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El caballero de “El Corso”

martes, 27 de octubre de 2009

Por: Gustavo Páez Escobar

Legendaria figura la de Alberto Ángel Montoya -el “maestro del soneto galante”, que llamó Guillermo Valencia-, nacido hace un siglo en Bogotá y cuya sombra de refinado dandy aún se percibe hoy en la casa sabanera de “El Corso”. (El poeta nace en marzo de 1902, no de 1903, como figura por error en algunos textos). En esta morada vivió intensas pasiones amorosas, trasplantadas a sus libros con fulgores prodigiosos, y allí pasó sus últimos años en absoluto silencio monacal, presa de atroz ceguera y alumbrado por la llama etílica. El sibarita de perfumados salones sociales, que “amaba el vino, la mujer y el juego”, vería con los ojos de la mente, alejado del mundo y los placeres, transcurrir las horas borrosas del atardecer, y exclamaría: “Hoy soy feliz porque aprendí a ser triste”.

Testigos de aquella época de sombras se encargaron de seguir desde lejos los pasos del poeta por la casona blasonada y refulgente, y luego solitaria, que años atrás había sido centro de alegres bohemias intelectuales y mundanas. Por “El Corso” desfiló lo más selecto de la sociedad bogotana, y entre los contertulios más allegados puede citarse a José Camacho Carreño, Alberto Lleras, Germán Pardo García, Jorge Padilla, Eduardo Castillo, Edmundo Rico, Jaime Barrera Parra, Rafael Vásquez, Nicolás Gómez Dávila, Rafael Maya, Mario Laserna.

Cuando sus ojos comenzaron a marchitarse, los viejos confidentes -cada vez menos buscados por el dueño de casa- entendieron que debían mantenerse a prudente distancia y solo de tarde en tarde pasaban por la hacienda silenciosa,  animados por el fervor constante hacia el anacoreta. El bardo quería retirarse del mundo externo, para vivir mejor entre los límites penumbrosos del ocaso. Este deseo se hizo manifiesto cuando en el portalón de la casona apareció esta inscripción: “Prohibida la entrada a los parientes”.

El grupo de antiguos oficiantes de los festines de la inteligencia y del alcohol, unidos por el placer y el gusto por la vida, se preguntarían cómo el poeta del regocijo y del apetito mundano lograba resistir su adversidad sin buscar la solución suicida, como en sus casos desesperados lo habían hecho Silva, Larra, Alfonsina Storni, Virginia Woolf y Stefan Zweig, y años después lo haría Ernest Hemingway.

Para dicho enigma resulta adecuada la siguiente interpretación. En primer lugar, la pérdida de la vista, causada por el golpe que años atrás le había producido una pelota de polo, despertó en Ángel Montoya la vena dormida del misticismo. Después de probar los lujuriosos desenfrenos y de conocer las dimensiones del alma sensorial, supo que la vida no solo es sexo y emoción pasajera, sino alma y serenidad. Acaso el amor auténtico había naufragado en el torbellino de sus aventuras carnales, o él no había sabido encontrarlo.

Cuando tiempo después aterrizó en su desventura, tras conocer todo lo que otorga y quita la orgía del mundo, sus ojos marchitos descubrieron la verdad ignorada: el camino -en este caso el camino de “El Corso”- era el de adentro, no el de afuera, es decir, el de la propia intimidad del poeta ciego. Y renunció a la vida pagana para encontrarse con el amor verdadero: el de una viuda atractiva y de su mismo rango social, varios años menor que él.

Jorge Padilla, en excelente estampa que escribe sobre su amigo, cuenta que en enero de 1946, en forma inesperada, Ángel Montoya contrae matrimonio en la iglesia de Las Nieves de Bogotá, ataviado, a la usanza del dandy perfecto, con su flamante levita de largas colas.

He aquí, por otra parte, la anécdota encantada y poco conocida que narró a Vicente Pérez Silva el poeta Rafael Vásquez, y que aquel, a su turno, me confió en momentos en que me proponía trazar las presentes líneas:

Días antes de la boda, el poeta departía, en un establecimiento del centro de la ciudad, con un amigo que protegía sus horas de tinieblas. Al recordar Ángel Montoya que se había comprometido a enviar una colaboración al diario El Tiempo, tomó el teléfono -que era de disco, como se sabe, y por eso le facilitaba la marcación- para disculparse por no poder cumplir con el trabajo. Pero se equivocó en algún número, y en lugar del periódico le contestó una dulce voz femenina. La conversación fluyó como entre viejos amigos -que no lo eran-, se volvió placentera y surgió el romance bajo el estímulo del vino.

Convinieron una cita para días después, con la advertencia de que él era bohemio y además ciego. En el encuentro, subyugada ella por la figura apuesta y la exquisita galantería del conquistador, y él por la ternura presentida, quedó sellada la unión matrimonial. La dama era María Junguito, que se convertiría en la fiel y abnegada compañera de las horas sombrías.

Una noche, el bohemio llega a su casa en compañía de dos amigos y le pide a su esposa una botella de vino y cuatro copas. Al notar que hacía falta la copa de ella, tal circunstancia le inspira el soneto Pasión tardía: “Toma la copa y bebe, que mañana / no habrá vino en tu copa ni en la mía. / Inútilmente prolongué mi fría / indiferencia mentirosa y vana…”

Ángel Montoya, henchido de fascinación voluptuosa por la mujer, es cantor del hechizo femenino. El amor erótico, lo mismo que ocurriría con Laura Victoria, lo conduce al misticismo. La ceguera le lleva otras luces al espíritu y lo vuelve más profundo. En la última etapa de su vida nace el filósofo. Su poesía, tanto en verso como en prosa (yo no he sabido precisar cuál de las dos es superior), sobrecoge y enamora.

Su mayor arte es la del soneto clásico. Con poemas como el Soneto al amor, su obra mejor lograda, conquista la gloria: “Cuántas veces, amor, por retenerte / puse a tus pies mi juventud rendida. / Y cuántas a pesar de estar herida / te la volví a entregar por no perderte…”

El Espectador, Bogotá, 27 de marzo de 2003.

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