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El Quindío en Bogotá

sábado, 28 de enero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

Los bogotanos que pasan por la Autopista Norte con calle 86 tie­nen ocasión  de admirar un hermoso paraje sembrado de flo­res y árboles, que representa al departamento del Quindío. Allí están sus doce municipios ence­rrados en un exuberante jardín tropical, como es en realidad esta región de tierras espléndidas y paisajes embrujados.

El edén, trasplantado del Quindío al corazón de Bogotá, lo sembró hace muchos años un se­ñor que acaba de morir. No se conformó con sembrarlo, sino que lo cuidaba y embellecía, lo mimaba y le dedicaba sus mejores horas y sus mayores esfuerzos. No todos los transeúntes tenían por qué conocer el nombre de este buen se­ñor que quiso regalarle a Bogotá un pedazo de su propia tierra quindiana. Se llamaba John Vélez Uribe y lo hemos dejado en tierra bogotana, la que él más quiso luego de abandonar sus lares nati­vos.

Este ejemplo de civismo, de amor por Bogotá, no sólo fue aplaudido por el vecindario donde habitaba este jardinero insólito, si­no premiado por las autoridades con un justo reconocimiento. La labor de John Vélez al frente del jardín, fuera de desinteresada, le exigía gastos que sufragaba con su propio peculio. En eso consiste el civismo: en dar de sí más de lo que se puede recibir; en enseñarle a la gente a cuidar los espacios pú­blicos; en pregonar que la ciudad es de todos, y en el caso presente, en mantener una obra ecológica que fomenta el ornato de la capi­tal.

El amor de este quindiano por las plantas era ancestral. Lo lle­vaba en la sangre como un impe­rativo de la raza quindiana, tan pegada a la naturaleza y a las obras estéticas. El Quin­dío es un jardín. John Vélez vivió siempre entre viveros. De ellos se nutría su espíritu para componer canciones y escribir crónicas. (Un libro suyo, El humor de los míos, recoge la picaresca parroquial de su terruño con la chispa genial con que el autor condimentó la vida).

Como en esta Bogotá del ce­mento, la apatía y las estrecheces no podía tener su propio vivero, se lo inventó al frente de su residen­cia, en un espacio descuidado por las autoridades y digno de mejor suerte, el que, llenado de plan­tas y flores, le dio colorido al sec­tor. Y fijó allí el letrero que siem­pre ponía en sus jardines: «Si quieres ser feliz un día, embriága­te. Si quieres ser feliz un mes, cá­sate. Y si quieres ser feliz toda la vida, siembra un jardín».

Su vocación era servirle a la co­munidad, no importaba dónde vi­viera. A los pocos días de residir en un nuevo sitio, los vecinos sabían que había llegado un filán­tropo. Su espíritu servicial se ofrecía lo mismo hacia las perso­nas que hacia las entidades. A todos se prodigaba con generosi­dad y simpatía. Gozaba de la vida y nunca conoció la tristeza. Como fino humorista, siempre tenía el gracejo a flor de labio. Se reía de la vida porque aprendió a no tomar­se en serio y a restarle seriedad a la gente solemne. El chiste y la bufonada, de buena estirpe como él, le hacían ganar adeptos. El mundo de las flores le permitía ver la comedia humana con el co­lor de la alegría.

Tal vez su única tristeza fue abandonar su jardín bogotano y despedirse de los suyos, cuando le llegó la hora de la partida. Sonrió y murió en paz. Su obra, ejemplar para la ciudad y sus ha­bitantes, es un pequeño espacio en la calle 86, sembrado de vida y es­píritu quindiano, frente al cual los caminantes extrañarán a estos John Vélez que tanta falta les ha­cen a las ciudades.

El Espectador, Bogotá, 9-II-2001.

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