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El sapo burlón

lunes, 26 de octubre de 2009

cuentos_elsapoburlonEn los días de mercado salía a los pueblos vecinos y el dinero comenzó a llenar los bolsillos. ¡Aquello era un prodigio! Algún día volví a pensar en la Dolores. Ya no era el holgazán de antes y el demonio de la tentación me revolvió las entrañas. Ahora tenía cómo mantenerla.

 

cenefita

Prólogo

GUSTAVO PÁEZ ESCOBAR O LA VOCACIÓN DEL NARRADOR

Este libro de Gustavo Páez Escobar, El sapo burlón, es el cuarto de su laborar intelectual, al cual le dedica fervores y desvelos. Su gran pasión son los problemas relacionados con el universo cultural. Anda en azogue, defendiendo toda vislumbre de creación, de sus amigos o de quienes admira en la lejanía. Vigila que se exalte a los grandes valores, aun cuando no estén cerca de su intimidad y aun sin tener total identificación con sus ideas o sus expresiones estéticas. Él sabe que el hecho de que aquéllas o éstas tengan un destello, permanezcan un tiempo influyendo, va a mejorar a todos. Él acepta como evangelio que la comunidad se perfecciona en la medida en que escucha, examina o mira las obras de sus creadores. De suerte que ya tenemos establecidos su sitio y su filiación.

Su vocación es la de narrador. Él desea ordenar el mundo de lo que ama, sueña o ha compartido en experiencia, a través de sus libros. En 1971 publicó su novela Destinos cruzados, en la cual sus personajes se desenvuelven en grandes apetencias, donde hay oleadas de angustia que al final se sublimizan con el amor. En 1974 es su segunda incursión por el mismo género, con Alborada en penumbra, donde su acento se ha puesto en lo social.

Su ejercicio mental igualmente lo ha comprometido con el periodismo. Sus notas y sus breves ensayos los publica permanentemente. Es una manera de estar en quicio con su propensión y sus preocupaciones. De estar alerta; de tratar de aprisionar parte de lo que nos demanda adhesión o repulsa; de atalayar lo cotidiano para atender mejor su ritmo o su torbellino. Y algunas de sus notas las reúne, posteriormente, en su tercer libro, Alas de papel, en el cual ha «volcado papeles y recuerdos». Allí consigna sus admiraciones, lo que le rozó su sensibilidad, lo que lo entusiasmó intelectualmente.

Gustavo Páez Escobar ha aseverado, en confesión, que sus vinculaciones a menesteres financieros no le han dado el arraigo a las cosas materiales. Al contrario: en él no influye ninguna de las ansias mercantilistas que despabilan a tantas gentes. Vuelve a ser cierto que en él impera el entusiasmo espiritual, que conduce a los sueños. Los más fieles en la cercanía a la voluntad de un ser que lucha con sus propios demonios, para verterlos, dosificados, en sus libros. Su signo es la lucha mental.

En estas páginas, Páez Escobar recoge una serie de cuentos, algunos publicados en los magazines culturales. Los ha trabajado dentro de su ruta de fabulista, que desea como signo final de su tarea intelectual. El que más auténticamente lo represente. Con este libro, él se suma a la innumerable cantidad de escritores colombianos que se han acercado a la relatoría de sucesos, de avanzadas por el subconsciente, de preocupaciones colectivas, de inquietudes de la personalidad, del sacudimiento de pasiones, de las ausencias y sus nostalgias, del vertedero de leyendas, etc.

Páez Escobar, desde luego, ha escogido su propio derrotero. En sus narraciones hallamos una serie de dramatismos que, a veces, el autor resuelve en una sonreída manera de presentar las dolencias. Se inclina por situaciones que son de horas de desgarradura para el ser y las va volviendo material de sorna y de picaresca, en torno de las mismas exigencias diarias. Hay escenas en las cuales prevalece la descripción de estados anímicos donde la soledad, la propensión a la melancolía, la tendencia al silencio predominan sobre la lluvia y el lodazal.

Hay otras descripciones en las cuales para presentar conflictos muy hondos de sus protagonistas, se muestran éstos envueltos en una confusión, que presumimos deliberada en el autor. El carácter, las actitudes, las determinaciones, crean un clima de incertidumbre que imposibilita los juicios exactos. Tiene aciertos al referir cómo es el medio local, pueblerino, y cómo son sus luchas de poder, encarnadas en el cura y el alcalde. A veces se le nota con ademán brioso, casi en el linde del panfleto cuando se explota el dolor. Lo que queda más en evidencia es que le arde, interiormente, la falta de entereza anímica para afrontar cualquier circunstancia.

Hay una constante en este volumen: prevalece una serie de frustraciones. El galán perturbado por su falta de virilidad; el noviazgo trunco por mermas biológicas; el amor que despierta admiración y celo de quien ama en silencio, y concluye en ser apenas un complejo de Edipo sublimado; el bobo que se mutila el sexo al no poder subyugar y someter a las mujeres con las cuales sueña; el buen mozo, que en su atrofia física descubre el deslinde para su existir.

Aún más, podríamos anotar que el amor conyugal de sus páginas sale fallido; la conquista de la viuda, sensualmente atrayente y bien reputada por el brillo de su riqueza, sin resquicio de esperanza. Y cuando se refiere a los animales, los va llevando hasta la tristeza del refugio más pobre y donde prospera la miseria; como el escuálido caballo que cae a la hondonada, después de sus duras jornadas de solidaridad en la lucha del hombre.

El reconocer el heroísmo en alguno de sus personajes es un acto ocasional en el cual la voluntad, la dureza del espíritu no ha impulsado la acción intrépida.

Persiste en sus cuentos una constante y es la muerte súbita: en el momento que va a alcanzar la felicidad; al triunfar sobre mil acechanzas y cuando se acerca la victoria individual.

Múltiples fracasos recorren estas páginas. Como relata la aventura de seres a quienes la vida les ha negado casi todo –menos el aliento recóndito, casi furtivo, de la esperanza–, ellos, pequeños, y vencidos, se van escurriendo entre la imaginación y la realidad. Esta insiste en ser dura, despiadada. No les entrega sosiego a los sujetos de Páez Escobar. Inclusive en los simples elementos con los cuales se ha soñado. Basta recordar cómo la enjalma nueva, a la cual se ha aspirado durante tanto tiempo, al conseguirla, cae, casi desvaneciéndose , entre las carnes enjutas, raquíticas del caballo Tizón, cuando éste ya no tiene ni el brillo ni la tensión que denuncian los músculos de un jamelgo luchador.

Esa muerte, ese amor fallido, esos animales sometidos al rigor de la miseria, son relatos –muchos expresados en primera persona– que nos hacen aceptar que el existir es duro, despiadado, inclemente. En muchas de estas páginas no aparece un momento de reposo, un devaneo, un momento fugaz de alegría.

Recurre a los animales, que siempre despiertan ternura, y los pone en condición desprotegida. Y ellos reciben en sí –como símbolos– parte de la carga hominal. Es como si los arropara la desazón vital, en forma irremediable. Como sucede ordinariamente con la vida. Cuando asoma la euforia o el triunfo, es casual y el autor pone un sonreído escepticismo para contarlo. Es que ni siquiera irrumpen esos momentos de placidez o de exaltación como virtud que guiara la voluntad de los seres. Es algo muy circunstancial. No depende del ímpetu personal. No existe, por lo tanto, conquista.

Sólo reciben esos personajes la suerte que entrega el avatar. Por eso se manifiestan esas vidas planas, hundidas en el silencio. Al protagonista se le encuentra impotente para desentrañar su identificación interior. Los burgueses en sus páginas son indiferentes a lo que los rodea. Su símbolo es el motor desafiante. El individuo sigue siendo un ser enigmático. Nadie sabe nada de él. Acercarse a su interioridad es una tarea insospechable, difícil. Todo esto es lo que se propone contarnos Páez Escobar. De pronto él mismo se detiene. Trata de soltar la tensión que él ha concebido y mezcla un poco de humor. Parece darse cuenta de que no es posible sobrevivir en medio de esa mezcla de pesimismo. Algo cómico desea el autor que desvíe la perplejidad del lector.

Podría preguntarse alguien qué es un cuento. Tengo mi propia convicción, que me lleva a confiar en que él, como técnica, exige rapidez y que la solución sea aceptable por la imaginación. El autor de ellos no puede darse licencias, porque el género es muy exigente. El tratamiento literario es lo esencial porque es el que crea el clima. Coincido con quienes afirman que no puede prevalecer en él la anécdota, pues lo que se relata debe ser más insondable que ésta. De allí que el autor necesita haber sido sacudido por el episodio, escena, recuerdo que desea llevar al papel. Y no de cualquier manera, sino como un aliento tan misterioso, que no impida tener la marca de profundidad.

Seymour Menton, en su amplio estudio sobre El cuento latinoamericano, y a quien los colombianos le debemos tanto en claridad en cuanto al valor de nuestra narrativa, nos ha dado una definición que es bueno recordar: «El cuento es una narración, fingida en todo o en parte, creada por un autor, que se puede leer en menos de una hora y cuyos elementos contribuyen a producir un solo efecto. Así es como la novela se diferencia del cuento tanto por su extensión como por su complejidad; los artículos de costumbres y las tradiciones, por su base verídica y por la intervención directa del autor que rompe la unidad artística; y las fábulas y las leyendas, por su carácter difuso y por carecer en parte de la creación original del autor».

Si se me hubiera consultado, dentro de mi concepción habría retirado dos o tres de los capítulos de este libro. Ellos me parece que encajan más dentro de la crónica periodística. Y más si atendemos las clarificaciones que nos hace el erudito y gran investigador de este género en Colombia, Eduardo Pachón Padilla, cuando nos advierte en el primer tomo de su obra El cuento colombiano cómo nació éste y perduran algunas de sus líneas iniciales: «El cuento en América, lo mismo que en Europa, adquiere significación y cierta independencia como género literario en el siglo XIX, en el período romántico, pero refundido a veces con la novela corta, la crónica, el artículo periodístico y, sobre todo, con el cuadro de costumbres, moldeando su forma y su tema, alternadamente, con especificaciones históricas, costumbristas, sentimentales, naturalistas y hasta estéticas, con el advenimiento del modernismo».

Es bueno consignar aquí que un maestro de la cuentística indoamericana como Adel López Gómez, al hablar del cuento Regla de multiplicar –que aparece en esta obra–le señala calidades y lo exalta. Sus palabras es bueno repetirlas:

«Muy bueno, excelente, tu cuento de hoy en el Magazín Dominical. Todo justo y bien dosificado: el humor, el suspenso, la soltura, el estilo. En cuanto al final, perfectamente delicioso para completar la broma de Mauricio que, en fin de cuentas, se llevó el prurito de no ‘salir’ nunca, con todo y la conminación de Gertrudis: ‘Salga pronto, Mauricio’. La frase final es estupenda. De las que sólo se le ocurren a un cuentista de verdad».

Y en referencia a otro de los relatos de este libro, un intelectual de fina sensibilidad poética, con obra que lo acredita mentalmente en el país, Hernando García Mejía, expresa: «Leí con interés el cuento Suerte perruna. Tiene buen estilo, buenos diálogos, buena fluidez narrativa».

Al preguntarle, inquieto, a Gustavo Páez Escobar por qué insistía en ponerle a este libro el hombre de El sapo burlón, me contestó algo que no quiero dejar abandonado en el simple diálogo. Él me afirmaba: «Creo que en mí había algún sentimiento subconsciente que me hacía querer al sapo, posiblemente por su fealdad. Quizá veía en él un espejo del hombre, y fui capaz hasta de encontrarle corazón». Y se detenía a leer en voz alta la página del escritor mexicano Juan José Arreola, en la cual hace un elogio del batracio y que dice:

«Salta de vez en cuando, sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón.

«Prensado en un bloque de lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una lamentable crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna metamorfosis se ha operado en él. Es más sapo que nunca, en su profunda desecación. Aguarda en silencio las primeras lluvias.

«Y un buen día surge de la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa, como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de espejo».

Estos cuentos de Gustavo Páez Escobar, en medio de los síntomas de destrucción que tienen, de pronto presentan el lado de humilde júbilo que a cada quien le corresponde. Así viene a la memoria lo que dijo Jorge Amado y que debemos repetir con constancia: «Aun en medio de las peores circunstancias, el hombre conserva el derecho a soñar. Es el último derecho del cual no puede ser privado».

OTTO MORALES BENÍTEZ

cenefitaUn fragmento de la obra

El sol reverberante de esa tarde cargada de fatiga arruinaba el buen humor con que me había sentido en la plaza del pueblo, a la salida de la misa de doce. Ahora regresaba a la vereda, con mi mujer al lado, como siempre ocurría inevitablemente todos los domingos. El último aguardiente lo había apurado a medias, sin sacarle todo el sabor del anís, a tiempo que mi mujer me tiraba de la camisa y me obligaba a abandonar la tertulia de amigos que se quedaban festejando el domingo en el único toldo que se tendía en el pueblo.

Y mientras silenciosamente nos deslizábamos por el camino curvado que ya casi me sabía de memoria, la bendita de mi mujer aún corría en su camándula las últimas pepas que le habían quedado pendientes de sus interminables padrenuestros; creo que aquello era una costumbre morbosa o maniática, pues ningún movimiento se veía en sus labios, a pesar de que las cuentas del rosario caían con increíble precisión.

Yo, entre tanto, con los varios aguardientes que llevaba entre pecho y espalda, tropezaba de vez en cuando con las piedras del camino, pero procuraba mantenerme enhiesto para evitar que mi mujer me encarara una vez más mi condición de borracho que tantas veces y a cada rato solía refregarme.

Que yo era un vago, que era un parásito, que no producía nada, me lo había repetido infinidad de veces; y en verdad que me sentía acomplejado, pues de tanto escuchar aquellas expresiones, había terminado creyendo que eran ciertas. Por eso marchaba ahora en silencio, todo sumiso y hasta acobardado, siguiendo sus pasos a prudente distancia.

Para distraer la monotonía que aún nos separaba de la casa, me había puesto a pensar en la Dolores, con quien me había tropezado en el pueblo, toda juvenil y que con su vestidito dominguero, que se replegaba dos centímetros arriba de las rodillas, se volvía terriblemente apetecible. En el encuentro le había lanzado un piropo, y ella se había reído. Y ahora, cuesta abajo, mientras no sé en qué más pensaba, de pronto mi mujer sorprendió una sonrisa en mis labios. Me regañó. Y me dijo que hasta malos pensamientos serían, si era capaz de reírme solo.

Los pensamientos iban y volvían. Las curvas del camino parecían interminables. Los árboles, que otras veces se agitaban sin cesar, permanecían ahora quietos. Un bochorno inaguantable hacía destilar a chorros los diez aguardientes que me había tomado en el toldo del pueblo.

A la mitad del camino salió de pronto un sapo y por poco lo trituro con el pie. Se veía sediento, como yo lo estaba. Y quedó mirándome fijamente, con una mirada que me impresionó. El animal sudaba también. Yo siempre les había tenido fastidio a los sapos. Pero éste era distinto. sapo_burlSus formas las encontré graciosas, y su mirada, de una fuerza extraña, me hizo recordar los ojos de la Dolores, que también despedían chorros de vivacidad. Su cuerpo diminuto no ofrecía el aspecto rechoncho y repugnante del común de los sapos.

Con una varita que había quebrado en el camino, le toqué la cola y el animal dio tres saltos. Y a cada nuevo contacto seguía avanzando sin desviarse de la ruta ni pretender escaparse. Se convirtió no sólo en mi entretención, sino también en mi compañía; y en verdad que era mejor compañía que mi mujer, pues mientras ésta avanzaba sin atravesarme palabra, aquél parecía enterado de mi soledad y solidario con mi tragedia. Pero mi mujer, que a la larga se cansó del silencio, se me fue acercando y terminamos ponderando la agilidad y esbeltez de los saltos del animal, hasta que llegamos a la casa.

El buen animal sació la sed contenida en una lata que mi mujer le sirvió a la sombra del corredor. Y desde aquel momento –¡quién lo creyera!– el animal se convirtió en el mejor amigo. Sin mucha dificultad lo fui domesticando, hasta llegar a transformarlo casi en una persona racional. Mi mujer se encariñó de él y creo que hasta llegó a apreciarlo más que a mí. Nos dedicamos a enseñarle algunas gracias, que aprendía con tal rapidez y desenvoltura, que terminamos desconcertados.

Cuando, por ejemplo, yo le silbaba un aire, se paraba armoniosamente en sus patas traseras, y al cambiarle el tono, hacía lo mismo sobre las delanteras. Y si golpeaba el suelo, comenzaba a dar brinquitos en el aire, que semejaban una especie de danza indígena, y que sólo concluía al oír un nuevo golpe. Al pronunciar ciertas palabras, alargaba una de sus extremidades, en plan de saludar.

La fama del sapo se divulgó y muchas gentes comenzaron a llegar deseosas de conocer sus habilidades. Después eran verdaderas romerías. El animal se nos fue pegando al afecto y logró que mi mujer y yo fuéramos más el uno para el otro. Abandoné el aguardiente y mi mujer dejó de ser tan rezandera. Alguien me aconsejó que explotara aquellas habilidades, y así lo hice.

En los días de mercado salía a los pueblos vecinos y el dinero comenzó a llenar los bolsillos. ¡Aquello era un prodigio! Algún día volví a pensar en la Dolores. Ya no era el holgazán de antes y el demonio de la tentación me revolvió las entrañas. Ahora tenía cómo mantenerla.

Pero todo llega a su fin. Un día, después de la misa de doce, el cura llamó aparte a mi mujer. De lo que sigue, no quisiera acordarme. Aún veo la expresión angustiada de mi mujer cuando, tirándome de la camisa como en mis tiempos de borracho, me sacó del espectáculo y me llevó a la orilla del río. Se quedó observando al sapo y me invitó a que examinara los ojos saltados con que en esos momentos nos miraba. «Está poseído por el demonio. Me lo acaba de decir el señor cura». Y antes de que yo pudiera hacer nada, lo agarró histéricamente y lo tiró al río. Sólo alcancé a escuchar que el buen animal, mi entrañable amigo, lanzaba un sonido gutural, sordo, angustiado, mientras desaparecía debajo de la corriente.

En el toldo de la plaza me reencontré con los viejos amigos. En el décimo aguardiente mi mujer me tiró de la camisa, pero esta vez no le hice caso y tuvo que regresar sola a la vereda. El aguardiente me arrancó lágrimas. Y más tarde no pude evitar el volver a pensar en la Dolores.

cenefitaComentarios

Fragmentos

En El sapo burlón, los personajes son magníficos. El pobre marido, borracho; la mujer, rezandera y gruñona; el sapito, el más humano de todos; el cura pueblerino y esa estupenda Dolores que todo marido lleva en la angustia de la soledad del hogar, aun sin conocerla. Dolores, a pesar de que en el cuento no se la describa, aparece perfectamente dibujada como otra apetitosa Canchelo. Por lo demás, el cuento es de gran sentido humano, y el sapito, un personaje adorable. Euclides Jaramillo Arango, El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 13 de junio de 1971.

Con este cuarto libro suyo demuestra, una vez más, Gustavo Páez Escobar, sus excelentes virtudes de escritor. De novelista. De cuentista. Y de poeta de la clara prosa llena de imágenes, como un cuadro pintado por Camilo Corot. Humberto Jaramillo Ángel, El Quindiano, Armenia 24 de octubre de 1981. La Patria, Manizales, 9 de noviembre de 1981.

Me pasé toda la noche leyendo El sapo burlón. Es la primera vez que me trasnocha un sapo. Su canto me pareció a veces muy lúgubre, pero el incesante croar se fue volviendo una sonata y acabó por ser una sinfonía. Magia del estilo. Las historias son tristes pero no se trata en modo alguno de cuentos tristes. Por el contrario: son cuentos filosóficos. Tulio Bayer, París, 9 de diciembre de 1981.

Trabajar con la herramienta de la palabra, elaborar paisajes y fabricar personajes con la combinación de las propias vivencias, y al mismo tiempo laborar en un ramo técnico o científico, es algo que da la dimensión del hombre integral, de personas que como Gustavo Páez Escobar, autor del libro de cuentos El sapo burlón, han tenido la fortuna de aplicar a su periplo vital una órbita de dimensiones humanísticas. Fernando Solarte Lindo, El País, Cali, 8 de enero de 1982.

El estilo de Páez Escobar es cuidado, limpio y claro. No emplea trucos neo–nadaístas, no distorsiona la trama, sigue la técnica clásica de la narrativa, en lo cual se emparienta con Carrasquilla, Efe Gómez –y más recientemente– Adel López Gómez. Óscar Echeverri Mejía, La Patria, Manizales, 8 de enero de 1982. La República, Bogotá, 22 de marzo de 1982.

El sapo burlón logra el milagro de apasionar al lector. Páez Escobar es un excelente prosista. Su pluma es fluida, fácil, amena, ilustrativa. Quien lo lea sale enriquecido y satisfecho, encantado y motivado por las enseñanzas literarias, por la belleza expresiva. En los relatos afloran experiencias y hechos admirables. Cuentos, como los incluidos en el libro El sapo burlón, expresados en forma hábil y bella, constituyen joyas literarias. Son como rayos de luz aprisionados en un talismán. Horacio Gómez Aristizábal, La Patria, 23 de enero de 1982.

Gustavo Páez Escobar, dueño de sólida cultura, de una gran imaginación, del don de la intuición, que va más allá de la sicología, pues se trata de una «materia artística», entreteje sus historias, sus «intra–historias» desde el interior mismo del hombre, de donde resulta que sus relatos tienen la fuerza de lo verosímil y el encanto de la fábula al mismo tiempo. Escéptico en el examen de la condición humana, el tratamiento dado a las flaquezas del ser, empero, es bondadoso y humano. Héctor Moreno, El País, Cali, 24 de enero de 1982.

Así vemos, en efecto, cómo le es propio a este autor incursionar en forma afortunada en la modalidad literaria del cuento, empleando el preciosismo y la exigente técnica que este difícil género narrativo demanda, todo lo cual se aprecia en el libro El sapo burlón. Ernesto Bustamante Uribe, El Quindiano, Armenia, 30 de enero de 1982.

El libro se lee con interés, así resulte un tanto excesivo el hecho de que todos los personajes de estas narraciones mueran súbitamente, o sean insoslayablemente derrotados. Aunque en ocasiones los salve un toque de humor de buena ley. Germán Vargas, El Heraldo, Barranquilla, 8 de febrero de 1982. (Al columnista le manifesté lo siguiente: «No todos mueren, y tampoco todos quedan derrotados. Hay frustraciones, pero también regocijos». GPE).

Gustavo Páez Escobar ofrece en El sapo burlón unos relatos admirables; en una prosa pausada, que se ciñe al concepto como la piel al hueso. Sus personajes son gentes que viven no solamente allí en el libro sino como que se salen de sí mismas para estar con el lector. Páez parece confesar, según sus cuentos, el concepto de que el hombre asiste a una realidad trunca, en falencia; una realidad incompleta como un muñón, lo que excluye, de suyo, en sus cuentos, el final feliz. Gaspar (Rodrigo Ramírez Cardona), La Patria, Manizales, 6 de marzo de 1982.

El sapo burlón ofrece todo un muestrario de asertos que dejan en el lector algo más que el sabor de un magnífico cuento: el contrapunto filosófico, la sátira rampante, el malabarismo político, el humorismo negro o trágico, el trazo de sicología detonante y tantas situaciones que irrigan de luces y de sombras la zarandeada curiosidad del lector. Bernardo Londoño Villegas, La Patria, Manizales, 24 de mayo de 1982.

En El sapo burlón el autor retrata la tragicomedia de la vida, escritos con estilo directo, despojados de todo artilugio retórico, en donde se envuelven pequeñas historias de hombres y mujeres que conocemos y que bien podemos ser nosotros mismos. Páez Escobar maneja de modo excelente la sutil ironía a la par que la subterránea moraleja que nos hace reír, llorar y reflexionar. José Luis Díaz Granados, El Tiempo –Lecturas Dominicales–, 30 de mayo de 1982. Semanario Esquina Popular, Bogotá, 11 de agosto de 1982.

Como bien lo afirma un pensador cuyo nombre escapa a mi memoria, el valor de un escritor no está en su capacidad para decir cosas bellas, sino en hacer que las más detestables alcancen tales alturas. Es lo que Páez Escobar hace con el sapo. Luis D. Salem, Excelsior, Ciudad de Méjico, 19 de agosto de 1988. Revista Nivel, Ciudad de Méjico, 30 de septiembre de 1988.

Pude leer, durante los dos días de mi encierro en el hospital, las breves relaciones en el libro El sapo burlón, las que me dejaron impresionado de manera muy positiva. Es usted un conocedor muy profundo de la naturaleza humana. Sin dejarse perder por las acrobacias técnicas de vanguardia, demuestra acceso a una amplia e interesante variedad de voces y recursos narrativos. Jonathan Tittler, profesor de literatura hispánica, Cornell University Itaca, New York, 18 de enero de 1990.

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