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¡Cuidado con los parecidos!

sábado, 11 de febrero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

Javier Enrique Carvajalino se vinculó hace quince años a la Personería de Bogotá, donde ha cumplido desempeño ejemplar, según lo certifican sus compañeros de trabajo. Sin embargo, una madrugada fue allanada su vivienda por varios hombres de los cuerpos secretos, que le seguían los pasos por presuntos nexos con la guerrilla. Por eso se lo llevaron, ante la perplejidad de su esposa y ante su propio estupor, y lo encerraron en una mazmorra.

Carvajalino no acertaba a explicarse qué sucedía. Más tarde lo presentaron ante la prensa como peligroso terrorista. El país se enteró de que buscaba estrellar un avión contra la Casa de Nariño o el edificio del Congreso.

Quedó detenido en las instalaciones del DAS y luego fue conducido a La Picota y vigilado en el pabellón de alta seguridad. A la postre, lo declararon inocente. Su único ‘delito’ era ser hermano del guerrillero ‘Andrés París’, a quien se acusa de planear un ataque aéreo contra el Palacio de Nariño. Para los sabuesos del DAS, los lazos de la sangre fueron determinantes para su arresto. A los cuatro meses lo soltaron, cuando ya su honra estaba lesionada.

Hernando Ovidio Villota lleva trabajando cerca de veinte años en la Fiscalía 11 de Pasto, con limpia hoja de vida. De repente, un avión de la FAC, lleno de investigadores, aterrizó en el aeropuerto local en busca de un delincuente camuflado en aquella fiscalía. El nombre de Ovidio se mencionaba en las conversaciones telefónicas interceptadas por la Dijín como el elemento que dirigía una banda de narcotraficantes y vendía informes secretos del despacho judicial.

Como en el caso anterior, los uniformados irrumpieron a altas horas de la madrugada en la residencia de Villota, lo maniataron y se lo llevaron en un avión para Bogotá, donde lo presentaron en rueda de prensa junto con otros veinte sospechosos de pertenecer a la banda antisocial. El presunto jefe de ella fue sometido a medidas extremas de seguridad –y de atropello y vejación–, mientras la gente de Pasto no salía del asombro. Días después fue dejado en libertad: se había tratado de una equivocación, ya que en la nómina de la Fiscalía había otro Ovidio (Ofir Ovidio), y éste era el verdadero delincuente.

Julio Gómez Sánchez, que años atrás había viajado por varios países europeos y que residió en Francfort entre 1995 y 1998, se vio rodeado de varios hombres armados a su descenso de un bus de Transmilenio, y fue conducido a una instalación militar. No había duda: se trataba del mismo Ricardo Palmera, conocido como ‘Simón Trinidad’ en los cuadros directivos de las Farc. Gómez, que ignoraba por qué era detenido, y a quien practicaban humillantes pruebas judiciales y sometían a toda clase de preguntas torturantes, no lograba defenderse en medio de la tormenta que se le vino encima.

Le tomaron infinidad de fotografías, en todas las poses y perfiles, unas veces con gafas, otras con gorros y hasta con bigotes ficticios, y siempre aparecía ‘José Trinidad’: su misma estatura, su misma mirada, su misma calvicie. La cicatriz en la pierna derecha, a pesar de que él manifestaba que era una mordedura de perro, para los investigadores era la misma cicatriz de bala del guerrillero.

Los cuerpos secretos sabían más: los desplazamientos a Alemania coincidían con los viajes del subversivo al mismo país, en iguales fechas. Las visitas de Gómez al Instituto de Cancerología para que le trataran un tumor en el ojo, eran otra prueba fehaciente: el miembro de las Farc también sufre de cáncer y ha recibido cuidado médico para la misma enfermedad. Cuando el inculpado supo que estaba detenido por ser ‘José Trinidad’, se horrorizó. Adujo todos los argumentos posibles, pero no le creyeron. Si no es por la prueba del ADN, que demostró que no tenía nada de terrorista, lo hubieran extraditado a Estados Unidos. Pero el mal ya estaba hecho.

El calvario que durante varios meses sufrió Gómez en calabozos militares, le laceró el alma y la mente. Al salir del batallón, proliferaron en el barrio las bromas y las amenazas. Tuvo que entregar el inmueble arrendado, porque el dueño quería evitarse problemas. De ahí en adelante le nació una angustia vivencial derivada del temor crónico a ser confundido otra vez con el guerrillero. Ante lo cual, el camino no era otro que abandonar el país, víctima de graves daños morales y hondas perturbaciones síquicas.

Juzguen los lectores por estos casos, que se suman a otros muchos que han ocurrido por la errada administración de la justicia (entre ellos, el del ciudadano inocente que murió de pena moral luego de pagar varios años de cárcel como presunto asesino de Galán), los desastres, a veces incurables, que se causan cuando a un ciudadano honorable lo confunden con un malhechor. Riesgo que con mayor facilidad puede presentarse en las actuales operaciones de allanamientos, dentro del estado de conmoción interior.

El Espectador, Bogotá, 5-XII-2002.

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