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

2 de agosto de 1988, martes.

Un viaje acariciado con Astrid, mi esposa, tiene al fin cumplimiento en esta limpia mañana bogotana en que nos aprestamos a abordar el vuelo de Varig que ha de conducirnos al país azteca. En la instalación aérea de Bogotá todo es efervescencia. La vida de los aeropuertos es común en todas partes: movimientos presurosos de personas que llegan y salen, filas impacientes ante los despachos de pasajes, nerviosismo y ansiedad, adioses y despedidas. Uno de los lugares en donde más se agitan las emociones humanas, unas veces con reflejos de an­siedad y otras al impulso de los encuentros alborozados, es en los aeropuertos. En ellos hay misterio y suspenso, tristeza y felicidad, cercanía y distancia. Se unen allí, en extraña simbiosis, dos extremos de la existencia humana: el principio y el fin.

Ya situados en el confortable aparato de la empresa brasileña, y listos para la partida, escuchamos en varios idiomas la melodiosa voz femenina que nos da el reci­bimiento a bordo y anuncia una travesía de cuatro horas. El mensaje de las azafatas, imprescindible en estos as­censos del hombre a las temibles alturas, es el mayor sedante, por su tono y serenidad, para despegar de la tierra y chocar con las nubes. Consultamos el reloj mien tras el avión corre veloz por la pista: nueve de la maña­na. La hora exacta que figura en el pasaje. Ya teníamos noticia de la puntualidad inglesa de la compañía bra­sileña y por eso buscamos a Varig.

Buen augurio para un viaje de placer —como el que emprendemos para celebrar los 25 años de casados— éste de salir con exactitud y sin contratiempos por los aires de América. Hemos escogido a Méjico como sitio ideal para el turismo y la contemplación cultural. Mé­jico me ha atraído siempre por su historia, su cultura y sus bellezas naturales. Hoy viajo con mi esposa a descu­brir la tierra mítica de Juan Rulfo. Allí nos esperan, por otra parte, dos ansiados encuentros: uno con Laura Vic­toria, la voz lírica de mi pueblo nativo —Soatá—, y otro con Germán Pardo García, el poeta del cosmos.

Esto de poeta del cosmos, cuando el avión es pere­grino de los espacios infinitos y va contagiado de majes­tad, suena imponente. «Y me volví cósmico y soñé con la vida y la muerte en razón de ser astrofísico», señala el poeta en una de sus confesiones. Ahora recuerdo, en este encumbramiento por las regiones siderales, desde donde el mundo se ve borroso y lejano, que Adel López Gómez, escritor que conoció muy de cerca y admiró a Germán Pardo García, lo bautizó el «poeta de la briz­na y el cosmos». Exacta definición para quien como Par­do García plasmó en su obra, con sensibilidad artística, la trascendencia de la vida, desde la pequeñez hasta la inmensidad, y supo unir el átomo con la mole. Nadie sería grande y monumental y cósmico —como lo es Germán Pardo García— si no fuera al propio tiempo emotivo y humilde. Juntar la brizna con el cosmos re­presenta el acierto del hombre capaz de realizar un no­ble destino.

En su poema Sombras acústicas declara Pardo García:

Soy un vagabundo del espacio

y ansío escudriñar si mi espíritu repercute

en el centro de Dios.

Surge de pronto la sensación de hallarnos próximos a nuestro destino. La región más transparente, canta­da por el novelista Carlos Fuentes, está cercana al ha­llazgo. La inmensa capital de Méjico, que en otras épo­cas contaba con cielo claro y hoy se encuentra oculta por espeso manto de niebla, se resiste a aparecer ante nuestros ojos. Es necesario que el avión perfore la densa atmósfera contaminada, que pinta el cielo de gris melancólico, para que se descubra, en toda su magnitud, el imperio de la urbe.

Carlos Fuentes se refiere no sólo a la pureza de la atmósfera sino a la transparencia de la raza mejicana. Esa transparencia, a pesar del smog que atenta hoy contra la propia vida, es un distintivo del pueblo mejicano. Su capital, con veinte millones de ha­bitantes, es la más poblada del mundo. Y comienza a brotar como entre brumas, para luego revelarse en sus maravillosos contornos. Todo un espectáculo de ur­banismo, de belleza y suntuosidad.

Ciudad de Méjico se encuentra tan contaminada, que en los tejados de las casas mueren asfixiados los pajaritos; y mañana serán personas las que terminen con los pul­mones destrozados si no se controla el gigantismo letal de la urbe más colosal del planeta. Tal la marca agobiadora del progreso incomprensible. Estamos, en fin, sobrevolando la metrópoli asombrosa que relampaguea a distancia con su constelación de fosforescencias y vida. La metrópoli se nos mete en el cerebro y en el corazón, luminosa, succionante, estremecedora.

Escucho, rememorando su historia, el grito de las revoluciones que reclaman derechos e imponen libertad. Me llega el eco de las batallas donde el pueblo altivo escribió una de las mayores epopeyas de la raza, entre luchas, rebeliones y grandezas. Y no puedo disociar de esa cadena de combates y sacrificios la leyenda de Pedro Páramo, que recoge y simboliza uno de los capítulos mejor representados de la violencia universal. Es éste el país fabuloso que me ha crecido en la sangre como un torrente incontenible y que ahora fulgura en el aire y me infunde turbación y pasmo.

La ciudad se entrega como la amante frenética que desde siempre ha esperado, y se vuelve sensual con sus líneas hormigueantes que corren por avenidas vertigino­sas y por parajes recónditos. Es la ciudad-monstruo. La de las desmesuras y las pequeñeces entrelazadas, casta y pecadora a la vez. La de los amaneceres piadosos y las noches borrascosas. Centro de culturas milenarias y te­soros sorprendentes. Resplandece la urbe como un sen­dero de pedrerías fantásticas.

Cumplidos los trámites de inmigración, nos dispo­nemos a rescatar las maletas y tomar el taxi al hotel. Estamos en país extraño pero nos sentimos cómodos en él, tal vez por nuestra admiración por el territorio in­cógnito. El aeropuerto hierve de gente y afanes, y noso­tros, insignificantes transeúntes en medio de la multitud, nos protegemos en la mutua compañía. Nos dejamos arrastrar por la marejada humana y buscamos, más con la intención que con los ojos, la forma de sentirnos solos, como si esto fuera posible entre la muchedumbre de los aeropuertos.

Alguien se dirige a mí y menciona mi nombre. Es Aristomeno Porras, ciudadano colombiano residente ha­ce largos años en Méjico, a quien no conozco en persona. La grata sorpresa me abruma. Como estaba enterado de nuestro viaje, ha venido a recibirnos. Y nos dice que en otro ángulo del aeropuerto nos aguarda desde hace dos horas —por mala información sobre el vuelo— Ger­mán Pardo García. Me siento sobrecogido con la noticia. Me apena la cortesía de los dos amigos distantes, a quie­nes sólo he tratado por correspondencia, y me contraría la incomodidad que ha tenido que soportar el maestro, quien acaba de cumplir 86 años.

Y allí, en silenciosa espera, mientras el mundo circu­la rudo y hostil a su lado, divisamos al poeta. En entra­ñable abrazo le expresamos nuestra gratitud, a la vez que nuestro disgusto por el contratiempo.

–¡Bienvenidos a Méjico! –nos manifiesta con ges­to cordial, disimulando la fatiga.

–Maestro, es un privilegio estar con usted –le expreso con emoción.

Y él, sin palabras, deposita en manos de mi esposa una ollita de barro donde va sembrada una flor. Es la flor mejicana de la hospitalidad. Pero sobre todo es la flor poética de la solidaridad, que siempre retoñará en los corazones hermanos.

Es martes, y recuerdo el viejo proverbio: «En mar­tes, ni te cases ni te embarques». La sentencia no tiene sentido y resulta falsa como tantas otras inventadas por la imaginación popular. No sólo ha sido placentero el viaje de la pareja conyugal, sino que este martes da ini­cio al presente libro. Quedo embarcado en la gran aven­tura de descubrir el alma del inmenso poeta colombiano, gloria de la literatura universal, quien con una ollita de barro ha salido a presentarnos su célebre mensaje de «paz y esperanza» en medio del ambiente turbio de los aeropuertos. El barro representa la tierra, y con este co­nocimiento trataré de darle dimensión a la vida.

El cielo mejicano me ha sido propicio.

La Crónica del Quindío, Armenia, 9-VII-1995.

 

Categories: Viajes Tags:
Comentarios cerrados.