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Las razones de Íngrid

domingo, 29 de enero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuenta Íngrid Betancourt que su libro La rabia en el corazón, que es un testimonio sobre la injusticia y los atropellos que se cometen en Colombia, no pudo ver la luz aquí porque le cerraron las puertas para ser publicado en su propia tierra. Ante esa negativa, lo ofreció en Francia y allí obtuvo resonante éxito editorial. Más adelante, Grijalbo se interesó por editarlo en Colombia, lo que ocurrió a finales del año que acaba de pasar.

Releyendo Los miserables, y cuando ya tenía previsto seguir con el libro de la colombiana, pesqué una frase en la que suena como un látigo la «rabia en el corazón». Me pregunté si Ingrid Betancourt había tomado esa expresión para bautizar su libro, convertido en otra denuncia similar a la de Víctor Hugo hace 140 años. Los dos autores fustigan a los poderosos y les señalan sus abusos y ruindades, para buscar que el hombre sea libre y que la sociedad proteja sus sueños y legítimos derechos.

Como Íngrid vivió varios años en Francia y allí obtuvo su formación básica y forjó su carácter social, cabe pensar que su rivalidad con la clase política colombiana se la inculcaron los escritores de la Revolución Francesa. Este libro-tempestad, contra el cual el expresidente Samper, tan cercano a sus padres y a ella misma, interpuso una acción judicial ante los tribunales de París, hizo que la nombraran allí como la Juana de Arco colombiana.

Los franceses han entendido el temple y la razón de esta valiente política, y al compararla con la heroína francesa, frágil e intrépida mujer que libró fieras batallas por la salvación de su patria (a causa de las cuales fue quemada en la pira de la Inquisición, y luego enaltecida por la historia), establecen frente a Íngrid un paralelo nada desenfocado.

A Íngrid en Colombia (lo mismo que a Juana en Francia) la han dejado sola por sus luchas contra la deshonestidad política que azota al país. Después de obtener las mayores votaciones dentro del liberalismo para llegar en dos ocasiones al Congreso, sus colegas la aislaron, la vituperaron y la cercaron con toda clase de obstáculos y tergiversaciones en razón de sus denuncias  contra los corruptos sentados a su lado. Y contra todos los corruptos de que es tan fértil el suelo colombiano.

Se recuerda su valerosa intervención en torno al contrato de los fusiles Galil. Y más tarde, su rechazo frontal del proyecto de preclusión del juicio contra Samper, decidido a favor suyo por 111 votos contra 43, en un terreno dominado por los amigos políticos del expresidente.

Episodios como estos se hallan detallados en el libro y llevan a la autora a clamar por la depuración de la moral y la enmienda de los vicios crónicos que han desatado la ola de violencia e impuesto la pobreza que padece el pueblo.

El primer contacto que tuvo Íngrid Betancourt con los problemas nacionales fue a través de un estudio económico sobre el puerto de Tumaco, siendo funcionaria del Ministerio de Hacienda. Situada en el propio escenario de la miseria, pudo palpar los grados de degradación humana que se viven en la zona del Pacífico, y que son comunes a otras regiones no menos deprimidas de la patria.

De sus ilustres padres: Gabriel Betancourt Mejía, que se destacó por importantes realizaciones como ministro y embajador, y Yolanda Pulecio, que llegó al Concejo de Bogotá como protectora de los gamines y tiempo después fue representante y senadora, recibió profundas lecciones de vida. Por ellos aprendió a conocer mejor a Colombia y sus gentes. Ha podido llevar una vida muelle, pero optó por los ásperos caminos de la política, como la manera de redimir al pueblo del yugo a que lo tienen sometido los malos dirigentes.

Ha estado en contacto con los últimos presidentes; firmó un pacto con Pastrana para combatir la corrupción, que luego tuvo que deshacer cuando el Gobierno se fue por otro lado; se ha entrevistado con los líderes de la guerrilla, los ha escuchado con interés y ellos la han escuchado con respeto y acaso con admiración, en medio de ideas encontradas; ha recibido golpes bajos y sufrido heridas e comprensiones. Y se ha desengañado de la clase política. Eso es su libro: una denuncia valiente y un testimonio amargo y estremecedor sobre la dura realidad colombiana.

Las amenazas contra su vida y la de sus hijos le han sembrado zozobra y tristeza en el alma –esa «rabia en el corazón» que no la deja en paz–. Y ha derramado lágrimas de soledad y desencanto. Pero no desiste de su lucha, ni la silencia el miedo a la muerte, porque cree en Colombia, en su familia y en la gente buena.

Al final del libro exclama con dolor de patria: «Esta violencia es el grito de aquellos que están hartos de un Estado bandido, de un Estado sin ley. Así muchos de nosotros vivan un infierno cotidiano, no hemos perdido la esperanza. Soñamos con la paz, con la armonía, con la justicia. Tenemos que revertir las fuerzas: que lo que hoy es muerte, se vuelva vida».

El Espectador, Bogotá, 20-I-2002.

 

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