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Perfil de un carácter

sábado, 11 de febrero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

Según  conocido refrán, «no hay que confundir un hombre de carácter con un hombre de mal carácter». Este proverbio tiene aplicación en el caso de Fernando Londoño Hoyos como ministro del Interior y de Justicia, no porque él sea de mal genio, que en ocasiones lo es, sino porque más allá de esa condición está el hombre de carácter, que es la virtud que le da mayor realce a su personalidad.

La tormenta política que se formó durante buena parte de su ejercicio en el ministerio, y que a la postre determinó su retiro del cargo, giró alrededor del estilo personal que implantó en sus relaciones con el Parlamento, que fueron siempre turbulentas.

Si ha de interpretarse en forma cabal el sentido de su nombramiento, debe aceptarse que el presidente Uribe lo escogió para que fuera el ministro de choque contra la corrupción y la politiquería, dos de los mayores vicios públicos  que el mandatario se proponía combatir. Y nadie más indicado para que agitara esa bandera que un hombre del temple, la claridad mental y la formación jurídica e intelectual de Londoño Hoyos, una de las figuras más destacadas de su generación, a la par que brillante orador y gran patriota. Además, profundo conocedor de la vida colombiana, incluso sin haber actuado en la vida pública. Este ministro estrella era el álter ego del Presidente y parecía hecho a la medida de sus zapatos.

Con todo, en el curso de los días se convirtió en la piedra en el zapato, para seguir utilizando los símiles de la comodidad y el rechazo. A su cargo llegó envuelto entre nubarrones: acababa de aparecer el fantasma de Invercolsa, que nunca lo abandonaría, y su desempeño en el proceso 8.000 como defensor del ex ministro Fernando Botero lo enfrentaba a samperistas y serpistas, que manejaban y manejan las riendas del Congreso, fuerza avasallante contra la que él iba a luchar. No era fácil, por supuesto, salir con vida en medio de semejante temporal, pero lo intentaría, aun a riesgo de su tranquilidad y de su reputación.

No hay duda de que en todo momento actuó con coraje y verticalidad. No negoció puestos ni transigió con los corruptos. Adelantó intrépidos debates, siempre sobreaguando entre remolinos y nunca perdió la razón ni se dejó arrastrar por la corriente. Pero su intemperancia y carácter fogoso lo llevaron a cometer disparates, de mayor o menor monta, que en boca de sus enemigos se agrandaban a la medida de sus conveniencias, y que en el ministro producían cataclismos. La verbosidad oratoria lo hizo incurrir en exageraciones y errores lamentables, aunque jamás en el abuso del poder, y sí en el desborde de la prudencia y el tacto político.

Era un gladiador de la inteligencia y las ideas, acaso ofuscado por el ambiente entenebrecido en que le había correspondido moverse, y que él había pensado que era el escenario de la elocuencia de viejos tiempos. Alguna vez habló en lenguaje filosófico, y los parlamentarios se pasmaron o se adormilaron, por no entenderlo. Esto lo hacía aparecer sabiohondo y arrogante y le creaba antipatías. La retórica no es hoy de buen recibo en el país. El mundo moderno lleva otros rumbos. En forma apropiada, la revista Semana define al Congreso contemporáneo como «un mercado persa de componendas». Y agrega que «hoy en día, más que la oratoria de un Catón se requiere el muñequeo de un tahúr».

A pesar de todo, el ministro Londoño logró salvar en el Congreso importantes iniciativas, como la ley de orden público y las nuevas normas sobre extinción de dominio. Otros proyectos amenazaban hundirse por una razón muy sencilla: había perdido el poder de interlocución con los parlamentarios y ese hecho no le permitía abanderar con éxito la agenda legislativa que se formó después del Referendo, ante un Congreso envalentonado y crecido. Además, el espíritu polémico y la labia ligera de Londoño lo mostraban como el «ministro problema», imagen transmitida, con excelentes resultados, por sus contradictores.

En la caída de Fernando Londoño, el primer derrotado ha sido el presidente Uribe, quien lo había escogido como la figura ideal para derrotar la corrupción y la politiquería. Al final lo abandonó, cuando el país se le vino encima. Con un final melancólico y dramático, propio de una tragedia griega (campo intelectual que apasiona a la víctima de este naufragio): lo dejó solo, y ni siquiera le solicitó él mismo la renuncia, como era de elemental elegancia y cortesía con su ministro estrella, sino que se la mandó pedir. Menos mal que por escrito, en la carta de aceptación (¿cosas del protocolo?), lo destacó como «colombiano de dotes excepcionales», cuya tarea «deja una huella profunda en bien de la Patria».

El Espectador, Bogotá, 13-XI-2003.

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