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El azar de los caminos

lunes, 26 de octubre de 2009 Comments off

v_elazarPasadas las diez de la noche hacemos cola para la velada que se inicia una hora después. Gentes de todas las nacionalidades acuden a esta cita obligada durante el paso por París. El frío de la noche no incomoda a nadie. Hay entusiasmo colectivo desde antes de abrirse las puertas. En realidad, la fiesta comienza desde la calle.

cenefitaPrólogo

EL ARTE DEL OCIO

Un viaje es una aventura, un desafío, una incógnita. El mundo, ese horizonte abierto que tanto incita a la gente, es impredecible. Un viaje se debe asumir con pleno convencimiento y plena responsabilidad. Antes de comenzar a viajar debemos saber qué buscamos y para dónde vamos. Algunos conocen a la perfección los nombres de los países y sus monedas, han preguntado por los mejores hoteles y lugares de diversión, pero no se preocupan por averiguar, y más tarde interpretar, los rasgos, costumbres y personalidad de los sitios que van a visitar. Hay quienes marchan atentos y disciplinados, como verdaderos autómatas, bajo la asesoría de los guías, y luego regresan sin haber captado nada y sin poder dar ningún dato inteligente sobre los tesoros que no pudieron valorar en los anchos caminos del planeta.

Si el viaje no tiene propósito cultural no debería hacerse. ¿Para qué ir a París, Roma, Londres o el Lejano Oriente sólo para posar de importantes y de personas recorridas? Como la moda es contagiosa, nadie quiere quedarse atrás en este mundo invadido por el esnobismo y la frivolidad. Ojalá se compitiera también por entender los ambientes, distinguir cada cosa por su valor real, juzgar con propiedad personas, lugares, estilos y tradiciones.

La mejor conquista de los viajes está en el enriquecimiento espiritual. Si no se establece un nexo afectivo con el lugar visitado, se pierde la emoción del viaje. Esto es lo mismo que pretender amar sin sentimientos. Si no sentimos pasión por los panoramas, los ríos, los árboles, las ciudades, quedémonos en casa. Si deja de asombrarnos tanta maravilla que surge cuando tomamos el avión, el bus o el barco, y de conmovernos ante la diversidad de imágenes y sensaciones que brotan en la calle o en la casa de arte, es porque carecemos de sensibilidad para el asombro y la belleza.

En los países de esta gira, mi señora y yo descubrimos filones de cultura, para nuestro propio regocijo y para compartir tales hallazgos con los hijos, familiares y amigos. Esos recuerdos iluminarán el atardecer de la vida. No se trataba, claro está, de abarcarlo todo, ni de percibir de buenas a primeras el espíritu de las ciudades y las honduras del arte, sino de gozar con los pequeños detalles, con el hecho menudo y halagador, con la aparente intrascendencia de las cosas simples. Cuando se posee alma emotiva no es difícil encontrar el nervio de la historia y la sensualidad de la naturaleza.

Esta crónica presenta una visión de diez países de Europa recorridos en el otoño de 1998, en un itinerario de diez mil kilómetros por carretera y ferrocarril. Conocer la historia e idiosincrasia de los pueblos, determinar los matices o características sobresalientes de las ciudades, detallar los monumentos y obras de arte, sería, por supuesto, labor de años y no puede aspirarse a que esto suceda en una presurosa excursión turística. El tiempo no alcanza para tanto, y hay que hacerlo rendir para avanzar hacia infinidad de sorpresas que aguardan en otras latitudes.

Al regreso de Europa, el autor de estas páginas se dedicó a ampliar la noción que había obtenido durante los días de la gira. Repasando los datos y vivencias recogidos en la libreta de apuntes, resultó vivificante volver a hacer la misma travesía, esta vez en el reposo de la biblioteca y con el apoyo de distintas fuentes de investigación, como textos de historia, enciclopedias, mapas y otros elementos de estudio.

Este libro no es, no puede ser, un tratado de historia o de geografía, sino unos apuntes al vuelo, unas pinceladas en el paisaje, unos bosquejos sobre lo que el ojo del viajero vio y el alma del escritor apreció en un viaje relámpago por los caminos de Europa. Pretendo hacer semblanzas rápidas, como es en sí un viaje de turismo, sobre países y ciudades, con datos útiles sobre la historia, el ambiente, el patrimonio cultural y artístico, y con breves reseñas biográficas de personalidades ya consagradas por el tiempo, que por consiguiente hacen parte de la vida local, a fin de dibujar, ojalá, el alma de los pueblos. En algunos casos, la anécdota ligera o la pequeña nota de humor contribuirán, así lo espero, a hacer más ameno este itinerario.

GUSTAVO PÁEZ ESCOBAR

cenefita

Un fragmento de la obra

PARÍS

El ruido de los frenos hidráulicos indica que hemos iniciado el descenso. En el avión hay revuelo general. Una melodiosa voz femenina anuncia por el altavoz la proximidad de París. Todos se desperezan y, con las telarañas del sopor todavía en los ojos, buscan sus enseres de viaje. El día, en un instante, se ha tornado sombrío, y a los pocos minutos se desgaja una lluvia pertinaz. El viento sopla fuerte. En la distancia se ven los campos ondulados por los cultivos de frutas y cereales. La silueta de la ciudad, con su cielo nublado y la lluvia torrencial, sobrecoge el espíritu. Pensábamos encontrar una urbe radiante de sol, y el efecto contrario –el de la tempestad incontenible– produce una imagen alucinante.

Ver llover… El alma se conmueve con la lluvia, se llena de embeleso. Bajo el poder de la lluvia se estimulan las emociones humanas. Es un prodigio que provoca a la vez ardor y sosiego. Cuando las gotas son persistentes, el ánimo se enerva. Se desea entonces que el agua sea nutrida, para enfrentarla con decisión, en lugar de la llovizna incierta que desazona el espíritu. Ver llover… La lluvia es poesía.

Aterrizamos a las 10:35 en el viejo aeropuerto de Orly. Cae agua a cántaros sobre París. El agua lustral, como en los antiguos ritos religiosos, purifica a la urbe impenitente. Pretendo verle la cara, pero la neblina no lo permite. Dijérase que la dama se encuentra apenada. ¿Dónde está la Torre Eiffel, con sus dimensiones colosales? ¿Dónde están los penachos airosos de la villa de reyes y gente ilustre? ¿Dónde están los diez millones de habitantes, el emporio de fábricas, las soberbias construcciones? ¡Llueve a torrentes!

La metrópoli, entre ráfagas de ventisca, emerge enigmática y esquiva. Un soplo le destrenza la abundante cabellera y la pone a ondear al viento, en remolinos azules. Ciudad monstruosa y encantada, cuyos resplandores se diluyen entre besos húmedos y brisas temblorosas. Ciudad de armonías y coloridos, de amores desatados en noches lascivas, hecha de pasión y aroma. La urbe legendaria desentierra sus raíces en esta mañana tempestuosa. En cualquier forma como se le mire –como reina o como cortesana–, París entra por los ojos y enciende el corazón. Por eso es la Ciudad Luz.

Un vehículo enviado por la excursión nos recoge para llevarnos al hotel. Avanzamos por una avenida esbelta, por entre árboles llorosos. Unos niños se divierten con la nieve. No les importa empaparse de lluvia, porque el placer está en la diversión. Contra los vidrios se estrellan goterones furiosos. Más adelante el agua se aminora y un tímido rayo de sol se asoma en la lejanía. Cuando traspasa las nubes se producen irisaciones estremecidas. ¡Estamos en París, la remota, la bella, la diosa apetecida que clama en el sentimiento y que traemos anidada en el alma! Así, invadida por la lluvia, se ve más hechizante. Y me acuerdo del poema de César Vallejo:

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París –y no me corro
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño…

Pronto comenzará el otoño, estación de serenidad.

Hemos escogido el otoño, que en Europa dura tres meses –del 23 de septiembre al 21 de diciembre–, como estación propicia para disfrutar mejor la temporada. Es época agradable por los climas templados. Tiempo de bonanza, punto intermedio entre el calor y el frío. El sol de otoño, cuando se filtra por los árboles, dibuja cuadros poéticos. El crecimiento de las cosechas se realiza entre la última helada de la primavera y la primera del otoño. Los frutos se maduran en otoño. Nosotros venimos a recoger la cosecha.

Radiante espectáculo el del Lido, pleno de luces, bailes y magia, donde exóticas bailarinas enardecen al público con los senos desnudos y los cuerpos voluptuosos. Con derroche de lujo y fantasía, los cuadros alegóricos arrancan aplausos nutridos. El alma alegre de París vibra en esta revista sensacional. Recuerdo a Josefina Baker, la negra rutilante que estremecía el sentimiento de los parisienses con sus contorsiones eróticas, y que en la última función hizo exclamar al presidente Giscard: «El corazón de Francia ha venido palpitando junto al vuestro». Dos días después murió de una trombosis cerebral. La mató la emoción. Han transcurrido 23 años y su corazón no ha cesado de latir en el teatro Lido.

Pasadas las diez de la noche hacemos cola para la velada que se inicia una hora después. Gentes de todas las nacionalidades acuden a esta cita obligada durante el paso por París. El frío de la noche no incomoda a nadie. Hay entusiasmo colectivo desde antes de abrirse las puertas. En realidad, la fiesta comienza desde la calle.

–Vengo observándolos y creo que ustedes son colombianos –nos dice la amable señora que nos antecede en la fila.

–Sí –le ratificamos.

–Yo también soy de Colombia –exclama ella.

Su nombre es Lupe, esposa de un alto ejecutivo bogotano. Viaja con varios miembros de su familia y hoy se han integrado a la misma excursión. Ellos continuarán la gira por la mayoría de países que vamos a visitar y más adelante se separarán para seguir otro rumbo. En la mesa que compartimos en el teatro, nos esperan tentadoras botellas de champaña. Una lluvia de luces multicolores le da colorido a la fiesta. Sube el telón y explota el delirio.

Las desenvueltas bailarinas, maestras de la gracia y la sensualidad –salidas sin duda de alguna página de Las mil y una noches–, mueven en sus caderas y senos vibrantes el ardor de las pasiones que ellas mismas incitan en las mesas. Los números de malabarismo y ciencias ocultas, en medio de resonancias musicales que crean tensión, electrizan los sentidos. Los efectos sonoros y los juegos de luces, al mismo tiempo que provocan suspenso y misterio y despiertan la mente con las danzas sensuales, son duendes traviesos que excitan las emociones.

Con Lupe y su familia pasamos una real noche de fantasía. La burbujeante caricia de la champaña cumple su noble misión de entonar el espíritu. Estamos en tierra de champañas, y sería imperdonable no rendirles los honores que merecen estos vinos espumosos, de fama mundial.

El Molino Rojo –Moulin Rouge– es un sitio de diversión nocturna de alta calidad. Otro tanto puede decirse del Barrio Pigalle. Referencias ambas de un París licencioso, a la vez que romántico, dibujado en ardientes novelas, poemas y crónicas de antaño. Los turistas pasan por estos lugares en plan de tomarse algún licor y mirar de reojo –con perdón de las esposas– a las atrayentes muchachas que exhiben sus encantos y sugieren recónditas aventuras. Quien desee echarse una cana al aire bajo el sigilo de la noche, que cuide la cartera –y abra bien los ojos– antes de exponerse a los peligros del amor mercenario.

El legítimo cabaret no puede ser sino parisiense. Es una figura legendaria del viejo París, el de los amores furtivos y las citas audaces, que todavía subsiste en sitios de privilegio como el Pigalle y el Moulin Rouge. La mayoría de los turistas concurren a ellos con el deseo de conocer la vida nocturna de París en el ambiente febril del cabaret, establecimiento de diversión y categoría donde al calor de la bebida y el baile se ofrecen artísticos cuadros de variedades a precios astronómicos.

En el Barrio Latino se respira un sugestivo aire de bohemia. Está hecho para el romance y la delectación. Sus calles tranquilas invitan al placer. Quien desee una variante de las visitas a monumentos y museos, y quiera escapar de la visita forzada a cuanto programa le propongan, no es sino que busque una tarde de ocio para deambular por estas vías angostas y ensoñadoras que ofrecen otra perspectiva de la ciudad.

Y llegamos a Montmartre, el barrio de los artistas, célebre colina situada en el norte de París. A poca distancia de la metrópoli bulliciosa se localiza este oasis, como un alto en el camino. Hemos llegado al paraíso del arte. Del arte elemental que se origina y se vende en las calles, penetra en parques y cafés y vuela a todo el mundo bajo el brazo de los viajeros. La voz de los poetas ha idealizado este lugar como un rincón de ensueño. Los artistas fijaron aquí su casa y su taller de producción. Se apoderaron de las vías para hacer sus exposiciones al aire libre, sobre los temas más diversos. La gente recorre con regocijo y ánimo curioso estas galerías ubicadas en todas partes y se lleva algún cuadro como constancia de haber estado en Montmartre. Esto da prestigio.

En Montmartre, desde una colina convertida en mirador público, se obtiene la vista más bella de París. La ciudad parece una inmensa mariposa que aletea en el espacio y tiñe el horizonte de mil policromías. El día apacible permite observar las líneas fantásticas de la metrópoli luminosa que se prolonga en infinitud de figuras geométricas y se levanta al firmamento con sus penachos urbanísticos y sus aureolas de grandeza. Al fondo de una calle sosegada se yergue la basílica del Sagrado Corazón –Sacré–Coeur–, con sus cúpulas imponentes. Una figura solitaria se detiene frente a un puente abandonado, donde sus únicos vecinos son unos árboles meditabundos que se inclinan sobre sus propias soledades.

En un ángulo de la plaza, con el estómago crujiente y la mente febricitante, un pintor anónimo repasa en el caballete su última creación, y jubiloso le da el pincelazo final antes de comenzar a pedir las monedas tristes con las que mitigará el hambre del día. Otro pintor negocia por buen precio el paisaje bucólico del que se ha enamorado una transeúnte entusiasta.

Tú, mi inseparable compañera, estás en medio de este ambiente con tu alma de artista. Recorro contigo las calles idílicas, los cafés bohemios, las tiendas barrocas. En el mirador le echamos un vistazo a París y sentimos que el espíritu vuela por el paisaje en alas del arte y la fantasía. Montmartre es el sitio romántico donde uno quisiera quedarse.

–Quedémonos –te digo.

–Algún día volveremos.

Los Campos Elíseos, adornados con árboles frondosos, se pierden a lo lejos en una extensión de varios kilómetros. Es un sector que transmite embrujo y sosiego. El París antiguo, lleno de historia y belleza, cautiva al viajero en medio de grandes edificios, castillos soberbios, perennes huellas del pasado glorioso. Las tiendas de ropa, los restaurantes y quioscos callejeros, las casas de grandes marcas de automóviles –como la Peugeot y la Renault, que han sido nuestros carros preferidos– son el nervio de esta arteria palpitante.

La urbanidad de la gente es manifiesta. La raza francesa es apuesta y refinada. Las mujeres, esbeltas y sugestivas. Visten ropas informales y seducen con su garbo y cuerpos airosos. Poseen el charme que llaman los franceses. La ciudad se asienta sobre una montaña de cultura, en un jardín de hadas. Con decir que es un lugar fantástico se diría todo. Pero es mucho más, y al tratar de definirlo fallan las palabras y se enmudece el alma. El perfume que vuela en el aire atrapa los sentidos y crea un estado de alucinación.

París, días atrás, nos recibió con agua copiosa y hoy nos despide con sol pleno. Día cálido, pletórico de luz y hechizo. El otoño comienza.

cenefita

Comentarios

Fragmentos

Un libro de viajes escrito con inteligencia, noble estilo y sabroso mensaje cultural. Una tarea viajera programada con afectos familiares y, el autor, siempre dispuesto a no pasar desapercibido cerca de las grandes proezas del arte y de los testimonios superiores del desarrollo de la historia magna del hombre civilizado. Notable la importancia de este libro de viajes que, además de recordarnos historia grande nos entrega información sobre aspectos sociales y económicos de los países visitados. Héctor Ocampo Marín, Bogotá, El Siglo, 17 de octubre de 2002.

El estilo es impecable y el contenido, uno de los que más me han gustado. Desde cuando usted escribió la biografía de Pardo García quedé admirado al ver su capacidad mental para guardar tantos detalles. De esta última obra suya he aprendido muchas cosas que ignoraba. La historia tan completa de cada una de las ciudades que visitó, que fueron muchas, es admirable. Aristomeno Porras, Ciudad de Méjico, 7 de noviembre de 2002.

El azar de los caminos es realmente un doble viaje: el que se cumplió en los forzados itinerarios y el que recreaste con la unión de los momentos vividos y las reminiscencias históricas sobre los lugares visitados. Al avanzar en la lectura del libro, se vuelve a sentir, en extenso, los momentos excitantes que le hicieron exclamar a nuestro compañero mejicano que a veces se le acaba a uno la capacidad de asombro. Josué López Jaramillo (compañero del viaje), Bogotá, 22 de noviembre de 2002.

Con tu hermoso libro El azar de los caminos no sólo he realizado un viaje por Europa, más aún, he hecho un viaje por los sentidos. He experimentado un avivamiento del espíritu, maravillado ante el paisaje, ante el lenguaje poético que empleas para describir cada mínima sensación. ¡Qué grato es recorrer los caminos de la mano de un gran escritor y de un hombre sensible ante la belleza que recrea al lector con su universo íntimo! Esperanza Jaramillo García, Bogotá, 16 de diciembre de 2002.

He vuelto a leer algunos capítulos de El azar de los caminos, que me parece ahora más interesante y atractivo, y en el cual regalas al lector, aparte de lo básico en historia y geografía, anécdotas hermosas. Es como ir en ese viaje contigo y Astrid y captar a través de tus sentidos la esencia de cada país. En todo el libro haces sentir el amor del uno por el otro, y me gustaría saber si fue ocasional o simplemente iba brotando del alma mientras lo escribías. Beatriz Segura de Martínez de Hoyos, Ciudad de Méjico, 21 de enero de 2002.

En El azar de los caminos, Gustavo Páez Escobar nos regala con la educada visión de uno de esos encuentros, esta vez no solo consigo mismo y con la tierra sino con la historia. La misión de este libro: describir lo descubierto por los ojos y la mente del autor. Es de este modo como nos cuenta de sus peripecias y las de su esposa desde la salida de Miami hacia París y los otros países visitados. El azar de los caminos es un festín para los viajeros del corazón. Una excusa para repasar la gran lección de la historia del mundo. Una historia que a lo mejor no hubiera sido posible sin la presencia física y espiritual de Astrid, su esposa de muchos años, o sin la inspiración de los hijos. Gloria Chávez Vásquez, revista Manizales, mayo–junio de 2003.

Cuando me enviaste El azar de los caminos estaba metido en no recuerdo qué tipo de absorbentes lecturas. Así que le eché un vistazo, leí un par de capítulos, vi, que como todo lo tuyo, estaba bien, y te acusé agradecido recibo. Soy un lector caprichoso y nunca quebranto el orden de mis lecturas. Siempre, los libros están uno detrás de otro. Nunca me salto uno. Nunca interrumpo uno para leer el nuevo. Así pasó con tu bellísimo libro de viajes. Pero el condenado libro comenzó a darme guiñadas y a tratar de conquistarme con mimos de muchacha bonita. Hasta que este año no tuve más remedio que agarrarlo y meterle el diente a fondo. Acabo de terminarlo y debo decirte que me encantó. Es fresco, movido y sustancioso. Aporta y recuerda datos muy interesantes. Y, lo mejor de todo, tiene rasgos de ternura y humor muy seductores. ¡Qué bueno para Astrid y para ti que, después de tantos años, siguen fieles, compatibles y enamorados! Déjame elogiarlos, diciéndoles que siento envidia de la buena. Hernando García Mejía, Medellín, 2 de febrero de 2005.

 

 

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Caminos

lunes, 26 de octubre de 2009 Comments off

ensayos_caminosVa por los mares, picando las olas, y se remonta ligeramente cuando siente sus plumas humedecidas. Pocos espectáculos tan fascinantes como una bandada de golondrinas de mar, que semejan flechas sobre el agua.

cenefita

Prólogo

LA VOCACIÓN LITERARIA DE GUSTAVO PÁEZ ESCOBAR

Gustavo Páez Escobar es boyacense, nacido, concretamente, en el lindo pueblecito de Soatá, que el canónigo Peñuela llamara líricamente «Labranza del Sol» en amorosa monografía publicada hace algún tiempo. Vinculado desde su más temprana mocedad al Banco Popular, ha hecho, gracias a una limpia constancia y a una indiscutible eficiencia, sólida y brillante carrera que lo ha llevado a la gerencia de importantes sucursales en diferentes ciudades del país. Precisamente, en la actualidad ocupa la de la sucursal del Banco en la ciudad de Armenia (Quindío).

«No poseo títulos –anota en algún esbozo de autobiografía–. Me incomoda, me irrita, me desquicia el mote de ‘doctor’ que me acomodan algunos despistados, no sé si por ingenuidad, por adulación o por burla. Es la moda del momento y todos quieren ser doctores. Y si no lo son se lo inventan. Los falsos títulos abundan como la mala hierba, porque el mundo es apergaminado. Somos dados al lustre externo, a la ampulosidad, a los convencionalismos».

Columnista de El Espectador y La Patria, periódicos en los cuales analiza y expone ágil y amenamente muy variados temas del acontecer cotidiano y cultural de los tiempos modernos, es, igualmente, ensayista, cuentista y novelista. Conocedor de los clásicos, ha realizado estupendos ensayos sobre Flaubert –Madame Bovary y Salambó–; y sobre Germinal, la famosa novela de Emilio Zola.

Hombre de férreas disciplinas, madruga todos los días a las cuatro de la mañana y se mete en su biblioteca a leer y a escribir hasta que es la hora de marcharse a ocupar su sillón gerencial. De ahí que pueda vivir muy bien informado y que, de paso, vaya realizando, lenta, firme y calladamente, de espaldas a los consabidos y poderosos sanedrines del privilegio, su obra tanto periodística como literaria.

Tres de sus libros editados hasta el presente son Destinos cruzados, Alborada en penumbra, novelas, y Alas de papel, suma de diversos artículos publicados en los dos periódicos arriba mencionados.

Próximamente, también, el Banco Popular publicará, en su sobria y selecta serie bibliográfica, su primera selección de cuentos, que incluye, obviamente, algunos difundidos en el Magazín de El Espectador.

El de Gustavo Páez Escobar es, pues, como puede juzgarse, un caso de ejecutivo muy especial. De ejecutivo pensante, soñante y opinante. Como quien dice, un caso de doble filo. Riqueza en las cavas y en la cabeza.

Fenómeno trascendente, de veras insólito en el rígido, seco y matemático campo bancario y altamente aleccionador a nivel general.

Fenómeno de doble eficacia, en suma. Con un nombre: Gustavo Páez Escobar. Soatense. Casi, casi tipacoque…

HERNANDO GARCÍA MEJÍA

Comentario aparecido en la revista El Impresor, de la Editorial Bedout, edición de agosto de 1980, de la que es director Hernando García Mejía, poeta y cuentista.

Un fragmento de la obra

LA MUERTE DE UNA GOLONDRINA

A mi despacho bancario acuden con frecuencia las golondrinas. Hay algo que las atrae. Les gusta revolotear alrededor de los ventanales y posarse sobre los voladizos. Algunas veces penetran a la oficina y, al sentirse prisioneras entre cuatro paredes, buscan con torpeza la salida y terminan golpeándose contra los vidrios. En más de una ocasión he recogido del piso al frágil animal, que me mira angustiado y ansioso, y lo he lanzado al aire para que continúe disfrutando de la libertad que no puedo dispensarle en mi recinto. La golondrina es ave tímida y escurridiza, para la que no se hicieron los espacios cerrados. Por eso le gusta el cielo abierto.

Va por los mares, picando las olas, y se remonta ligeramente cuando siente sus plumas humedecidas. Pocos espectáculos tan fascinantes como una bandada de golondrinas de mar, que semejan flechas sobre el agua.

Una vez tomé en mi mano al atontado animal que, inconsciente, había quedado maltrecho sobre la alfombra de mi despacho. Estaba lánguido, pero respiraba. Así doblado, quise indagar en su mínima anatomía el misterio de su existencia huidiza. Era apenas un remedo de esa airosa y sutil raya alada que todos los días veía circuir mis predios de las cifras y los millones ajenos.

Abajo, en al calle, un mundo febril se movía afanoso y apático. Era el torrente de la vida tumultuosa que ignora la indefensión de una pobre golondrina retenida en un cuarto con olor a negocios. En ese momento pensé que tal vez todos los millones que me rodeaban no serían capaces de restituir la vida que se estaba escapando entre mis manos deseosas de milagro.

Tomé con dedos inciertos el cuello abatido y pretendí aplicar conocimientos ignorados. El animal pretendió entender mi afán y entreabrió un ojo confuso. Se encontró, de seguro, con la misma negación de la vida, ya que para ese armonioso suspiro del viento la presencia del hombre debe ser perturbadora. El desvanecido visitante se movió ligeramente. Le insuflé luego calor y observé que se reactivaba.

Pasó en un instante de la muerte a la vida. Lo vi levantarse aturdido y, siempre miedoso, buscó la manera de huir de su salvador. Lo tiré al espacio, como se lanza una ilusión, y permanecí extasiado frene al espectáculo de dos alas raudas y un leve plumaje que ascendía por los aires persiguiendo la vida. Los billetes de banco, entre tanto, seguían en sus bóvedas, prisioneros de la avaricia. Si ellos pudieran sentir, envidiarían el vuelo de las golondrinas.

Otro día la golondrina penetró al laberinto a donde no ha debido llegar. Quiero pensar que la mensajera de los vientos se acostumbró al sitio donde había hallado una mano amiga. Es posible que desde lejos vigilara al circunspecto manejador de cifras, y hasta que le coqueteara desde sus dominios etéreos. Quizá le descubrió el alma que generalmente no se le encuentra al gerente de banco. El diminuto animalejo, que debió de acercarse con curioso instinto, estuvo dando espaciosas vueltas frente a mi ventana e insinuándome, con sus armónicos movimientos, una expresión agradecida.

De pronto se lanzó por el pequeño orificio abierto en el alero de la edificación. Era como una tentación y por allí se introdujo. Estaba como fabricado para su cuerpo. El animal ignoraba que era el respiradero del cemento y que en sus senderos no encontraría sino sombras y frialdades.

Muchas veces, intentando orientarse, se golpearía contra aquellas cavernas, antes de volver a hallar un indicio de luz. Cuando de nuevo lo vi aparecer, ya estaba muerto. Apenas se notaba la cabeza, emergiendo del cautiverio.

Sus compañeras estuvieron una mañana entera tratando de rescatar el cadáver. Las alas habían quedado enredadas contra cualquier obstáculo y ella, mi frágil golondrina, terminó fracturándose todo el organismo. Poco a poco las otras golondrinas halaban, a picotazos, el cuerpo que se resistía a salir del todo. Fue una mañana de incesante solidaridad, y sin duda de angustia, de unos seres minúsculos que no podían hacer nada contra la inclemencia del cemento, pero que tampoco se negaban a abandonar la ímproba labor del rescate.

Qué distinta, pensé, la sociedad humana. Por aquella misma calle que tenía a mi vista rodaba un mundo hostil, ajeno, insolidario. En la esquina un limosnero exponía sus llagas y todos las ignoraban. En los rostros había prevención y en el alma, egoísmo. Y prensado en una ranura traicionera estaba el cuerpo despedazado de la errátil golondrina, enseñándoles a los hombres, como un mensaje a los aires, una lección de amor.

cenefitaComentarios

Fragmentos

Páez Escobar trabaja con reposada mentalidad, en comprimido estilo, con una limpieza conceptual que se realiza en función de pensamientos concretos, sin divagaciones inútiles, a la manera como se pasa sobre las definiciones fáciles para descubrir la almendra verdadera, sin meterse en extravagancias de interpretación o excesos de fronda. Adel López Gómez, La Patria, Manizales, 23 de julio de 1982.

En Caminos encontramos la expresión del autor acerca de aquellas cosas que por lo triviales no tienen menos importancia para el escritor: el diccionario que siempre lo asiste cuando trabaja; la máquina a la que se acostumbra y apega por más que lo tienten otras más modernas… Y lo más importante, el estilo que es la verdadera personalidad del escritor, su sicología, su emoción, su cultura, el diario de su vida sutilmente transmito. José Jaramillo Mejía, La Patria, Manizales, 5 de agosto de 1982.

El autor de Caminos comprueba con algunos de los ensayos incluidos en este tomo que es un exquisito lector y un fino crítico, y que sabe recorrer los caminos que le brindan los libros. En ocasiones se le sale el poeta que lleva escondido en los pliegues de la prosa. Óscar Echeverri Mejía, Occidente, Cali, 11 de agosto de 1982. La Tarde, Pereira, 24 de octubre de 1982.

Cinco libros publicados lleva Gustavo Páez. Hechos de una solvencia igual a la que le ha servido para despachar no se sabe cuántos problemas de descuentos, encajes, giros, comisiones, sobregiros, balances y «culebras» por cazar. Dueño de una caja de caudales adicional: la que guarda los valores escasos de la sensibilidad y la capacidad creadora. Fernando Solarte Lindo, El País, Cali, 12 de agosto de 1982.

Gustavo Páez es un crítico sagaz que sabe penetrar en el fondo mismo de lo que lee y analiza y estudia. Sus opiniones, de gran valoración crítica, tienen el mérito de no ser gratuitas o improvisadas. Su estilo es correctísimo y brillante, de corte moderno, sin afectación alguna. Une a sus virtudes una conciencia límpida y una bondad inagotable. Horacio Gómez Aristizábal, La Patria, Manizales, 14 de agosto de 1982.

Caminos, con sus crónicas, artículos y ensayos cortos, continúa en su línea de testimoniar la presencia cultural de nuestra provincia. Carlos Enrique Ruiz, Manizales, 10 de septiembre de 1982.

Hay en tu prosa esa sugerente plasticidad de las palabras exornadas de la difícil sencillez, que le imprimen al cotidiano acaecimiento el renovante encanto de las evocaciones. Bernardo Pareja, Quimbaya, Quindío, 25 de septiembre de 1982.

Hay en Caminos un depurado castellano producto de las lecturas y el amor a la cultura. Revista Bancos y Bancarios, septiembre de 1982.

Prosa noble, depurada y cristalina. Por este nuevo libro campea una vivaz inquietud pesquisidora. Y la impresión compacta que deja en el lector es la de estarse encontrando cada vez mejor con un escritor llevado a dejar huella perdurable en muchas direcciones. Bernardo Londoño Villegas, La Patria, Manizales, 28 de noviembre de 1982. El Colombiano, Medellín, 17 de diciembre de 1982.

Volumen de ensayos y artículos periodísticos donde se encuentran caminos que conducen a Flaubert, Voltaire, Alberto Lleras, Caballero Calderón, Otto Morales Benítez, a libros y a lugares amados y remotos. Asombra en la lectura de Gustavo Páez Escobar ese hallazgo permanente de la palabra que como en Azorín, recrea la emoción y los recuerdos. José Luis Díaz Granados, El Tiempo, Lecturas Dominicales, 19 de diciembre de 1982.

Gustavo Páez Escobar no es sólo uno de los columnistas bien escritos de este diario de nuestros afectos, sino que más que eso es un escritor. Un buen y depurado escritor de esos para quienes escribir limpia y responsablemente es la única forma de serlo a cabalidad. Consuelo Araujonoguera, La carta vallenata, El Espectador, Bogotá, 8 de enero de 1983.

Hay en Caminos crónicas plenas de gracia y de encanto. Hay además una apreciable cantidad de textos referentes a libros colombianos, que el autor analiza brevemente en forma casi siempre acertada. Su prosa es clara, rica y directa. Prosa de buen periodista. Y de escritor. Germán Vargas, Ventana al mar, El Heraldo, Barranquilla, 10 de enero de 1983.

Caminos, en la Cápsula de El Tiempo. Caminos será un libro obligado para jóvenes escritores. Es la realidad impresa del diario vivir protagonizado por personajes que fueron decisivos en la culturización del país. Nuestro autor ha sido muy refinado al auscultar lo más íntimo de cada personaje, en una obra para la posteridad. Allí están generosos y amplios los caminos que guiarán a las nuevas generaciones. Sobrada razón y sabiduría fue la de El Tiempo para incluir en su cápsula la obra Caminos, la cual rescata del ocultismo algunos escritores nacionales y los enaltece con su pluma. Esta posición de Gustavo Páez Escobar alimenta su vigencia como escritor, periodista y literato. Evelio Pérez Galvis, Meridiano del Quindío, 17 de marzo de 1983.

Caminos no solo encierra un contenido de pluralísima importancia y aquilatado estilo literario, sino que encumbra al autor a los más altos horizontes de la literatura quindiana. Octavio Arbeláez Giraldo, rector de la Universidad La Gran Colombia, Armenia, 4 de abril de 1983.

Caminos traza en sus páginas la verdadera efigie de algunos escritores colombianos. Es labor digna de aplauso esta de recordar los méritos de quienes se han interesado y se interesan por magnificar al país con sus puntos de vista y el relieve de sus ideas. Manuel José Forero, Academia Colombiana de la Lengua, Bogotá, 26 de mayo de 1983.

Caminos recoge una selección de breves notas publicadas en periódicos, sobre diversos temas, la mayoría literarios –y reseñas de libros–. Porque –él mismo lo dice en la primera nota–: …»De pronto el artículo de urgencia, el del afán cotidiano que escarba aquí y allá, es el que perdura». El Tiempo, Carátulas y solapas, 11 de junio de 1983.

Caminos me trajo muchas noticias de Boyacá y reafirmó mi opinión anterior sobre tu elegante desenvoltura, tu manera de expresarte a través de la prosa, con el dinamismo de los artículos de prensa y la vena literaria aunadas. Antonio Martínez Zuláica, Tunja, 22 de junio de 1983.

Con Antonio leímos, en voz alta, Miserias de la literatura, donde usted tiene la gentileza de citar a mi hijo periodista. Aun cuando es un poco tonto tomar un solo tema para referirse a Caminos, debo confesarle que mi preferido es Soatá, Ciudad del Dátil. Como estoy de regreso de tantos recuerdos y, sobre todo, al territorio de mi infancia, cuanto evoque a Boyacá me llena de algo indefinible, pero profundo, como lo es su nota que, inclusive, me ha traído el sabor de los dátiles y de los limones comidos cuando todo sabía a bueno. Próspero Morales Pradilla, Bogotá, 24 de junio de 1983.

La suma de títulos que nos has entregado a quienes comprendemos que la verdadera vida bulle secreta en un destino que solo muestra su perfil cuando el escritor logra el milagro de su verdad y señala su reciedumbre de insomne batallador de la palabra. Hermann Ceballos Duque, Tunja, 25 de octubre de 1983.

De la gama de escritos, son varios los que han atraído nuestra atención. Los hemos leído en el tranquilo discurrir de la redacción del periódico, es decir, en medio de los sonidos repetitivos del teléfono, del ruido lento o ligero de las máquinas, que siempre traducen la prisa de los manejadores de cuartillas. Pero de estos escritos hay uno en especial que nos ha llamado la atención: Defensa del libro. Guillermo García, Apuntes del redactor, El Espectador, 9 de febrero de 1984.

En Caminos encontramos la reflexión del escritor y del periodista que trasegando como bancario espera sus ratos libres que lo alejen de las cifras con el afán de encontrar su equilibrio de caminante y de soñador. Vanguardia Liberal, Libros–Revistas, 18 de febrero de 1985.

Con agudeza crítica, elegante desarrollo de las ideas y un amplio amor por la literatura, este autor hace un recorrido, con su prosa iluminadora, por los ámbitos literarios de Luis Tejada, Flaubert, de Eduardo Arias Suárez a Voltaire, de Otto Morales Benítez a Zola, entre otros, situando dentro de un contexto universal la creación nacional y poética de Colombia. Humberto Senegal, Revista Canora, Calarcá, junio de 1987.

Caminos es un diccionario de la vida periodística de un autor. Este libro está hecho con un estilo preciso, tallado, corto y brillante. Todo el libro se revienta de sentido común, de sensibilidad artística, de perspicacia social y de preocupación estilística. Vicente Jiménez, Independence, Estados Unidos, 18 de julio de 1988.

Caminos contiene una prosa plena, vigorosa, cargada de aforismos y reflexiones filosóficas originales. Es un libro pletórico de pensamientos oportunos y de enseñanzas profundas. Eres un maestro del ensayo corto. Sabes decir en pocas palabras todo un mundo de sabiduría. Nunca había imaginado que eras el maestro sabio de la palabra exacta. José Antonio Vergel, Moscú, 1° de diciembre de 1990.

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Humo

lunes, 26 de octubre de 2009 Comments off

cuentos_humoMal podía el hombre entender que aquello era un reto, y menos admitir que los seres minúsculos que se movían a sus pies fueran tan laboriosos como él que hacía hervir las entrañas del socavón con solo accionar aparatos y barajar matemáticas; que cruzaba hierros y columnas como si armara figuras de cartón; que levantaba gigantes en el aire como si inflara bombas de caucho.

cenefitaPrólogo

DETRÁS DEL HUMO

Hace 18 años –junio de 1981– publiqué mi primera colección de cuentos en la serie bibliográfica del Banco Popular con el título El sapo burlón, nombre tomado de mi primer cuento, el cual, con sorpresivos honores, había visto la luz diez años atrás en el Magazín Dominical de El Espectador. De los veinte trabajos que componen aquella colección, uno de ellos, Humo, fue escogido en diciembre de 1982 por Lecturas Dominicales de El Tiempo para integrar una antología con los mejores cuentos colombianos –14 en total– que se habían publicado en los meses precedentes.

El feliz suceso que significó para el autor el que uno de sus cuentos iniciales hubiera merecido la exaltación de El Tiempo en su página literaria vino a sumarse al concepto enaltecedor, a la par que inquietante, que ya me había expresado Ebel Botero, uno de los críticos más destacados del país, quien encontró en Humo «una pieza de antología».

Esta doble circunstancia laudatoria, que hincha la sana vanidad de cualquier escritor, produjo en mi espíritu –junto al natural alborozo por el triunfo inesperado– una sensación de desasosiego. La idea del humo como elemento gaseoso de la naturaleza, generador de opacidad y niebla, me persiguió durante largo tiempo con la sugerencia de que la vida misma del hombre está invadida por el humo. Pensé, y sigo pensando, que la sombra –hermana del humo– es la figura más persistente del mundo, que persigue al individuo desde su nacimiento hasta su muerte.

Años después habría de encontrarme con un personaje de leyenda que conmovió mis más sensibles fibras humanas: Germán Pardo García. Un retrato que trascendía sobre el poeta lo presentaba entre sombras. Cuando en Ciudad de Méjico lo conocí en persona y tuve con él un diálogo intenso y desgarrador que se prolongó por varios días, comprobé que su inmensa personalidad estaba signada por la sombra.

En su apartamento de Río Támesis descubrí la misma foto que había visto divulgada en muchas partes, donde el poeta del cosmos y la angustia, rodeado del claroscuro enigmático que fue característico de su carácter, refrendaba su postura clásica ante la vida. Comprendí entonces que la sombra era en Germán Pardo García un talante, un estado del alma. En reportaje que le hice por aquellos días no quedan dudas en este sentido: «La sombra –confiesa– es para mí uno de los fenómenos más sublimes del universo. Tengo la certidumbre de que todo el universo es sombra, y esa sombra formidable me envolvió por completo».

El cuento Humo, seguido de los laureles que obtuvo por partida doble, y que luego engrandecieron diversas y gratificantes opiniones, me hizo despertar la mente y el corazón en busca de otros temas que dibujaran el tránsito del hombre por el planeta, en la tragicomedia diaria que es la vida. Lo mismo sucedía con Barro, otro de los cuentos de dicha serie donde más se acentúa el humo de la naturaleza, que es al mismo tiempo el humo del alma. Surgieron así diferentes motivos sacados del acaecer cotidiano, y éstos se volvieron cuentos, es decir, hechos reales.

La vida es un permanente peregrinar entre asperezas y contratiempos, con escasos momentos de verdadero gozo, si bien la profunda alegría, por fugaz que sea, es el bálsamo perfecto para los agudos pesares. El hombre llega al mundo condenado para el dolor, ya que esa es la cruz que pesa sobre la humanidad. Lo cual no excluye el que el individuo busque y encuentre la felicidad, que podemos llamar estado de gracia. Esa es su obligación.

Nada distinto hace el cuentista que interpretar el género humano a través de la realidad inocultable de todos los días y de la lección constante que da la percepción del universo. Con esa óptica surgieron los cuentos anteriores, y con el mismo nervio fueron escritos los actuales.

Certero análisis formuló sobre este aspecto el brillante columnista del diario La Patria que firmaba sus notas con el nombre de Gaspar (seudónimo de Rodrigo Ramírez Cardona), quien en artículo de 1982 expresó el siguiente comentario, que bien puede hacerse extensivo a los relatos de hoy:

«Gustavo Páez Escobar parece confesar, según sus cuentos, el concepto de que el hombre asiste a una realidad trunca, en falencia; una realidad incompleta como un muñón, lo que excluye, de suyo, el final feliz».

Las tenues gotas de humor y la sutil ironía que se deslizan por estas páginas le sirven al cuentista para dosificar el sabor amargo de la existencia. Si el hombre nació más para llorar que para reír, pongámosle un rostro risueño para quitarle acidez a la vida. Pero no ignoremos la realidad. Sacarles provecho a las vivencias propias y a las experiencias ajenas es deber fundamental del escritor. La farsa del mundo será siempre la misma. Lo importante es saber interpretarla, para jugar luego a la comedia.

Las pequeñas historias que se presentan en este libro tienen entre sí un hilo conductor: el humo. Bueno es advertir que el humo no equivale necesariamente a un estado nebuloso, ya que detrás del humo viene la claridad.

GUSTAVO PÁEZ ESCOBAR

cenefita

Un fragmento de la obra

El ingeniero contemplaba, orgulloso, la estructura que ascendía en ese momento a 14 pisos y medio y que se erguía como un gigante de acero por entre débiles armazones que, a su lado, parecían muñecos de barro. El poder del hombre no es tan ilimitado como para no ser capaz de fabricar monstruos de 14 cuerpos y medio. Perdón: de 15, porque ya la inmensa pala, que no le tenía miedo al vértigo, acababa de transportar nuevas piezas y las había encajado, formando una figura completa. Tenía pies y brazos y tronco. Solo le faltaba la cabeza.

Cuando el aparato giró de nuevo sobre los absortos tejados, el profesional acarició su vanidad con gesto de suficiencia. Pero luego se disminuyó su arrogancia al verse tan insignificante frente a sus colosales matemáticas.

Sesenta hombres que se movían en todas las direcciones, como diablos sueltos, representan un enjambre alborotado. Carretillas en ascenso, bloques de cemento asomados en el abismo, arterias que palpitan, voces que se reprimen… aquello era la combinación de muchas fuerzas alocadas. Arriba, la pala taladraba la oquedad de la atmósfera; abajo, el hombre escarbaba el vientre de la tierra; y en el agujero, 62 peones en agitación, como ratas atrapadas.

–¡Carajo! –rabió el ingeniero desde la altura.

Se había encaramado allí para medir mejor su talento. El hombre se siente más hombre cuando está subido sobre algo.

La hormiguita, que había desviado su camino mientras la fila de compañeras detenía la marcha, descendió veloz por la pantorrilla del ingeniero. El manotazo llegó tardío y el insecto alcanzó a ponerse a salvo. Y riéndose de la picardía, entabló con su vecina el siguiente diálogo:

–Es necesario distraerlo: nos obstruye el paso.

–Debemos proseguir la marcha –agregó la compañera.

–El hombre es vanidoso. Se cree importante, casi un dios, si levanta 15 pisos. Pero se vale para armarlos de potentes maquinarias, mientras nosotras cargamos varias veces nuestro peso. Si tuviéramos su misma estatura moveríamos este edificio.

––Y oye cómo grita para que le obedezcan. Las hormigas trabajamos en silencio y producimos más que el hombre, sin tanto aparato ni ostentación. Hacemos caminos y túneles y puentes.

––Y construimos palacios en los árboles. Pero el hombre es destructor: tumba nuestras moradas y nos extermina. Vivimos socialmente. En cambio, él es disociador.

––¡Hagamos la revolución!

––¡Hagamos la revolución! –apoyó la compañera.

––¡Carajo! –gritó otra vez el ingeniero–. ¡Templen ese cable! ¡Sostengan la columna! ¡Muévanse, idiotas!

––¿Lo oyes? Grita, maldice, siembra odio. Llama idiotas a sus semejantes, mientras en nuestra sociedad somos hermanos. Tú eres mi hermana. Yo soy tu hermana. Pero él no podrá ser nunca nuestro hermano, porque no llegará a ser hombre–hormiga.

Dejó el hombre de vociferar, y pensó: «Soy poderoso. Nadie me gana en fuerza. Y estos bichos rastreros pretenden enseñarme ingeniería entrelazando los desperdicios de la madera. Si quisiera los aplastaría a todos de un pisotón. Es tanto mi talento, que puedo convertir el edificio en una escalera al cielo».

Respaldó su jactancia con un golpe en el tablado. La hormiga apenas pudo esconder medio cuerpo entre una ranura de la madera. El taconazo trituró a varias de las compañeras.

Si el hombre experimenta desolación ante el desastre, también el animal. El hombre y el animal no se diferencian en sus instintos primarios. Presa la hormiga de intenso dolor ante la caravana diezmada, sintió arderle la venganza. Era una venganza sorda, furiosa. El grito de ¡revolución! se había apagado con un solo impulso bajo el pie del hombre. Pero la hormiga no desistió y con rabia empujó al pelotón de relevo, que ya trepaba por la pared y coronaba la altura. Volvió a subir por la pantorrilla y picó más fuerte. Y de nuevo el manotazo se volvió colérico, pero otra vez el animal saltaba a tiempo. Era una manera de provocar al enemigo, de responder al ataque.

Mal podía el hombre entender que aquello era un reto, y menos admitir que los seres minúsculos que se movían a sus pies fueran tan laboriosos como él que hacía hervir las entrañas del socavón con solo accionar aparatos y barajar matemáticas; que cruzaba hierros y columnas como si armara figuras de cartón; que levantaba gigantes en el aire como si inflara bombas de caucho.

Los obreros, pequeños danzarines del espacio, se columpiaban entre andamios y trepaban por las paredes como títeres movidos por hilos invisibles. Y allí, en la cúspide, elevado como un dios, el ingeniero podía pavonearse en su orgullo y embriagarse con la gloria, si –como lo pensaba con orgullo– estaba levantando una nueva Torre de Babel para llegar al cielo y –soñador al fin– engarzaría una estrella para que le alumbrara el camino. La bóveda celeste, tersa y majestuosa, flotaba en el espacio a corta distancia. Alguna nube pasajera rozaba la techumbre y entonces más se contagiaba el hombre de altura e inmensidad.

La caravana se había detenido. Con dificultad había llegado hasta allí, con su cargamento de maderas, para fabricar, también en la cumbre, una morada. Pero no una morada cualquiera. Sería un mirador al cielo. Mas en la cumbre había confusión. El viento soplaba fuerte. Y allí estaba el hombre, su eterno enemigo, que le cerraba el paso.

Si la hormiga es artesana y construye caminos y túneles y puentes, olvida a veces que su reino no está en las alturas, sino en los subterráneos. Pero, vanidosa también, pretendía ahora avanzar a empellones. Su osadía era tanta al querer posesionarse de la cima para arrojar al hombre al vacío, como la de éste pretender enlazar estrellas. El bicho incitaba a la revolución, olvidando que las batallas no se ganan a picotazos en la era de los cohetes y las metralletas. Y cada vez picaba con mayor ardor, sin importarle que la furia del hombre siguiera diezmando la insurrección. ¿Por qué desistir, si venían próximos otros refuerzos, y después llegarían más, y muchos más?

––Ningún Vietnam se ha ganado en un día –argumentó la hormiga.

Por el listón ascendía una hilera compacta, más nutrida que las anteriores. Llegaba el momento definitivo. La proclama de la hormiga líder fue vehemente:

––¡Adelante, compañeras! Debemos luchar contra el hombre, debemos dominarlo. Ya ha exterminado parte de nuestro ejército, pero nos vengaremos. Moveremos entre todos el tablado y lo lanzaremos al abismo. Y pondremos aquí nuestro trono. ¡Abajo el hombre!

––¡Abajooo…!

––¡Empujen todas!

Las fuerzas reunidas hicieron prodigios: el tablado se movió.

––¡Más fuerza, compañeras!

A la tercera embestida la tabla crujió. Despavorido, el hombre se llevó una mano a la cabeza. Sintió que el mundo se movía a sus pies, y lo trastornó el vértigo. Las brigadas enemigas no cesaban en su empeño y arremetían cada vez con más brío. La venganza estaba próxima. No había duda. Con un nuevo impulso el hombre perdería el equilibrio y se destrozaría el cráneo entre las murallas de hierro y cemento por él mismo fabricadas.

––¡Ánimo, compañeras!

Multitudes frenéticas irrumpieron por todas partes y cercaron al hombre. Mientras unas bamboleaban la tabla, otras lo habían invadido en brutal arremetida, produciendo en sus carnes escozor y desespero. Eran legiones inmensas, interminables.

Una hormiga furiosa se expresaba así:

––El hombre, que fabrica edificios y cohetes y computadores; que arma guerras y mutila y asesina; que invade el espacio y se sumerge en los mares; que se envanece, en fin, con una mole de 15 pisos, es un cobarde. ¡Un verdadero cobarde! Un simple cosquilleo lo incomoda. El piquete de un insecto lo atormenta. Un hormigueo lo desespera.

No: el hombre, entre más herido, más violento. Volvían a chocar los instintos primarios del hombre y del animal. Aquellos bichos caían a centenares con solo palmotearse el cuerpo. Y morían, también a montones, a cada pisotón.

La tabla se partió en dos. El edifico se sacudió. La hormiga vio ganada la batalla, pero luego se horrorizó: sus brigadas desaparecían entre el estremecimiento del terremoto. No era la fuerza animal la que había movido la estructura: era la arremetida del cataclismo. También el hombre se erizó. Una grieta se abrió y se tragó a tres obreros en un segundo. Otra sacudida violenta, bramante, aplastó a cinco peones más. Se desmoronó una viga. Un andamio hirió el espacio con su fardo de ayes ahogados. Los escombros aullaban como una jauría hambrienta. Tronó la tierra y los cables se reventaron como hilachas, mientras el cemento crujía, y las vigas, las columnas y las monstruosas matemáticas se arrodillaban. El grito angustiado, la arteria despedazada, el estruendo incontenible, todo se asfixió entre humo y cenizas.

¡Iluso el hombre que, en el último desconcierto, pretendió agarrarse de la estrella para no irse a la profundidad! ¡Ilusa la hormiga que aún intentaba clavar una morada en la altura!

Tinieblas–silencio–humo–muerte…

Tendido de bruces como había quedado el hombre en el fondo de la caverna, aún tuvo fuerzas para voltearse. Y antes de entrar en la total inconsciencia, percibió sobre el rostro el leve paso de la hormiga. Y –fantasía o no– de los ojos descomunales del animal vio desprenderse lagrimones espesos.

Una estrella se había colado por entre los hierros retorcidos, y el fulgor de las estrellas se parece a las lágrimas.

cenefitaComentarios

Fragmentos

Leí pronto, con sumo interés y de extremo a extremo, tu Sapo burlón. Me gustaron mucho la gran mayoría de sus cuentos. El que más me gustó, me fascinó, fue Humo, una pieza de antología, que demuestra tu enorme talento poético y filosófico. Ebel Botero, Medellín, 16 de mayo de 1982.

Páez Escobar es, sin duda, un maestro moderno de la narración por su dominio de las secretas torsiones de la prosa, la delicadeza y la fidelidad de sus introspecciones y el demostrado conocimiento del alma humana, del ama de sus personajes. Héctor Ocampo Marín, El Nuevo Siglo, Bogotá, 26 de marzo de 2000.

Humo reúne estas tres condiciones: belleza de estilo, profundidad de pensamiento y fuente de inspiración para otros escritores. Como resulta imposible hablar de cada capítulo, clavo la mirada en el último, que da título al libro. Ahí se encuentran estas palabras que usted dice acerca de las hormigas: «Las hormigas trabajamos en silencio, sin tanto aparato ni ostentación. Hacemos caminos y túneles y puentes (…) Olvida a veces que su reino no está en las alturas sino en los subterráneos». Pienso que si todos siguiéramos este ejemplo el mundo caminaría mejor. Cada uno trabaja por su cuenta para sí mismo y no para ayudar a los demás. Somos egoístas en extremo. Libros como Humo deben ser difundidos con entusiasmo. Aristomeno Porras, Ciudad de Méjico, 18 de abril de 2000.

Todos los cuentos llevan implícitas enseñanzas y admoniciones para el buen vivir. Ellos forman un retrato de la sociedad contemporánea con sus tipos representativos de los diversos estamentos. Escritos en una prosa directa y llana, deleitan y cautivan con la incitación y la fuerza propias de la autenticidad, el realismo y la naturalidad. Vicente Landínez Castro, Revista Manizales, mayo–junio/2000.

Es evidente que los cuentos de Humo nos presentan un mundo polarizado, lleno de personalidades unidimensionales, caricaturas de sí mismos, un mundo de sombras directamente proporcional a la represión de que han sido objeto. Es posible que con Humo, y en su afanosa búsqueda por el balance de la personalidad, este caballero de la pluma que es Páez Escobar se haya adentrado muy profundo en su propia sombra, que en definitiva es la sombra social que nos cobija a todos. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York. La Crónica del Quindío, Armenia, 24–26 de junio de 2000.

Hubo alguien en mi vida que me enseñó a mirar el humo de manera diferente y en un momento en el que no pensaba aprender ese arte de mirar y soñar con el humo. Fue hace muchos años, en una de mis idas a Manizales, cuando el maestro, escultor y escritor Guillermo Botero y su maravillosa esposa, Mirta, nos invitaron a pasar un día en una finquita que ellos tenían en una de esas montañas que circundan a Manizales. En algún momento, él se puso a divagar sobre el humo que se veía salir de casitas que no podíamos distinguir en esa gran extensión que nos rodeaba. Fue entonces cuando entendí mejor que el humo es signo de familia, que es homenaje de adoración al Supremo Hacedor, que tiene magia y encanto sin par. Que es lo mismo que he hallado en Humo, tu libro de hoy. Gloria López de Zumaya, Ciudad de Méjico, 24 de junio de 2000.

He leído con mucho interés su bello libro Humo, admirable colección de cuentos muy bien escritos sobre temas de mucha actualidad y que denotan no solo las calidades propias del escritor de altos quilates sino también la admirable sensibilidad social que, de hecho, lo ponen en la trinchera de los sinceros combatientes de la dignidad del hombre y sus justos reclamos. Eduardo Santa, Bogotá, 30 de junio de 2000.

Con maestría sin igual ofreces al lector humor, suspenso, soltura y gran estilo, mostrando tus magníficas condiciones de novelista, ensayista, simultáneamente con el fondo filosófico que imprimes a tu obra. Muestras tu cultura, imaginación, intuición, más allá de la psicología. Combinas magistralmente la fuerza de lo verosímil con el encanto de la fábula. Cosa importante es tu «yo acuso» a la tecnocracia y a la soberbia del «progreso», añadiendo el dinero, imperios que dejan en el olvido los valores trascendentales. Brigadier general Antonio J. Medina Escobar, 14 de octubre de 2000.

 

 

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El sapo burlón

lunes, 26 de octubre de 2009 Comments off

cuentos_elsapoburlonEn los días de mercado salía a los pueblos vecinos y el dinero comenzó a llenar los bolsillos. ¡Aquello era un prodigio! Algún día volví a pensar en la Dolores. Ya no era el holgazán de antes y el demonio de la tentación me revolvió las entrañas. Ahora tenía cómo mantenerla.

 

cenefita

Prólogo

GUSTAVO PÁEZ ESCOBAR O LA VOCACIÓN DEL NARRADOR

Este libro de Gustavo Páez Escobar, El sapo burlón, es el cuarto de su laborar intelectual, al cual le dedica fervores y desvelos. Su gran pasión son los problemas relacionados con el universo cultural. Anda en azogue, defendiendo toda vislumbre de creación, de sus amigos o de quienes admira en la lejanía. Vigila que se exalte a los grandes valores, aun cuando no estén cerca de su intimidad y aun sin tener total identificación con sus ideas o sus expresiones estéticas. Él sabe que el hecho de que aquéllas o éstas tengan un destello, permanezcan un tiempo influyendo, va a mejorar a todos. Él acepta como evangelio que la comunidad se perfecciona en la medida en que escucha, examina o mira las obras de sus creadores. De suerte que ya tenemos establecidos su sitio y su filiación.

Su vocación es la de narrador. Él desea ordenar el mundo de lo que ama, sueña o ha compartido en experiencia, a través de sus libros. En 1971 publicó su novela Destinos cruzados, en la cual sus personajes se desenvuelven en grandes apetencias, donde hay oleadas de angustia que al final se sublimizan con el amor. En 1974 es su segunda incursión por el mismo género, con Alborada en penumbra, donde su acento se ha puesto en lo social.

Su ejercicio mental igualmente lo ha comprometido con el periodismo. Sus notas y sus breves ensayos los publica permanentemente. Es una manera de estar en quicio con su propensión y sus preocupaciones. De estar alerta; de tratar de aprisionar parte de lo que nos demanda adhesión o repulsa; de atalayar lo cotidiano para atender mejor su ritmo o su torbellino. Y algunas de sus notas las reúne, posteriormente, en su tercer libro, Alas de papel, en el cual ha «volcado papeles y recuerdos». Allí consigna sus admiraciones, lo que le rozó su sensibilidad, lo que lo entusiasmó intelectualmente.

Gustavo Páez Escobar ha aseverado, en confesión, que sus vinculaciones a menesteres financieros no le han dado el arraigo a las cosas materiales. Al contrario: en él no influye ninguna de las ansias mercantilistas que despabilan a tantas gentes. Vuelve a ser cierto que en él impera el entusiasmo espiritual, que conduce a los sueños. Los más fieles en la cercanía a la voluntad de un ser que lucha con sus propios demonios, para verterlos, dosificados, en sus libros. Su signo es la lucha mental.

En estas páginas, Páez Escobar recoge una serie de cuentos, algunos publicados en los magazines culturales. Los ha trabajado dentro de su ruta de fabulista, que desea como signo final de su tarea intelectual. El que más auténticamente lo represente. Con este libro, él se suma a la innumerable cantidad de escritores colombianos que se han acercado a la relatoría de sucesos, de avanzadas por el subconsciente, de preocupaciones colectivas, de inquietudes de la personalidad, del sacudimiento de pasiones, de las ausencias y sus nostalgias, del vertedero de leyendas, etc.

Páez Escobar, desde luego, ha escogido su propio derrotero. En sus narraciones hallamos una serie de dramatismos que, a veces, el autor resuelve en una sonreída manera de presentar las dolencias. Se inclina por situaciones que son de horas de desgarradura para el ser y las va volviendo material de sorna y de picaresca, en torno de las mismas exigencias diarias. Hay escenas en las cuales prevalece la descripción de estados anímicos donde la soledad, la propensión a la melancolía, la tendencia al silencio predominan sobre la lluvia y el lodazal.

Hay otras descripciones en las cuales para presentar conflictos muy hondos de sus protagonistas, se muestran éstos envueltos en una confusión, que presumimos deliberada en el autor. El carácter, las actitudes, las determinaciones, crean un clima de incertidumbre que imposibilita los juicios exactos. Tiene aciertos al referir cómo es el medio local, pueblerino, y cómo son sus luchas de poder, encarnadas en el cura y el alcalde. A veces se le nota con ademán brioso, casi en el linde del panfleto cuando se explota el dolor. Lo que queda más en evidencia es que le arde, interiormente, la falta de entereza anímica para afrontar cualquier circunstancia.

Hay una constante en este volumen: prevalece una serie de frustraciones. El galán perturbado por su falta de virilidad; el noviazgo trunco por mermas biológicas; el amor que despierta admiración y celo de quien ama en silencio, y concluye en ser apenas un complejo de Edipo sublimado; el bobo que se mutila el sexo al no poder subyugar y someter a las mujeres con las cuales sueña; el buen mozo, que en su atrofia física descubre el deslinde para su existir.

Aún más, podríamos anotar que el amor conyugal de sus páginas sale fallido; la conquista de la viuda, sensualmente atrayente y bien reputada por el brillo de su riqueza, sin resquicio de esperanza. Y cuando se refiere a los animales, los va llevando hasta la tristeza del refugio más pobre y donde prospera la miseria; como el escuálido caballo que cae a la hondonada, después de sus duras jornadas de solidaridad en la lucha del hombre.

El reconocer el heroísmo en alguno de sus personajes es un acto ocasional en el cual la voluntad, la dureza del espíritu no ha impulsado la acción intrépida.

Persiste en sus cuentos una constante y es la muerte súbita: en el momento que va a alcanzar la felicidad; al triunfar sobre mil acechanzas y cuando se acerca la victoria individual.

Múltiples fracasos recorren estas páginas. Como relata la aventura de seres a quienes la vida les ha negado casi todo –menos el aliento recóndito, casi furtivo, de la esperanza–, ellos, pequeños, y vencidos, se van escurriendo entre la imaginación y la realidad. Esta insiste en ser dura, despiadada. No les entrega sosiego a los sujetos de Páez Escobar. Inclusive en los simples elementos con los cuales se ha soñado. Basta recordar cómo la enjalma nueva, a la cual se ha aspirado durante tanto tiempo, al conseguirla, cae, casi desvaneciéndose , entre las carnes enjutas, raquíticas del caballo Tizón, cuando éste ya no tiene ni el brillo ni la tensión que denuncian los músculos de un jamelgo luchador.

Esa muerte, ese amor fallido, esos animales sometidos al rigor de la miseria, son relatos –muchos expresados en primera persona– que nos hacen aceptar que el existir es duro, despiadado, inclemente. En muchas de estas páginas no aparece un momento de reposo, un devaneo, un momento fugaz de alegría.

Recurre a los animales, que siempre despiertan ternura, y los pone en condición desprotegida. Y ellos reciben en sí –como símbolos– parte de la carga hominal. Es como si los arropara la desazón vital, en forma irremediable. Como sucede ordinariamente con la vida. Cuando asoma la euforia o el triunfo, es casual y el autor pone un sonreído escepticismo para contarlo. Es que ni siquiera irrumpen esos momentos de placidez o de exaltación como virtud que guiara la voluntad de los seres. Es algo muy circunstancial. No depende del ímpetu personal. No existe, por lo tanto, conquista.

Sólo reciben esos personajes la suerte que entrega el avatar. Por eso se manifiestan esas vidas planas, hundidas en el silencio. Al protagonista se le encuentra impotente para desentrañar su identificación interior. Los burgueses en sus páginas son indiferentes a lo que los rodea. Su símbolo es el motor desafiante. El individuo sigue siendo un ser enigmático. Nadie sabe nada de él. Acercarse a su interioridad es una tarea insospechable, difícil. Todo esto es lo que se propone contarnos Páez Escobar. De pronto él mismo se detiene. Trata de soltar la tensión que él ha concebido y mezcla un poco de humor. Parece darse cuenta de que no es posible sobrevivir en medio de esa mezcla de pesimismo. Algo cómico desea el autor que desvíe la perplejidad del lector.

Podría preguntarse alguien qué es un cuento. Tengo mi propia convicción, que me lleva a confiar en que él, como técnica, exige rapidez y que la solución sea aceptable por la imaginación. El autor de ellos no puede darse licencias, porque el género es muy exigente. El tratamiento literario es lo esencial porque es el que crea el clima. Coincido con quienes afirman que no puede prevalecer en él la anécdota, pues lo que se relata debe ser más insondable que ésta. De allí que el autor necesita haber sido sacudido por el episodio, escena, recuerdo que desea llevar al papel. Y no de cualquier manera, sino como un aliento tan misterioso, que no impida tener la marca de profundidad.

Seymour Menton, en su amplio estudio sobre El cuento latinoamericano, y a quien los colombianos le debemos tanto en claridad en cuanto al valor de nuestra narrativa, nos ha dado una definición que es bueno recordar: «El cuento es una narración, fingida en todo o en parte, creada por un autor, que se puede leer en menos de una hora y cuyos elementos contribuyen a producir un solo efecto. Así es como la novela se diferencia del cuento tanto por su extensión como por su complejidad; los artículos de costumbres y las tradiciones, por su base verídica y por la intervención directa del autor que rompe la unidad artística; y las fábulas y las leyendas, por su carácter difuso y por carecer en parte de la creación original del autor».

Si se me hubiera consultado, dentro de mi concepción habría retirado dos o tres de los capítulos de este libro. Ellos me parece que encajan más dentro de la crónica periodística. Y más si atendemos las clarificaciones que nos hace el erudito y gran investigador de este género en Colombia, Eduardo Pachón Padilla, cuando nos advierte en el primer tomo de su obra El cuento colombiano cómo nació éste y perduran algunas de sus líneas iniciales: «El cuento en América, lo mismo que en Europa, adquiere significación y cierta independencia como género literario en el siglo XIX, en el período romántico, pero refundido a veces con la novela corta, la crónica, el artículo periodístico y, sobre todo, con el cuadro de costumbres, moldeando su forma y su tema, alternadamente, con especificaciones históricas, costumbristas, sentimentales, naturalistas y hasta estéticas, con el advenimiento del modernismo».

Es bueno consignar aquí que un maestro de la cuentística indoamericana como Adel López Gómez, al hablar del cuento Regla de multiplicar –que aparece en esta obra–le señala calidades y lo exalta. Sus palabras es bueno repetirlas:

«Muy bueno, excelente, tu cuento de hoy en el Magazín Dominical. Todo justo y bien dosificado: el humor, el suspenso, la soltura, el estilo. En cuanto al final, perfectamente delicioso para completar la broma de Mauricio que, en fin de cuentas, se llevó el prurito de no ‘salir’ nunca, con todo y la conminación de Gertrudis: ‘Salga pronto, Mauricio’. La frase final es estupenda. De las que sólo se le ocurren a un cuentista de verdad».

Y en referencia a otro de los relatos de este libro, un intelectual de fina sensibilidad poética, con obra que lo acredita mentalmente en el país, Hernando García Mejía, expresa: «Leí con interés el cuento Suerte perruna. Tiene buen estilo, buenos diálogos, buena fluidez narrativa».

Al preguntarle, inquieto, a Gustavo Páez Escobar por qué insistía en ponerle a este libro el hombre de El sapo burlón, me contestó algo que no quiero dejar abandonado en el simple diálogo. Él me afirmaba: «Creo que en mí había algún sentimiento subconsciente que me hacía querer al sapo, posiblemente por su fealdad. Quizá veía en él un espejo del hombre, y fui capaz hasta de encontrarle corazón». Y se detenía a leer en voz alta la página del escritor mexicano Juan José Arreola, en la cual hace un elogio del batracio y que dice:

«Salta de vez en cuando, sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón.

«Prensado en un bloque de lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una lamentable crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna metamorfosis se ha operado en él. Es más sapo que nunca, en su profunda desecación. Aguarda en silencio las primeras lluvias.

«Y un buen día surge de la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa, como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de espejo».

Estos cuentos de Gustavo Páez Escobar, en medio de los síntomas de destrucción que tienen, de pronto presentan el lado de humilde júbilo que a cada quien le corresponde. Así viene a la memoria lo que dijo Jorge Amado y que debemos repetir con constancia: «Aun en medio de las peores circunstancias, el hombre conserva el derecho a soñar. Es el último derecho del cual no puede ser privado».

OTTO MORALES BENÍTEZ

cenefitaUn fragmento de la obra

El sol reverberante de esa tarde cargada de fatiga arruinaba el buen humor con que me había sentido en la plaza del pueblo, a la salida de la misa de doce. Ahora regresaba a la vereda, con mi mujer al lado, como siempre ocurría inevitablemente todos los domingos. El último aguardiente lo había apurado a medias, sin sacarle todo el sabor del anís, a tiempo que mi mujer me tiraba de la camisa y me obligaba a abandonar la tertulia de amigos que se quedaban festejando el domingo en el único toldo que se tendía en el pueblo.

Y mientras silenciosamente nos deslizábamos por el camino curvado que ya casi me sabía de memoria, la bendita de mi mujer aún corría en su camándula las últimas pepas que le habían quedado pendientes de sus interminables padrenuestros; creo que aquello era una costumbre morbosa o maniática, pues ningún movimiento se veía en sus labios, a pesar de que las cuentas del rosario caían con increíble precisión.

Yo, entre tanto, con los varios aguardientes que llevaba entre pecho y espalda, tropezaba de vez en cuando con las piedras del camino, pero procuraba mantenerme enhiesto para evitar que mi mujer me encarara una vez más mi condición de borracho que tantas veces y a cada rato solía refregarme.

Que yo era un vago, que era un parásito, que no producía nada, me lo había repetido infinidad de veces; y en verdad que me sentía acomplejado, pues de tanto escuchar aquellas expresiones, había terminado creyendo que eran ciertas. Por eso marchaba ahora en silencio, todo sumiso y hasta acobardado, siguiendo sus pasos a prudente distancia.

Para distraer la monotonía que aún nos separaba de la casa, me había puesto a pensar en la Dolores, con quien me había tropezado en el pueblo, toda juvenil y que con su vestidito dominguero, que se replegaba dos centímetros arriba de las rodillas, se volvía terriblemente apetecible. En el encuentro le había lanzado un piropo, y ella se había reído. Y ahora, cuesta abajo, mientras no sé en qué más pensaba, de pronto mi mujer sorprendió una sonrisa en mis labios. Me regañó. Y me dijo que hasta malos pensamientos serían, si era capaz de reírme solo.

Los pensamientos iban y volvían. Las curvas del camino parecían interminables. Los árboles, que otras veces se agitaban sin cesar, permanecían ahora quietos. Un bochorno inaguantable hacía destilar a chorros los diez aguardientes que me había tomado en el toldo del pueblo.

A la mitad del camino salió de pronto un sapo y por poco lo trituro con el pie. Se veía sediento, como yo lo estaba. Y quedó mirándome fijamente, con una mirada que me impresionó. El animal sudaba también. Yo siempre les había tenido fastidio a los sapos. Pero éste era distinto. sapo_burlSus formas las encontré graciosas, y su mirada, de una fuerza extraña, me hizo recordar los ojos de la Dolores, que también despedían chorros de vivacidad. Su cuerpo diminuto no ofrecía el aspecto rechoncho y repugnante del común de los sapos.

Con una varita que había quebrado en el camino, le toqué la cola y el animal dio tres saltos. Y a cada nuevo contacto seguía avanzando sin desviarse de la ruta ni pretender escaparse. Se convirtió no sólo en mi entretención, sino también en mi compañía; y en verdad que era mejor compañía que mi mujer, pues mientras ésta avanzaba sin atravesarme palabra, aquél parecía enterado de mi soledad y solidario con mi tragedia. Pero mi mujer, que a la larga se cansó del silencio, se me fue acercando y terminamos ponderando la agilidad y esbeltez de los saltos del animal, hasta que llegamos a la casa.

El buen animal sació la sed contenida en una lata que mi mujer le sirvió a la sombra del corredor. Y desde aquel momento –¡quién lo creyera!– el animal se convirtió en el mejor amigo. Sin mucha dificultad lo fui domesticando, hasta llegar a transformarlo casi en una persona racional. Mi mujer se encariñó de él y creo que hasta llegó a apreciarlo más que a mí. Nos dedicamos a enseñarle algunas gracias, que aprendía con tal rapidez y desenvoltura, que terminamos desconcertados.

Cuando, por ejemplo, yo le silbaba un aire, se paraba armoniosamente en sus patas traseras, y al cambiarle el tono, hacía lo mismo sobre las delanteras. Y si golpeaba el suelo, comenzaba a dar brinquitos en el aire, que semejaban una especie de danza indígena, y que sólo concluía al oír un nuevo golpe. Al pronunciar ciertas palabras, alargaba una de sus extremidades, en plan de saludar.

La fama del sapo se divulgó y muchas gentes comenzaron a llegar deseosas de conocer sus habilidades. Después eran verdaderas romerías. El animal se nos fue pegando al afecto y logró que mi mujer y yo fuéramos más el uno para el otro. Abandoné el aguardiente y mi mujer dejó de ser tan rezandera. Alguien me aconsejó que explotara aquellas habilidades, y así lo hice.

En los días de mercado salía a los pueblos vecinos y el dinero comenzó a llenar los bolsillos. ¡Aquello era un prodigio! Algún día volví a pensar en la Dolores. Ya no era el holgazán de antes y el demonio de la tentación me revolvió las entrañas. Ahora tenía cómo mantenerla.

Pero todo llega a su fin. Un día, después de la misa de doce, el cura llamó aparte a mi mujer. De lo que sigue, no quisiera acordarme. Aún veo la expresión angustiada de mi mujer cuando, tirándome de la camisa como en mis tiempos de borracho, me sacó del espectáculo y me llevó a la orilla del río. Se quedó observando al sapo y me invitó a que examinara los ojos saltados con que en esos momentos nos miraba. «Está poseído por el demonio. Me lo acaba de decir el señor cura». Y antes de que yo pudiera hacer nada, lo agarró histéricamente y lo tiró al río. Sólo alcancé a escuchar que el buen animal, mi entrañable amigo, lanzaba un sonido gutural, sordo, angustiado, mientras desaparecía debajo de la corriente.

En el toldo de la plaza me reencontré con los viejos amigos. En el décimo aguardiente mi mujer me tiró de la camisa, pero esta vez no le hice caso y tuvo que regresar sola a la vereda. El aguardiente me arrancó lágrimas. Y más tarde no pude evitar el volver a pensar en la Dolores.

cenefitaComentarios

Fragmentos

En El sapo burlón, los personajes son magníficos. El pobre marido, borracho; la mujer, rezandera y gruñona; el sapito, el más humano de todos; el cura pueblerino y esa estupenda Dolores que todo marido lleva en la angustia de la soledad del hogar, aun sin conocerla. Dolores, a pesar de que en el cuento no se la describa, aparece perfectamente dibujada como otra apetitosa Canchelo. Por lo demás, el cuento es de gran sentido humano, y el sapito, un personaje adorable. Euclides Jaramillo Arango, El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 13 de junio de 1971.

Con este cuarto libro suyo demuestra, una vez más, Gustavo Páez Escobar, sus excelentes virtudes de escritor. De novelista. De cuentista. Y de poeta de la clara prosa llena de imágenes, como un cuadro pintado por Camilo Corot. Humberto Jaramillo Ángel, El Quindiano, Armenia 24 de octubre de 1981. La Patria, Manizales, 9 de noviembre de 1981.

Me pasé toda la noche leyendo El sapo burlón. Es la primera vez que me trasnocha un sapo. Su canto me pareció a veces muy lúgubre, pero el incesante croar se fue volviendo una sonata y acabó por ser una sinfonía. Magia del estilo. Las historias son tristes pero no se trata en modo alguno de cuentos tristes. Por el contrario: son cuentos filosóficos. Tulio Bayer, París, 9 de diciembre de 1981.

Trabajar con la herramienta de la palabra, elaborar paisajes y fabricar personajes con la combinación de las propias vivencias, y al mismo tiempo laborar en un ramo técnico o científico, es algo que da la dimensión del hombre integral, de personas que como Gustavo Páez Escobar, autor del libro de cuentos El sapo burlón, han tenido la fortuna de aplicar a su periplo vital una órbita de dimensiones humanísticas. Fernando Solarte Lindo, El País, Cali, 8 de enero de 1982.

El estilo de Páez Escobar es cuidado, limpio y claro. No emplea trucos neo–nadaístas, no distorsiona la trama, sigue la técnica clásica de la narrativa, en lo cual se emparienta con Carrasquilla, Efe Gómez –y más recientemente– Adel López Gómez. Óscar Echeverri Mejía, La Patria, Manizales, 8 de enero de 1982. La República, Bogotá, 22 de marzo de 1982.

El sapo burlón logra el milagro de apasionar al lector. Páez Escobar es un excelente prosista. Su pluma es fluida, fácil, amena, ilustrativa. Quien lo lea sale enriquecido y satisfecho, encantado y motivado por las enseñanzas literarias, por la belleza expresiva. En los relatos afloran experiencias y hechos admirables. Cuentos, como los incluidos en el libro El sapo burlón, expresados en forma hábil y bella, constituyen joyas literarias. Son como rayos de luz aprisionados en un talismán. Horacio Gómez Aristizábal, La Patria, 23 de enero de 1982.

Gustavo Páez Escobar, dueño de sólida cultura, de una gran imaginación, del don de la intuición, que va más allá de la sicología, pues se trata de una «materia artística», entreteje sus historias, sus «intra–historias» desde el interior mismo del hombre, de donde resulta que sus relatos tienen la fuerza de lo verosímil y el encanto de la fábula al mismo tiempo. Escéptico en el examen de la condición humana, el tratamiento dado a las flaquezas del ser, empero, es bondadoso y humano. Héctor Moreno, El País, Cali, 24 de enero de 1982.

Así vemos, en efecto, cómo le es propio a este autor incursionar en forma afortunada en la modalidad literaria del cuento, empleando el preciosismo y la exigente técnica que este difícil género narrativo demanda, todo lo cual se aprecia en el libro El sapo burlón. Ernesto Bustamante Uribe, El Quindiano, Armenia, 30 de enero de 1982.

El libro se lee con interés, así resulte un tanto excesivo el hecho de que todos los personajes de estas narraciones mueran súbitamente, o sean insoslayablemente derrotados. Aunque en ocasiones los salve un toque de humor de buena ley. Germán Vargas, El Heraldo, Barranquilla, 8 de febrero de 1982. (Al columnista le manifesté lo siguiente: «No todos mueren, y tampoco todos quedan derrotados. Hay frustraciones, pero también regocijos». GPE).

Gustavo Páez Escobar ofrece en El sapo burlón unos relatos admirables; en una prosa pausada, que se ciñe al concepto como la piel al hueso. Sus personajes son gentes que viven no solamente allí en el libro sino como que se salen de sí mismas para estar con el lector. Páez parece confesar, según sus cuentos, el concepto de que el hombre asiste a una realidad trunca, en falencia; una realidad incompleta como un muñón, lo que excluye, de suyo, en sus cuentos, el final feliz. Gaspar (Rodrigo Ramírez Cardona), La Patria, Manizales, 6 de marzo de 1982.

El sapo burlón ofrece todo un muestrario de asertos que dejan en el lector algo más que el sabor de un magnífico cuento: el contrapunto filosófico, la sátira rampante, el malabarismo político, el humorismo negro o trágico, el trazo de sicología detonante y tantas situaciones que irrigan de luces y de sombras la zarandeada curiosidad del lector. Bernardo Londoño Villegas, La Patria, Manizales, 24 de mayo de 1982.

En El sapo burlón el autor retrata la tragicomedia de la vida, escritos con estilo directo, despojados de todo artilugio retórico, en donde se envuelven pequeñas historias de hombres y mujeres que conocemos y que bien podemos ser nosotros mismos. Páez Escobar maneja de modo excelente la sutil ironía a la par que la subterránea moraleja que nos hace reír, llorar y reflexionar. José Luis Díaz Granados, El Tiempo –Lecturas Dominicales–, 30 de mayo de 1982. Semanario Esquina Popular, Bogotá, 11 de agosto de 1982.

Como bien lo afirma un pensador cuyo nombre escapa a mi memoria, el valor de un escritor no está en su capacidad para decir cosas bellas, sino en hacer que las más detestables alcancen tales alturas. Es lo que Páez Escobar hace con el sapo. Luis D. Salem, Excelsior, Ciudad de Méjico, 19 de agosto de 1988. Revista Nivel, Ciudad de Méjico, 30 de septiembre de 1988.

Pude leer, durante los dos días de mi encierro en el hospital, las breves relaciones en el libro El sapo burlón, las que me dejaron impresionado de manera muy positiva. Es usted un conocedor muy profundo de la naturaleza humana. Sin dejarse perder por las acrobacias técnicas de vanguardia, demuestra acceso a una amplia e interesante variedad de voces y recursos narrativos. Jonathan Tittler, profesor de literatura hispánica, Cornell University Itaca, New York, 18 de enero de 1990.

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