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Inquilino del páramo

miércoles, 11 de enero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

Fallecida su madre, el niño es transportado con su hermana Beatriz, en el año 1906, a la propiedad rural que posee el juez en el páramo conocido con el nombre de El Verjón, en inmediaciones de Choachí. El padre se queda con Antonio, el hijo mayor; y la recién nacida, Julia, es confiada al cuidado de su abuela en Ibagué.

El páramo es la negación de la vida. Allí la natu­raleza es huraña y rechaza al hombre. Todo permanece quieto, yermo, hostil hacia los seres humanos. La niebla que invade el paisaje y nunca cesa; y el silencio que se impone con densidades de miedo; y el miedo que cruje y se agiganta en cada amanecer y en cada anochecer, todo atenta contra el ser viviente. Al niño de cuatro años lo horripila, lo estremece y lo destruye.

Cuando Germán Pardo García abre los ojos al mun­do, se encuentra frente al páramo. Y éste ruge como un dragón que amenaza devorarlo. Durante toda la vida lo persigue la imagen siniestra. Nunca logra liberarse de ella. Hoy todavía se espanta con el recuerdo de ese ho­rizonte de nieblas y pavor. El pánico le ha quedado para siempre en el espíritu. El frío lo lleva en el corazón. «El huracán del páramo —dice— no ha cesado un instante de soplar sobre mí».

Algún día les cantará a los riscos, ya con amor de poeta —porque los poetas aman lo que más los maltra­ta—, esta plegaria:

Altos desnudos riscos, que desde la meseta

se ven como sedientos de ser y de ternura.

Bloques de esclavitud, cúpulas de amargura,

que la ventisca en sombras de adversidad agrieta.

Germán y Beatriz quedan confiados, en una casona solitaria y tenebrosa, a la nodriza que les ha conseguido el juez para tratar de sustituir a la madre. Su nombre: Lucía Acosta. Es un ser neurótico y descastado, sin la menor ternura maternal. Todo lo contrario de lo que necesitan las dos criaturas. La nodriza les narra terribles cuentos de almas en pena por las que hay que rezar, y que vagan por los montes en busca de compasión. Les habla de espíritus agonizantes, de vientos furiosos, de tempestades y toda clase de horrores.

Y los niños, que todavía no están para comprender nada, pero que son manejables por la histeria de la bruja, sienten terror. No saben rezar, porque nadie les enseñó plegarias, y en cambio de oraciones rezan su propio miedo. Vomitan la espesura de los relatos fantasmagóricos y de ahí en adelante ven duendes por todas partes.

Lucía Acosta: un monstruo. Tal vez es la solterona furiosa que no pudo engendrar sus propios hijos y llega a vengarse, en la subconciencia de su alma torturada, contra los hijos ajenos. Tiene tiempo y espacio para ver­ter su veneno. El viento del páramo, entre tanto, brama como perro nocturno y penetra en la alcoba de los pequeños, depositando en ventanas y rincones toda suerte de elementos espeluznantes: serpientes, escorpiones, alacranes, diablos, fantasmas, tinieblas, terror…

Germán huye de la nodriza y se refugia en una cue­va que ya tiene localizada. Prefiere convivir con los animales agazapados en el antro, y no con la bruja de la Noche de Walpurgis. Desde allí escucha los alaridos del huracán y ve pasar las borrascas de la cordillera. El miedo crece en las profundidades de su desamparo, pero el niño toma fuerzas de donde no las tiene y reprime el desconcierto.

La melancolía se apodera de su espíritu. Germán se acostumbra, de ahí en adelante, a las sombras. Comentando esta faceta de su existencia, anota Otto Mo­rales Benítez: «El viento con su mágico pavor infundía al futuro hombre su soplo de soledad y de angustia».

En la vida de Germán Pardo García hay que saber hallar las claves que nacen de sus primeros años. Su secreto —como el secreto que lleva toda persona, y no siempre se investiga— reside en la vivencia del páramo. El páramo significa orfandad. Y la orfandad, soledad, abandono, miedo, neurosis, angustia, sombras… En el concepto de páramo caben infinidad de efectos pertur­badores. El Verjón es el mayor ingrediente de la obra de Pardo García. Es al mismo tiempo su maestro.

El páramo representa para él, siendo su mayor tor­tura, una sinfonía. Esta es la dedicatoria que hace del libro Apolo Pankrátor:

A Sergio Espinel, hijo dilecto de Choachí, el lugar que más he amado. Al sutil cono­cedor del enigma de los bosques, los ríos, las alondras y las brumas de los páramos. Al amigo de mi infancia, adolescencia, juventud, el verano, el invierno y el tra­monto, dedícole este libro que contiene mis éxtasis ante la naturaleza, mi asombro ante la vida y el dolor y mi perplejidad ante el espacio. En la fraternidad de los campos labrantíos de Colombia y de los seres humildes de la patria.

He sido, desde hace largos años, por atracción y por solidaridad espiritual, un enamorado de la personalidad de Germán Pardo García. Me seducen su tragedia y su densidad humana. En pocas personas de las que he tra­tado he encontrado signos tan bien conjugados de lucha, de reto, de coraje, de categoría. Categoría en cualquier dirección a donde se mire. Me fascina el páramo como signo de grandeza.

Germán Pardo García heredó del páramo cosas ma­jestuosas. Derrotó el desamparo y escribió una epopeya. Siempre me he sentido intrigado por el claroscuro que envuelve la silueta del maestro. Escribiendo este libro, sé que ese perfil plasmado entre luces y sombras, que él ha buscado para sus retratos, es la viva imagen de El Verjón. En el páramo, denso en penumbras, también alumbra el sol. La sombra va pegada a la personalidad del poeta.

La sombra —declara— es para mí uno de los fenómenos más sublimes del universo. Tengo la cer­tidumbre de que todo el universo es sombra, y esa som­bra formidable me envolvió por completo, no como una entelequia, sino como un postulado físico.

La sombra seduce a los poetas. José Asunción Silva —por quien Pardo García siente especial admiración, y cuyas vidas guardan paralelos de angustia— fue otro esclavo de la sombra. Su famoso Nocturno no es sino una larga procesión de sombras.

El niño mejora de la parálisis y sólo persisten algu­nos rezagos en las rodillas y en las articulaciones de los hombros. Es sometido, por recomendación de un curan­dero de la región, a baños con agua hirviente mezclados de azufre. Las aguas termales que se hallan a poca distancia le curan las neuralgias.

Más tarde dispone su padre el traslado a otra casa del mismo páramo, más cercana al pueblo. Desde allí se escucha el sonido de las campanas que doblan todos los días, a las ocho de la noche, por los fieles difuntos. Este eco de ultratumba penetra en el alma del niño como un retumbar de los infiernos. La nodriza no cesa en sus cuentos macabros, matizados cada vez con peores in­gredientes luciferinos. Por la mente infantil corren, en estas negras noches de espanto, imágenes de cadáveres, de fuego, de fantasmas.

En Presencia de la muerte, poema publicado en 1938, Pardo García recordará ese ambiente tétrico:

Siempre hablo de la muerte con inmensa ternura.

Su nombre lo he escuchado sin pavor desde niño,

cuando en la antigua casa familiar, escondida

bajo una soledad de cedros y de pinos,

alguien decía, en medio del estupor nocturno:

«La sombra de la muerte pasó por el cortijo».

En 1910, el juez contrae matrimonio con Ester Piñeros Encinales. El niño es llevado a la capital, en donde su madrastra lo matricula en una escuelita privada, y allí aprende a leer y a escribir. Luego cursa estudios pri­marios en el colegio de los Hermanos Maristas. En 1912 vuelve otra vez a la casona del páramo, en compañía de su madrastra, ya que el juez, dedicado a las cuestiones jurídicas, considera que es preferible mantenerlos en aquel lugar y no a su lado.

Surge aquí otro capítulo trágico en el desierto sen­timental del pequeño. La madrastra es irascible y no quiere a los niños. Al igual que la nodriza, es una neu­rótica, una fanática religiosa que se inventa historias de muertos y de espíritus en pena y las narra con sadismo para que los hijastros sientan temor de Dios. La esposa de Satán resulta más sanguinaria que la bruja de la No­che de Walpurgis.

El niño, que se rebela ante tanta tortura, busca otra cueva y allí se esconde por espacio de quince días. Lo acompaña un perrito fiel. En la espesura de su escondite se alimenta de leche, mazorcas y frutos que recoge en los alrededores. Allí aprende, además, las reglas del si­gilo que lo acompañarán en la edad adulta. Mira hacia su mundo interior y descubre que éste es su mejor, su único amigo.

La inmensidad del páramo, que lo ha afligido en los días iniciales, ahora lo alberga contra la inclemencia de la nueva fiera. Ester Piñeros Encinales se ha empon­zoñado en él con tanta sevicia, que su nombre, rodando la vida, se vuelve sinónimo del peor instinto humano. Ambas, Lucía y Ester, son personificaciones palpitantes del averno.

Huyendo de los monstruos que le asigna su padre como guías del afecto, los panoramas desolados de la montaña se le han ido alma adentro y le han destrozado las primeras emociones. En vez de ternura recibe cruel­dad. En lugar de juguetes le entregan las arideces de la naturaleza. Imposible entender semejante sartal de erro­res, ni comprender cómo el padre, un ser instruido, es capaz de tamañas atrocidades.

Los gritos de la cordillera han sido, siempre, la sin­fonía interior del poeta. Pardo García ha sabido sacar del desastre resonancias cósmicas. Y ése es su mérito: transformar las estridencias en música. Trocar la ca­tástrofe en poesía.

El indio Eusebio Ceferino encuentra el escondite del niño, el cual, al oponer resistencia, es atado de pies y manos y conducido a la presencia de su padre, que ordena que le rapen la cabeza, lo desnuden y lo aten al barril colmado de agua hirviente. Ofuscado e impo­tente, como bestia lista para el sacrificio, el pequeño patalea, grita, trata de escapar del suplicio. Y mientras más lo intenta, mayores actos de fuerza le aplican.

De pronto salta del barril y emprende veloz carrera a campo traviesa, sin dar a sus verdugos tiempo para que lo alcancen. Cuando éstos reaccionan, el niño ya se les ha perdido de vista y pasa por las calles del pueblo como una visión indefinible. Va sin ropa y desencajado, y esto quizá lleva a alguna beata asustadiza a echarse tres cruces y volar al templo, creyendo que ha visto un diablillo escapado de los infiernos.

Germán, que en realidad se ha salvado del infierno de su madrastra, se dirige como una gacela a las orillas del río que pasa a poca distancia, lugar que lo atrae como tierra de protección, ya que allí mora la viejita Polonia, rústica habitante de aquellas laderas que lo ha consentido con mimos y naranjas. Hubiera sido su abuela ideal, pero la vida no le ha concedido tales placeres. Se presenta ante ella desnudo y aterido, como un perro desastrado, y la buena anciana lo viste con sus afectos.

Los vecinos del poblado interrumpen la escena bu­cólica, digna de un Siqueiros para su mensaje de la Madre campesina, y dan captura al fugitivo, a quien entregan al magistrado que viene a caballo detrás de ellos. Y éste —cosa insólita—, en lugar de castigarlo lo besa y lo sube a la grupa de su potro. Se pone furioso, en cambio, contra la madrastra por el maltrato que le ha infligido al párvulo.

El ambiente con la madre postiza se torna cada vez más hostil. Ella prefiere ignorar al pequeño díscolo —que así lo califica— y deja de hablarle. Germán hu­ye de nuevo de la casa en busca de unos campesinos bondadosos en quienes encuentra hospitalidad y cariño. De esa convivencia nace su amor por los humildes, muy acentuado en su poesía. Los campesinos hacen parte de su esencia sentimental. Prueba de ello es el poema que escribe hacia 1915, cuando apenas cuenta 13 años de edad —uno de los primeros de su producción poéti­ca—, en el que llora la muerte de uno de sus amigos del campo que más amaba, y que así comienza:

Detén el paso, caminante,

y sin dolor en el semblante

mira esta tumba silenciosa.

Sobre este túmulo no hay yedra

ni mármol ni una blanca piedra

que diga: aquí reposa.

Fue un labrador. Con el arado

rasgó la entraña en donde encierra

el mundo todo su vigor. Loado

él, porque supo laborar la tierra.

Y mucho tiempo después —en 1971—, acordán­dose de sus primeros años, que le impregnaron el alma de humildad, exclama:

Yo soy la gota de agua de la izquierda;

la que cayó sobre terreno pobre.

Demos por terminado este impresionante cuadro de desamparos de donde el poeta ha extraído la mayor gota de dolor de su existencia, y sepultemos en buena tierra a las dos tutoras sicópatas, para que sea él mismo quien nos pinte, a los 86 años de su existencia —en carta di­rigida al autor de estas líneas—, el estado de su alma lacerada:

Física y espiritualmente estoy temblando desnudo, como las ramitas de los desolados páramos de Colombia. A veces pienso que mi infancia, transcurrida en esas zonas deshabitadas y congeladas que nuestra patria tiene, es la causa remota de mi dolor, junto con mi hermandad esquiva, mi desamparo des­de los 3 años, porque no conocí a mi bellísima madre, muerta a los 22 años, en 1905.

Prensa Nueva Cultural, Ibagué, julio de 1995

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