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Archivo para viernes, 17 de junio de 2011

La mala prensa

viernes, 17 de junio de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando los periodistas ex­tranjeros nos ponen el dedo so­bre la llaga, suele el país reaccionar con la socorrida argumentación de lo que ha da­do en calificarse como la ma­la prensa. Pero no siempre los despliegues periodísticos que recaen sobre Colombia son tan sensacionalistas como algunos los acusan, ni tan irreales como los quisiéramos.

Se exagera, es cierto, y a veces se le da cuerda a la fantasía, con algunos apuntes, sobre todo en la llamada prensa amarilla. De esta contingencia no está exento ningún país, y ni siquiera pueblos más civilizados que el nuestro. Vimos hace poco, en primera página de un periódico bogotano, la reproducción de un titular publicado en el ex­terior con gran despliegue y con énfasis sobre ciertas peculiaridades de la accidenta­da vida bogotana, y en general de Colombia. Se nos tilda de ser país inseguro y medio selvá­tico, donde no solo peligra el bolsillo, sino también la in­tegridad física. Es una advertencia al turista para que se de­fienda, si es que después de la lectura se arriesga a deslizarse por nuestras calles plagadas de angustias y de sobresaltos. ¿Será eso mala prensa?

Todos sabemos que vivimos sometidos de continuo al asalto, al engaño, a la in­timidación y hasta la muerte, en el pequeño o gran Chicago en que se han conver­tido las ciudades colombianas. Para consuelo de tontos, cuando men­cionamos a Chicago como el centro por excelencia del crimen, estamos jactándonos con ser menos delincuentes que otros. A Chicago no se le hace mala prensa destacándole —si eso es una manera de destacar— su vida azarosa, la mejor escuela del gangsteris­mo del mundo.

Una de las inclinaciones naturales del hombre es la de vivir haciéndoles apologías al delito y a las cosas absurdas, como ocurre en series de tele­visión, una de ellas, Las Calles de San Francisco, o en libros como El Padrino, ambos importados, con su fondo de atrocidades y de cosas ciertas.

En Colombia, como en cualquier país, existe delin­cuencia. No nos alarmemos del todo cuando nuestros visitantes regresan a sus lugares de origen con crónicas sobre lo que les ha ocurrido, o han visto, o les han contado. Detrás de esas noticias hay verdades imposibles de ignorar. Ciertas protestas no conducen a nada bueno, si no es a acentuar más nuestros defectos.

Bogotá es ciudad invivible, nadie lo ignora. Lo mismo ocurre con la mayoría de nuestras ciudades. En cada esquina, a cada paso, lo mismo en la oscuridad que a plena luz del día, amenazan el raponero, el estafador, el sádico, el asesino… Este articulista se re­fería, no hace mucho, a la violencia urbana que «asusta» en nuestras ciudades.

Antes que continuar viendo siempre mala prensa en las verdades que nos dicen desde el exterior acerca de nuestro agitado y a veces tenebroso vivir, clamemos a las autorida­des por que se brinden mejores garantías; por que el turista no sea asaltado en la propia baja­da del avión; por que el extran­jero pueda recorrer nuestras calles sin miedo  y con optimismo; y por que, al tomar el avión de regreso, se marche grato con la mala prensa que traía en la cabeza.

La mala prensa no es mala cuando es real. Y puede con­vertirse en buena, en construc­tiva, cuando es capaz de es­timularnos el sentido patriótico para corregir los yerros de esta sociedad desquiciada.

El Espectador, Bogotá, 19-III-1975.

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El escritor quindiano

viernes, 17 de junio de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Es una invitación muy comprometedora la que hace Ovidio Rincón al es­critor del Quindío para que frecuente las páginas de La Patria, si de cierto tiempo para acá ha brillado por su ausencia. Al extrañar ese hecho, co­mentaba yo a Ovidio:

«La Patria ha sabido conservar, antes y después de la desmembración territorial, cierto sabor comarcano, que lo mismo se siente en Risaralda, en el Quindío y en Caldas. Por eso puede hablarse, sin exclusivismos, del perió­dico regional que refresca por igual a las tres parcelas. De un momento a otro desaparecieron de la página cen­tral, sin saber por qué, los nombres de habituales escritores quindianos, tal vez con la única excepción de Humber­to Jaramillo Ángel, el veterano hués­ped de esa casa».

Ovidio, en su galante respuesta, se duele que hayan sido los escritores quindianos los que han abandonado in­justamente el periódico. El Quindío es tierra pródiga no solo para darle divisas al país con sus cafetales floridos, sino que es además almácigo de poetas, cuentistas, novelistas, intelectuales. .

Es preciso que la clase pensante del Quindío rompa su silencio. Que plu­mas tan amenas corno la de Euclides Jaramillo Arango, con su inagotable maestría, nos alimenten el espíritu. Que otros amigos regresen al esce­nario. De la gama de escritores en rece­so saldrán temas diversos, que los re­querimos. Que se agiten ideas. «Si las palabras están enfermas, a nosotros nos incumbe curarlas», clamaba Sartre.

Y bien hace el directivo de La Patria al recordar que en esta era de la brevedad y de cambio de moldes en la prensa, el comentario debe ser com­primido como las píldoras que dan ca­lorías, y catalizador, además, de los afanes colectivos. En esta competencia de la velocidad, donde el mundo casi que se entiende por señas, se ha im­puesto la concisión, aunque la profun­didad del pensamiento no podrá nunca desaparecer, por más que nos atropelle la frivolidad.

Para el reposo de la biblioteca que­dan el ensayo depurado y la contem­plación retórica. El nervio del periódi­co lo hace hoy la nota dinámica. La gente ya no lee, porque carece de tiem­po y hasta de vocación, dentro de este enredado afán de vivir rápido, las ex­tensas y respetables expresiones de otros tiempos, que eran el bocado de cada día. Hoy se quiere captar el mun­do con una mirada y hasta se pretende que la noticia se transmita con imáge­nes, en difícil empeño por asimilar cultura con técnicas supersónicas.

Todo un manual de periodismo mo­derno nos describe Ovidio en dos pun­tadas desde su Rincón de La Patria, sin dejar de lamentarse de este cambio de mentalidad, pero admitien­do que es imposible evitarlo. Buena ocasión, e inaplazable compromiso para corresponder a su llamado, para los escritores quindianos que se han silenciado, y que los esta­mos extrañando.

La Patria, Manizales, 8-III-1975.

 

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A remo de galeote

viernes, 17 de junio de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La humanidad, desde los más remotos días, aprendió a caminar por los caminos del mar y surcó todos los confines de la tierra. Las comunicaciones marítimas, que fueron las más efectivas redes de enlace entre las naciones, continúan siendo esenciales. El hombre, siempre ingenioso, descubrió que la bravura de los océanos era posible vencerla ideándose me­dios para esquivar la arremeti­da del oleaje, viajando en alas del viento.

Hace muchos siglos se formó, en la entraña de un tronco, ahuecándolo, la primera canoa. Y se echó a rodar río abajo. Se supo entonces que era fácil sostenerse en la superficie de las aguas y moverse sobre ellas con poco riesgo de naufragar. Más tarde se descubriría la vela, capaz de darle dirección al rudimentario tronco conver­tido en canoa. Y al correr de los tiempos, aquel invento, que hoy no se aprecia en su justo valor en este mundo que se da visos de arriesgadas aventuras inter­planetarias, marcaría el comienzo de la navegación marítima.

La vela ha sido, por esencia, el mayor impulsor de la vida locomotriz. El hombre la acomodó a todas las circuns­tancias y a todos los riesgos y supo templarla lo mismo contra la brisa benigna que contra el huracán. Un día pasó de la frágil canoa a los grandes barcos. Tal ha sido la intrepi­dez de ese monstruo que se conoce como el hombre, que Cristóbal Colón se aventuró, entre tempestades y toda suerte de contratiempos, en busca de un nuevo mundo, montada su tripulación en tres carabelas, diminutos veleros enfrentados al furor de mares desconocidos, hasta encontrar la tierra de promisión.

Las grandes guerras de la historia se libraron en naves de alto velamen. Eran barcos poderosos, con perfiles de grandeza. Recuérdense las flotas romanas avanzando contra Cartago, que se consideraba inexpugnable, hasta destruirla y apoderarse de casi el resto del mundo. En tiempo de las Cruzadas se formaron monstruosas potencias náuticas que todo lo arrasaban a su paso. Eran veleros que no solo representaban la furia de las guerras entre países y entre continentes, sino que se con­virtieron en estandartes del esplendor de épocas doradas.

La fuerza de propulsión de estos barcos con remos y velas no era otra que el hombre. El viento no era suficiente para enrutar los caminos del mar. Se necesitaba de la inteligencia del hombre para tender o aflo­jar las velas a voluntad, según la corriente, la intensidad o el capricho de los vientos, y de su fuerza física para perforar los oleajes y no sucumbir entre los embates del enemigo sub­marino. Estos remeros le daban impulso al viaje con la musculatura del brazo y con el ojo avizor. Eran esforzados operarios que debían sufrir, de sol a sol, la inclemencia de los temporales, la fatiga de las rutas y las acechanzas de es­collos escondidos en el vientre de las aguas, para llevar a salvo la travesía.

Caminando por otros mares, se impresiona uno, con no poca frecuencia, con la frase, con la imagen o con el gesto, de tal profundidad, que no solo se detiene la imaginación para ahondar en su elocuencia, sino que camina en pos del diccionario o de la enciclopedia para enhebrar las ideas que saltan, a veces, como liebres sorprendidas. Y el intento es de temerosa fortuna cuando se pretende nada menos que enmarcar uno de esos juicios, auténticos rasgos de su personalidad, de que es maestro el ilustre  expresidente doctor Carlos Lleras Restrepo.

En su semanario La Nueva Frontera lo vemos solitario en su recinto, circundado por numerosas redes telefónicas, tomándole el pulso al país. A distancia, espera, sereno, un escritorio que resplandece en la solemnidad del marco austero.

«La pluma se ha vuelto para mí –medita el doctor Lleras– como un remo de galeote al que estoy sujeto las más de mis horas y ya a esto estoy resigna­do; pero alimentarla no es fácil cuando uno se empeña en sopesar bien cada concepto para no engañar a quienes tienen la heroica paciencia de leerlo».

Constante esclavitud la del galeote que orienta, con el pulso seguro y la mente lúcida, la corriente de opinión que suscitan sus escritos. Ha sido el doctor Lleras esclavo del pensamiento. ¡La más grandiosa esclavitud! Nunca, a lo largo de medio siglo de estar metido en el bergantín nacional, ha sido esquivo al vaivén de los acontecimientos. Su palabra se escucha con respeto y a veces se espera con temor.

Porque es, ante todo, crítico del quehacer doméstico. Sus pronósticos –fruto de la meditación– crean expectati­va, recelos o esperanzas, según la ubicación de cada quien. Y es que, definitivamente, el doctor Lleras Restrepo sabe pulsar el alma de la patria. El país vive pendiente de lo que él dice, y hasta de lo que deja de decir.

Los remeros de antaño eran esclavos. Sin su sacrificio no se hubiera concebido la bizarría de aquellas flotillas que atravesaban el mundo, de extremo a extremo, inflados sus penachos de gloria y siempre dispuestas lo mismo al combate que a la bienandanza.

Y a remo de galeote se empuja, por este remero intelectual, el curso de nuestro acontecer cotidiano.

El Espectador. Bogotá, 3-III-1975.
El Espectador, Bogotá, 30-IX-1994 (con motivo de la muerte del doctor Lleras, ocurrida el 27 de septiembre).

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Sutilezas del protocolo

viernes, 17 de junio de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Si por protocolo se entiende un código manejado por reglas caprichosas que cambian con los tiempos y las circunstan­cias, debe admitirse que es una de las invenciones más simples del comportamiento de la sociedad. Nada tan ficticio, y al propio tiempo tan incómodo, como este manual de mis­teriosas recetas que busca mo­delar la compostura social dentro de cánones amanerados.

El hombre, que se ha liberado de tantas cosas, inclusive de la sumisión de la mujer en esta era de la emancipación femenina, no ha conseguido quitarse de encima torturas tan lacerantes como la del frac o el smoking que le frenan  el torrente sanguíneo y le cortan, como reprimenda, la tranquila expresión de una sonrisa.

Es el protocolo una de las más efectivas medidas para enjaular al hombre, después de cortarle las alas de su libre albedrío. Es la mejor manera de trasquilarlo, de trans­mutarlo, de volverlo inauténtico. Porque no debe dudarse de que bajo la rigidez de una de esas prendas ceremoniosas que ponen a palpitar con velocida­des peligrosas este lánguido corazón de nuestros días, de suyo acelerado, la figura pierde naturalidad, el apretón de manos se vuelve flojo y la personalidad se torna huidiza. ¿Habrá algo más sofocante que un   cuello estirado que reprime la respiración, o que una parada rígida que entumece los músculos?

Parece que la nobleza en el mundo se está extinguiendo más rápido de lo que se aprecia. Los príncipes azules escasean, para desconsuelo de tanta cenicienta trasnochada y para alivio de esta sociedad que cada día desea ser menos apergaminada. Las venias, las genuflexiones, el pestañeo, el ósculo insípido y tanto prurito de realeza que colmaron —con acrobacias que hoy serían irrealizables— los salones de la aristocracia ya desteñida, se miran ahora como muecas de un mundo agonizante, frente a este otro desenvuelto y desa­brochado. Si algo ha ganado la humanidad es la libertad de movimientos.

Por estos días nos visitó el príncipe Bernardo de Holanda y nuestra élite diplomática se vio en calzas prietas para condimentar la etiqueta debida a tan alta dignidad. Los fun­cionarios de la embajada me­ditaron, prepararon y aconsejaron la «estrategia» que debía seguirse. Solo tres periodistas podían concurrir a una entre­vista que figuraba en la agenda, y las preguntas debían estar preparadas de antemano. De pronto apareció el príncipe, hombre sencillo, desprovisto de solemnidades, simpático y accesible. Tan accesible, que las puertas se abrieron de par en par y entró quien quiso, con fotógrafos, grabadoras y la mente libre para preguntar cuanto deseara.

Habló con los periodistas de los problemas más agobiantes del momento, en forma llana y sin cortapisas, y hasta propuso que no se de­jara de lado uno de sus temas favoritos, la ecología, que encuadra tan bien en nuestro medio congestionado de toxinas.

Por allá lo vimos haciendo cambiar la champaña dulce por la seca, que refresca mejor su paladar, y torturando, de paso, a los afanosos maestros de ceremonia que tuvieron que declinar sus códigos ante la sencillez de un hombre sin misterios.

Se lamentaba el presidente Caldera, en la visita que le hizo nuestro presidente Pastrana, de que se hubiera perdido más de la mitad del programa en el cambio de trajes, cuando eran tantos los temas de importan­cia para analizar. ¡Lastima grande que la etiqueta mutile tan buenos propósitos!

Siendo el protocolo una ceremonia establecida por “costumbre», son los mismos tiempos, con personajes llanos como estos que la gente preten­de atar a convencionalismos inútiles, los encargados de hacer variar los moldes sociales. Con mayor autentici­dad y sin tanto barniz la vida se vive mejor. Es la era de la prisa y de las soluciones rápi­das.

Los plumajes y los esplen­dores de la sana Edad Media —y lo sano suele también pecar de bobo— pertenecen a páginas retóricas que continuarán refrescando el espíritu, pero desentonan en este momento nuestro, febril y plastificado.

El Espectador, Bogotá, 16-II-1975.
Prensa Nueva Cultural, Ibagué, febrero de 1994.

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Medalla Eduardo Arias Suárez

viernes, 17 de junio de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Palabras pronunciadas al recibir la medalla en Calarcá, el 19 de junio de 1974

Un quinquenio es como una brizna en la vida de los hombres. Sin embargo, cuántos sucesos, cuántas dichas y desdichas, cuántas emociones de­para este ciclo que a muchos les recuerda apenas que la carrera del tiempo es fugaz, y a otros nos nutre el espíritu con saludables añoranzas y reconfortantes vivencias.

Cinco años han corrido desde que una familia, peregrina de extraños caminos, descendía con el corazón abierto hacia reservados destinos, sin adivi­nar que detrás de una curva se dibujaría de repen­te en el paisaje una pincelada de promisión e irrum­piría el Quindío milagroso con su perfume de cafe­tales y su hospitalidad inmarchitable. A la entrada,  como columpiándose en el abismo, surgió del mis­terio e intempestivamente Calarcá la señorial, la esbelta Villa del Cacique, y en ella inhalamos el pri­mer soplo de una nueva amistad.

Bien está que recuerde ahora tan grata remi­niscencia, si esterecinto está impregnado de hidalguía y confraternidad. Si estamos aquí para realzar la amistad, el corazón llega henchido de admiración y asombro, que ni mi esposa ni yo podríamos explicar del todo si no supié­ramos que en esta sala existen suficientes intérpre­tes que conocen nuestros afectos por el Quindío y su gente.

¡Qué difícil compromiso el de recibir esta me­dalla! Reacio mi temperamento a la ostentación, y amigo por el contrario de la labor silenciosa, tuve que vencer mis propias inhibiciones para subir a escena. Pensé, para hacerlo, que no se trataba de tener o no vocación para estas ceremonias, ni de sen­tirse o no merecedor de galardones, sino ante todo de contribuir a resaltar la vigencia del escritor en este mundo hostil y materialista que se ha olvidado de los valores morales, para entronizar en cambio el imperio de la ordinariez y el desenfreno, y fabri­car paraísos artificiales bajo el estímulo de soporí­feras y absurdas evasiones, cuando se es incapaz de elevar el corazón a las cumbres del pensamiento.

Falseado el mundo y distorsionada la conciencia colectiva, quienes rendimos culto a las ideas veni­mos esta noche a cumplir una cita de honor para reafirmar inmortales principios éticos y estéticos que no dejarán envejecer el espíritu.

Y si en el caso mío apenas se han garrapateado algunas páginas bajo el vértigo de estrechos mar­cos, no eludo el encuentro con esta culta concurren­cia por saber que represento a tanto escritor esfor­zado que no se conforma con la mediocridad.

Resplandece esta sala con el brillo de egregias figuras de las letras. Y como invitados de honor y ungidos con refulgentes símbolos literarios, dos pioneros de la intelectualidad del país, el maestro Rafael Maya y el poeta Bernardo Pareja, engran­decen este momento.

Bien sé yo cuánta generosidad encierran las palabras de Alirio Gallego Valencia, que enaltecen mi modesta obra, y me abruman por su largueza. Me honro con sus conceptos por venir de un maestro de las disciplinas humanís­ticas; y tanta es su benevolencia, que la interpreto como un aguijón para producir cosas mejores.

No ignoro el compromiso que significa el peso de esta medalla creada para honrar la me­moria de Eduardo Arias Suárez, inteligencia de po­lifacéticas virtudes y orgullo de una raza que tem­pló su alma entre arrierías y surcos sentimentales, y que hoy, como si fuera fácil, se nos pone como ejemplo para imitar. Habrá de ser, con todo, un reto para continuar cincelando, a golpes de orfebre­ría, la majestad de la palabra. La palabra, como lo pregona Alirio, es la que mueve, la que conmueve al universo, y no los gritos inútiles en el vacío.

Señor Humberto Jaramillo Ángel:

Usted que sabe que el oficio de escribir es honor que cuesta, debe sentirse satisfecho al ver coronados sus desvelos con esta perseverante y me­ritoria obra. Afortunado mecenas usted que, tras infatigables vigilias, sienta sus reales en Calarcá y atrae sobre ella la mirada del país, y de paso les enseña a las nuevas generaciones que desde la pro­vincia puede también hacerse cultura. Mucho ten­drá que agradecerle su terruño el entusiasmo de su carácter que le permite congregar, año tras año, estos foros de la inteligencia.

Recibo este homenaje con desconcertada grati­tud y con el emocionado alborozo de saber que tan alto honor ha pasado ya a ser patrimonio de mi esposa y de mis hijos.

La Patria, Revista Dominical, 7-VII-1974.

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