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A remo de galeote

viernes, 17 de junio de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

La humanidad, desde los más remotos días, aprendió a caminar por los caminos del mar y surcó todos los confines de la tierra. Las comunicaciones marítimas, que fueron las más efectivas redes de enlace entre las naciones, continúan siendo esenciales. El hombre, siempre ingenioso, descubrió que la bravura de los océanos era posible vencerla ideándose me­dios para esquivar la arremeti­da del oleaje, viajando en alas del viento.

Hace muchos siglos se formó, en la entraña de un tronco, ahuecándolo, la primera canoa. Y se echó a rodar río abajo. Se supo entonces que era fácil sostenerse en la superficie de las aguas y moverse sobre ellas con poco riesgo de naufragar. Más tarde se descubriría la vela, capaz de darle dirección al rudimentario tronco conver­tido en canoa. Y al correr de los tiempos, aquel invento, que hoy no se aprecia en su justo valor en este mundo que se da visos de arriesgadas aventuras inter­planetarias, marcaría el comienzo de la navegación marítima.

La vela ha sido, por esencia, el mayor impulsor de la vida locomotriz. El hombre la acomodó a todas las circuns­tancias y a todos los riesgos y supo templarla lo mismo contra la brisa benigna que contra el huracán. Un día pasó de la frágil canoa a los grandes barcos. Tal ha sido la intrepi­dez de ese monstruo que se conoce como el hombre, que Cristóbal Colón se aventuró, entre tempestades y toda suerte de contratiempos, en busca de un nuevo mundo, montada su tripulación en tres carabelas, diminutos veleros enfrentados al furor de mares desconocidos, hasta encontrar la tierra de promisión.

Las grandes guerras de la historia se libraron en naves de alto velamen. Eran barcos poderosos, con perfiles de grandeza. Recuérdense las flotas romanas avanzando contra Cartago, que se consideraba inexpugnable, hasta destruirla y apoderarse de casi el resto del mundo. En tiempo de las Cruzadas se formaron monstruosas potencias náuticas que todo lo arrasaban a su paso. Eran veleros que no solo representaban la furia de las guerras entre países y entre continentes, sino que se con­virtieron en estandartes del esplendor de épocas doradas.

La fuerza de propulsión de estos barcos con remos y velas no era otra que el hombre. El viento no era suficiente para enrutar los caminos del mar. Se necesitaba de la inteligencia del hombre para tender o aflo­jar las velas a voluntad, según la corriente, la intensidad o el capricho de los vientos, y de su fuerza física para perforar los oleajes y no sucumbir entre los embates del enemigo sub­marino. Estos remeros le daban impulso al viaje con la musculatura del brazo y con el ojo avizor. Eran esforzados operarios que debían sufrir, de sol a sol, la inclemencia de los temporales, la fatiga de las rutas y las acechanzas de es­collos escondidos en el vientre de las aguas, para llevar a salvo la travesía.

Caminando por otros mares, se impresiona uno, con no poca frecuencia, con la frase, con la imagen o con el gesto, de tal profundidad, que no solo se detiene la imaginación para ahondar en su elocuencia, sino que camina en pos del diccionario o de la enciclopedia para enhebrar las ideas que saltan, a veces, como liebres sorprendidas. Y el intento es de temerosa fortuna cuando se pretende nada menos que enmarcar uno de esos juicios, auténticos rasgos de su personalidad, de que es maestro el ilustre  expresidente doctor Carlos Lleras Restrepo.

En su semanario La Nueva Frontera lo vemos solitario en su recinto, circundado por numerosas redes telefónicas, tomándole el pulso al país. A distancia, espera, sereno, un escritorio que resplandece en la solemnidad del marco austero.

«La pluma se ha vuelto para mí –medita el doctor Lleras– como un remo de galeote al que estoy sujeto las más de mis horas y ya a esto estoy resigna­do; pero alimentarla no es fácil cuando uno se empeña en sopesar bien cada concepto para no engañar a quienes tienen la heroica paciencia de leerlo».

Constante esclavitud la del galeote que orienta, con el pulso seguro y la mente lúcida, la corriente de opinión que suscitan sus escritos. Ha sido el doctor Lleras esclavo del pensamiento. ¡La más grandiosa esclavitud! Nunca, a lo largo de medio siglo de estar metido en el bergantín nacional, ha sido esquivo al vaivén de los acontecimientos. Su palabra se escucha con respeto y a veces se espera con temor.

Porque es, ante todo, crítico del quehacer doméstico. Sus pronósticos –fruto de la meditación– crean expectati­va, recelos o esperanzas, según la ubicación de cada quien. Y es que, definitivamente, el doctor Lleras Restrepo sabe pulsar el alma de la patria. El país vive pendiente de lo que él dice, y hasta de lo que deja de decir.

Los remeros de antaño eran esclavos. Sin su sacrificio no se hubiera concebido la bizarría de aquellas flotillas que atravesaban el mundo, de extremo a extremo, inflados sus penachos de gloria y siempre dispuestas lo mismo al combate que a la bienandanza.

Y a remo de galeote se empuja, por este remero intelectual, el curso de nuestro acontecer cotidiano.

El Espectador. Bogotá, 3-III-1975.
El Espectador, Bogotá, 30-IX-1994 (con motivo de la muerte del doctor Lleras, ocurrida el 27 de septiembre).

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