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El dinero sucio

martes, 27 de octubre de 2009

Por: Gustavo Páez Escobar

No voy a referirme al dinero de las mafias, ni al dinero de los corruptos, que tantos estragos causan en la conciencia ciudadana, sino a los billetes comunes y corrientes, los de la diaria circulación, que en Colombia se han vuelto papeles emborronados y llenos de suciedad y microbios. Frondios, diría Alberto Casas Santamaría.

Es decir, desaseados, sucios, toscos, antihigiénicos. Esta palabra de la auténtica cachaquería bogotana, rango al que pertenece el doctor Casas como digno sobreviviente en medio de tanta ramplonería actual, expresa en forma precisa lo que deseo decir respecto al pésimo aspecto que ofrece nuestro papel moneda por el maltrato que le da el público.

Por otra parte, los billetes de banco se han convertido en billetes amorosos, unas veces portadores de nombres femeninos y frases cursis, y otras, de obscenidades de la peor laya. Es, ni más ni menos, lo que sucede en algunos baños públicos, donde el morbo popular, valiéndose del anonimato y guiado por la ordinariez, escribe letreros y pinta figuras de horrorosa bajeza.

El papel moneda, así mancillado, llega al extremo de parecerse a las paredes procaces de los retretes. Quienes con expresiones vulgares -e incluso sin ellas- ensucian los billetes, los sanitarios o los muros públicos, exhiben de esa manera sus inconfesables vilezas interiores.

Aceptemos, con pena, que el desaseo de nuestra moneda es una cara sucia del país. El vandalismo no sólo se manifiesta en el acto ruin de dañar los teléfonos, robar las tapas de las alcantarillas o romper las farolas del alumbrado, sino en estropear los billetes. ¿Qué pensará un extranjero cuando les ve pintados bigotes postizos a los próceres? ¿O trenzas a las heroínas? Sin duda, que no tenemos el menor respeto por la nacionalidad y que carecemos de toda noción de urbanidad y conciencia cívica. Por el contrario, el buen cuidado de los dólares, por ejemplo, es reflejo de cultura y grata imagen de la civilización norteamericana. Otro tanto ocurre con las monedas de Europa y de la mayoría de naciones del mundo, que transmiten el alma nacional a través de sus signos monetarios.

Las llamadas cadenas de la suerte, en virtud de las cuales el destinatario de un mensaje debe retransmitirlo a otras diez personas, circulan hoy con la mayor frescura en los sufridos billetes. Esta costumbre tonta obliga a la gente cándida a escribir, a su vez, la misma letra trillada para otros diez colombianos ingenuos, los que harán lo propio para no salirse del juego ‘milagroso’, que no pasa de ser una de las tantas maneras estúpidas de engañar a los incautos.

Nadie, por supuesto, se ha ganado la lotería por mandar los diez mensajes, ni ha tenido castigo alguno por dejar de hacerlo. Así se alimentan el cretinismo y el ocio, causando de paso perjuicios grandes a la economía (¿cuánto cuesta hacer un billete?) y engrosando la cadena de los depredadores.

En los bancos no es raro ver al cajero que  escribe números a ojos vistas -es decir, con desparpajo y descaro- sobre los billetes que consigna el cliente, como guía para completar más tarde cantidades exactas. Algo parecido ocurre con algunos transeúntes que, al no disponer de otro elemento a la mano, anotan en los billetes un dato o una dirección, y hasta una frase entera.

A raíz de estos atropellos, hay dinero que al poco tiempo de entrar en circulación ya está deteriorado, maltrecho, lesionado, deslucido, como si viniera de una guerra. Es, en efecto, la guerra feroz que se libra contra las buenas maneras y el  patrimonio nacional. ¿La Superintendencia Bancaria habrá llamado la atención de las instituciones financieras por esta manía vergonzosa de los cajeros, cometida en los propios palacios de la moneda?

Un bacteriólogo analizaba en interesante artículo la infinidad de microbios que recoge un billete de banco al pasar de mano en mano. El problema es mayor cuando las bacterias aumentan con los manoseos y los abusos implacables del público, casi hasta desfigurar los emblemas de la patria que caminan con la moneda.En el fondo de todo esto lo que existe es un estado patológico de degradación moral, de irrespeto al país y a la gente, de ansia de destrucción y, en el mejor de los casos, de plebeyez.

¡Pobre Colombia! No es fácil educar al pueblo. Pero algo habrá que hacer para que no se continúen degenerando, con estas conductas rastreras, los códigos de la urbanidad y la decencia. De ahí a los hechos violentos sólo queda un paso.

El Espectador, Bogotá, 7 de agosto de 2003.
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