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Por los caminos de Dios y del mundo

viernes, 7 de noviembre de 2014

En enero de 1962, recién concluido su bachillerato en Bucaramanga, Gloria Ortiz Rangel inició su carrera como terciaria capuchina. Y 10 años después se retiró de la vida religiosa. Los 2 primeros años corresponden a su formación para el apostolado elegido, y los restantes transcurrieron en los siguientes sitios: 1 en Armenia (Quindío), 2 en Manaure (Guajira) y 5 en Vaupés y Guaviare.

Los 7 años de servicio misional los pasó en contacto estrecho con las comunidades indígenas que pueblan los tres últimos territorios citados. Su mayor estadía fue en Villa Fátima (Vaupés), pequeño poblado perdido en lo más profundo de la selva, distante 4 horas por vía fluvial de Mitú, la capital, y 3 de la frontera con Brasil.

En esta zona tan alejada de la civilización y olvidada de la acción oficial, se lee en el letrero fijado en uno de sus aeropuertos, al darle la bienvenida al forastero: “Está usted en el lugar de la recreación de la sabiduría ancestral”.

Gloria Ortiz, compenetrada con su misión de ayudar a los seres más desprotegidos, encontró en su tránsito por estos lugares marginados, donde las miserias humanas adquieren signos en verdad dramáticos, el mejor camino para cumplir su vocación humanitaria. Entregada al servicio de Dios, entendió que allí se le llamaba como un bálsamo para aliviar los inmensos problemas y las tristezas sin fin de esta población condenada al abandono y el olvido.

Estaba en la tierra mítica del misterio, la inmensidad y la belleza, la misma que hizo exclamar a José Eustasio Rivera al escribir La vorágine: “¡Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina!”. Y estaba en el territorio de gentes anémicas, carcomidas por el hambre y las enfermedades, y apartadas del ámbito civilizado por la ignorancia y la ausencia de la vida digna.

La misionera se dedicó en cuerpo y alma a proteger a los humildes que Dios ponía a su paso. Para hacerlo, empezó por comprender su cultura, su idiosincrasia, sus leyendas, creencias y mitos. Aprendizaje elemental para poder penetrar en el alma de los afligidos. Se volvió una indígena más, que todo lo compartía y lo captaba, que asumía riesgos y desafiaba tempestades, que montaba a caballo y cruzaba como ángel bienhechor por ríos y llanuras. Consumía las mismas comidas de los aborígenes y ejecutaba sus propias costumbres.

Con notable aptitud de liderazgo, lo mismo ante los pobladores de aquellas riberas castigadas por el infortunio, que ante sus superiores y compañeros de religión que admiraban su energía y capacidad de servicio, el nombre de esta monja laboriosa y entusiasta dejó su impronta en la selva. Conforme avanzaba en su labor social, vivía nuevas experiencias y más se familiarizaba con los ritos y tradiciones ancestrales, hasta el punto de que el hábitat selvático, con todo lo rudo y sufrido que puede ser, se tornó para ella amable y hospitalario.

Gloria había conocido en Bogotá al sacerdote Jesús Ortiz Bolívar, antes de embarcarse ambos hacia aquellas latitudes medrosas, y con él trabajó hombro a hombro por la redención de los nativos. Fue la suya una alianza perfecta bajo los postulados cristianos.

Ya los dos en la vida seglar, un día tomaron la decisión de casarse y proseguir en sus postulados de trabajo en bien de la humanidad. No quisiera yo preguntar a Gloria cuándo nació en ellos la llama del amor, si en la selva o de regreso al entorno ciudadano. Básteme proclamar que “el amor mueve el sol y las estrellas”, como lo afirmó Dante Alighieri.

Cualesquiera que hayan sido las características de su unión conyugal, es pertinente aseverar ante el lector de estos renglones que Gloria y Jesús constituyeron en la vida civil una pareja de total entrega a la misma causa social que habían ejercido en su actividad religiosa.

Jesús Ortiz sufrió dos percances mayores que afectaron su tranquilidad: uno, el robo de una cooperativa que había fundado para los pobres, y el otro, el secuestro de que se le hizo víctima en carreteras del Norte de Santander. Fue liberado a los 23 días, pero este hecho le produjo fuerte depresión, le afectó el corazón y es posible que le haya causado la muerte.

En 1995, 23 años después de haber dejado el convento, Gloria fundó en Bucaramanga el Hogar Geriátrico Plenitud, dedicado a la protección de la gente mayor. “Los abuelos son mi vida y mi razón de existir”, me confiesa. Obra admirable, en la que colaboraba el antiguo sacerdote con prácticas religiosas y el manejo contable, que ha soportado no pocas penurias, pero que subsiste gracias a la voluntad inquebrantable de su creadora. Y es Dama Gris de la Cruz Roja desde hace 28 años.

En este libro-testimonio, donde Gloria ha querido contar sus memorias de la selva en lenguaje llano, espontáneo y descriptivo, recoge además algunas reflexiones sobre la vida, el amor, el mundo y el pecado, el bien y el mal, que dejó escritas su esposo como legado de su recto obrar y pensar por los caminos de Dios y del mundo. Ambos recorrieron los mismos caminos y ahora van mancomunados en estas páginas como tributo a los principios rectores de sus vidas.

Y además, para que se cumpla una frase ingeniosa que Jesús Ortiz solía repetir como invitación al diálogo inteligente: “Hablemos para que conversemos”.

 Bogotá, 19-V-2014.

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