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Archivo para lunes, 26 de septiembre de 2011

Nilsa, mi vecina

lunes, 26 de septiembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando llegué a mi casa se adivinaba un am­biente pesado. En los ojos de mi mujer había nubes de congoja. Al primer sollozo supe que Nilsa, mi vecina, había fallecido. La noticia apenas acababa de filtrarse en el barrio con sigilo pero bruscamen­te. En los portones se notaban grupos de damas sorprendidas que conversaban en voz baja. Al frente de mi casa está la de Nilsa, y la vi calmada y sin el menor signo de conmoción.

Todo había sucedido con la fugacidad de un sueño. Enfurecido como un ciclón, un bus había arrollado el frágil vehículo en que viajaba Nilsa hacia Cali, eufórica como la diafanidad que se re­gaba por el valle con destellos de vida. Día ardiente y esplendoroso. Pero día de fatalidad. En la mitad de la carretera, Nilsa debió sentirse de pronto aco­rralada y pequeñita cuando la guadaña apareció, esgrimida por manos monstruosas. Estos bárbaros del volante, Nilsa, no tienen entrañas. Tú, por for­tuna, ya perdonaste.

Tu vientre, de donde brotaron seis retoños, fue pródigo para fertilizar la vida y sumiso para entur­biar la muerte. Cumpliste a cabalidad el mandato bíblico de sembrar la simiente con el dolor de las entrañas.

Ayer, no más, se te veía pasear por el frente de tu casa cuidando las flores de tu jardín con el mis­mo celo con que acariciabas a Mónica, tu tierno amor de dos años, o a Diego Iván, que ya se siente todo un hombre porque tiene cuatro años. Y no du­des de que ambos son fuertes en medio de su pequeñez, porque te vieron partir sin fruncir el ceño. Quizá pienses, desde tu más allá, que yo exagero al pre­tender ponerles sentimientos de mayores a criatu­ras que todavía no entienden de brutales embesti­das. Puedes pensar lo que quieras. Lo cierto es que Mónica y Diego Iván, y también mi pequeño Gus­tavo Enrique, que corretea con ellos cazando mari­posas, sufren a su manera.

Ellos también saben de angustias, y se erizan con el rechinar de llantas, y se horrorizan con un hilillo de sangre, pero truecan pronto el dolor por una risa. Nosotros los adultos cambiamos a menudo la risa por el dolor. Los tres te vieron partir de tu casa y creyeron, de seguro, que tantas flores eran para acompañarte con ale­gría, nunca con pena. Mal pueden ellos comprender, y ojalá nunca lo comprendieran, que las rosas tam­bién lloran.

Tus otros hijos regaron con lágrimas la ruta por la que te condujimos en medio de un sofoco que se hacía denso como la propia solidaridad que se levantó al cielo queriendo que nos contaras qué habías sentido cuando la muerte se te vino encima, y qué sentías después cuando volabas por la atmós­fera con tus alas de eternidad. ¿Verdad que algún día nos lo contarás?

Alfonso, tu buen compañero, valiente y sensible a un tiempo, te siguió como el ángel fiel que necesita, a veces, volverse coloso para poder arrastrar las cadenas del mundo. Al levantar tú el vuelo, él se estremeció, porque lo habías heri­do. Se quedó inmóvil, en medio del temporal, como el roble que debe mantenerse erguido para prote­ger la naturaleza que lo circunda. Lloró, y tú sabes que los hombres lloran pocas veces.

Hace poco regresaste de tu viaje por Europa. Al lado de tu esposo viviste paisajes y emociones. Tus ojos llegaron henchidos de las maravilla del Viejo Mundo. Contemplaste paraísos colgantes, cumbres majestuosas, horizontes encantados. Tu muerte fue serena como un atardecer europeo. Quizá soñaste en ese momento que recorrías los mismos caminos de la fascinación. Apenas si te dabas cuenta de que algo te dolía, cuando de un tirón te quitaste la pesadilla de un bus endemoniado, para ascender al lomo del viento.

Mónica salió esta mañana a la puerta de la casa, un día después de que te quedaste estrenando tierra fresca en los Jardines de Armenia. Eres la segunda habitante de un predio regado de brisas suaves, con olor a cafetal. La tierra es blanda y el paisaje es auténticamente quindiano.

Mónica no entiende mucho tu ausencia, por más que iba contigo en el momento de la catástro­fe. Algún día le dolerá el alma. Ella quedó intacta, como si la muerte hubiera retrocedido ante tanta lozanía. Salió de tu casa y rió. Creo que te siente en el jardín que cuidabas con esmero para tu esposo y tus hijos, porque corrió por entre las flores como si nada hubiese sucedido. Felices los que, como ella, tienen alas de mariposa y corazón de azucena.

La Patria, Manizales, 5-IV-1975.

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Onassis-Jacqueline: una paradoja

lunes, 26 de septiembre de 2011 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

El 15 de marzo de 1975 muere, a los 69 años de edad, Aristóteles Onassis, uno de los grandes magnates del mundo, cuya fortuna se calcula en 500 millones de dólares, algo  así como 15.000 millo­nes de pesos colombianos, cifras tan fabulosas que hacen perder el sentido de la razón en este desborde de las proporciones. El mundo apenas si se impresionó, pues la noticia había venido abriéndose campo desde semanas atrás, cuando ingresó al hospital parisiense tambaleándose en medio de sus millones. Se le vio de­macrado y famélico, taciturno y misterioso. Iba a jugar su últi­ma carta y de seguro sabía que la perdería.

Por los raros caprichos de la vida, este hombre que conquis­tó el mundo con 60 dólares en el bolsillo, los que se fueron multi­plicando en forma increíble a partir de sus 17 años, cuando se refugió en la Argentina trabajando en humildes oficios, termina­ría dominado por una insólita enfermedad conocida como la miastenia, capaz de reducir la mayor  vitalidad y que te caracteriza por el decaimiento de los músculos hasta su total parálisis.

Aunque tratara de ocultarlo, el mundo entero sabía que sus párpados no podían sostenerse y que, para lograrlo, era necesario hacerlo con un par de cintas adhesivas, artículo tan elemental como rudo y despiadado para este señor de la molicie, creador de un imperio, dueño de hidrocarburos, de tabacos, de islas y ya­tes de placer, de compañías aéreas y marítimas, de acciones y mujeres hermosas…

Onassis, que había visto todas las fastuosida­des, había conocido los personajes más brillantes, ha­bía protagonizado grandes escándalos amorosos, había sido ca­paz de conquistar la mujer más apetecida de la época –a quien se creía inconquistable y predestinada para dormir sobre los lau­reles de la gloria–, quedaba, simbólicamente, reducido a unas cin­tas adhesivas que ni siquiera podía disimular para que el mundo no las viera.

Era la única manera de poder levantar los párpados y de permi­tir que sus ojos inquietos, que todo lo habían visto, no se apagaran antes de tiempo. Un año atrás había perdido en un acciden­te aéreo a su hijo Alejandro, su supremo afecto, a quien tenía previsto como el hombre capaz de manejar su imperio económico, y que desde entonces le quitó al gusto a la vida.

Después murió Tina, su primera esposa, por abuso de las drogas. Y a  lo largo de su existencia hay un accidentado historial de pleitos, de enfrentamientos millonarios con las autoridades de varios paí­ses y con sus competidores, de alborotos en torno a sus romances con célebres mujeres mundanas –su debilidad– y toda una barahúnda de lances de diversa índole, de los que lograba salir bien li­brado gracias a la elocuencia del dinero.

La miastenia se complicó con una dolencia hepática y con otras obstrucciones inevitables, que dieron al traste con su monu­mental figura enmarcada en la clásica estampa griega y sembrada de leyendas y de secretos, «Era rico como Creso y murió como Prometeo, con el hígado devorado por un buitre», reza un cable internacional. Imposible contradecirlo.

En 1968, luego de cuatro años de silenciosos encuentros en Nueva York, el planeta se sorprendo cuando Jacqueline Kennedy decide casarse con Onassis. Jacqueline, que parecía predestinada para preservar el hito de grandeza que le deparaba su destino Kennedy, baja rápidamente de su pedestal ante la faz del mundo, que la consideraba inexpugnable en su magnificencia histórica, y sobre todo a los ojos de su pueblo, que la veía como una diosa, incapaz de oscurecer la memoria del héroe de Dallas.

El universo se sacude al saber que la atractiva viuda, apetecida y venerada a un tiempo, desprecia las invitaciones de príncipes promisorios para unirse a un sexagenario hombre de negocios, célebre por sus romances escandalosos y por su poderío financiero, pero oscuro por otra clase de merecimientos. Ella, de 39 años, es una deidad, que se desea intocada, y Onassis, de 62, es el estrafalario ricachón que juega en los cabarets del mundo al amor profano. “Dinero, vino y amor”, parece ser su enseña.

Acaso la novelería mundana, tan adicta a las sutilezas de es­ta época distorsionada, termina viendo en el enlace de la pare­ja lo que inequívocamente es: el mayor símbolo de la frivolidad. Más tarde se conocen las cláusulas secretas de un contrato que pinta a cabalidad este aserto, que por otro lado es un desacier­to en la mujer que parecía extraída de las mejores páginas del romanticismo.

La primera condición para su entrega al rico ar­mador es la de no obligarse a darle un hijo. Intención que, por otra parte, no es tan agresiva, si las diferencias hormonales no propiciaban el sacrificio. Se separan, inclusive, los dormitorios, y Jacqueline impone que no se le perturbe su descanso, que ella quiere libre de veleidades.

Viajera pertinaz, un día está en París, y al otro en su apartamento de Nueva York, al lado de sus hijos. Se prodiga las mayores extravagancias, desde el despilfarro alocado entre mo­distos y perfumerías, hasta sus cotidianas zambullidas en una bañera alimentada con leche de vaca, en una isla que no es abun­dante para esta clase de flujos.

Un día debe volar un avión ex­preso para traerle un frasco de perfume que no encuentra en su tocador, y Onassis queda atónito. Pero, aun así, y convencido de que se ha casado con la grandeza, más que con una mujer, cierra los ojos y le dispensa valiosas joyas por fuera de contrato. Quizás Jacqueline piense también que, al casarse con Kennedy, se casó con la inmortalidad, más que con un hom­bre. La miastenia, una enfermedad de «lujo», concluye doblegán­dole a Onassis los párpados, cansados de tanto vivir.

Contempla silencioso, en sus últimos días, el distanciamiento de Jacqueline y de Cristina, su hija, tan irreconciliable y mordaz, que dejan de hablarse, ante una herencia que debe compartirse pero no por partes iguales.

Jacqueline acaso haya pretendido fugarse de la realidad en alas de lo trivial y de lo absurdo. Se desmontó un día del caracol de sus ensueños tronchados por una bala asesina, para deambular por los caminos fantasiosos de la frivoli­dad. Pero en medio del esplendor del derroche, de la admira­ción y de la publicidad -¡ingrata publicidad!–, es posible que se sienta tan afligida, y más, como cuando la mirilla telescópica de un fusil destrozó su alma.

«La inmortalidad, pequeña Carolina –canta nuestro poeta Jorge Ortiz Robledo en carta de Navidad a Carolina Kennedy–, no necesita del visto bueno de los hombres. Es una mujer enamo­rada, y un día lo sabrás, las mujeres enamoradas nos cancelan la vida con un beso”.

No se conformó Jacqueline con la inmortalidad y quiso sentir­se, desdoblarse, sin adivinar que iba a estar más sola que antes. Habrá quienes fustigan este cuadro dantesco de la superfi­cialidad, olvidándose de que, mujer al fin y al cabo, escogió la ruta del escape, tan propia de nuestros días, pero tan falaz al propio tiempo.

La fusión Onassis-Jacqueline significa, sin duda, la mayor pa­radoja del siglo. Entra en las galerías de la historia como el signo de un universo desajustado que juega a la felicidad co­mo jugando con castillos de papel, y pierde.

Habrá que averiguar qué sacrificio es superior, si el del inmortal presidente de los Estados Unidos, templado para la epopeya, o el de esta frágil mujer, viuda por segunda vez y tan atractiva como siempre, que se abre campo con su soledad y su abatimiento.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 30-III-1975.

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¡Buena suerte, Risaralda!

lunes, 26 de septiembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

«Al Risaralda no lo maneja ni el diab­lo», es la gráfica expresión con que el nuevo gobernador, doctor Mario Delgado Echeverri, describe el estado caótico de su departamento, y renuncia antes de posesionarse. «Por favor, déje­nme gobernar», había pedido cuarenta días atrás María Isabel Mejía Marulanda en su discurso de posesión. Dos horas después de pronunciada esta frase, sus coterráneos, lejos de entender el llamado con que una decidida mujer convocaba la sensatez de su pueblo, le propinaban el primer rechazo por parte de un grupo o subgrupo que no había recibido la esperada cuota burocrática.

Es el de doña María Isabel un efímero gobierno, casi tan caduco como un reinado de belleza. Su antecesor, José Jaramillo Botero, fue más resistente, pues duró dos meses. Y antes que él, Dora Luz Campo de Botero no alcanzó siquiera a posesionarse, castigada por lo que se conoció como el baculazo pas­toral, hecho que provocó una ola de ingrata espectacularidad.

Recuérdase la polvareda que se levantó en torno al matrimonio civil, tema que es hoy de actualidad pero que en aquella ocasión se mostró tan candente que frustró las aspiraciones de servicio de esta valerosa mujer que parecía destinada a reconciliar las ambiciones políticas, haciendo olvidar de momento los resquemores y los caciquismos. Pero, de haber aceptado, no queda difícil predecir que la hubieran tumbado a la semana siguiente.

Son cinco los gobernadores en lo que va corrido del año, incluyendo a los dos que renunciaron antes de llegar al despacho y que no tienen, por lo mismo, que dolerse hoy del sinsabor del servicio público en una parcela condenada por las pasiones partidistas al ostracismo. Y el año no ha concluido.

Resulta deplorable que siendo el Risaralda una de las regiones de mayor pujanza y que está llamada a ocupar puesto destacado en el futuro del  país, no logre superar el estado de crisis permanente en que vive desde tiempo atrás. Es un departamento que merece mejores destinos, por muchas circunstancias, como la feracidad de sus suelos, su privilegiada posición geográfica, la laboriosidad de sus gentes, su empuje industrial, para citar apenas algunos de sus rasgos genéricos. Pero en mala hora la voracidad política lo tiene frenado.

Con ocho años de independencia ad­ministrativa, lleva dieciséis gobernado­res. O sea que el término promedio pa­ra un gobernador en el Risaralda es de seis meses. Plazo tan breve, que es me­jor no posesionarse, como en su caletre lo debió calcular Mario Del­gado Echeverri, cuya renuncia, por lo instantánea, parece sintomática del de­sarreglo existente. Ha sido el mandato más corto, renunciado como respuesta fulminante que no debía hacerse esperar.

Lástima grande que personeros tan prestantes deban excluirse del servicio a su tierra, solo por ser esta pródiga para los conflictos políticos. No es lógico, por decir lo menos, que se continúe privando a Risaralda de las luces de sus buenos hijos en esta rebatiña politiquera. María Isabel Me­jía Marulanda, mujer inteligente y con formidable voluntad de acertar, se sacrifica ante la intemperancia de sus paisanos que desoyeron sus intencio­nes.

Risaralda está en crisis. Crisis de su clase diri­gente, o por «lo alto», como deben pensar los de abajo, que solo desean trabajar. No puede hablarse de deter­minado partido, porque tanto liberales como conservadores, anapistas como comunistas, parecen puestos de acuer­do para volver imposible cualquier ad­ministración. Nadie se muestra dis­puesto a ceder, así haya que sacrificar gobernadores.

Urge, antes que cualquier programa de gobierno, mayor civilización políti­ca, si se quiere en realidad que esta importante región no se anquilose en­tre los arrebatos de ambiciones perso­nalistas.

Ojalá se rectifique pronto el criterio de que «al Risaralda no lo maneja ni el diablo», y su clase dirigente demuestre lo contrario. Al desearle, desde la vecindad, una mejoría a la comarca ami­ga, estamos al mismo tiempo expresán­dole a su pueblo, con simpatía y sinceridad: ¡Buena suerte, Risaralda!

El Espectador, Bogotá, 6-XI-1975.
La Patria,
Manizales, 21-XI-1975.

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Baculazo pastoral

lunes, 26 de septiembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cancelado por parte de los señores obispos de Pereira el «penoso incidente» que suscitó el veto eclesiástico a la designación de Dora Luz Campo de Botero como gobernadora de su departamento, circunstancia sin duda penosa para ella al ver invadida su vida privada, cabe desearle buena suerte a esta valerosa mujer que asume dentro de circunstancias poco comunes los destinos de su tierra.

Su gesto altivo y humilde al propio tiempo, cuando tuvo que resistir lo que ha dado en llamarse el «baculazo pastoral» en virtud de su matrimonio civil, y que provocó una ola de ingrata espectacularidad, pero también estimuló en torno suyo la solidaridad del país, enaltece las virtudes de la mujer colombiana. Después de alguna indecisión, ratificó su voluntad de aceptar el alto honor, manifestando de paso que lo hacía no como reto para la Iglesia, sino como motivo para ser útil a la comunidad.

Dicha indecisión obedeció más a su acongojado estado de ánimo, sin saber a qué hora estaba convirtiéndose en la comidilla del país, que a falta de temple para afrontar la adversidad. Su enfrentamiento con la Iglesia, o mejor, de la Iglesia hacia ella, parece quedar reconciliado. Ojalá suceda aquí lo de los grandes temporales: que terminan dominados por la calma después de la turbulencia.

El caso de Dora Luz queda incrustado en los anales de la historia. Expertos en asuntos religiosos, temas conciliares, concordatos y cuestiones morales, y la inmensa masa de profanos que se guían por el sentido común, movieron la controversia nacional. Nos encontramos ante un mundo en crisis, ante una Iglesia cambiante, que se quisiera más flexible. Episodios como este donde se ventilan tesis controvertidas, con partici­pación de autorizados voceros, entre ellos el señor Presidente de la República, aportan elementos de juicio para preservar, en esta  nación libre y católica, la democracia del pensamiento y la paz de la conciencia.

Dora Luz Campo, que por circunstancias imprevisibles se ha convertido en personaje popular y en líder de la mujer, ya no se pertenece por completo a sí misma y a los suyos tras el penoso incidente. El clero de su departamento ha conseguido aglutinar alrededor de su nombre un plebiscito de opinión que la respalda desde antes de posesionarse del cargo.

Risaralda, tierra pródiga para los conflictos políticos, con una docena de gobernadores durante su breve independencia administrativa, se ha unido en torno a esta mujer que por lo menos en principio ha reconciliado las ambiciones políticas haciendo olvidar los resquemo­res y los caciquismos.

Es solemne el compromiso que se le presenta a la clase dirigente, del que no debe excluirse la Iglesia, para sacar con brillo la gestión de esta decidida mujer dispuesta a acertar.

Armenia, 9-III-1975.

(Este artículo se envió a La Patria, pero no fue publicado. Dora Luz Campo renunció a su nombramiento de gobernadora después de una conversación con el presidente López Michelsen. El artículo, que ha permanecido inédito durante 35 años, se recupera para mi página web. GPE)

En cada museo, un espíritu

lunes, 26 de septiembre de 2011 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

Cuando usted visite el Quindío, amable turista, no deje de conocer su Museo Arqueológico, que se guarda con celo, como el auténtico tesoro que es y como homenaje a nuestros antepasados, bajo la administración del Banco Popular, en los pisos 7 y 8 de su moderno edificio en la ciu­dad de Armenia.

El Banco Popular inició un día, con el afán que supo imprimirle ese pione­ro de la cultura que es el doctor Eduardo Nieto Calderón, la ponderable y nada difícil labor de rescatar el patrimonio abori­gen que permanecía olvidado y casi desconocido a lo ancho del país. Bajo esa inspiración comenzó por recoger, en forma silenciosa, las muestras de la ce­rámica precolombina dispersas en las distintas regiones, hasta formar la más importante colección en la Casa del Marqués de San Jorge, situada en el barrio La Candelaria de la capital del país, que restauró con el mejor de los gustos, conservándole su añejo sabor colonial y adaptándola para las funcio­nes del Museo Arqueológico, donde se guardan más de 10.000 piezas.

Con el propósito de enlazar la cultu­ra y llegar a sitios que como el Quindío son dueños de una vigorosa tradición aborigen, por haber morado aquí el pueblo quimbaya, el Banco reci­bió de la Universidad del Quindío una importante muestra arqueológica que no solo la preserva con celo sino que ha contribuido a enriquecerla.

En este Museo de Armenia, abierto al público inclusive los días de fiesta, existen no solo piezas representativas del arte quimbaya, sino de las demás culturas precolombinas. Los quimbayas fueron un pueblo laborioso, verda­deros artistas de la orfebrería, que ver­tieron su ingenio en la confección y decoración de las más variadas artesa­nías, caracterizadas por el esplendor y pulimento de sus formas. Están consi­derados uno de los pueblos más avanzados de América en las artes orfe­bres y cerámicas y su cultura es, según muchos entendidos, superior a la chibcha y a la inca.

En el Museo del Quindío, donde contrasta lo antiguo con lo moderno, con el exquisito gusto que supo plas­mar el Banco Popular, se exhiben y se renuevan las más diversas figuras: ánfo­ras, caciques, alcarrazas, copas sagra­das, vasos silbantes, urnas funerarias y toda esa gama de expresiones que nos conducen a interpretar la vida y las costumbres de los pueblos primitivos. Predomina, como es natural, la sem­blanza quimbaya.

El Quindío es zona rica en guaquerías. Sus suelos ubérrimos, regados con exuberantes paisajes y amasados con el colorido del café y el plátano, dos productos de prosperidad, guardan las riquezas de misteriosas leyendas. En estos predios que impulsan la economía del país con la fertilidad de las  cosechas, se escondieron nuestros an­tepasados quimbayas. Los explorado­res de la tierra -los buscadores de teso­ros que conocemos como guaqueros- se encuentran con el re­motísimo ayer al desentrañar los te­soros arqueológicos que sepultó en sus entrañas una raza legendaria.

En voz baja dijo la arcilla al alfarero que la amasaba: «No olvides que fui un alfarero como tú: no me maltrates«. Omar Khayyam.

La Patria, Manizales, 17-III-1975.

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