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Medalla Eduardo Arias Suárez

viernes, 17 de junio de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Palabras pronunciadas al recibir la medalla en Calarcá, el 19 de junio de 1974

Un quinquenio es como una brizna en la vida de los hombres. Sin embargo, cuántos sucesos, cuántas dichas y desdichas, cuántas emociones de­para este ciclo que a muchos les recuerda apenas que la carrera del tiempo es fugaz, y a otros nos nutre el espíritu con saludables añoranzas y reconfortantes vivencias.

Cinco años han corrido desde que una familia, peregrina de extraños caminos, descendía con el corazón abierto hacia reservados destinos, sin adivi­nar que detrás de una curva se dibujaría de repen­te en el paisaje una pincelada de promisión e irrum­piría el Quindío milagroso con su perfume de cafe­tales y su hospitalidad inmarchitable. A la entrada,  como columpiándose en el abismo, surgió del mis­terio e intempestivamente Calarcá la señorial, la esbelta Villa del Cacique, y en ella inhalamos el pri­mer soplo de una nueva amistad.

Bien está que recuerde ahora tan grata remi­niscencia, si esterecinto está impregnado de hidalguía y confraternidad. Si estamos aquí para realzar la amistad, el corazón llega henchido de admiración y asombro, que ni mi esposa ni yo podríamos explicar del todo si no supié­ramos que en esta sala existen suficientes intérpre­tes que conocen nuestros afectos por el Quindío y su gente.

¡Qué difícil compromiso el de recibir esta me­dalla! Reacio mi temperamento a la ostentación, y amigo por el contrario de la labor silenciosa, tuve que vencer mis propias inhibiciones para subir a escena. Pensé, para hacerlo, que no se trataba de tener o no vocación para estas ceremonias, ni de sen­tirse o no merecedor de galardones, sino ante todo de contribuir a resaltar la vigencia del escritor en este mundo hostil y materialista que se ha olvidado de los valores morales, para entronizar en cambio el imperio de la ordinariez y el desenfreno, y fabri­car paraísos artificiales bajo el estímulo de soporí­feras y absurdas evasiones, cuando se es incapaz de elevar el corazón a las cumbres del pensamiento.

Falseado el mundo y distorsionada la conciencia colectiva, quienes rendimos culto a las ideas veni­mos esta noche a cumplir una cita de honor para reafirmar inmortales principios éticos y estéticos que no dejarán envejecer el espíritu.

Y si en el caso mío apenas se han garrapateado algunas páginas bajo el vértigo de estrechos mar­cos, no eludo el encuentro con esta culta concurren­cia por saber que represento a tanto escritor esfor­zado que no se conforma con la mediocridad.

Resplandece esta sala con el brillo de egregias figuras de las letras. Y como invitados de honor y ungidos con refulgentes símbolos literarios, dos pioneros de la intelectualidad del país, el maestro Rafael Maya y el poeta Bernardo Pareja, engran­decen este momento.

Bien sé yo cuánta generosidad encierran las palabras de Alirio Gallego Valencia, que enaltecen mi modesta obra, y me abruman por su largueza. Me honro con sus conceptos por venir de un maestro de las disciplinas humanís­ticas; y tanta es su benevolencia, que la interpreto como un aguijón para producir cosas mejores.

No ignoro el compromiso que significa el peso de esta medalla creada para honrar la me­moria de Eduardo Arias Suárez, inteligencia de po­lifacéticas virtudes y orgullo de una raza que tem­pló su alma entre arrierías y surcos sentimentales, y que hoy, como si fuera fácil, se nos pone como ejemplo para imitar. Habrá de ser, con todo, un reto para continuar cincelando, a golpes de orfebre­ría, la majestad de la palabra. La palabra, como lo pregona Alirio, es la que mueve, la que conmueve al universo, y no los gritos inútiles en el vacío.

Señor Humberto Jaramillo Ángel:

Usted que sabe que el oficio de escribir es honor que cuesta, debe sentirse satisfecho al ver coronados sus desvelos con esta perseverante y me­ritoria obra. Afortunado mecenas usted que, tras infatigables vigilias, sienta sus reales en Calarcá y atrae sobre ella la mirada del país, y de paso les enseña a las nuevas generaciones que desde la pro­vincia puede también hacerse cultura. Mucho ten­drá que agradecerle su terruño el entusiasmo de su carácter que le permite congregar, año tras año, estos foros de la inteligencia.

Recibo este homenaje con desconcertada grati­tud y con el emocionado alborozo de saber que tan alto honor ha pasado ya a ser patrimonio de mi esposa y de mis hijos.

La Patria, Revista Dominical, 7-VII-1974.

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