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Violencia sexual

martes, 27 de octubre de 2009

Por: Gustavo Páez Escobar

De acuerdo con estimativos de las autoridades, las denuncias que se ponen en el país por abusos sexuales no pasan del diez por ciento de los casos ocurridos. El año pasado, según tales denuncias, se presentaron 14.421 actos de violencia carnal, de los cuales el 85 por ciento correspondieron a menores de edad. Si nos guiamos por el cálculo oficial, el dato verdadero llegaría a 144.000 abusos sexuales cometidos en el año 2002. La situación, por supuesto, es alarmante.

¿Por qué el 90 por ciento de las personas irrespetadas no acude a las autoridades? Puede pensarse que el primer motivo reside en la vergüenza, y  luego en la falta de confianza en la justicia. Los engorrosos y penosos trámites judiciales que debe cumplir una persona que ha sido violada, la hace desistir, salvo pocas excepciones, del recurso legal. Para las mujeres, más allá de los molestos exámenes físicos y de la ingrata narración de los hechos, está el temor de que su episodio deje de ser confidencial al pasar a conocimiento de los funcionarios.

Además, a la víctima de una violación le surge la sospecha de que será mortificada muchas veces dentro del proceso, con interrogatorios, choques con el agresor y su abogado, ampliación de pruebas y demás vericuetos por donde se fuga la efectividad de la ley. Es obvio que el procedimiento penal debe atenderse con rigor, en procura de una recta justicia. Pero este esquema resulta mucho más teórico que atractivo. Por eso los agredidos prefieren callar. Y por eso, al amparo de la impunidad, el delito crece todos los años.

Registra la prensa el caso de un violador de sus propias hijas que en octubre de 2001 fue condenado a 29 meses de prisión por un juzgado de Cali, quedando luego en libertad por orden del mismo despacho, mediante la firma de un acta de compromiso. Dos meses después, la esposa volvió a denunciar la misma situación ante una fiscalía de Cali, que se abstuvo de dictar medida de aseguramiento por tratarse de un caso ya juzgado. Aquí es donde comienza la justicia a tambalear y el crimen a prosperar. La señora, a sabiendas de que la libertad de su esposo constituía un peligro para sus hijas, interpuso una tutela ante el Tribunal Superior de Cali, pero éste falló a favor del fiscal.

A la madre de las pequeñas ya no le quedaba nada por ejercer ante la justicia. Y acudió a sus propios procedimientos: provista de una filmadora, grabó desde un clóset la escena donde el marido violaba a su hija de once años. Estos sucesos desconcertantes son los que hacen desconfiar de la justicia. He ahí una explicación a la pregunta atrás formulada, de por qué el 90 por ciento de las violaciones sexuales no son puestas en conocimiento de las autoridades.

La crónica judicial da cuenta de dos capítulos bochornosos para la sociedad y las familias afectadas, y que representan dantescos cuadros de criminalidad masiva: el de Luis Alfredo Garavito, violador y asesino confeso, que admitió haber abusado de más de 140 menores de edad (las autoridades creen que pasan de 200, ya que las víctimas fueron enterradas por el asesino en lugares secretos); y el de Manuel Octavio Bermúdez, que reconoció la violación y asesinato de 34 menores, capítulo que hasta ahora comienza.

Estos depravados son fieras humanas poseedoras de los peores instintos de brutalidad y degeneración, e indignos, por lo tanto, de vivir en sociedad. Sin embargo, sólo hace poco cayeron en manos de la justicia, varios años después de cometidas sus atrocidades. Cualquiera se sorprenderá con la valoración que un siquiatra de Medicina Legal hace sobre la personalidad de Manuel Octavio Bermúdez: “No está fuera de sus cabales, es consciente de los abusos sexuales y los asesinatos de niños, y entiende la dimensión de los crímenes”.

La violación es una de las conductas más abominables del ser humano, y su creciente incidencia representa en Colombia verdadera calamidad pública. ¿Qué va a hacer el Estado para librarnos de estos criminales sueltos que han perdido todo respeto por la ley, la sociedad y la gente?

El Espectador, Bogotá, 14 de agosto de 2003.
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