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La singular historia de Silfo Cifuentes

jueves, 15 de noviembre de 2018

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace años conocí La Guajira. Desde que hice la primera parada en Riohacha, comencé a sentir el aire del desierto, la soledad y el silencio, y conforme avanzaba por las llanuras infinitas aparecía el territorio mítico narrado por Eduardo Zalamea en Cuatro años a bordo de mí mismo. Esta novela no es un simple viaje por la geografía primitiva y los ásperos caminos, sino además una excursión por los paisajes y las emociones que alimentan la fascinación. Como lo dice Zalamea, su obra es “un diario de los cinco sentidos”. Un despertar, ante la belleza, del mundo sensible que todos llevamos en el interior del alma.

Es ahora mi nieta Valeria, de cinco años, quien de manos de sus padres y bajo su propio impulso se adentró en el alma de La Guajira, más allá de lo que yo lo hice. No sé si mañana se acordará de que en Palomino conoció a Silfo Cifuentes, el hombre de ciudad que se convirtió en indígena kogui, y puso esta dedicatoria en su libro El indio interior, editado en el 2016: “Valeria, eres una niña y alma hermosa. La vida te ama. ¡Ama la vida! Ama a tu familia. Ámate a ti misma”.

Voy a contar la historia de Silfo, tomada de su propio libro y de varios registros de internet. Nació en la hacienda que tenía su padre en Palmira, y en Cali cursó sus primeras letras y obtuvo el grado de artista plástico. Luego estudió arquitectura, que no terminó. Con el paso del tiempo, se desilusionó de la sociedad civilizada y se sintió atraído por las comunidades indígenas. Para tal fin recorrió varios países de Sudamérica, y a la postre se fue en busca del pueblo kogui, en la Sierra Nevada de Santa Marta. Corrían los años 70 del siglo pasado.

Ansiaba el contacto con la naturaleza, el aire puro, los ríos incontaminados, el cielo abierto, la sabiduría de los seres primitivos. Quería ser indígena, pero los koguis le negaban el acceso a su comunidad. Lo creían un aventurero, quizás un vago. Un año duró pidiendo que lo recibieran, o por lo menos le dieran la oportunidad de demostrarles su convicción. De hecho, su cruce racial venía de blanco español y americana afroindígena. Hasta que al fin, de tanto insistir, el mamo mayor autorizó su ingreso.

El primer paso fue vestir como ellos. Después aprendió a cultivar la tierra, pescar, tejer, hilar,  fabricar chinchorros y los productos autóctonos. La lengua la fue asimilando poco a poco. Al correr de los días, se familiarizaba con las costumbres y las creencias de su nueva sociedad. Mascaba la hoja de coca tostada, que da energía, y consumía los alimentos hechos con fórmulas naturistas, que protegen la salud y alargan la vida. Desencantado de su propia religión, que para él era sinónimo de inquisición y sumisión, comulgaba ahora con la espiritualidad que buscaba en otros caminos. Y la había encontrado.

Así pasaron cuarenta años. Su alma se purificó en la rusticidad de los montes y en la limpieza de las tradiciones aborígenes. “La sabiduría –dice en su libro– viene de adentro; el conocimiento y la información se adquieren, se aprenden, se reciben de afuera”. El alcohol y los vicios tóxicos los considera letales: están acabando con la humanidad. Solo los estados espirituales –afirma–  mantienen la paz del ser humano.

Silfo es un sabio, pero la gente que pasa a su lado no lo nota. He aquí algunos de los principios plasmados en su libro: “Cuando tenemos un problema emocional hay dolor, y el dolor es un crisol apto para purificar”. “La verdad ha sido perseguida, eclipsada, sacrificada por la oscuridad; este es el mejor termómetro para saber cuándo algo es verdad”. “Uno de los enemigos más esclavizantes que nos impiden ‘nacer de nuevo’ es la ignorancia”. “No podemos decir que el dinero sea bueno ni malo, depende del manejo; si lo usas como poder, te corrompe; si lo metes en tu corazón, te esclaviza”.

Silfo tuvo que descender de la Sierra Nevada cuando los grupos guerrilleros crearon inseguridad en la zona. Ahora vive en Palomino, en el hotel Playa La Roca, que construyó junto con su hija Samila y su yerno Mario. Allí lo encontraron mi nieta Valeria, sus papás y su tía Liliana, los excursionistas de esta crónica que se fueron a descubrir mundos nuevos en el remoto y embrujado mapa de La Guajira. Silfo viste el traje de los koguis y lleva, sobre todo, el alma pura que le otorgó la convivencia con la naturaleza.

Su nombre de pila es Luis Alfonso (Cifuentes), pero un compañero de estudios lo bautizó Silfo. Apelativo perfecto, ya que silfo, según los cabalistas, es un “ser fantástico o espíritu elemental del aire”.

El Espectador, Bogotá, 10-XI-2018.
Eje 21, Manizales, 9-XI-2018.
La Crónica del Quindío, Armenia, 11-XI-2018.

Comentarios 

Muy bella la historia de Silfo Cifuentes y muy exótica, pues no espera uno que un hombre «civilizado» quiera volverse indígena. Pero estas culturas tienen su sabiduría y no están contaminadas de modernidad y por ello se hacen atrayentes. Qué bueno que la nietecita esté empezando a llenarse de » mundo». Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

El pueblo kogui es hermético, y si Silfo Cifuentes logró adentrarse, es toda una hazaña. La Guajira  no la conozco. Loretta van Iterson, Ámsterdam (ciudadana holandesa que vivió varios años en Colombia).

Bella crónica del personaje Silfo Cifuentes. Su historia es salida del aire, del espacio, de la arena y del corazón de La Guajira. Qué alegría para Valeria, quien va acumulando esta riqueza espiritual. Inés Blanco, Bogotá.

Dedicatoria a Silfo en la novela Ráfagas de silencio: “A Silfo, en su paraíso ecológico. Por allá pasó mi nieta Valeria, de 5 años, y me trajo el libro El indio interior que usted le obsequió con bella dedicatoria. Con mucho agrado lo hago partícipe de esta novela de mi autoría en la que se mueven los indígenas del Putumayo. Admiro su sabiduría, Silfo. GPE”.

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