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Onassis-Jacqueline: una paradoja

lunes, 26 de septiembre de 2011

Por Gustavo Páez Escobar

El 15 de marzo de 1975 muere, a los 69 años de edad, Aristóteles Onassis, uno de los grandes magnates del mundo, cuya fortuna se calcula en 500 millones de dólares, algo  así como 15.000 millo­nes de pesos colombianos, cifras tan fabulosas que hacen perder el sentido de la razón en este desborde de las proporciones. El mundo apenas si se impresionó, pues la noticia había venido abriéndose campo desde semanas atrás, cuando ingresó al hospital parisiense tambaleándose en medio de sus millones. Se le vio de­macrado y famélico, taciturno y misterioso. Iba a jugar su últi­ma carta y de seguro sabía que la perdería.

Por los raros caprichos de la vida, este hombre que conquis­tó el mundo con 60 dólares en el bolsillo, los que se fueron multi­plicando en forma increíble a partir de sus 17 años, cuando se refugió en la Argentina trabajando en humildes oficios, termina­ría dominado por una insólita enfermedad conocida como la miastenia, capaz de reducir la mayor  vitalidad y que te caracteriza por el decaimiento de los músculos hasta su total parálisis.

Aunque tratara de ocultarlo, el mundo entero sabía que sus párpados no podían sostenerse y que, para lograrlo, era necesario hacerlo con un par de cintas adhesivas, artículo tan elemental como rudo y despiadado para este señor de la molicie, creador de un imperio, dueño de hidrocarburos, de tabacos, de islas y ya­tes de placer, de compañías aéreas y marítimas, de acciones y mujeres hermosas…

Onassis, que había visto todas las fastuosida­des, había conocido los personajes más brillantes, ha­bía protagonizado grandes escándalos amorosos, había sido ca­paz de conquistar la mujer más apetecida de la época –a quien se creía inconquistable y predestinada para dormir sobre los lau­reles de la gloria–, quedaba, simbólicamente, reducido a unas cin­tas adhesivas que ni siquiera podía disimular para que el mundo no las viera.

Era la única manera de poder levantar los párpados y de permi­tir que sus ojos inquietos, que todo lo habían visto, no se apagaran antes de tiempo. Un año atrás había perdido en un acciden­te aéreo a su hijo Alejandro, su supremo afecto, a quien tenía previsto como el hombre capaz de manejar su imperio económico, y que desde entonces le quitó al gusto a la vida.

Después murió Tina, su primera esposa, por abuso de las drogas. Y a  lo largo de su existencia hay un accidentado historial de pleitos, de enfrentamientos millonarios con las autoridades de varios paí­ses y con sus competidores, de alborotos en torno a sus romances con célebres mujeres mundanas –su debilidad– y toda una barahúnda de lances de diversa índole, de los que lograba salir bien li­brado gracias a la elocuencia del dinero.

La miastenia se complicó con una dolencia hepática y con otras obstrucciones inevitables, que dieron al traste con su monu­mental figura enmarcada en la clásica estampa griega y sembrada de leyendas y de secretos, «Era rico como Creso y murió como Prometeo, con el hígado devorado por un buitre», reza un cable internacional. Imposible contradecirlo.

En 1968, luego de cuatro años de silenciosos encuentros en Nueva York, el planeta se sorprendo cuando Jacqueline Kennedy decide casarse con Onassis. Jacqueline, que parecía predestinada para preservar el hito de grandeza que le deparaba su destino Kennedy, baja rápidamente de su pedestal ante la faz del mundo, que la consideraba inexpugnable en su magnificencia histórica, y sobre todo a los ojos de su pueblo, que la veía como una diosa, incapaz de oscurecer la memoria del héroe de Dallas.

El universo se sacude al saber que la atractiva viuda, apetecida y venerada a un tiempo, desprecia las invitaciones de príncipes promisorios para unirse a un sexagenario hombre de negocios, célebre por sus romances escandalosos y por su poderío financiero, pero oscuro por otra clase de merecimientos. Ella, de 39 años, es una deidad, que se desea intocada, y Onassis, de 62, es el estrafalario ricachón que juega en los cabarets del mundo al amor profano. “Dinero, vino y amor”, parece ser su enseña.

Acaso la novelería mundana, tan adicta a las sutilezas de es­ta época distorsionada, termina viendo en el enlace de la pare­ja lo que inequívocamente es: el mayor símbolo de la frivolidad. Más tarde se conocen las cláusulas secretas de un contrato que pinta a cabalidad este aserto, que por otro lado es un desacier­to en la mujer que parecía extraída de las mejores páginas del romanticismo.

La primera condición para su entrega al rico ar­mador es la de no obligarse a darle un hijo. Intención que, por otra parte, no es tan agresiva, si las diferencias hormonales no propiciaban el sacrificio. Se separan, inclusive, los dormitorios, y Jacqueline impone que no se le perturbe su descanso, que ella quiere libre de veleidades.

Viajera pertinaz, un día está en París, y al otro en su apartamento de Nueva York, al lado de sus hijos. Se prodiga las mayores extravagancias, desde el despilfarro alocado entre mo­distos y perfumerías, hasta sus cotidianas zambullidas en una bañera alimentada con leche de vaca, en una isla que no es abun­dante para esta clase de flujos.

Un día debe volar un avión ex­preso para traerle un frasco de perfume que no encuentra en su tocador, y Onassis queda atónito. Pero, aun así, y convencido de que se ha casado con la grandeza, más que con una mujer, cierra los ojos y le dispensa valiosas joyas por fuera de contrato. Quizás Jacqueline piense también que, al casarse con Kennedy, se casó con la inmortalidad, más que con un hom­bre. La miastenia, una enfermedad de «lujo», concluye doblegán­dole a Onassis los párpados, cansados de tanto vivir.

Contempla silencioso, en sus últimos días, el distanciamiento de Jacqueline y de Cristina, su hija, tan irreconciliable y mordaz, que dejan de hablarse, ante una herencia que debe compartirse pero no por partes iguales.

Jacqueline acaso haya pretendido fugarse de la realidad en alas de lo trivial y de lo absurdo. Se desmontó un día del caracol de sus ensueños tronchados por una bala asesina, para deambular por los caminos fantasiosos de la frivoli­dad. Pero en medio del esplendor del derroche, de la admira­ción y de la publicidad -¡ingrata publicidad!–, es posible que se sienta tan afligida, y más, como cuando la mirilla telescópica de un fusil destrozó su alma.

«La inmortalidad, pequeña Carolina –canta nuestro poeta Jorge Ortiz Robledo en carta de Navidad a Carolina Kennedy–, no necesita del visto bueno de los hombres. Es una mujer enamo­rada, y un día lo sabrás, las mujeres enamoradas nos cancelan la vida con un beso”.

No se conformó Jacqueline con la inmortalidad y quiso sentir­se, desdoblarse, sin adivinar que iba a estar más sola que antes. Habrá quienes fustigan este cuadro dantesco de la superfi­cialidad, olvidándose de que, mujer al fin y al cabo, escogió la ruta del escape, tan propia de nuestros días, pero tan falaz al propio tiempo.

La fusión Onassis-Jacqueline significa, sin duda, la mayor pa­radoja del siglo. Entra en las galerías de la historia como el signo de un universo desajustado que juega a la felicidad co­mo jugando con castillos de papel, y pierde.

Habrá que averiguar qué sacrificio es superior, si el del inmortal presidente de los Estados Unidos, templado para la epopeya, o el de esta frágil mujer, viuda por segunda vez y tan atractiva como siempre, que se abre campo con su soledad y su abatimiento.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 30-III-1975.

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