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Archivo para enero, 2012

Retrato de un sicario

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En la pasada Feria Internacional del Libro, en medio de las toneladas de papel que se procesan en estos eventos, llegó a mis manos una obra breve, tamaño bolsilibro, de apenas 158 páginas, titulada La comida del tigre.

Se trata de una novela de Hernando García Mejía, nacido en Caldas y residenciado hace largos años en Medellín. Su producción de los últimos tiempos se ha dirigido a la literatura infantil, campo en que suma más de quince títulos y que le ha hecho ganar puesto destacado a nivel nacional. Esto haría pensar que su último libro es otra lectura para jóvenes. Pero el tema es de otro tono.

Versa sobre el narcotráfico, el mayor flagelo que perturba hoy la paz nacional y desencadenó la mayoría de desgracias que padecemos. Cuando hace varias décadas el narcotráfico apareció en Colombia, nunca se calculó que podría llegar a ocasionar tantos estragos públicos y familiares. En tal forma se inoculó esta peste maldita, que hasta la vida hogareña de infinidad de respetables familias se dejó infectar y así mismo transmitió incalculables desastres a toda la sociedad.

Lo que al principio parecía simple epidemia de fácil cura, se volvió mal endémico de toda la nación. Una verdadera gangrena social invadió el cuerpo social del país, y hasta personas sanas fueron atacadas por el contagio ambiental.

Esa es la materia que aborda Hernando García Mejía en su reciente novela. Sobre el mismo hecho se han escrito numerosos libros y se han llenado infinitas páginas en periódicos y revistas. En literatura no hay ningún tema agotado, y todo depende del enfoque y el estilo que cada autor dé a los sucesos humanos, que han sido y siempre serán los mismos, con diferentes variantes. ¿Una novela más sobre drogas, y narcos, y terrorismo?, se preguntará alguien con escepticismo. Sí: una novela más, pero con otro autor, otro tratamiento, otra mira.

García Mejía, que vivió en su ciudad la ola terrorista liderada por Pablo Escobar, es testigo fiel del clima de atrocidad, vejación y degradación que sufrieron los antioqueños durante aquella época nefasta. Con el estilo ágil y preciso que caracteriza sus obras, el autor elabora el retrato de un sicario de las comunas de Medellín. El mismo sicario que se reproduce por el país entero y encarna, para nuestra desgracia, el comportamiento social de un sinnúmero de compatriotas que se van por los caminos seductores de la droga y el enriquecimiento fácil.

En libro tan breve, queda pintado el escenario de las pandillas de narcos que, comandadas por el gran capo, irrumpieron en la villa reposada, hasta robarle la paz edénica, y luego se apoderaron de todo el país, hasta destrozarnos la esperanza. La novela es un breviario de la mafia. Relato rápido, conciso y ameno –en medio de las asperezas propias de la vida relajada–, escrito con pulso de periodista y rigores de humanista.

En diálogos vivaces y lenguaje vigoroso, y con mínimos personajes (que representan todo un submundo canallesco), los matones de esta historia se mueven como peces en el agua, entre explosiones de dinamita, voladuras de oleoductos, motos, ‘traquetos’, ‘parceros’, metralletas, secuestros, asesinatos, venganzas, odios cavernarios. Por allá, en el fondo escondido de la moraleja, se mueve la eterna historia del bien y del mal, la de Caín y Abel, la de la pasión rastrera y el amor puro, episodios que son connaturales al hombre y siempre estarán presentes en cualquier teatro de la humanidad.

Por lo demás, celebro el encuentro con el viejo amigo y escritor, que registra obra valiosa en los campos de la narrativa, la poesía y el ensayo, y a quien auguro los mejores éxitos con el viraje novelístico que da en su carrera, con este libro que sin duda despertará interés y dejará motivos de reflexión.

El Espectador, Bogotá, 16-V-2002
Revista Manizales, octubre de 2002

 

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Tarde de lluvia

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El tema de este artículo me lo da la lluvia. La intensidad de los aguaceros deja hasta hoy en el país un saldo de 14 muertos, 10 heridos, 40.000 afectados, 266 viviendas destruidas y 1.318 averiadas.

En Bogotá hay 24 barrios afectados, cinco de ellos en seria emergencia, 21 familias tuvieron que abandonar sus viviendas y otras viven bajo la zozobra de los deslizamientos y las inundaciones. Las alcantarillas atascadas de varios barrios del sur no permiten la evacuación normal de las aguas, y el problema se agrava con el desbordamiento de los ríos Fucha y Bogotá.

Han sido tres días de lluvias constantes en buena parte del país, y los expertos dicen que durante un mes no cesará este diluvio. El mal tiempo ocurre de improviso, cuando gozábamos de esplendorosos días de sol y cielos despejados. Como causante del fenómeno se habla de una zona de baja presión atmosférica localizada frente al Chocó, circunstancia que al coincidir con las lluvias tradicionales que se presentan en Colombia por esta época del año, alteró el calendario pluvioso.

En esta ciudad de por sí helada, que se nos estaba volviendo tierra caliente por algún trastorno extraño, volvimos al estado lánguido de las temperaturas glaciales y los chubascos continuos, con cielos plomizos que ensombrecen el panorama y agobian el espíritu.

En medio de la tormenta, oímos manifestar al alcalde Mockus que como el Concejo le negó el impuesto de alumbrado público y amenaza tumbarle toda la reforma tributaria, en los próximos ocho años no habrá solución para los barrios pobres que sufren el castigo de las lluvias, debido a la carencia de recursos para financiar las redes de acueducto y alcantarillado. ¡Vaya consuelo!

En el momento de escribir esta nota, hace 24 horas que no escampa en la capital. Hoy es tarde brumosa y tétrica, que invita a seguir disfrutando la calma hogareña, pero la cita con el médico no puede aplazarse. Todo parece confabulado en contra nuestra, pues el pico y placa –fórmula detestable, aunque necesaria– impide la movilización del vehículo. No nos queda otro camino, a mi esposa y a mí, que intentar tomar un taxi. Toda una odisea en estas calles invadidas de agua y de taxis ocupados. Sin embargo, tenemos suerte.

El conductor lleva música selecta, algo insólito en este servicio, donde la hosquedad habitual es la nota común que se encuentra en el recinto de los taxis bogotanos. Lo felicitamos por su buen gusto musical y por el excelente estado de su vehículo, y él nos revela que con la música descansa de las tensiones que le producen los duros recorridos por las calles capitalinas, brindando de paso una atmósfera grata a sus clientes.

En la charla espontánea que surge con el simpático empresario –como hay que calificarlo– nos cuenta que al retirarse de la entidad donde trabajó por espacio de diez años, actividad que le permitió educar a sus dos hijos en ramas de la ingeniería, compró el taxi con el producto de la indemnización laboral y hoy se gana la vida en forma decorosa y con espíritu servicial y festivo. «Así derroto el mal genio bogotano», anota.

Habla del país con entusiasmo y esperanza, y de su familia con emoción y vanidad. Sus sentidas palabras transmiten reconfortante lección de optimismo, salida de la propia entraña del pueblo, en medio de la guerra y la disolución que padece el país. No hay duda de que se trata de un hombre moralista y positivo, como se deduce por las normas de pulcritud inculcadas en sus hijos, que nos comenta con orgullo y sin jactancia, y por las claras ideas que expresa sobre diversos problemas de la vida nacional.

El taxista del regreso, simpático antioqueño que en forma providencial surge en medio de la lluvia cerrada, resulta no menos interesante que el anterior. Como buen paisa, es locuaz y transmite repentina confianza. No lleva música selecta en el taxi, pero sí en el alma, y tiene una vena ingeniosa y chispeante que nos aísla de los truenos y relámpagos que vibran en el ambiente.

Al igual que su colega, se labra el destino a base de esfuerzo, dinamismo y decoro.Las mismas pautas que ejerció cuando era sargento del Ejército. Tiene confianza en que salgamos pronto de la encrucijada actual, para conquistar al fin la paz tan esquiva, y analiza con propiedad el momento político que perturba a la nación en vísperas electorales.

En forma inesperada han aparecido entre la lluvia estos interlocutores cordiales, exponentes de un pueblo que sufre, se desespera con los horrores de la guerra, amanece todos los días con más hambre y pobreza, pero aún confía en los caminos de la salvación.

Qué vitalizante ha resultado encontrar estas caras amables y estas voces optimistas de dos sencillos y auténticos colombianos que, en medio del desastre nacional, no se dejan arrastrar por la borrasca.

El Espectador, Bogotá, 2-V-2002.

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Premios caldenses

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Ponderable labor cumple el departamento de Caldas en beneficio de los escritores y artistas de la región. Algún gobernador dotado de buen olfato, saliéndose de los métodos clientelistas que designan para los cargos culturales a las personas más inadecuadas, tuvo el acierto de escoger, hace cerca de diez años, a Carlos Arboleda González como director del Instituto Caldense de Cultura.

Desde entonces, los mandatarios sucesivos han ratificado a Arboleda González en la citada posición, la cual, debido al excelente desempeño obtenido bajo su liderazgo, y con el propósito de construir un nuevo Caldas cultural, pasó hace poco al rango de secretaría de la Gobernación.

Una de las tareas más positivas que desarrolla el organismo es la edición de libros caldenses, difundidos a escala nacional gracias a un atinado criterio de distribución. Como estímulo para los escritores de la comarca se crearon varios concursos literarios que premian las obras ganadoras mediante la exaltación de sus autores y la publicación de sus trabajos. Se han puesto en circulación los seis títulos premiados en el 2001, en esmeradas ediciones salidas de Edigr@ficas, de Manizales, que cuentan con el diseño de Vicente Stamato.

Obtuvo el premio de poesía el libro titulado El arte de torear, de Antonio María Flórez Rodríguez, nacido en España y residente hace mucho tiempo en Caldas, donde se graduó como médico cirujano en la Universidad de Caldas. A partir de 1987, su producción literaria ha sido constante y algunos títulos han obtenido distinciones nacionales e internacionales. En el libro triunfador en Manizales, los jurados encuentran «conocimiento del idioma, estudios históricos, fino manejo del verso y graciosa manera de llevar los temas de la dramática histórica y lírica».

Sinfonía en azul, de José Miguel Alzate, reconocido escritor y periodista de Manizales, autor de varios libros –entre ellos, una estampa sobre su tierra natal, Aranzazu–, es la obra ganadora en la modalidad de cuento. Entre las virtudes que tuvo en cuenta el jurado para escoger su libro están «su unidad idiomática, su mezcla adecuada entre lo rural y lo urbano, su temática relacionada con los momentos actuales del país».

Giovanny Largo León, nacido en Riosucio y ganador de dramaturgia con el título Pieza sin freno, trabaja desde hace varios años en artes escénicas y es autor de otras obras de teatro y de un libro de cuentos. En la obra que aquí se comenta se advierten la intensidad de la acción dramática y el ingenio para montar atractivos escenarios sobre hechos insólitos. Dada su juventud (26 años), no queda difícil pronosticarle ascendentes logros en su quehacer literario.

Marino Jaramillo Echeverri, oriundo de Neira, brillante abogado, escritor y humanista, vinculado en otros tiempos al servicio público y a la diplomacia, es autor de una ágil y certera semblanza sobre San Agustín, bautizada El primer hombre moderno, obra triunfadora en el género del ensayo. El capítulo titulado La revolución sexual de Agustín contiene juicios agudos, manejados con análisis crítico y filosófico, sobre el campo espinoso de la sexualidad en la vida de este personaje de la Iglesia Católica.

La endogamia en las concesiones antioqueñas, del historiador y líder cívico Vicente Fernán Arango Estrada, es el resultado de seria indagación sobre un tema poco estudiado: el de la endogamia, o matrimonio entre personas de una misma familia, en los tiempos de la colonización antioqueña. Con esta conducta premeditada se buscaba, ante todo, conservar en manos del mismo clan familiar la posesión de grandes extensiones de tierra, las que por ese sistema las retenían sus miembros y luego pasaban a la generación siguiente. La originalidad, método de investigación y utilidad de este trabajo le merecieron a su autor el premio en la modalidad de historia regional.

En eI campo del testimonio, el ganador fue Fabio Botero López con el título Corea del Norte 1951-1952. El autor, oriundo de Sevilla (Valle) y residente en Manizales desde sus primeros años de vida, describe en lenguaje llano y ameno sus experiencias como soldado en la guerra de Corea. Relato novedoso, que por su autenticidad y la gracia con que está elaborado, revela que el arte de escribir –de transmitir vivencias y sensaciones, en este caso– es facultad innata, privilegio de espíritus inteligentes.

El Espectador, Bogotá, 25-IV-2002.
La Patria, Manizales, abril/2002.

 

La hora de Francisco Santos

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La oposición familiar al nombramiento de Francisco Santos como fórmula  vicepresidencial de Álvaro Uribe Vélez, lo mismo que las voces que se han pronunciado en el mismo sentido, no restan validez a otros argumentos que lo señalan como carta idónea para dicho cargo. Si una persona suscita discusión es porque tiene importancia. Las opiniones divergentes son parte de la democracia.

Por respetable que sea la actitud familiar del clan Santos, expresada en editorial vigoroso de su diario, la gente sabe que esa manifestación defiende reglas internas del grupo pero carece de razón para desconocer las virtudes del elegido. Debe extrañarse que el editorial empleara términos desbordados y duros, tal vez producidos por la noticia inesperada, como los siguientes: «Un hecho desconcertante y doloroso. Una decisión equivocada, que lastima la credibilidad del periódico. Francisco Santos no podrá volver a ejercer su profesión desde este periódico».

Son conocidas las viejas controversias que existen en el seno de esta familia, las que han marcado dos líneas de competencia dentro de los descendientes del fundador y dispensador del capital: el presidente Eduardo Santos. Los líderes de uno y otro grupo –antes, los Santos Castillo; hoy, los Santos Calderón– conforman dos ramas de sucesión ubicadas en campos distantes, si se mira el poder accionario en El Tiempo, y protagonistas de diferentes maneras de ser y de interpretar la evolución del país. La misma casta, con distintos matices. Sus miembros buscan la unidad familiar, aunque no siempre lo consiguen.

Cuando El Espectador suspendió hace siete meses su edición diaria, Santos hacía desde España una sentida evocación del viejo y combativo periódico, del que había aprendido sólidas lecciones de periodismo. Recordaba en esa columna (9-IX-2001) los lazos de amistad que lo unían con la familia Cano y que le permitieron asimilar las claves de su profesión.

Temía que el silencio de la competencia pudiera convertirse en desajuste para su periódico. «Para El Tiempo –decía– el cierre de este diario puede ser tremendamente perjudicial. No tener un marco de referencia puede llevar a un aburguesamiento en el que es fácil caer». Sería interesante saber si ese aburguesamiento ya llegó.

Dos características principales distinguen la personalidad de Francisco Santos: la de periodista vertical y la de patriota auténtico. Su pasión por el periodismo se la inculcó su padre y maestro, y el alumno la acrecentó en su recorrido por las rotativas familiares, donde terminó como jefe de redacción y editor, con posibilidad de llegar a la dirección del periódico.

Exiliado en España durante dos años, ocupó el cargo de asistente de la dirección de El País. Prueba clara de que el periodismo lo lleva en la sangre, además de haberlo estudiado en la Universidad de Texas, si bien este oficio de combate –el más hermoso del mundo, en palabras de García Márquez– no se aprende en las universidades sino al pie del cañón.

Francisco Santos conoce bien al país. Lo interpretó durante su ejercicio en El Tiempo y lo sufrió con la amarga experiencia de su secuestro a manos del narcotráfico. Este hecho le hizo sentir en carne propia el mayor flagelo que azota la vida de los colombianos. Su poder de convocatoria lo demostró con los diez millones de votos depositados en las urnas, bajo su liderazgo, con los que consiguió la aprobación de una dura legislación contra el secuestro.

Ha sido trabajador incansable de los derechos humanos y denodado defensor de la libertad de prensa. Su pensamiento libre le permite expresar opiniones atrevidas y verdades rotundas, con lo que revela solvencia moral para distinguir la conducta humana y valor para desenmascarar los hechos confusos de la vida nacional. Combate la corrupción y la politiquería con la misma entereza con que abandera desde País Libre la causa de los perseguidos por la violencia.

Estas dotes representan garantía para su probable desempeño en la actividad pública. El país clama por un cambio de rumbo en la conducción del Estado, después de tantas corruptelas y tantos desastres como los que afloran en el panorama nacional, cometidos por personajes de relumbrón.

Nada mejor para ese propósito que escoger gente incontaminada y recta, inteligente e imaginativa, dotada de liderazgo y de vocación social, virtudes indudables en la discutida personalidad de Santos, a quien le ha llegado la hora de demostrar sus capacidades de gobierno.

El Espectador, Bogotá, 18-IV-2002.

 

Gabriel Betancourt Mejía

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En su libro La rabia en el corazón, Íngrid Betancourt recoge las siguientes  palabras de su padre, el exministro y exdiplomático Gabriel Betancourt Mejía, pronunciadas al final de su vida: «Cuando escucho a papá decirme: ‘Ahora ya no me presentan como el ministro, sino como el papá de Íngrid’, siento su orgullo de papá, claro, pero siento sobre todo la fuerza de un hombre que a los 83 años sigue creyendo en su país».

Protagonistas los dos de notables sucesos de la vida nacional, conocieron a Colombia desde diferentes ángulos –él, más creador de empresas; ella, más combativa– y coincidieron en su firme vocación por las causas sociales.

Íngrid, mujer valerosa y retadora de peligros, fue secuestrada por las Farc el pasado 23 de febrero y no logró, a pesar del clamor escuchado en toda Colombia y en diferentes sitios del mundo, obtener la libertad para asistir a los funerales de su padre, muerto al mes exacto del secuestro. El corazón operado de Gabriel Betancourt Mejía le hubiera permitido superar la enfermedad física, pero el secuestro de Íngrid sobrepasó los límites de la resistencia moral.

El corazón sangrante de este ilustre colombiano no conmovió a los subversivos –pues el corazón de éstos parece hecho de roca– y se detuvo en proximidades de la Semana Santa, representando el mayor drama de estos días de pasión, junto al asesinato del arzobispo de Cali, monseñor Isaías Duarte Cancino. Pasión religiosa que se celebra en el mundo cristiano y recuerda los oprobios de la humanidad con el mártir del Gólgota. Y pasión nacional, la nuestra, la de todos los días, que se ensaña a lo largo y ancho del país con las miles de víctimas sacrificadas por la demencia guerrillera.

Gabriel Betancourt Mejía fue ciudadano ejemplar. Su paso por el sector público deja hondas huellas como ministro de Educación de Rojas Pinilla y Lleras Restrepo, fundador del Icetex y la Esap e inspirador de otras entidades de largo alcance, como Coldeportes, Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, Colcultura y Colciencias.

Fue embajador ante la Unesco, subdirector del mismo organismo, nombrado por las Naciones Unidas, y presidente del Comité para la Educación de la OEA. Hasta tal grado había llegado su carrera pública, que su nombre se mencionó por aquellos días como posible presidente de Colombia.

Nunca dejó de preocuparse por la suerte del país, y al final de su proba y callada existencia se dolía de la disolución moral de la patria por culpa de los malos gobernantes y los políticos ineptos y corruptos. Condenaba la guerra del terrorismo insaciable que se lucra del desgreño social de los últimos tiempos.

Nunca supo por qué habían secuestrado a su hija, si ella encarnaba la causa de los hombres buenos, del ciudadano que clama por una patria digna y busca la rectificación de tantos horrores. Esta causa, acaudillada por Íngrid con desbordado arrojo y temeridad, llenaba de orgullo al desconcertado patriarca, y al mismo tiempo lo atemorizaba.

En viaje de regreso a Colombia, cuando su hija tenía 29 años, le dijo en el barco estas palabras que parecen un acicate para lo que ella llegaría a ser: «Todas las oportunidades que tuviste de niña hacen que hoy tengas una deuda con Colombia. No lo olvides». Cuando Íngrid toma los caminos de la política, el entendimiento entre padre e hija se convierte en estrecha relación espiritual. Colombia, para los dos, es la patria grande que debe rescatarse de la indignidad.

Yo veía con frecuencia a Gabriel Betancourt Mejía en la misa dominical de nuestro barrio. Varias veces hablé con él, y siempre lo encontré animado de fortaleza y optimismo, en medio de las desgracias nacionales. Era un ser solitario y pensativo, alejado de pompas y vanidades, que concurría con unción al rito religioso y se enorgullecía de su hija luchadora, su último trofeo, retenida hoy por las fuerzas extremistas que se dicen abanderadas de la justicia social, y autoras de tantas infamias.

Íngrid sentiría, ante la partida cruel de su padre y maestro, en medio de la desesperación y la impotencia del secuestrado, esa «rabia en el corazón» que le estremece el sentimiento. Colombia es solidaria con este drama familiar, convertido en dolor de patria.

El Espectador, Bogotá, 11-IV-2002.

 

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