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La noche de Zamira

jueves, 1 de octubre de 2009

nov_zamiraQuinto Patio marca las tarifas más altas del barrio. Es un edén donde se cultivan, al igual que en los cafetales, plantas afrodisíacas en constante floración. Algunos hombres buscadores de sensaciones fuertes sienten tardíos remordimientos cuando gozan de una putica de 15 años, y después de caer en la primera tentación vuelven muchas veces a buscar los mismos placeres.

cenefitaPrólogo

GUÍAS DEL ESCRITOR

Zamira, en esta historia, no es el nombre de una mujer sino de una ciudad. Zamira, en una mitología que leí hace varios años, es el nombre de una princesa y significa hija de la noche. Si el lector avanza en estas páginas podrá notar que Zamira –la ciudad – adquirió en tal forma el carácter de la princesa, que también, como ella, se convirtió en leyenda. El real protagonista de esta historia es un pueblo. Para mayor precisión, un pueblo que se volvió grande. Cuando la ciudad se desbordó, alguien la bautizó Zamira por su extraordinario parecido con la princesa pagana.

Los pueblos son seres vivientes: tienen alma y sentimientos. Esto es lo que sucede con la ciudad que trato de reconstruir. Hace poco escribí las siguientes palabras para un libro de viajes: «Tanto la aldea más remota como la urbe más populosa son un reflejo del hombre, con sus pasiones y miserias, sus trabajos y esfuerzos, sus sueños y grandezas. Todos los pueblos tienen cuerpo, historia, estilo propio, vida y espíritu. Somos pueblos ambulantes: los llevamos con nosotros mismos. Los paisajes que admiramos, y a veces destruimos, son nuestros mismos paisajes interiores».

Al concluir este libro me hallé con la sorpresa de que soy un descubridor de pueblos. Mi novela Ventisca es la radiografía de otro pueblo. Esta reincidencia en el mismo tema confirma que el novelista es un ser obsesivo. A veces, un loco: hay ideas fijas que nunca abandona, o éstas nunca abandonan al novelista.

Cuando en un acto académico presenté la citada novela, tracé algunos perfiles sobre el arduo sendero de las letras, que algunos suponen un camino de rosas. Ojalá dichas palabras sirvan para explicar de nuevo los dolores de parto que tiene que sufrir el escritor cuando da a luz un libro.

Aquel trabajo lo bauticé Guías del escritor:

Un día tuve la extraña pretensión de fundar un pueblo. Idea ambiciosa que me persiguió a través de los años, cada vez con mayor apremio, hasta llevarme a fijar, en algún momento de optimismo, el primer mojón de mi pueblo imaginario. Nacía así en la arquitectura del escritor la que sería mi tercera novela, Ventisca.

Han transcurrido varios años desde cuando anoté la primera línea sobre un proyecto idealista, hasta el día de hoy, cuando la palabra se convierte en libro. Años de maduración, de ajuste, de autocrítica y depuración mientras la idea tomaba contextura. Y hubo necesidad, a la postre, de destruir el pueblo que se había levantado con ardoroso empeño, por haber quedado flojos los cimientos. Esta historia es la muerte de un pueblo, y si bien se observa, es la angustia del propio autor, que vive siempre en lucha contra sus espíritus y desasosiegos.

A veces se supone que esta permanente agitación conduce al reposo. Pero el escritor no descansa. Nunca estará satisfecho por completo, ni con la primera ni con la vigésima obra, y la última corrección, que le ha producido desahogo, será apenas un remanso para proseguir la marcha con nuevos bríos y superiores tormentos.

La paciencia y el sacrificio, tan connaturales a la carrera del escritor, son los factores más determinantes de la labor literaria. Ningún artista como el escritor está sometido a tantos rigores y privaciones, a tantas renuncias y torturas. Sólo en la soledad y el silencio será posible para él, en lucha implacable contra sus diablos interiores, plasmar sus sueños. Pero esto no es un infierno. Es un campo de batalla creadora, imposible de interpretar por los profanos, donde la paz se conquista con gotas de sangre y enlazando fantasmas. Ya advirtió Rilke: «Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba».

El escritor no debe escribir confiado en el éxito, y ha de saber que la gloria es caprichosa: a veces llega, otras veces llega tarde, y nunca agranda la obra valedera. La ostentación marcha por otro camino. El mérito puede más que la propaganda artificiosa. Cuando se escribe con honestidad y con amor a la gente, el mejor laurel que conquista el escritor es el de saberse fabricante de ideales. En el arduo y paciente trabajo es donde se acrisola la obra del artista, y la prisa por publicar resulta nefasta. Si escribir y esperar es regla de oro en oficio tan exigente, la precipitación atomiza los mejores propósitos.

Carpentier recomienda veinte años de escritura antes de publicar algo. Flaubert se tomaba una semana en la elaboración de una página bien balanceada, y por eso su producción, escasa en volúmenes y densa en profundidad, no la consumirá jamás el comején del tiempo. Rulfo confesaba que en Pedro Páramo estaba todo cuanto necesitaba contarle al mundo, y convirtió su novela, de sólo cien páginas –pero páginas magistrales–, en destello prodigioso de la brevedad alucinante.

La brevedad es virtud que no consiste en decir poco sino en expresar más con menos palabras. Para ello el escritor ha de imponerse severas disciplinas de purga del lenguaje y riqueza de las ideas. Esta regla va enlazada con la sencillez, y ya se sabe que en la sencillez reside la elegancia. Manifiesta Camilo José Cela que «todo lo que no sea humilde, una inmensa y descarada humildad, sobra en el equipaje del escritor».

La escritura y el dinero no van de la mano y se rechazan. Hablan diferente idioma. La ley del escritor se ofusca con las fulguraciones del oro, pero si el oro lo deslumbra y lo seduce, que cambie de oficio. En la abundancia de bienes materiales, lo mismo que en las cimas de la fama que no dejan pensar, naufragan las intenciones más optimistas.

El escritor es un animal de resistencia y de fuerzas increíbles, y tal vez su mejor comparación es con el buey, modelo de paciencia y mansedumbre, que entre palos y maltratos resiste sufridas jornadas y transporta pesados cargamentos.

El novelista, que no podrá escribir sino la realidad de sus propias vivencias, está llamado a ser el supremo historiador del tiempo. Pintar la vida –y esa es su función primordial– consiste en traducir la condición humana y compenetrarse con el dolor y la alegría. Sus personajes, así sean simbólicos o surrealistas, son tomados de la verdad del mundo y revestidos de caracteres probables.

Para muchos la novela es la primera de las artes porque su objetivo es el hombre. Ser novelista significa un duro destino. Es una labor que no permite la quietud ni el adormecimiento, menos la marcha atrás. Cuando las criaturas han tomado vida, jalan al escritor, se meten en su carne y en su espíritu, lo estrujan y lo obligan a que responda por ellas. Para que el narrador cumpla con su misión debe saber interpretar la fuerza de sus personajes, o de lo contrario sucumbirá él mismo. Su único compromiso es con los protagonistas de sus relatos, y necesita hacer de ellos ángeles o demonios. Debe asesinarlos o salvarlos, pero nunca abandonarlos en el absurdo.

Cuando pretendí fundar un pueblo, la primera piedra me quedó bien colocada. Las calles iniciales salieron rectas, e incluso los primeros habitantes nacieron bien formados. Luego alguna cuadra se torció y algún parroquiano se rebeló. Más tarde la aldea se había ladeado, el cura se había vuelto concupiscente y la beata, incrédula. Todo conspiraba contra la intención de sostener un pueblo recto. Lo dejé que siguiera su curso natural y advertí que allí, en ese mundillo de conflictos, estaba reunida la humanidad entera, con sus virtudes y pecados, sus castidades y lujurias, sus grandezas y miserias.

Había buscado un pueblo alegre y me resultó triste. Una niebla persistente comenzó a invadir la población, y más tarde me encontré en un territorio de sombras y fantasmas. No sabía, como en los dominios de Rulfo, si se trataba de seres vivos o de almas muertas. Comprendí entonces que era la aldea que siempre había llevado en la subconsciencia, azotada por la ventisca y la soledad. Ese pueblo, una especie de piedra mal colocada en el camino, agobiaba el alma del escritor. Y era preciso que desapareciera. Creció hasta límites razonables y luego vino la destrucción. Ventisca es una agonía. Y también una liberación.

La literatura nos permite crear ilusiones y ennoblecer la existencia. Es un talante de la vida. La mayor tragedia del hombre, como lo dijo Pascal, es no saber permanecer quieto entre cuatro paredes: las paredes de la creación y el diálogo interior. Si la literatura es ansiedad y búsqueda, escozor y suplicio, también es placer. Por la literatura morimos todos los días, cuando nos torturamos el cerebro en busca de la verdad, y con ella renacemos cuando encontramos la claridad. Sus laureles son esquivos, y su justificación está en la conquista. Cada libro lleva algún átomo del hombre.

Recordemos, para terminar, la cita de un poeta ruso: «No hay tormento más exquisito que el tormento de las palabras».

GUSTAVO PAEZ ESCOBAR

cenefitaUn fragmento de la obra

La llaman Diosa. Es dueña de la casa más popular del barrio, una de las tantas casas de libertinaje que abundan en Zamira. La pornografía avanza por los suburbios condenados a la invasión de mujeres públicas y se agazapa, como en todo centro populoso, en discretos apartamentos de la alta sociedad. Diosa, por lo mismo que administra el burdel más conocido, es la mujer más renombrada de los ambientes libertinos. Quinto Patio, su vieja casa de citas, permanece llena a toda hora de clientes desaforados.

Años atrás un anónimo transeúnte le contó que en el barrio de tolerancia de Barrancabermeja, la capital proletaria de Colombia, existía una casa de citas conocida con el nombre de Quinto Patio. En el puerto petrolero, famoso por las sífilis crónicas y toda clase de enfermedades venéreas, Quinto Patio sonaba como quinto infierno, una manera de situar el pecado en su mayor nivel de desenfreno. Con esa caprichosa distinción nació en la ciudad cafetera, por obra y gracia de un trashumante de la vida airada, otra sucursal de la carne transplantada de la zona turbia de Barrancabermeja.

Diosa piensa que aquel viajero que la hizo feliz en una bacanal de tres días que nunca olvidaría, y de paso le prendió el primer contagio de su vida, trajo a su pueblo los castigos más degradantes del sexo. Desde entonces las enfermedades venéreas son el peor azote para la población disoluta de Zamira. El amante furtivo, cuyo recuerdo aletea en su cuarto durante sus horas de nostalgia, y a quien ella recuerda con emoción agobiante, le dejó la noche de la despedida una novela singular, que a ella le suena precursora de su destino azaroso: Las putas también van al cielo.

La obra se desarrolla en Barrancabermeja, el puerto de la perdición. En la portada aparece, en actitud de vuelo y con gesto de provocación, una mujer de carnes exuberantes. Tras su vaporoso vestido se alcanza a notar la sombra del sexo, y una pierna tentadora invita al festín de la carne. En la primera página le anotó el fantasma, en letra airosa, esta dedicatoria que por épocas le excita el pasado: «Recuerdo de una noche de placer en Zamira».

Nunca ha vuelto el incógnito caminante, y es posible que se haya esfumado en las nebulosas de los sueños imposibles. Entre tanto, Diosa se siente confortada con el libro amarillento y deshojado, porque allí existe una afirmación del sexo. Cuando en sus orgías se acuerda de aquella aventura erótica, le aumenta la comezón de la carne. La dedicatoria, ya desdibujada por el paso del tiempo, por sí sola es una incitación.

A la tercera lectura se dijo que el novelista había perdido su tiempo, ya que una cosa sugería la despampanante mujer de la portada –con los senos provocativos, los muslos voluptuosos y el sexo pecaminoso–, y otra era la historia narrada, que en nada se parece a las orgías que había imaginado. Pensaba en las ardientes temperaturas del puerto, con sus lupanares, vicios y damiselas, y la lectura la frustró.

Para una cosa le sirvió el libro y fue para subrayar con lápiz rojo los personajes de la novela. De allí tomó los nombres para las niñas del prostíbulo. En los burdeles se les dice ‘niñas’ a todas las rameras por igual, por más viejas y ajadas que sean. Pero en el caso de Quinto Patio son niñas de verdad, ya que se trata de jovencitas que apenas llegan a los 20 años, como bien lo sabe Adriano, cliente antiguo de la casa.

Quinto Patio marca las tarifas más altas del barrio. Es un edén donde se cultivan, al igual que en los cafetales, plantas afrodisíacas en constante floración. Algunos hombres buscadores de sensaciones fuertes sienten tardíos remordimientos cuando gozan de una putica de 15 años, y después de caer en la primera tentación vuelven muchas veces a buscar los mismos placeres.

Si una de ellas se va, la patrona asigna al reemplazo el nombre que aquélla tenía en su nómina de estrellas. Quinto Patio ha tenido desde su fundación el mismo número de rameras, las cuales llevan siempre los 15 nombres invariables que Diosa tiene señalados para sus protegidas. Ella no permite que haya en su rebaño una mujer más, ni una menos. Mientras a través de los años la novela se ha deteriorado, las dispensadoras del sexo viven en eterna primavera. Con este sistema renovador quiere recalcar que la prostitución nunca muere. Las furcias (como las llama para cotizarlas mejor) son célebres tanto por su juventud como por los nombres extraños que ostentan.

A la perra del burdel, antojadiza y rebuscadora, le asignó el remoquete preciso: Afrodita. No ha logrado saber si su mascota es hembra o macho, pues cuenta con los dos órganos genitales. De todas maneras le hizo suprimir la matriz para evitarle el riesgo de la maternidad, y para que pueda disfrutar del amor a sus anchas, libre como ella de los embarazos torturantes.

cenefitaComentarios

Fragmentos

Gustavo Páez Escobar, en su larga, austera y ejemplar vida de banquero en la región cafetera, pudo observar con ojos zahoríes de escritor y de sociólogo los diversos cuadros de la vida real que allí se le ofrecieron, y que con tanto cuidado, acierto y destreza literaria pudo trasladar a esta su estremecedora novela testimonial, obra rotunda y encantadoramente bien escrita. Vicente Landínez Castro, Barichara, julio de 1998.

La noche de Zamira narra toda la odisea cafetera cuando llega la gran bonanza económica de las abundantes cosechas y los buenos precios y sorprende a una vigorosa raza y comunidad que no maneja valores abstractos y que se deja llevar a los más peligrosos y ruinosos abismos, por los caminos azarosos del dinero abundante. Los beneficiados de la bonanza de pronto aparecen envueltos en la vorágine del derroche y las elementales pasiones. Trascendente y temible novela. La noche de Zamira es sin duda lo mejor que se ha escrito en relación con la vida y con la gente común y corriente y con las costumbres, y con el genio, grandezas y flaquezas de los habitantes de la gran zona del café. Héctor Ocampo Marín, Culturales La República, Bogotá, 2 de agosto de 1998, y El Nuevo Siglo, Bogotá, 5 de septiembre de 1998.

La noche de Zamira me ha servido para evocar al Quindío y recordar las muchas veces que estuve, en plena bonanza cafetera o en plena cosecha, en la pequeña pero bella finca de Eduardo Arango. Hubo momentos en que, durante la lectura, el libro me pareció cruel. Cruel por el destino de las hijas de la no muy escrupulosa Gabriela, cruel por la absoluta falta de principios de los dos matrimonios. Cruel por la presencia de la marihuana. Cruel por el poco perecedero papel que tuvo el dinero que se ganó en la cosecha. Diana López de Zumaya, Ciudad de Méjico, 18 de agosto de 1898.

Con la precisión conceptual y fluidez literaria que son características de su prosa, el escritor Gustavo Páez asume en su obra La noche de Zamira la original iniciativa de identificar los perfiles de una época mal llamada de «bonanza», porque lejos de estimular la realización de ideales o mejorar la calidad de vida de sus protagonistas, rompió los moldes tradicionales donde se han fraguado los valores espirituales y morales que han determinado el comportamiento amable de nuestra sociedad. La súbita irrupción del dinero a canastadas, provocada por la cotización exagerada de los precios internacionales del café, crea una cultura del despilfarro, del consumo irracional, de las inversiones exóticas, de la prostitución y el alcoholismo. Editorial de La Crónica del Quindío, Armenia, 8 de septiembre de 1998.

En el Quindío le debemos aprecio a Páez Escobar porque desde su arribo aquí se entregó con pasión al sentimiento y el amor por una tierra que hoy es tan suya como la Boyacá de sus ancestros. El Quindío tiene que insistir en el rescate de sus mejores valores del pasado y retomarlos ejemplarmente para que los del presente no se confundan en la repetición de las equivocaciones cometidas. Leer las páginas de La noche de Zamira es recorrer la construcción de un pueblo que habrá necesidad de rediseñar para que siga levantándose en medio de los mejores atributos y mediante el aprovechamiento de sus significativos valores humanos. Jorge Eliécer Orozco Dávila, La Crónica del Quindío, Armenia, 7 de septiembre de 1998.

La noche de Zamira es una novela que trata el tema de la bonanza cafetera de los años 70 y todos los efectos sociales nocivos que esta situación trajo consigo, incluido el desmoronamiento de una serie de principios éticos y morales. Gustavo Páez Escobar es considerado como uno de los críticos literarios de los últimos tiempos con una visión muy amplia sobre los problemas que en la actualidad aquejan al país. Diario de Colombia, Armenia, 7 de septiembre de 1998.

El paisaje del Quindío es embrujador. Y a Gustavo Páez Escobar lo embelesó fantásticamente. Por eso La noche de Zamira tiene como escenario esta región, que constituye toda una fiesta del alma. Allí se mueven sus personajes con intenso dramatismo. El estilo adquiere en esta obra una musicalidad nueva, el idioma se depura y los temas profundos e intensos agarran con increíble magnetismo al lector. Horacio Gómez Aristizábal, Academia Hispanoamericana de Letras y Ciencias, septiembre de 1998.

La noche de Zamira es un documento amable y directo, y no peca del grafismo descriptivo común en los relatos de denuncia política y social; así el aspecto trágico, dramático, fatal, del periplo del cogedor de café sea, en sí mismo, una reacción a la afrenta social de una «bonanza cafetera» que no ha resuelto, en ninguna forma, los profundos conflictos antropológicos, sociales y políticos de la región. Carlos Arboleda González, Manizales 8 de septiembre de 1998.

Hace varios años leí la novela Agua quemada , de Carlos Fuentes, y quedé admirado al ver cómo un escritor de tan alto nivel cultural y social conoce a fondo la vida de los pueblos bajos y cómo utiliza el lenguaje de ellos para ponerlo en boca de sus personajes. Veo ahora que Gustavo Páez Escobar supera al autor antes mencionado ya que él conoce los bajos fondos de la Ciudad de México, pero usted conoce no sólo el de los obreros que van de hacienda en hacienda buscando trabajo, se enamoran, besan y se van. Al leer La noche de Zamira veo que sigue los pasos de los profetas bíblicos, aquellos que con tanta precisión se enfrentaban a los gobernantes y poderosos para denunciar sus maldades. Aristomeno Porras, Ciudad de Méjico, 24 de septiembre de 1998.

Una clara radiografía de lo que puede ser cualquiera de los pueblos cafeteros de Colombia la constituye la más reciente obra de Páez Escobar. La composición de situaciones que involucran de manera inicial la trashumancia, el licor, el sexo, hasta llegar al conflicto amoroso, la pérdida de valores y por ende de los hogares, la drogadicción, sin dejar de lado la práctica de brujería o el proxenetismo, son ingredientes que nos muestran el derrumbamiento social originado por el dios dinero. Luis Fernando Franco Ceballos, La Crónica del Quindío, 21 de octubre de 1998.

Ha sido especialmente grato para mí leer esta novela de Páez Escobar; no sólo por su estilo y su apasionante tema, sino porque me ha llevado de la mano a recorrer los hermosos y familiares paisajes de la paradisíaca comarca quindiana. Páez Escobar es un hijo adoptivo de Armenia, donde vivió por muchos años y se ganó el aprecio de sus gentes. Por eso conoce en profundidad los escenarios donde se mueven sus criaturas. Zamira será en adelante, como Macondo, el emblema de una ciudad. Óscar Echeverri Mejía, Occidente, Cali, 8 de noviembre de 1998.

REPORTAJE DE GLORIA CHÁVEZ VÁSQUEZ, Nueva York (Revista Manizales, noviembre de 1999)

La noche de Zamira

En su novela más reciente, La noche de Zamira , Gustavo Páez Escobar plantea algunos de los problemas más serios que han afectado, por muchas décadas, a la sociedad cafetera del Quindío. Pobres y ricos por igual.

La de la vida en la zona cafetera es una problemática profundamente arraigada en la naturaleza misma de la tierra y del ser humano. En su relato, el escritor y periodista –de origen boyacense y quindiano por adopción– ilustra esa supervivencia mutua campesino–café, que da fruto cada año, en el grano que alimenta (como orgulloso símbolo patrio) no sólo la economía nacional sino la identidad de los quindianos.

Esta entrevista tuvo lugar sólo unos días antes de que el terrible terremoto del 25 de enero azotara la región cafetera, destruyendo muchas vidas y talvez muchos sueños. Ahora, al escribir este reportaje, no nos cabe duda, ni a Gustavo Páez ni a mí, que en su furia, la Madre Naturaleza no pretendió quebrantar el indómito espíritu de esa raza que anima a los pueblos del Eje Cafetero, sino probar una vez más que es en los momentos difíciles cuando se pone de manifiesto lo mejor del espíritu quindiano.

Armenia y el escritor

Gustavo Páez Escobar llegó a Armenia como gerente de banco. Tras la de gerente venía escondida su vocación por las letras, a la que dio rienda suelta dos años más tarde. Esa fusión, banquero–escritor–periodista, que él considera un privilegio, le permitió penetrar la sicología en el ambiente de la ciudad y el alma de la gente.

La de Armenia le impresionó como «una sociedad amable y hospitalaria. Luchadora y laboriosa. Ligada desde siempre a los afanes del campo. Pero a raíz de la bonanza cafetera esa sociedad dejó perder, lamentablemente, ciertas virtudes ancestrales. Le gustó el dinero abundante de las cosechas y se entregó a la buena vida».

Durante los 15 años que vivió en la capital del Quindío, «una región de eminente vocación agrícola», Gustavo Páez Escobar tuvo contacto permanente con los trabajadores del campo y sus conflictos. «Yo frecuentaba la vida de las fincas y a través del sentido de observación capté el ancho mundo del trabajo cafetero. No me inspiré en nadie en particular, sino en el grupo general de los obreros trashumantes».

Fue de este modo como el escritor Gustavo Páez notó que la promiscuidad sexual era una de las formas de supervivencia y uno de los resultados de la convivencia informal de los chapoleros.

La promiscuidad sexual entre chapoleros

Por la época en que se refiere Páez Escobar en su novela, «la planificación familiar estaba apenas en sus inicios». Las campañas para combatir la promiscuidad sexual –dice él– son más de los tiempos actuales debido a la aparición del sida. «Esto no descarta que existiera entonces alguna orientación por parte de los gremios o de los comités de cafeteros».

Pero, como nos asegura el autor, «la gente de la región es consciente de los conflictos sociales del campo». Aun así, deben tener en cuenta que los trashumantes, a quienes Páez Escobar considera de carácter aventurero, «son fuerzas invasivas que irrumpen en las fincas por una temporada y luego desaparecen. Sus dioses son las mujeres, el trago y las diversiones. Sus talanqueras morales son mínimas».

Gustavo Páez dice que los problemas del sexo entre los trabajadores y las malas relaciones con los patronos han existido toda la vida y en todo el mundo. Él cita a Germinal, un clásico de la literatura mundial escrito por Emilio Zola, y en donde el escritor francés documenta el problema de un pueblo de mineros que dependen de la voluntad de un solo patrón. «El mundo no cambia –opina Gustavo–. Ese es el duro estigma del hombre».

Machismo crudo

En La noche de Zamira , Gustavo Páez examina además el machismo crudo, desde el punto de vista del hombre y en el que la mujer es objeto indiscriminado de la sexualidad masculina. El autor ilustra los riesgos de la sexualidad irresponsable entre las chapoleras desde muy jóvenes. Sin embargo, como afirma Páez, «en los campos, la mujer pierde la virginidad desde muy joven. Es una mujer plena desde su incipiente juventud».

Las chapoleras, o recolectoras de las cosechas, son muchachas de baja educación y por ende presas de fácil explotación por parte de patrono y trabajadores. «Pueden ser promiscuas y calculadoras como los mismos hombres» –afirma el escritor.

La bonanza de la droga

El capítulo final de La noche de Zamira nos parece ser el prólogo a algún relato suyo relacionado con la bonanza de la droga. Gustavo Páez habla del fenómeno que tuvo lugar en la década de los 70 y que coincidió con la bonanza cafetera en el Quindío. En esa época, como observa Páez, no sólo la sociedad quindiana, sino el resto del país y el mundo, se dejaron seducir por la economía de la droga. «Es un fenómeno social de los tiempos modernos, de extrema complejidad. El hombre ha llegado en este final de siglo a los mayores límites de la frivolidad, donde los valores morales ya no son importantes» –explica él.

«La disolución moral del Quindío en cuanto a la droga se refiere, comenzó por el capítulo de la célebre avioneta que Carlos Lehder le obsequió al gobernador regional», nos dice Gustavo. En ese momento, el periodista documentó el incidente y sus consecuencias en varios artículos aparecidos en diferentes publicaciones. «Carlos Lehder, conocido traficante internacional de narcóticos, vino al Quindío a rendirle homenaje a su ciudad natal –Armenia– atraído por la bonanza cafetera y pervirtió la moral pública». Otra horrenda noche de Zamira.

GCHV: Ponte el sombrero de profeta. ¿Qué va a ser de Armenia y los quindianos en el siglo XXI?

GPE: En el momento de contestarte esta difícil pregunta, tú y yo lloramos la destrucción de Armenia y de las otras ciudades, como consecuencia del terremoto devastador que azotó a la región. El drama es dantesco. Pero Armenia y el Quindío se recuperan gracias a la increíble voluntad de superación de su gente. ¿Qué va a ser del Quindío en el próximo siglo? Hoy el horizonte es sombrío, pero hay que confiar en que las nuevas generaciones, que tienen suficientes elementos de juicio para corregir el pasado y saben además cuánto han significado los desvíos morales y el dolor de una tragedia, hagan de su tierra nativa una patria grande.

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