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Destinos Cruzados

jueves, 22 de octubre de 2009 Comments off

nov_destinosNo le había anunciado el regreso. Al llegar al apartamento, sintió miedo. Por debajo de la puerta salía un destello de luz. Estaba él ahí, no había duda. Tocó suavemente. Esperó a que la puerta se abriera de inmediato. Pero no fue así. Aplicó con cuidado el oído y en el interior sintió ruido. Volvió a golpear.
cenefitaPrólogo

EL AUTOR Y LA OBRA

Gustavo Páez Escobar no es un desconocido en las letras nacionales. En el suplemento dominical de El Espectador nos sorprendió un día con el precioso cuento titulado El sapo burlón y en él hizo gala de su extraordinaria imaginación, del manejo de su sencillo léxico y de la profundidad de conclusión a la que desea llegar en sus escritos, con una sutil y fina ironía, ratificada más tarde en La corrida, crónica suya, aparecida, otro domingo, en el mismo suplemento.

No es sorpresa, pues, encontrarlo ahora como novelista.

Destinos cruzados refleja muchos aspectos de la vida contemporánea, en contraste con la descripción romántica, un poco aristocrática, narrada en su primera parte.

Maneja el autor muchas técnicas en la trama y el arte capitular, para lograr el interés de quien, al iniciar la lectura de la obra, encuentra amplio camino en la comprensión de las situaciones urdidas por él, y en el desenvolvimiento de sus personajes, a quienes moldeó de acuerdo con su múltiple experiencia de hombre acostumbrado a conocer a las gentes de todos los matices.

Destinos cruzados tiene un fin concreto en el propósito de su autor: entretener. En mi concepto lo logra. En contraposición a fenómenos literarios actuales, en donde se utiliza el vocabulario grosero, la escena erótica, la distorsión de la lógica, Páez Escobar enruta sus personajes dentro de la decencia, en busca de la reivindicación, de la lucha y del sufrimiento. Por esto, creo, hará impacto en los lectores de todos los matices, ávidos de encontrar algo nuevo en un mundo literario que sólo describe, en la mayoría de las veces, lo deplorable de la vida.

Love story causó impacto mundial cuando mostró la cara de la abnegación. Sin tratar de establecer paralelos, Destinos cruzados realiza lo mismo. Precipita sus personajes al abismo de la desesperación y los eleva finalmente a la sublime redención que el amor puro de una madre abnegada y el de una novia ideal logran con el poder del sufrimiento.

Sin duda alguna Destinos cruzados causará impacto en la literatura contemporánea del país, porque ofrece un escenario nuevo, que no es folclore, y que, siendo romántico, posee fuerza suficiente para elevar los sentimientos del lector que reclama de los novelistas obras que complementen su descanso y lo desglosen del cotidiano afán de vivir difícilmente.

ALIRIO GALLEGO VALENCIA

cenefita

Un fragmento de la obra

Cristina penetró al edificio donde se hallaba situado el apartamento de Ricardo. Era como entrar a su propia casa. Allí había compartido las mejores horas de amor. Y se sentía ahora profundamente satisfecha al regresar. Pero esta vez llegaba insegura. Las dudas la atormentaban. El porvenir se le presentaba dudoso.

Con una pequeña maleta fue ascendiendo las escalas y, a medida que se aproximaba, su corazón palpitaba de emoción. Sabía, en el fondo de sí misma, que Ricardo era otro. Pero se esforzaba por no creerlo. Admitía que la reconquista era difícil. Sin embargo, estaba resuelta a librar una denodada batalla.

La atormentaban las dudas, la acosaba la incertidumbre. Todo cuanto había visto y oído la agobiaba. Y a pesar de que los celos la perseguían sin piedad, había logrado controlar sus impulsos y se había propuesto resistir al deseo de pedir cuentas, de interrogar. Ahora que subía las escalas, su único anhelo era el de estar a solas con su amante. Debía revivir las horas ardientes que había pasado a su lado. Pero… ¿cómo la recibiría Ricardo?

No le había anunciado el regreso. Al llegar al apartamento, sintió miedo. Por debajo de la puerta salía un destello de luz. Estaba él ahí, no había duda. Tocó suavemente. Esperó que la puerta se abriera de inmediato. Pero no fue así. Aplicó con cuidado el oído y en el interior sintió ruido. Volvió a golpear.

Ricardo apareció. Cristina intentó abalanzarse sobre él, abrazarlo, hacer, en fin, emocionante el regreso. Pero el hombre, sorprendido con la inesperada aparición, permaneció estático, con actitud seria y con semblante adusto. Su expresión era fría. Pareció contrariarlo el regreso de su amante y, repuesto de la sorpresa, no pudo evitar el interrogarla con severidad:

–¿Qué haces tú aquí?

Cristina quedó descontrolada. No se imaginaba que Ricardo la fuera a recibir en esa forma tan inexpresiva, tan dura, tan sin afecto, y a su vez preguntó:

–¿No te alegra que regrese de nuevo a tu lado?

–Has debido anunciarme tu visita –comentó secamente Ricardo.

–¿Pero qué te sucede? Te encuentro serio, poco afectuoso. Parece como si mi presencia te molestara. ¿Qué te sucede?

–¡Basta de tantas preguntas! –exclamó éste con indignación. Ya tengo bastantes problemas y no estoy en condiciones de fingir buen genio después de haber fracasado mi plan.

–¡Sí, ya sé! Por eso he venido a compartir contigo los malos momentos. El jefe me ordenó retirarme de la casa y aquí estoy. Pero… ¿ni siquiera me invitas a entrar?

–No. Lo siento mucho, Cristina. No puedes entrar… Hoy no es posible.

–¿Que no puedo entrar? ¿Acaso estás comprometido con… alguien?

Ya Cristina había advertido lo que sucedía en el apartamento. Sentada en un sofá, notó la presencia de una mujer. No logró verle la cara. Sus celos volvieron a explotar, esta vez en forma irrefrenable. Estaba demasiado susceptible. Sin pensarlo dos veces, retiró bruscamente el brazo de Ricardo, que sostenía la puerta entreabierta, y se arrojó al recinto.

Fue inmensa su sorpresa. Y no estaba preparada para ella. Quedó pálida, inmensamente ofuscada, al encontrarse frente a frente nada menos que con Graciela. Ella, desconcertada, llena de asombro, sólo acertó a exclamar:

–¡Cristina!…

–Sí, soy yo. Y míreme bien. Soy Cristina, la misma que hasta ayer desempeñaba el oficio de criada en su casa. No me da pena que mi condición sea humilde. Pero usted, la señorita aristocrática, la joven inmaculada, está aquí a escondidas haciendo el amor en la oscuridad de un apartamento.

Graciela, horrorizada, retrocedió unos pasos. Quiso apoyarse sobre la pared, pero sus piernas tambalearon y cayó en el sofá.

–¡Cállate! –gritó Ricardo–. ¡No te permito que le faltes al respeto a Graciela! Ella es digna y si está aquí es por motivos especiales. Tú no puedes entenderlos.

–¡Claro que los entiendo! ¡Y además lo sé todo! Anoche presencié el momento en que Ricardo, el hábil embaucador, halagaba a la inocente ‘señorita’ con palabras dulces. Esas mismas palabras me las ha dicho a mí muchas veces. Con las mismas palabras me sacó de mi casa, y después me perdió. Pero ya lo entiendo todo: ha caído usted en sus redes. Y ha sido una presa fácil.

Cristina, fuera de sí, escupió rabiosa el rostro de Graciela. Ricardo no pudo contenerse y golpeó furiosamente a Cristina.

–¡Vete de aquí!

–¡Muerta me sacarás! –contestó Cristina. Puedes continuar golpeándome, pero ni aun así me harás callar.

–¡Oh! –exclamó Cristina–. ¡No entiendo! ¿Qué sucede, por favor, Ricardo?

–Te pido disculpas por estas escenas grotescas. Y te ruego que no pongas atención a las palabras malintencionadas de esta mujer. Está celosa. Está celosa porque me encuentro contigo. Oye lo que voy a decirte y lo entenderás todo: esta mujer «era» mi amante. De ella te hablé anoche y de ella te estaba hablando hace unos minutos.

Graciela, en el colmo de la confusión, no acertó a hablar. La escena había sido demasiado intensa. Se sintió desfallecer. Las fuerzas le flaquearon y, cubriéndose el rostro con ambas manos, se echó a llorar. Quiso correr, desaparecer, esconderse. No pudo.

cenefita

Comentarios

Fragmentos

El influyente diario capitalino El Espectador publicó hace poco un cuento de Gustavo Páez Escobar. Lo hemos leído con deleite porque nos pareció algo salido de lo común. Y aquí está en Destinos cruzados la ratificación de lo anterior. Sirvan estas frases para felicitar a su autor y expresarle nuestro sincero deseo de que continúe aportando riqueza a la literatura colombiana. Diario del Quindío, Armenia, 14 de octubre de 1971.

Nos ha sorprendido Gustavo Páez Escobar con su elocuente y demostrada capacidad literaria, primero a través de los cuentos publicados en El Espectador y ahora con la presente novela. Carlos Botero Herrera, La Patria, Manizales, 21 de octubre de 1971.

Destinos cruzados constituye un tónico efectivo contra la desintoxicación producida por la execrable literatura de alcantarilla, fruto de la mecanización y maquinización de la época. Mario Sirony, La Patria, Manizales, 31 de octubre de 1971.

Descrita en un sencillo estilo, esta novela tiene el mérito de estar compuesta de elementos cotidianos y en ciertos trozos con excesiva elementalidad. AIUS, El Tiempo –Lecturas Dominicales–, Bogotá, 28 de noviembre de 1971.

La trama va bien hilvanada dentro de lo real y común de nuestro medio. Vale la pena leer esta descarnada novela. Revista El Niño, Armenia, noviembre de 1971.

Destinos cruzados es un libro que constituye una buena novela. Y entiendo por buena novela aquella que leemos desde la primera página hasta la última. La que sin desbordar la curiosidad del lector para conducirlo a saltarse hojas buscando el desenlace, sí lo lleva, a través de toda la lectura, con interés. Los personajes aparecen bien creados, bien delineados, y algunos, como Cristina, se roban el cariño del lector. Y los diálogos, esa cosa terrible de tan difícil manejo en la novelística, están muy bien traídos y mejor presentados. Euclides Jaramillo Arango, El Espectador –Magazín Dominical–, Bogotá, l9 de diciembre de 1971.

Nos atrevemos a afirmar que Destinos cruzados causará impacto en los círculos intelectuales del país en virtud del interés que despiertan todos los capítulos de la singular novela. Y es insólito el caso de que un funcionario de alto nivel bancario, dedicado a labores tan diferentes, tenga un sentido tan humanístico de la vida. Revista Bancos y Bancarios de Colombia, Bogotá, diciembre de 1971.

A pesar de que Destinos cruzados está escrita con agilidad y lucidez, desperdicia Gustavo la gran oportunidad de hacer una novela sociológica. Cómo nos gustaría leer a este joven novelista en un libro donde se vierta toda la realidad de la época. Y la época es de hambre, de transformación y gritos que claman pan. En todo caso, Gustavo Páez Escobar es un gran narrador y un gran observador. Su inteligencia como para ser un Vicente Blasco Ibáñez en Entre naranjos o un Conan Doyle en Sherlok Holmes y los monederos falsos de Londres. Adrián Acero, La Patria, Manizales, 25 de febrero de 1972.

Hay novela, fina novela, del principio al fin. De lo que se trata no viene a ser de falta de novela. Es decir: de trama. De tema. De ambiente para los personajes. De diálogo o de situaciones. Los problemas son de estilo. Superrecargo de adverbios. Yo me confieso enemigo del adverbio y de la conjunción «pues». Y, pasando a otro asunto, qué personajes, los de la obra, tan humanos, tan reales y con tanta y tan patética vida cotidiana. Juan Ramón Segovia, La Patria, Manizales, 25 de febrero de 1972.

Tiene el escritor talento y buena forma de descripción y, sobre todo, considero la obra interesante por la sencillez de su contenido y la forma como nos acerca a la realidad de la vida. Manifiesto sinceramente a Gustavo Páez Escobar que tomo en préstamo las palabras de Nekrasov en la revista periodística Sovremennik cuando le enviara su primera nota de editor a León Tolstoi con motivo de la primera obra del genio ruso: «Pueda ser que no sea usted un huésped de paso en la literatura. Cultura, Armenia, mayo de 1972.

Es visible en esta novela el logro del autor, Gustavo Páez Escobar, en el empleo del lenguaje usado por el común de la gente de las mismas condiciones de aquellas que caracterizan los protagonistas usados en ella, así como en la descripción adecuada de los ambientes. Se puede conceptuar que en esas páginas de Gustavo Páez Escobar se halla latente la presencia de un escritor de proyecciones literarias de gran valía. Ernesto Bustamante Uribe, Diario del Quindío, Armenia, 13 de julio de 1973.

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Ráfagas de silencio

viernes, 2 de octubre de 2009 Comments off

nov_rafagasSentí que un cuerpo se arrastraba entre la hojarasca. De pronto apareció una serpiente acuerpada, teñida de rombos amarillos. Estaba estática, lista para el combate. Yo pasé por su lado con fingido aplomo. Me sentí morir de pánico, pero aprendí la lección de no atacar a las serpientes para que ellas no me atacaran. Este animal le enseña al hombre una ley fundamental de la vida: que el derecho de cada cual termina donde comienza el derecho ajeno.

cenefitaPrólogo

MUJER Y SELVA

Hay libros que impactan desde el comienzo, y que no sueltan al lector. Y eso precisamente me ocurrió leyendo Ráfagas de silencio, de Gustavo Páez Escobar, obra que se suma a sus ya numerosos logros anteriores, tanto en la novela como en el ensayo y en el cuento.

¿Dónde está la fuerza que atrapa a los lectores de esta novela? Primero, en los personajes: bien estructurados, convincentes, definidos con mano maestra; cercanos por su cálida condición de sufrientes o gozantes, de ambiciosos o desprendidos; arquetipos humanos que se proyectan más allá de las páginas y comprometen los sueños y la vigilia del lector.

En esa categoría se pueden ubicar el narrador Vicente Lizcano, empleado bancario que lucha contra el medio, no el de la selva sino el de lo que solemos llamar civilización; o el médico Emilio Soto, generoso hasta el sacrificio, convencido de su misión sobre la tierra, no solo la de médico del cuerpo sino la de redentor de los oprimidos, que se pelea contra las autoridades sordas a la voz de los necesitados y acaba metiéndose de lleno en la guerrilla, cuando ésta era una fuerza ideológica que se preocupaba por el futuro y no como ahora, un terrorismo sin ideales que se ocupa del narcotráfico y a la que solo entusiasma el dinero mal habido; o como Lorenzo Olivares, el comandante del puesto militar, preocupado por la disciplina aunque a veces la olvide como en el caso de la visita de la francesa Brigitte, que llega con sus faldas al viento y alborota a todo el personal de hombres solitarios metidos en la sorda disciplina del cuartel; o como Gabino Sotomonte, el alcalde, o Martiniano Fandiño, el jefe de correos, o Magdaleno Galarza, el director de la cárcel; y finalmente, como Fidolo Petri, contrabandista, que arrasa con los animales y con la selva, narcotraficante de larga data, violador de las muchachas y asesino de los indios, que parece resumir en su sola persona todos los vicios incalificables de la nefasta Casa Arana.

Y con ellos, los indios, callados, temerosos, perseguidos, como el cacique Yuma, o Toranga, al que Petri le violó la hija; o los mestizos como Sebastián, que también sufrió la violación de su esposa por parte del patrón Petri, hasta que encabezó la ejecución que era indispensable como un acto supremo de justicia y de reivindicación.

Y como llamas vivas, Anabel y Zulema, las hijas no tanto de Yuma como de la selva; dos mujeres sensuales, hermosas, apasionadas, ardientes y profundas como la manigua, misteriosas y fascinantes como ella. Dos mujeres que sacuden las páginas del libro como una fuerza telúrica, y que son barro de los caminos, flor de las enredaderas, ojos de las tinieblas. Porque ellas dos representan la selva arrasadora y redentora, la selva iluminada y sombría; y son, como el paisaje, la suma de la luz y de la oscuridad primigenia.

El libro es eso: selva, barro, pasión, violencia. Y en la misma medida, amor, y un erotismo bien llevado. Y hasta la historia del cura Severino Moravia, y de sor Griselda, es limpia y elemental como los seres primitivos a los que no han deformado los prejuicios. Y ese amor, que no le pide permiso a nadie porque el verdadero amor no necesita de licencias ni documentos ni autorizaciones, es como el de Vicente y Zulema: libertad hasta para renunciar al amor mismo.

Todo se desarrolla en un pueblo que tiene nombre de canción y consecuencias de tragedia: Guaraná. Una calle sola y larga que viene no sabemos desde dónde y avanza no sabemos hasta cuándo. Y en ella, el barro de que estamos hechos, el barro que es carne de los desaparecidos y de los muertos, que es piel de la lujuria, hojas de la enorme podredumbre de los árboles fusilados por los que necesitan más tierra para sembrar más coca; barro que es llanto y semen y sangre y sudor, y que es el distintivo de Guaraná; barro con el que ningún Dios sería capaz de hacer ningún hombre.

Ráfagas de silencio es una novela dura, agresiva, nuestra: como la selva, que pese a que los hombres blancos la han violado para destruirla, seguirá floreciendo y tejiendo la red de sus bejucos y de sus madrugadas, cuando la vida del hombre se haya apagado sobre la tierra.

FERNANDO SOTO APARICIO

cenefita

Un fragmento de la obra

Continuamos por el camino fangoso. De repente surgió ante mis ojos un cuadro terrorífico: una camada de culebras. El hombre me impuso silencio. Los reptiles recién nacidos (diez o doce) estaban enroscados en sueño placentero y mostraban en sus carnes frescas, que parecían bañadas en alguna sustancia aceitosa, colores diversos. Muy cerca vigilaba la madre, una culebra del tamaño de un brazo de hombre. Se trataba de la verrugosa, experta en inocular el veneno por las venas y matar a la víctima en minutos.

Enchipada en su fortaleza, saltaría sobre mí para defender el nido. Sus ojos brillantes y verdosos giraban como brasas encendidas. Con la lengua husmeaba al enemigo. Yo era el enemigo, claro está. Y pronto pasaría a ser la víctima. Sebastián, con sonrisa discreta, observaba mi pavor.

–Pase por un lado –me indicó.

Cuando avancé varios pasos sin sentir la mordedura, supe que me había salvado. La culebra me miraba con ojos de fuego y me dio a entender que podía continuar por no haber tocado sus dominios. Más adelante tropecé con una caravana de hormigas carnívoras, que me embistieron con furor.

–Ahora mire hacia arriba, forastero.

Desde las ramas del árbol me miraba, con ojos penetrantes, otra culebra. Una señora culebra. Despavorido, quise echar a correr. Pero el guía me tomó del brazo y me obligó a permanecer quieto.

–Es muy venenosa –dijo–. Es la coral. Unas veces se esconde en las ramas en busca de comida, y otras persigue a los roedores en las plantaciones de yuca o de maíz.

Un ave de color verde eléctrico se posó en mi espalda y me produjo desconcierto. Luego alzó el vuelo y fue a encontrarse con su hembra, con la que se apareó en la rama de un caimito. ¿Por qué vine a la selva? ¿No era mejor la vida lejos de fangales, culebras y torturas? De todas maneras, a la selva vine a sufrir carencias y suplicios, y yo mismo elegí ese camino.

En medio de tanta privación, hasta la maritornes del río me parecía tentadora. Al otro extremo del sendero se había quedado la india, pendiente de mis andanzas y clavada en mí su mirada de lujuria. Me incitaba con sus tristes desnudeces. Me sonreía con seducción. ¡Pobre maritornes! ¡Pobre de mí!

–Este es un criadero de serpientes –anotó Sebastián.

Sentí que un cuerpo se arrastraba entre la hojarasca. De pronto apareció una serpiente acuerpada, teñida de rombos amarillos. Estaba estática, lista para el combate. Yo pasé por su lado con fingido aplomo. Me sentí morir de pánico, pero aprendí la lección de no atacar a las serpientes para que ellas no me atacaran. Este animal le enseña al hombre una ley fundamental de la vida: que el derecho de cada cual termina donde comienza el derecho ajeno.

El reptil avanzó tras un pájaro que picoteaba una fruta. Cuando estuvo cerca de él, abrió de repente los anillos y luego los cerró hasta hacerle crujir los huesos. Lo masticó despacio, lo saboreó, lo devoró con inmenso placer. Puso tanta maestría en esta operación, que sentí deseos de pasarle un vaso de agua como complemento del banquete.

–Ya puede considerarse habitante de la selva: aprendió a tratar a las culebras.

–Espero que también ellas aprendan a tratarme a mí.

–Ahora le enseñaré lo que significa agredirlas.

Embistió con un palo a otra serpiente, la cual, al sentir el golpe alevoso, se lanzó frenética contra el enemigo. Era una verdinegra, que medía más de un metro y mostraba los colmillos afilados. De la boca le escurría una baba repugnante. Y emitió un ruido sordo desde la caverna del vientre. El hombre avanzaba y retrocedía, saltaba de un sitio a otro y cada vez la hostigaba más.

Mientras más golpes recibía, más se irritaba y respondía con mayor ímpetu. Se empinaba sobre el abdomen. Brincaba contra el adversario. Escuché en el aire unos silbidos parecidos a latigazos, que se replegaron por el humedal. Y percibí en mi cara y en mi propio aliento –dentro de esta sicosis irreprimible– el resuello del ofidio.

–¡Póngase a salvo! –me gritó Sebastián, empapado en sudor.

La serpiente, invencible, avanzaba como un tanque de guerra. Había sufrido serias contusiones, pero no se daba por vencida. Su resistencia era demoledora. La aturdió de pronto un machetazo en la región cervical. Quiso volver a atacar, pero ya estaba fuera de combate. Y enturbió el ojo. En seguida lanzó un espumarajo, dobló la cerviz y vomitó un líquido oscuro. Después le sobrevino un estertor.

Sebastián se sentó al lado del reptil, como el cazador celebra el triunfo junto a la presa abatida. Estaba exhausto, aunque jubiloso, y se tiró cuan largo era sobre la hierba ensangrentada. Cerró los ojos para descansar, y alcanzó a dormir unos segundos. De pronto advirtió que el animal se movía. Lo oyó respirar y quejarse. Lo vio erguirse con pesadez, con clase, escupiendo la rabia por los colmillos trémulos. Ciego y agonizante, el reptil buscaba todavía al enemigo. Aún tenía fuerzas para inocularle el veneno mortal. Pero el machetazo final le cercenó la cabeza.

Cuando nos deslizábamos por el río, el motorista comentó:

–Nunca había tenido una pelea tan reñida.

–Parece usted un amansador de serpientes –lo halagué.

–Lo soy, señor.

El héroe picaba cada vez más el motor, sin duda embriagado por el triunfo. La oquedad de las catedrales del silencio repercutía en las orillas con murmullos fatigosos. Atrás quedaban los raudales traicioneros. Ahora, bajo la reverberación solar, se veía mejor la devastación de las riberas. Los monos aulladores jugaban en las copas de los moriches y se deslizaban por los bejucos celebrando sus acrobacias. Un tapir, parecido a un ternero por su tamaño y su nariz achatada, dio media vuelta cuando escuchó el estrépito de la lancha.

–La una y diez –anunció el motorista, mirando al cielo.

–Apenas se ha equivocado en tres minutos –admiré su precisión.

–La naturaleza es nuestro reloj. Por eso nunca nos equivocamos. Ahora deseará saber por qué soy experto en estos lances con las culebras.

–Desde luego, Sebastián.

–Mi patrono es negociante de serpientes y animales exóticos.

Me contó que con frecuencia venía un gringo que se llevaba culebras, cocodrilos, caimanes, loros, churucos, torcazas, ibis, pavas de monte, tortugas, papagayos, micos, peces, flores, plantas extrañas…

–¿Con permiso de quién? –le pregunté.

–Lo ignoro, señor.

Fidolo Petri, dueño de varios latifundios, explotaba las maderas tropicales y poseía miles de cabezas de ganado, que traficaba de contrabando hacia los países vecinos. Su presencia en la selva databa de 18 años atrás, cuando su padre, un italiano buen mozo y buena vida, viajero por muchos países, subió por el Amazonas y se radicó en la selva colombiana. Se dedicó a la agricultura, la navegación y la pesca. Y a enamorar a las indias. Para él traer hijos al mundo significaba lo mismo que para el tigre tener cachorros: era la manera de demostrar ambos la índole del macho.

Al único que le dio su apellido fue a Fidolo, nombre que tomó de un lejano pariente suyo, mujeriego, bebedor y jugador. La madre de Fidolo había sido una bella cacica, a quien este, aparte de odiar –por creerse superior a la raza esclava de los indios–, terminó despojando de dos fincas.

Por la extensa red fluvial se movía la carga clandestina de Fidolo Petri, sin que nadie se lo impidiera. A sus obreros les pagaba jornales miserables y los trataba con brutalidad. Se apoderó de las tierras indígenas para agrandar sus propios dominios, hasta llegar a ser el mayor hacendado de la región. Seducía a las indias, las violaba y les dejaba hijos malditos, como los llamaba con vanidad y al mismo tiempo los aborrecía.

cenefita

 Comentarios

 Fragmentos

También Castro Caicedo se inspiró en la selva, y en fin, la selva colombiana está presente en la literatura y es lo que ha aprovechado el escritor Gustavo Páez Escobar para producir Ráfagas de silencio. Fernando Soto Aparicio, escritor reconocido, dice que este es uno de los libros que lo agarran a uno desde el principio. Alberto Casas Santamaría, en el programa radial La W, de Caracol, Bogotá, 6 de agosto de 2007.

El tema es apasionante y todas las situaciones las manejas con gran realismo. Se siente el ambiente, el calor, el fango, la algarabía de los animales, se vive cada instante de manera vehemente. Manejas un fino erotismo, sutil y hermoso. Tu arte consiste en mantener el tono, la armonía, sin caer en la ordinariez. El manejo del idioma y de la puntuación es impecable. Utilizas palabras hermosas, exaltas el castellano tan maltratado en estos días. Esperanza Jaramillo García, Armenia, 14 de agosto de 2007.

La vorágine y Ráfagas de silencio tienen de común que una y otra son novelas de clara y genuina índole de protesta social. Ambas denuncian la corrupción de las autoridades en connivencia con los terratenientes; los desmanes del poder; la inequidad de los gobernantes para con los naturales, tratados peor que si fueran esclavos. Es una delicada y humana historia de amor narrada lejos de la cruda sensualidad, la vulgaridad, la pornografía y canallería. Tu narración, desarrollada en un ámbito primigenio y paradisíaco, posee el encanto de una novela bucólica. Vicente Landínez Castro, Duitama, 15 de agosto de 2007.

Gustavo Páez Escobar, un escritor camuflado de banquero, de origen boyacense, conoció a Bayer Jaramillo en un pueblito del Putumayo, donde ejercía como médico oficial, sometido a la impotencia profesional por la falta de recursos para atender a los pacientes y «envenenado» por las injusticias que cometían las autoridades y con la ostensible corrupción de los empleados públicos. Toda esta historia la ha novelado Páez Escobar en Ráfagas de silencio, uno de esos textos que atrapan en la versatilidad de los personajes, el interés social y el humano de la historia y el escenario majestuoso y al mismo tiempo brutal de la manigua. José Jaramillo Mejía, La Patria, Manizales, 13 de agosto de 2007. La Crónica del Quindío, Armenia, 17 de agosto de 2007.

Eres un excelente narrador, manejas una prosa inmejorable, porque aunada a la belleza poética hay agilidad y soltura. Conjugar estos dos aspectos sólo lo logran los verdaderos escritores. Logras comunicar la infinita belleza y el insondable misterio de la selva, el dolor secular de una raza sometida a todas las injusticias, la maravilla del amor verdadero. Gladys García de Londoño, Bogotá, 17 de agosto de 2007.

Ya comencé a leer Ráfagas de silencio y me ha cautivado desde las primeras páginas, por la fuerza que expresan sus personajes y por el espacio duro y agresivo en que están colocados. El prólogo de Fernando Soto Aparicio, a quien considero uno de los escritores más destacados de los últimos cincuenta años en el país, me ha llenado de expectativas. Alvaro Pineda Botero, Medellín, 17 de agosto de 2007.

Es esta novela otra a manera de vorágine más rica en descubrimientos psicológicos, más cargada de poesía evocativa, que obliga al lector a echar paso atrás para disfrutar de nuevo parcelas de impactante buena narrativa. Ráfagas de silencio no es una novela rosa. Es tremendamente humana y transida de dolorosa poesía. Cada capítulo es un mundo complejo y estremecido, que respira vida, amor y muerte. Héctor Ocampo Marín, El Diario del Otún, Pereira, 26 de agosto de 2007.

Me sumergí con tu hermoso libro en la selva amazónica: sentí su grandiosidad, su esplendor, la fuerza de la vida y la húmeda y vigorosa fecundidad que estalla en todos los seres que la pueblan. Conocí en tus páginas un pueblo olvidado entre el barro y el hambre. Ráfagas de silencio es un gran libro que encanta, enseña y apasiona. Mercedes Medina de Pacheco, Bogotá, 27 de agosto de 2007.

Es bellísima: no hay mejor palabra para calificarla. Bernardo Nieto Quijano, La Dorada, 10 de septiembre de 2007.

Muchas han sido las noches que he pasado acompañada de todos los personajes de Ráfagas de silencio y de su autor. No todo es suavidad en la selva, por el contrario, hay mucho de violencia, de injusticia, de luchas estériles para acabar con los privilegios. Esa es la lucha que entablan tus personajes que, no lo dudo, fue una lucha real, en desigualdad de condiciones pero valerosa y aguerrida por parte del médico y del entonces empleado bancario, ahora escritor. Diana López de Zumaya, Ciudad de Méjico, 22 de septiembre de 2007.

Gracias a la magia de Ráfagas de silencio pude volver a mi juventud y recordar mis primeras lecturas: Huasipungo, Los perros hambrientos, Siervo sin tierra, y mucha más literatura que, exaltando con dulzura la belleza del paisaje y sus gentes, nos hace sentir menos dolorosa la tragedia de esa otra gente que muchas veces olvidamos y sepultamos dentro del bullicio, la irracionalidad y la dureza de las selvas de cemento. Wilson Alfonso Vallejo Rodríguez, Bogotá, 8 de octubre de 2007.

Estoy encantado con esta obra suya. El nombre del médico legendario Tulio Bayer, protagonista de la novela, junto con la selva, la misteriosa, la implacable, la devoradora de hombres, inevitablemente retrotraen al lector a La vorágine. José Trino Campos, Bogotá, 17 de octubre de 2007.

Ráfagas de silencio es una lectura mesurada y paradigmática del género novela (pinta tu aldea y pintarás el mundo, decían los maestros rusos). Es una vorágine de hechos, de selvas y de personajes tan rica como la obra misma de Rivera; es una novela donde el autor se permite, mediante una precisa caracterización de personajes y roles, adentrarse en disquisiciones esenciales como la de ser escritor, revolucionario, patriota o humanista y auscultar con delicadeza y maestría en la sicología de los hombres, las comunidades olvidadas y las culturas indígenas. Es también un sentido homenaje al luchador de innúmeras causas sociales que fue el médico Tulio Bayer, muerto en París hace 25 años. Iván de J. Guzmán López, El Mundo, 27 de octubre de 2007.

Tu novela es una obra de arte. Es hermosa, preciosa. Pulida y armónica. Tiene un ritmo que marca el paso del lector y lo pierde en nebulosas de ensueño. La fuerza de los actores es arrasadora. Veo por allí tu gestión de banquero honesto y luchador en ambiente tan hostil, y al mismo tiempo tan hermoso. Y el amor, siempre con sus contradicciones y sus paradojas eternas. Luis Eduardo Gómez Gallego, Bogotá, 28 de octubre de 2007.

Frente al hermoso paisaje de Chinauta terminé de leer Ráfagas de silencio. Me encantó. El libro lo hace sentir a uno en la selva, rodeado de barro, que es el barro que muchas veces arrasa nuestras vidas, pero que, haciendo las cosas bien, logramos quitarlo del camino. Cada personaje es fuerte y se desenvuelve con fluidez en una gran trama que hace que el lector conserve el interés de principio a fin. Liliana Páez Silva, Bogotá, 6 de noviembre de 2007.

Es la historia de un pueblo medio perdido en la selva, Guaraná; pero en verdad, es la relación de una época de la vida y tragedia de este país, que hace décadas está sumido en la más oscura violencia, de la que parece que no acabará de salir nunca. Pero no se trata de una obra más sobre este flagelo que todos padecemos. Uno de sus grandes aciertos es la creación de los seres humanos que la pueblan. Ráfagas de silencio es una novela muy bien escrita; una obra de madurez, de reflexión, de dominio del oficio de imaginar y escribir. Personajes, ambiente, historia. Todo está dado en ella para convertirla en uno de esos textos a los que siempre se ha de volver, para entender, así sea un poco, todo lo que le está pasando a esta Colombia que seguimos amando de una manera entrañable. Fernando Soto Aparicio, Ver Bien, Magazín, Bogotá, 15 de noviembre de 2007.

El valor de esta novela es la denuncia, el clamor por que aparezca, de pronto, la mirada del Gobierno sobre este mapa colombiano. Literariamente está construida con un ritmo que no nos deja abandonar su lectura y que va sacudiendo emociones y tristeza de desamparo. La lucha vital del médico es cierta porque conocimos y departimos largamente su ideario y su valor. Fuimos discípulos y camaradas del doctor Emilio Soto de la novela, alias Tulio Bayer en la vida real. Alberto Gómez Aristizábal, director de la Revista La Píldora, Cali, noviembre–diciembre de 2007.

Gustavo Páez Escobar, versátil creador y novelista de realidades sociales, rinde homenaje con esta novela al citado médico caldense, autor de textos que denuncian situaciones amargas que hoy tratan de ser olvidadas. Tulio Bayer fue un incómodo intelectual para quienes gobernaron a Colombia entre los años 30 y 60 del siglo pasado, pues no interpreta el país con el ropaje de la literatura, sino que lo describía con la denuncia airada. Gustavo Páez Escobar además de creador y recreador de bellos textos literarios que acercan a la verdad nacional, es un documental ensayista que mira las entretelas de los sucesos generales con la óptica acertada del estudioso. Jorge Eliécer Zapata, La Patria –Papel Salmón–, Manizales, 23 de septiembre de 2007.

Me impresionó mucho tanta sensibilidad tuya frente a los dolores de nuestra patria abandonada y explotada. La narración que más me conmovió fue esta donde buscas tu propio pasado, y se ha borrado: «Pregunté por el médico y nadie me dio razón sobre él, ni sobre mí. Era como si no hubiéramos existido. Esto me hizo meditar en la condición del ser humano como tránsfuga de la vida. El hombre es un muñeco del olvido». Tu novela me pareció ante todo muy honesta. A la vez que llegas a esas conclusiones filosóficas tan interesantes, admites con cierto candor las debilidades del hombre blanco frente a la contundencia de la realidad americana. Alfredo Arango, Miami, 28 de enero de 2008.

Siempre, desde que me siento parte de esta existencia, por mis días, unos bellos y otros oscuros, he tenido que soportar ráfagas de silencio, así a veces, acribillado por la poesía, sobreviva en esa infinita tarea que es sostenerme de pie. Déjeme decirle que su reciente novela es un libro de viaje, de esos tránsitos que nos arrastran misteriosamente la existencia. La selva y los personajes que usted maneja los capto en un bello enfoque humano. Javier Huérfano, Bogotá, 5 de febrero de 2008.

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La noche de Zamira

jueves, 1 de octubre de 2009 Comments off

nov_zamiraQuinto Patio marca las tarifas más altas del barrio. Es un edén donde se cultivan, al igual que en los cafetales, plantas afrodisíacas en constante floración. Algunos hombres buscadores de sensaciones fuertes sienten tardíos remordimientos cuando gozan de una putica de 15 años, y después de caer en la primera tentación vuelven muchas veces a buscar los mismos placeres.

cenefitaPrólogo

GUÍAS DEL ESCRITOR

Zamira, en esta historia, no es el nombre de una mujer sino de una ciudad. Zamira, en una mitología que leí hace varios años, es el nombre de una princesa y significa hija de la noche. Si el lector avanza en estas páginas podrá notar que Zamira –la ciudad – adquirió en tal forma el carácter de la princesa, que también, como ella, se convirtió en leyenda. El real protagonista de esta historia es un pueblo. Para mayor precisión, un pueblo que se volvió grande. Cuando la ciudad se desbordó, alguien la bautizó Zamira por su extraordinario parecido con la princesa pagana.

Los pueblos son seres vivientes: tienen alma y sentimientos. Esto es lo que sucede con la ciudad que trato de reconstruir. Hace poco escribí las siguientes palabras para un libro de viajes: «Tanto la aldea más remota como la urbe más populosa son un reflejo del hombre, con sus pasiones y miserias, sus trabajos y esfuerzos, sus sueños y grandezas. Todos los pueblos tienen cuerpo, historia, estilo propio, vida y espíritu. Somos pueblos ambulantes: los llevamos con nosotros mismos. Los paisajes que admiramos, y a veces destruimos, son nuestros mismos paisajes interiores».

Al concluir este libro me hallé con la sorpresa de que soy un descubridor de pueblos. Mi novela Ventisca es la radiografía de otro pueblo. Esta reincidencia en el mismo tema confirma que el novelista es un ser obsesivo. A veces, un loco: hay ideas fijas que nunca abandona, o éstas nunca abandonan al novelista.

Cuando en un acto académico presenté la citada novela, tracé algunos perfiles sobre el arduo sendero de las letras, que algunos suponen un camino de rosas. Ojalá dichas palabras sirvan para explicar de nuevo los dolores de parto que tiene que sufrir el escritor cuando da a luz un libro.

Aquel trabajo lo bauticé Guías del escritor:

Un día tuve la extraña pretensión de fundar un pueblo. Idea ambiciosa que me persiguió a través de los años, cada vez con mayor apremio, hasta llevarme a fijar, en algún momento de optimismo, el primer mojón de mi pueblo imaginario. Nacía así en la arquitectura del escritor la que sería mi tercera novela, Ventisca.

Han transcurrido varios años desde cuando anoté la primera línea sobre un proyecto idealista, hasta el día de hoy, cuando la palabra se convierte en libro. Años de maduración, de ajuste, de autocrítica y depuración mientras la idea tomaba contextura. Y hubo necesidad, a la postre, de destruir el pueblo que se había levantado con ardoroso empeño, por haber quedado flojos los cimientos. Esta historia es la muerte de un pueblo, y si bien se observa, es la angustia del propio autor, que vive siempre en lucha contra sus espíritus y desasosiegos.

A veces se supone que esta permanente agitación conduce al reposo. Pero el escritor no descansa. Nunca estará satisfecho por completo, ni con la primera ni con la vigésima obra, y la última corrección, que le ha producido desahogo, será apenas un remanso para proseguir la marcha con nuevos bríos y superiores tormentos.

La paciencia y el sacrificio, tan connaturales a la carrera del escritor, son los factores más determinantes de la labor literaria. Ningún artista como el escritor está sometido a tantos rigores y privaciones, a tantas renuncias y torturas. Sólo en la soledad y el silencio será posible para él, en lucha implacable contra sus diablos interiores, plasmar sus sueños. Pero esto no es un infierno. Es un campo de batalla creadora, imposible de interpretar por los profanos, donde la paz se conquista con gotas de sangre y enlazando fantasmas. Ya advirtió Rilke: «Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba».

El escritor no debe escribir confiado en el éxito, y ha de saber que la gloria es caprichosa: a veces llega, otras veces llega tarde, y nunca agranda la obra valedera. La ostentación marcha por otro camino. El mérito puede más que la propaganda artificiosa. Cuando se escribe con honestidad y con amor a la gente, el mejor laurel que conquista el escritor es el de saberse fabricante de ideales. En el arduo y paciente trabajo es donde se acrisola la obra del artista, y la prisa por publicar resulta nefasta. Si escribir y esperar es regla de oro en oficio tan exigente, la precipitación atomiza los mejores propósitos.

Carpentier recomienda veinte años de escritura antes de publicar algo. Flaubert se tomaba una semana en la elaboración de una página bien balanceada, y por eso su producción, escasa en volúmenes y densa en profundidad, no la consumirá jamás el comején del tiempo. Rulfo confesaba que en Pedro Páramo estaba todo cuanto necesitaba contarle al mundo, y convirtió su novela, de sólo cien páginas –pero páginas magistrales–, en destello prodigioso de la brevedad alucinante.

La brevedad es virtud que no consiste en decir poco sino en expresar más con menos palabras. Para ello el escritor ha de imponerse severas disciplinas de purga del lenguaje y riqueza de las ideas. Esta regla va enlazada con la sencillez, y ya se sabe que en la sencillez reside la elegancia. Manifiesta Camilo José Cela que «todo lo que no sea humilde, una inmensa y descarada humildad, sobra en el equipaje del escritor».

La escritura y el dinero no van de la mano y se rechazan. Hablan diferente idioma. La ley del escritor se ofusca con las fulguraciones del oro, pero si el oro lo deslumbra y lo seduce, que cambie de oficio. En la abundancia de bienes materiales, lo mismo que en las cimas de la fama que no dejan pensar, naufragan las intenciones más optimistas.

El escritor es un animal de resistencia y de fuerzas increíbles, y tal vez su mejor comparación es con el buey, modelo de paciencia y mansedumbre, que entre palos y maltratos resiste sufridas jornadas y transporta pesados cargamentos.

El novelista, que no podrá escribir sino la realidad de sus propias vivencias, está llamado a ser el supremo historiador del tiempo. Pintar la vida –y esa es su función primordial– consiste en traducir la condición humana y compenetrarse con el dolor y la alegría. Sus personajes, así sean simbólicos o surrealistas, son tomados de la verdad del mundo y revestidos de caracteres probables.

Para muchos la novela es la primera de las artes porque su objetivo es el hombre. Ser novelista significa un duro destino. Es una labor que no permite la quietud ni el adormecimiento, menos la marcha atrás. Cuando las criaturas han tomado vida, jalan al escritor, se meten en su carne y en su espíritu, lo estrujan y lo obligan a que responda por ellas. Para que el narrador cumpla con su misión debe saber interpretar la fuerza de sus personajes, o de lo contrario sucumbirá él mismo. Su único compromiso es con los protagonistas de sus relatos, y necesita hacer de ellos ángeles o demonios. Debe asesinarlos o salvarlos, pero nunca abandonarlos en el absurdo.

Cuando pretendí fundar un pueblo, la primera piedra me quedó bien colocada. Las calles iniciales salieron rectas, e incluso los primeros habitantes nacieron bien formados. Luego alguna cuadra se torció y algún parroquiano se rebeló. Más tarde la aldea se había ladeado, el cura se había vuelto concupiscente y la beata, incrédula. Todo conspiraba contra la intención de sostener un pueblo recto. Lo dejé que siguiera su curso natural y advertí que allí, en ese mundillo de conflictos, estaba reunida la humanidad entera, con sus virtudes y pecados, sus castidades y lujurias, sus grandezas y miserias.

Había buscado un pueblo alegre y me resultó triste. Una niebla persistente comenzó a invadir la población, y más tarde me encontré en un territorio de sombras y fantasmas. No sabía, como en los dominios de Rulfo, si se trataba de seres vivos o de almas muertas. Comprendí entonces que era la aldea que siempre había llevado en la subconsciencia, azotada por la ventisca y la soledad. Ese pueblo, una especie de piedra mal colocada en el camino, agobiaba el alma del escritor. Y era preciso que desapareciera. Creció hasta límites razonables y luego vino la destrucción. Ventisca es una agonía. Y también una liberación.

La literatura nos permite crear ilusiones y ennoblecer la existencia. Es un talante de la vida. La mayor tragedia del hombre, como lo dijo Pascal, es no saber permanecer quieto entre cuatro paredes: las paredes de la creación y el diálogo interior. Si la literatura es ansiedad y búsqueda, escozor y suplicio, también es placer. Por la literatura morimos todos los días, cuando nos torturamos el cerebro en busca de la verdad, y con ella renacemos cuando encontramos la claridad. Sus laureles son esquivos, y su justificación está en la conquista. Cada libro lleva algún átomo del hombre.

Recordemos, para terminar, la cita de un poeta ruso: «No hay tormento más exquisito que el tormento de las palabras».

GUSTAVO PAEZ ESCOBAR

cenefitaUn fragmento de la obra

La llaman Diosa. Es dueña de la casa más popular del barrio, una de las tantas casas de libertinaje que abundan en Zamira. La pornografía avanza por los suburbios condenados a la invasión de mujeres públicas y se agazapa, como en todo centro populoso, en discretos apartamentos de la alta sociedad. Diosa, por lo mismo que administra el burdel más conocido, es la mujer más renombrada de los ambientes libertinos. Quinto Patio, su vieja casa de citas, permanece llena a toda hora de clientes desaforados.

Años atrás un anónimo transeúnte le contó que en el barrio de tolerancia de Barrancabermeja, la capital proletaria de Colombia, existía una casa de citas conocida con el nombre de Quinto Patio. En el puerto petrolero, famoso por las sífilis crónicas y toda clase de enfermedades venéreas, Quinto Patio sonaba como quinto infierno, una manera de situar el pecado en su mayor nivel de desenfreno. Con esa caprichosa distinción nació en la ciudad cafetera, por obra y gracia de un trashumante de la vida airada, otra sucursal de la carne transplantada de la zona turbia de Barrancabermeja.

Diosa piensa que aquel viajero que la hizo feliz en una bacanal de tres días que nunca olvidaría, y de paso le prendió el primer contagio de su vida, trajo a su pueblo los castigos más degradantes del sexo. Desde entonces las enfermedades venéreas son el peor azote para la población disoluta de Zamira. El amante furtivo, cuyo recuerdo aletea en su cuarto durante sus horas de nostalgia, y a quien ella recuerda con emoción agobiante, le dejó la noche de la despedida una novela singular, que a ella le suena precursora de su destino azaroso: Las putas también van al cielo.

La obra se desarrolla en Barrancabermeja, el puerto de la perdición. En la portada aparece, en actitud de vuelo y con gesto de provocación, una mujer de carnes exuberantes. Tras su vaporoso vestido se alcanza a notar la sombra del sexo, y una pierna tentadora invita al festín de la carne. En la primera página le anotó el fantasma, en letra airosa, esta dedicatoria que por épocas le excita el pasado: «Recuerdo de una noche de placer en Zamira».

Nunca ha vuelto el incógnito caminante, y es posible que se haya esfumado en las nebulosas de los sueños imposibles. Entre tanto, Diosa se siente confortada con el libro amarillento y deshojado, porque allí existe una afirmación del sexo. Cuando en sus orgías se acuerda de aquella aventura erótica, le aumenta la comezón de la carne. La dedicatoria, ya desdibujada por el paso del tiempo, por sí sola es una incitación.

A la tercera lectura se dijo que el novelista había perdido su tiempo, ya que una cosa sugería la despampanante mujer de la portada –con los senos provocativos, los muslos voluptuosos y el sexo pecaminoso–, y otra era la historia narrada, que en nada se parece a las orgías que había imaginado. Pensaba en las ardientes temperaturas del puerto, con sus lupanares, vicios y damiselas, y la lectura la frustró.

Para una cosa le sirvió el libro y fue para subrayar con lápiz rojo los personajes de la novela. De allí tomó los nombres para las niñas del prostíbulo. En los burdeles se les dice ‘niñas’ a todas las rameras por igual, por más viejas y ajadas que sean. Pero en el caso de Quinto Patio son niñas de verdad, ya que se trata de jovencitas que apenas llegan a los 20 años, como bien lo sabe Adriano, cliente antiguo de la casa.

Quinto Patio marca las tarifas más altas del barrio. Es un edén donde se cultivan, al igual que en los cafetales, plantas afrodisíacas en constante floración. Algunos hombres buscadores de sensaciones fuertes sienten tardíos remordimientos cuando gozan de una putica de 15 años, y después de caer en la primera tentación vuelven muchas veces a buscar los mismos placeres.

Si una de ellas se va, la patrona asigna al reemplazo el nombre que aquélla tenía en su nómina de estrellas. Quinto Patio ha tenido desde su fundación el mismo número de rameras, las cuales llevan siempre los 15 nombres invariables que Diosa tiene señalados para sus protegidas. Ella no permite que haya en su rebaño una mujer más, ni una menos. Mientras a través de los años la novela se ha deteriorado, las dispensadoras del sexo viven en eterna primavera. Con este sistema renovador quiere recalcar que la prostitución nunca muere. Las furcias (como las llama para cotizarlas mejor) son célebres tanto por su juventud como por los nombres extraños que ostentan.

A la perra del burdel, antojadiza y rebuscadora, le asignó el remoquete preciso: Afrodita. No ha logrado saber si su mascota es hembra o macho, pues cuenta con los dos órganos genitales. De todas maneras le hizo suprimir la matriz para evitarle el riesgo de la maternidad, y para que pueda disfrutar del amor a sus anchas, libre como ella de los embarazos torturantes.

cenefitaComentarios

Fragmentos

Gustavo Páez Escobar, en su larga, austera y ejemplar vida de banquero en la región cafetera, pudo observar con ojos zahoríes de escritor y de sociólogo los diversos cuadros de la vida real que allí se le ofrecieron, y que con tanto cuidado, acierto y destreza literaria pudo trasladar a esta su estremecedora novela testimonial, obra rotunda y encantadoramente bien escrita. Vicente Landínez Castro, Barichara, julio de 1998.

La noche de Zamira narra toda la odisea cafetera cuando llega la gran bonanza económica de las abundantes cosechas y los buenos precios y sorprende a una vigorosa raza y comunidad que no maneja valores abstractos y que se deja llevar a los más peligrosos y ruinosos abismos, por los caminos azarosos del dinero abundante. Los beneficiados de la bonanza de pronto aparecen envueltos en la vorágine del derroche y las elementales pasiones. Trascendente y temible novela. La noche de Zamira es sin duda lo mejor que se ha escrito en relación con la vida y con la gente común y corriente y con las costumbres, y con el genio, grandezas y flaquezas de los habitantes de la gran zona del café. Héctor Ocampo Marín, Culturales La República, Bogotá, 2 de agosto de 1998, y El Nuevo Siglo, Bogotá, 5 de septiembre de 1998.

La noche de Zamira me ha servido para evocar al Quindío y recordar las muchas veces que estuve, en plena bonanza cafetera o en plena cosecha, en la pequeña pero bella finca de Eduardo Arango. Hubo momentos en que, durante la lectura, el libro me pareció cruel. Cruel por el destino de las hijas de la no muy escrupulosa Gabriela, cruel por la absoluta falta de principios de los dos matrimonios. Cruel por la presencia de la marihuana. Cruel por el poco perecedero papel que tuvo el dinero que se ganó en la cosecha. Diana López de Zumaya, Ciudad de Méjico, 18 de agosto de 1898.

Con la precisión conceptual y fluidez literaria que son características de su prosa, el escritor Gustavo Páez asume en su obra La noche de Zamira la original iniciativa de identificar los perfiles de una época mal llamada de «bonanza», porque lejos de estimular la realización de ideales o mejorar la calidad de vida de sus protagonistas, rompió los moldes tradicionales donde se han fraguado los valores espirituales y morales que han determinado el comportamiento amable de nuestra sociedad. La súbita irrupción del dinero a canastadas, provocada por la cotización exagerada de los precios internacionales del café, crea una cultura del despilfarro, del consumo irracional, de las inversiones exóticas, de la prostitución y el alcoholismo. Editorial de La Crónica del Quindío, Armenia, 8 de septiembre de 1998.

En el Quindío le debemos aprecio a Páez Escobar porque desde su arribo aquí se entregó con pasión al sentimiento y el amor por una tierra que hoy es tan suya como la Boyacá de sus ancestros. El Quindío tiene que insistir en el rescate de sus mejores valores del pasado y retomarlos ejemplarmente para que los del presente no se confundan en la repetición de las equivocaciones cometidas. Leer las páginas de La noche de Zamira es recorrer la construcción de un pueblo que habrá necesidad de rediseñar para que siga levantándose en medio de los mejores atributos y mediante el aprovechamiento de sus significativos valores humanos. Jorge Eliécer Orozco Dávila, La Crónica del Quindío, Armenia, 7 de septiembre de 1998.

La noche de Zamira es una novela que trata el tema de la bonanza cafetera de los años 70 y todos los efectos sociales nocivos que esta situación trajo consigo, incluido el desmoronamiento de una serie de principios éticos y morales. Gustavo Páez Escobar es considerado como uno de los críticos literarios de los últimos tiempos con una visión muy amplia sobre los problemas que en la actualidad aquejan al país. Diario de Colombia, Armenia, 7 de septiembre de 1998.

El paisaje del Quindío es embrujador. Y a Gustavo Páez Escobar lo embelesó fantásticamente. Por eso La noche de Zamira tiene como escenario esta región, que constituye toda una fiesta del alma. Allí se mueven sus personajes con intenso dramatismo. El estilo adquiere en esta obra una musicalidad nueva, el idioma se depura y los temas profundos e intensos agarran con increíble magnetismo al lector. Horacio Gómez Aristizábal, Academia Hispanoamericana de Letras y Ciencias, septiembre de 1998.

La noche de Zamira es un documento amable y directo, y no peca del grafismo descriptivo común en los relatos de denuncia política y social; así el aspecto trágico, dramático, fatal, del periplo del cogedor de café sea, en sí mismo, una reacción a la afrenta social de una «bonanza cafetera» que no ha resuelto, en ninguna forma, los profundos conflictos antropológicos, sociales y políticos de la región. Carlos Arboleda González, Manizales 8 de septiembre de 1998.

Hace varios años leí la novela Agua quemada , de Carlos Fuentes, y quedé admirado al ver cómo un escritor de tan alto nivel cultural y social conoce a fondo la vida de los pueblos bajos y cómo utiliza el lenguaje de ellos para ponerlo en boca de sus personajes. Veo ahora que Gustavo Páez Escobar supera al autor antes mencionado ya que él conoce los bajos fondos de la Ciudad de México, pero usted conoce no sólo el de los obreros que van de hacienda en hacienda buscando trabajo, se enamoran, besan y se van. Al leer La noche de Zamira veo que sigue los pasos de los profetas bíblicos, aquellos que con tanta precisión se enfrentaban a los gobernantes y poderosos para denunciar sus maldades. Aristomeno Porras, Ciudad de Méjico, 24 de septiembre de 1998.

Una clara radiografía de lo que puede ser cualquiera de los pueblos cafeteros de Colombia la constituye la más reciente obra de Páez Escobar. La composición de situaciones que involucran de manera inicial la trashumancia, el licor, el sexo, hasta llegar al conflicto amoroso, la pérdida de valores y por ende de los hogares, la drogadicción, sin dejar de lado la práctica de brujería o el proxenetismo, son ingredientes que nos muestran el derrumbamiento social originado por el dios dinero. Luis Fernando Franco Ceballos, La Crónica del Quindío, 21 de octubre de 1998.

Ha sido especialmente grato para mí leer esta novela de Páez Escobar; no sólo por su estilo y su apasionante tema, sino porque me ha llevado de la mano a recorrer los hermosos y familiares paisajes de la paradisíaca comarca quindiana. Páez Escobar es un hijo adoptivo de Armenia, donde vivió por muchos años y se ganó el aprecio de sus gentes. Por eso conoce en profundidad los escenarios donde se mueven sus criaturas. Zamira será en adelante, como Macondo, el emblema de una ciudad. Óscar Echeverri Mejía, Occidente, Cali, 8 de noviembre de 1998.

REPORTAJE DE GLORIA CHÁVEZ VÁSQUEZ, Nueva York (Revista Manizales, noviembre de 1999)

La noche de Zamira

En su novela más reciente, La noche de Zamira , Gustavo Páez Escobar plantea algunos de los problemas más serios que han afectado, por muchas décadas, a la sociedad cafetera del Quindío. Pobres y ricos por igual.

La de la vida en la zona cafetera es una problemática profundamente arraigada en la naturaleza misma de la tierra y del ser humano. En su relato, el escritor y periodista –de origen boyacense y quindiano por adopción– ilustra esa supervivencia mutua campesino–café, que da fruto cada año, en el grano que alimenta (como orgulloso símbolo patrio) no sólo la economía nacional sino la identidad de los quindianos.

Esta entrevista tuvo lugar sólo unos días antes de que el terrible terremoto del 25 de enero azotara la región cafetera, destruyendo muchas vidas y talvez muchos sueños. Ahora, al escribir este reportaje, no nos cabe duda, ni a Gustavo Páez ni a mí, que en su furia, la Madre Naturaleza no pretendió quebrantar el indómito espíritu de esa raza que anima a los pueblos del Eje Cafetero, sino probar una vez más que es en los momentos difíciles cuando se pone de manifiesto lo mejor del espíritu quindiano.

Armenia y el escritor

Gustavo Páez Escobar llegó a Armenia como gerente de banco. Tras la de gerente venía escondida su vocación por las letras, a la que dio rienda suelta dos años más tarde. Esa fusión, banquero–escritor–periodista, que él considera un privilegio, le permitió penetrar la sicología en el ambiente de la ciudad y el alma de la gente.

La de Armenia le impresionó como «una sociedad amable y hospitalaria. Luchadora y laboriosa. Ligada desde siempre a los afanes del campo. Pero a raíz de la bonanza cafetera esa sociedad dejó perder, lamentablemente, ciertas virtudes ancestrales. Le gustó el dinero abundante de las cosechas y se entregó a la buena vida».

Durante los 15 años que vivió en la capital del Quindío, «una región de eminente vocación agrícola», Gustavo Páez Escobar tuvo contacto permanente con los trabajadores del campo y sus conflictos. «Yo frecuentaba la vida de las fincas y a través del sentido de observación capté el ancho mundo del trabajo cafetero. No me inspiré en nadie en particular, sino en el grupo general de los obreros trashumantes».

Fue de este modo como el escritor Gustavo Páez notó que la promiscuidad sexual era una de las formas de supervivencia y uno de los resultados de la convivencia informal de los chapoleros.

La promiscuidad sexual entre chapoleros

Por la época en que se refiere Páez Escobar en su novela, «la planificación familiar estaba apenas en sus inicios». Las campañas para combatir la promiscuidad sexual –dice él– son más de los tiempos actuales debido a la aparición del sida. «Esto no descarta que existiera entonces alguna orientación por parte de los gremios o de los comités de cafeteros».

Pero, como nos asegura el autor, «la gente de la región es consciente de los conflictos sociales del campo». Aun así, deben tener en cuenta que los trashumantes, a quienes Páez Escobar considera de carácter aventurero, «son fuerzas invasivas que irrumpen en las fincas por una temporada y luego desaparecen. Sus dioses son las mujeres, el trago y las diversiones. Sus talanqueras morales son mínimas».

Gustavo Páez dice que los problemas del sexo entre los trabajadores y las malas relaciones con los patronos han existido toda la vida y en todo el mundo. Él cita a Germinal, un clásico de la literatura mundial escrito por Emilio Zola, y en donde el escritor francés documenta el problema de un pueblo de mineros que dependen de la voluntad de un solo patrón. «El mundo no cambia –opina Gustavo–. Ese es el duro estigma del hombre».

Machismo crudo

En La noche de Zamira , Gustavo Páez examina además el machismo crudo, desde el punto de vista del hombre y en el que la mujer es objeto indiscriminado de la sexualidad masculina. El autor ilustra los riesgos de la sexualidad irresponsable entre las chapoleras desde muy jóvenes. Sin embargo, como afirma Páez, «en los campos, la mujer pierde la virginidad desde muy joven. Es una mujer plena desde su incipiente juventud».

Las chapoleras, o recolectoras de las cosechas, son muchachas de baja educación y por ende presas de fácil explotación por parte de patrono y trabajadores. «Pueden ser promiscuas y calculadoras como los mismos hombres» –afirma el escritor.

La bonanza de la droga

El capítulo final de La noche de Zamira nos parece ser el prólogo a algún relato suyo relacionado con la bonanza de la droga. Gustavo Páez habla del fenómeno que tuvo lugar en la década de los 70 y que coincidió con la bonanza cafetera en el Quindío. En esa época, como observa Páez, no sólo la sociedad quindiana, sino el resto del país y el mundo, se dejaron seducir por la economía de la droga. «Es un fenómeno social de los tiempos modernos, de extrema complejidad. El hombre ha llegado en este final de siglo a los mayores límites de la frivolidad, donde los valores morales ya no son importantes» –explica él.

«La disolución moral del Quindío en cuanto a la droga se refiere, comenzó por el capítulo de la célebre avioneta que Carlos Lehder le obsequió al gobernador regional», nos dice Gustavo. En ese momento, el periodista documentó el incidente y sus consecuencias en varios artículos aparecidos en diferentes publicaciones. «Carlos Lehder, conocido traficante internacional de narcóticos, vino al Quindío a rendirle homenaje a su ciudad natal –Armenia– atraído por la bonanza cafetera y pervirtió la moral pública». Otra horrenda noche de Zamira.

GCHV: Ponte el sombrero de profeta. ¿Qué va a ser de Armenia y los quindianos en el siglo XXI?

GPE: En el momento de contestarte esta difícil pregunta, tú y yo lloramos la destrucción de Armenia y de las otras ciudades, como consecuencia del terremoto devastador que azotó a la región. El drama es dantesco. Pero Armenia y el Quindío se recuperan gracias a la increíble voluntad de superación de su gente. ¿Qué va a ser del Quindío en el próximo siglo? Hoy el horizonte es sombrío, pero hay que confiar en que las nuevas generaciones, que tienen suficientes elementos de juicio para corregir el pasado y saben además cuánto han significado los desvíos morales y el dolor de una tragedia, hagan de su tierra nativa una patria grande.

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Alborada en penumbra

martes, 22 de septiembre de 2009 Comments off

nov_alborada Quedó dueña de todo. Los enemigos tuvieron que rendirse ante la evidencia. Aquello resultó sorpresivo, pero irrefutable. Cuando menos imaginaban, apareció la persona que aplastó la avaricia. Quedaron burlados. Y ella, satisfecha. Estaba defendiendo el capital que compartía, su propio capital. Era una propiedad de familia. Y sentimental. Haciéndolo, honraba al mismo tiempo la memoria de su madre.

cenefitaPrólogo

EL AUTOR Y LA OBRA

Cuando un amigo nos solicita que le saquemos de pila un hijo, nos hace un honor y nos proporciona la oportunidad de acercarnos más a él en cariño. Y si ese hijo es un libro, más grande es el honor y el cometido se hace de obligatoria aceptación.

Gustavo Páez Escobar, un joven que con éxito se está asomando a la literatura nacional, me ha entregado el manuscrito de su segunda novela, Alborada en penumbra, para que yo la presente a los lectores. Mi tarea quedaría bien cumplida manifestando lo que me sucedió con el conocimiento de los originales: que recibidos éstos inicié su lectura y tres horas después, tres inolvidables y cortas horas, la suspendí cuando le di vuelta a la última página. Esto quiere decir que la novela se lee, como comúnmente se dice, de un tirón. ¿Por qué? Porque se trata de una obra amena, interesante y muy bien concebida, con unos personajes que apasionan por la perfecta pintura que de ellos hace el autor, y una trama que no deja decaer el interés del lector un solo instante.

El autor ha cumplido, en estas páginas, la misión del buen novelista: entretener y, entre líneas y sin pedanterías ni alardes de catedrático, llevarle un mensaje a la comunidad. Líbreme Dios de ser yo un puritano. Pero me produce asco la aplaudida novela moderna plagada de vocablos gruesos, groserías absurdas y porquería en todas sus páginas.

Si se gusta de sensualismo en la literatura, más agradable es buscar ese sensualismo en el delicioso estilo del Marqués de Bradomín, por ejemplo, que en las alcantarillas de Henry Miller. Escribo esto porque la obra de Páez Escobar, con un telón de fondo escabroso, no contiene un solo mal decir, una sola palabra de mal gusto. Y sí un desenvolvimiento que presenta al autor como un profundo conocedor del alma humana y del comportamiento social, ya que todo aparece aquí como calcado de una realidad que él debió conocer plenamente.

La novela costumbrista, un poco pasada de moda, es grata para los viejos porque su lectura nos hace rememorar, y ya se dijo que rememorar es vivir. La histórica ya no se lee, porque las gentes comprendieron que en ella casi siempre se pierde la verdad de la historia sin que se halle el interés de la novela. La policíaca distrae a determinados lectores que van con la seguridad de que al final hallarán una sorpresa, que por esa seguridad ya no lo es. La rosa proporciona llanto a las quinceañeras que ya saben, desde la primera página, el feliz desenlace. La novela social, como ésta de Páez Escobar, es para todos los públicos que la admiran y la gustan.

Pero más que la obra de Páez Escobar, que es muy buena, me llama la atención la persona del autor. Porque entre nosotros, como tuve oportunidad de manifestarlo en alguna ocasión refiriéndome a él mismo, conocemos ingenieros humanistas, médicos poetas, abogados ensayistas, pero no habíamos estado frente al caso de un banquero novelista.

Un banquero que del aterrador ajetreo de los números que maquiniza la inteligencia, y de la tremenda responsabilidad de ser jefe de finanzas, toma tiempo para escribir cuentos y novelas mostrando con ello no sólo una envidiable capacidad para el trabajo, sino un exquisito gusto por las cosas del espíritu a través de su devota consagración intelectual. Y esto lo presenta como una personalidad subyugante. Dejo al lector con Alborada en penumbra y seguro estoy de que él, como yo, no saldrá defraudado de su lectura.

EUCLIDES JARAMILLO ARANGO

cenefita

Un fragmento de la obra

Sonó el teléfono.

–Es para usted, señora –indicó la criada.

–Necesito hablar urgentemente contigo –expresó Horacio–. Deseo que vengas en seguida a mi oficina.

–¿No podría ser otro día? Tengo proyectado hacer unas compras para el matrimonio de Virginia.

–¡Por favor, Raquel, te necesito hoy mismo!

Raquel ascendió los trece pisos del edificio. Horacio, preocupado, recorría la oficina de extremo a extremo. Su rostro se veía fatigado. En un momento de furor, lanzó al suelo el símbolo de su poderío, la inseparable varita.

Raquel se inclinó y recogió el adminículo.

–¿Qué te sucede?

–No te había visto –se sorprendió–. Siéntate. Tengo problemas.

Tomaron asiento. Horacio no podía estar tranquilo. Quería iniciar la conversación, pero se reprimía. Repasaba la figura de su amante, la analizaba con cuidado y seguía meditando.

–Te noto intranquilo. ¿Qué sucede?

–Algo delicado.

–Tómate un coñac

–No es mala idea.

Bebieron. El licor produjo alivio. Y Horacio se sintió más animado para hablar:

–Voy a formularte una pregunta delicada, que debes contestar con toda sinceridad.

–La espero, Horacio.

–¿Puedo confiar plenamente en ti?

–¿Lo dudas?

–¡Dímelo con más firmeza!

Raquel pareció encararse a la duda y así se expresó:

–Mi vida se ha arruinado a tu lado. Contigo se fueron a pique muchas ilusiones. Te busqué. Me aferro a tu protección. Y ahora te pertenezco por completo. Mi suerte está a tu lado. Soy una mujer repudiada. ¿Qué más quieres que te diga?

–Eso quería escuchar. Necesito esa convicción. Se me presentan dificultades y tú vas a ayudarme a salir del aprieto. –¡Explícate de una vez!

–Tengo problemas económicos.

–No te entiendo.

–Sirve otro coñac…

Bebieron de nuevo. Raquel, sin dejar conocer su curiosidad, apuró la bebida de un sorbo.

–Ahora te voy a hablar con reposo. Coinciden varias cosas. He hecho un negocio que vale un dineral. Mi capital peligra. Alguien persigue mi fortuna. Está en camino un embargo que pretende por lo menos traumatizar mis negocios. Viene de la competencia. No será difícil que nadie me arruine, pero no puedo permitir que se menoscabe el capital, ni que el escándalo merme mi prestigio. Por otra parte, mi esposa ha iniciado juicio de separación de bienes. Eso me debilitaría. Debo insolventarme… Para eso es preciso obrar pronto. El traspaso de bienes es la solución. Pero debe ser rápido, muy rápido. No puedo darles gusto a mis enemigos. ¡Y no se lo daré, miserables!

Hubo una pausa. Raquel entendió la dificultad, pero se conservó serena. Y Horacio, analizándola, se preguntaba si ella sería la persona indicada.
Sin pensarlo más, exclamó:

–¡Vas a recibir todas mis propiedades! Debo insolventarme. A tus manos llegará mi capital. ¡Mi capital, íntegro!

–No entiendo…

–Mi abogado lo tiene todo preparado. Sólo se requiere tu decisión. Debes firmar unos papeles y… ¡todo perfecto!

–Explícate, Horacio.

–Aparecerás como la dueña oculta de mis propiedades. El caso resultará normal. Habrá algunas dificultades, pero la lógica nos favorece. Mucha gente sabe que me enriquecí a costa de tu madre. Se murmura que me apoderé de su fortuna. Tú, como hija, eres la propietaria de esa herencia. Yo no había hecho otra cosa que ser el depositario. Ahora que se aproxima un ejército de abogados, los destruiremos a todos… ¡A todos! Ante la presencia de unos documentos, no haré otra cosa que entregar lo que no me pertenece. ¡Eres la dueña absoluta de todo! ¡Y huirán los miserables!…

Raquel, medio confusa, medio asustada, preguntó:

–¿No confabularán que se trata de una maniobra fraudulenta?

–Los abogados saben más…

–¿Y no te da miedo que me quede con tu fortuna?

Horacio se impresionó. Pero reaccionó pronto:

–No tendría sentido. Te conozco muy bien. Para ti ha dejado de tener importancia el dinero. Sólo aspiras a la cantidad necesaria para vivir bien. Cuidas el hogar y con eso te basta. Aceptas que el dinero está bien en mis manos y lo compartes conmigo.

–Sólo quería probarte, Horacio. Has sido generoso conmigo y complaces todos mis gustos. Nunca podría traicionarte. ¿Para qué el maldito dinero? He recibido de él grandes lecciones, para que a estas alturas me impresione.

–No se conoce, por otra parte, nuestro concubinato –prosiguió Horacio–. Hemos sido prudentes. Eso favorece más la maniobra. Un día te propuse que vivieras conmigo, a los ojos del mundo. Aplazaste la decisión. Eres mujer inteligente

–¡Y astuta! –concluyó ella.

Media hora más tarde se presentó el abogado. Portaba numerosos papeles que fue extendiendo sobre el escritorio. Raquel, con pulso firme y mente lúcida, firmó con solemnidad cada documento que le presentaba el profesional y poco le importó no conocer su contenido. Se sentía segura de lo que hacía.

Quedó dueña de todo. Los enemigos tuvieron que rendirse ante la evidencia. Aquello resultó sorpresivo, pero irrefutable. Cuando menos imaginaban, apareció la persona que aplastó la avaricia. Quedaron burlados. Y ella, satisfecha. Estaba defendiendo el capital que compartía, su propio capital. Era una propiedad de familia. Y sentimental. Haciéndolo, honraba al mismo tiempo la memoria de su madre.

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Fragmentos

Es una excelente obra narrativa en cuya estructura no falta un solo detalle primordial. Personajes que se mueven, con entera libertad, en su mundo. Cada actor vive su propia vida y es dueño de su propia libertad y de sus propios actos. Juan Ramón Segovia, La Patria, Manizales, 14 de octubre de 1974.

Sus novelas tienen excelentes cualidades en sus varios aspectos: orientación recta, ambientes adecuados, vivacidad en los personajes, animación en las escenas. Cuanto se haga por enriquecer el género de la novela en Colombia es digno de alabanza. Manuel José Forero, Academia Colombiana de la Lengua, Bogotá, 24 de octubre de 1974.

Alborada en penumbra ratifica y da preeminencia a la labor intelectual y literaria de Páez Escobar. Hay allí afán de perfección y robustos logros en la búsqueda de un estilo y en la creación de un universo. Personajes acosados por la egolatría y juventudes decididas por el hedonismo. Víctimas todos de la droga, de la envidia y de la superficialidad, de la ausencia de principios rectores. Héctor Ocampo Marín, La República, Bogotá, 27 de octubre de 1974.

Las vidas de Alborada en penumbra son veraces y humanas y están trabajadas en materia de verdad y con anclaje firme dentro del medio y las costumbres. Relato fácil, de grata fluidez, sin rellenos innecesarios, este de Páez Escobar, se sigue del principio al fin sin decaer un momento y sin que la acción pierda nada de su interés. Adel López Gómez, La Patria, Manizales, 27 de octubre de 1974.

La tesis de la novela está bien expuesta, los diálogos se suceden en forma natural, y el lector va de capítulo en capítulo interesándose más y más en los actos que describe. Gustavo Páez Escobar tiene facilidad muy notoria para novelar. Juan Bautista Jaramillo Meza, La Patria, Manizales, 2 de noviembre de 1974.

Nunca pensamos que en esta obra encontráramos tantos elementos de juicio como para saludarla como una verdadera revelación en la literatura colombiana. El final, sin la truculencia de las novelas policíacas, es uno de los más sorprendes, y en él se nota la maestría y el conocimiento de la condición humana que tiene Páez Escobar. Es una de las nuevas novelas colombianas que muestran a uno de los cultores más serios, concisos y conocedores de la narrativa y del suspenso. Mario Escobar Ortiz, La Patria –Revista Dominical–, Manizales, 27 de julio de 1975.

No había tenido la oportunidad de leer Ventisca y luego de hacerlo, se ubica dentro de mis novelas preferidas. La forma como mi papá logró describir la ambición, pérdida de valores e ironía de la vida, me pareció sorprendente. Durante toda la lectura pude identificar la sabiduría que mi papá tiene sobre la vida. Gustavo Páez Silva, Bogotá, 4 de marzo de 2008.

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Ventisca

lunes, 31 de agosto de 2009 Comments off

nov_ventiscaLa campana estuvo tocando toda la noche a muerto. Chiras, presente en todo acontecimiento, entró repetidas veces a la iglesia, donde dos cirios cuidaban la soledad del difunto, pero no se amañó. Alborotado por las calles desiertas, se quejó a la luna, que no asomaba por ningún cerro. Ladró hasta que despuntó la primera luz de la alborada.

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Prólogo

La Universidad Central, dentro de su programa de promoción cultural, tendiente a exaltar los valores intelectuales de la Patria, presenta la novela Ventisca, cuyo autor es el destacado intelectual y atildado escritor y periodista Gustavo Páez Escobar.

Al leer y releer Ventisca, se encuentra el lector con una de las mejores páginas de la narrativa colombiana y latinoamericana, donde se enaltecen los mejores símbolos de nuestro costumbrismo campesino, en el cual los personajes se desenvuelven dentro de la soledad, la angustia, la desesperanza y la melancolía, sin que esté ausente, aunque sea lejana, una luz de realismo mágico en su relato hundido en el silencio y mezclado de pesimismo.

Definitivamente la vocación de Páez Escobar es la de narrador que ya se había expresado en 1971 con la publicación de su novela Destinos cruzados. En 1974 hace su segunda incursión con Alborada en penumbra, con un acento puesto en lo social, y posteriormente nos regala su tercer libro, Alas de papel.

Ese gran colombiano y escritor que es Otto Morales Benítez prologó el cuarto libro del autor Gustavo Páez Escobar, El sapo burlón y otros cuentos. Decía Morales Benítez que «la gran pasión del autor son los problemas relacionados con el universo cultural. Anda en azogue, defendiendo toda vislumbre de creación de sus amigos o de quienes admira en la lejanía. Vigila que se exalte a los grandes valores aun cuando no estén cerca de su intimidad y aun sin tener total identificación con sus ideas y sus expresiones estéticas. Él sabe que el hecho de que aquellos o estas tengan un destello, permanezcan un tiempo influyendo, va a mejorar a todos. Él acepta como evangelio que la comunidad se perfeccione en la medida en que escucha, examina o mira las obras de sus creadores. De suerte que ya tenemos establecido su sitio y su filiación». Estamos de acuerdo con Otto, hoy, al hacer esta cordial presentación de Ventisca.

Páez Escobar, nacido en Boyacá pero adoptado intelectualmente por el Quindío, aúna una mezcla boyacense-quindiana, es decir, un mestizaje interdepartamental que con su riqueza nos ofrece esta nueva satisfacción literaria, donde se relatan los mejores ancestros y tradiciones campesinas de estos dos nobilísimos departamentos.

En esta nueva entrega de Páez, también se advierte la influencia del gran novelista Juan Rulfo, especialmente en sus obras Pedro Páramo y El llano en llamas. Los tristes relatos de Rulfo se observan en Ventisca.

Así, en la novela surgen los chismes del día en la iglesia, contados por las beatas, los amores desnudos, la humildad campesina y sabia como la propia tierra, la dulzura del diálogo con la profundidad de la verdad, la alegría y tristeza de nuestros trabajadores que con sus machetes y sus callos solidificados por el trabajo son los hacedores de riqueza, las venganzas estériles e inútiles, los mitos de las serranías y la mulata Diana, denominada por Ofelia como la devoradora de los hombres.

Pero serán ustedes los lectores quienes den su veredicto y se regocijen espiritualmente con esta novela, que en mi sentir se encuadra dentro de una de las producciones más meritorias escritas por nuevos y viejos narradores colombianos.

Al agradecer a Gustavo Páez Escobar la oportunidad que dio a la Universidad Central de editar esta su sexta obra, lo hago con especial satisfacción intelectual y universitaria.

JORGE ENRIQUE MOLINA MARIÑO
Rector Universidad Central

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Un fragmento de la obra

Continuaba bajando la niebla. Eran nubes inmensas que cubrían las pocas casas del poblado. Apenas sobresalía la torre de la iglesia, que apuntaba hacia lo más alto del monte. La Serranía se fue ensombreciendo con la negrura del atardecer. Al día siguiente habría muerto fresco, una manera de mantener activa la crónica municipal.

La campana estuvo tocando toda la noche a muerto. Chiras, presente en todo acontecimiento, entró repetidas veces a la iglesia, donde dos cirios cuidaban la soledad del difunto, pero no se amañó. Alborotado por las calles desiertas, se quejó a la luna, que no asomaba por ningún cerro. Ladró hasta que despuntó la primera luz de la alborada.

Nunca Ofelia había sentido tanto miedo. A las doce y media abandonó el templo y se encaminó a su casa. Sus pisadas retumbaban en la quietud de la noche. Subiendo las escaleras de la casa se encontró con los ojos del mendigo. Se horrorizó y siguió su marcha. Pero el espectro no la abandonaba. La campana seguía doblando. Una lechuza se descolgó del naranjo y hendió el silencio con su sonido agorero.

«Hay pueblos que son peores que los muertos», pensó. Llegó tambaleando hasta su lecho. Estiró una pierna, muy despacio, y se quitó la media. Después hizo lo mismo con la otra. Cubrió la cara de los espejos para no ver fantasmas, y se metió entre las cobijas. Pared de por medio escuchaba los ronquidos de su padre. No lo despertaría por nada del mundo, porque era capaz con su propio miedo. Además, le guardaba rencor en ese preciso momento. Había sido indolente con el limosnero. Y de continuo experimentaba resquemor. Por él permanecía solterona. No le perdonaba que le hubiera ahuyentado quince años atrás al novio con que debía ahora compartir un lecho tibio, en lugar de la cama pegajosa que la entristecía.

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Fragmentos

Se trata de una gran novela. Bien trabajada. Incisiva, penetrante, hermosamente escrita. La historia en Ventisca es descarnada y dolorosa. Una parábola trágica. Pero Gustavo respeta a sus personajes. No habla por ellos. Los coloca bien parados y deja que ellos se expresen con fuerza y con naturalidad. Horacio Gómez Aristizábal, Dominical de La República, Bogotá, 17 de junio de 1990.

No importa que los hechos ocurran en un perdido pueblo y que se hable otra vez de las pasiones ocultas, pues el relato es llevado de tal manera, que uno no puede dejar el libro a un lado y ponerse a echar chistes. Me gusta Ventisca, no importa que a veces el autor pretenda moralizar o alterne al omnisciente narrador con un intento de diálogo al lector que de pronto es plural y acto seguido se vuelve uno solo. Es un relato claro y directo. Eduardo Yáñez Canal, El Espacio, Bogotá, junio 1990.

Cada personaje es una convulsa tragedia, secreta, que al final revienta en público como revienta la misma aldea estremecida por un terremoto. La Serranía es cualquier Macondo latinoamericano, una aldea de falso pudor. En todos los personajes hierven las pasiones represadas. El fruto del embarazo clerical de Ofelia es una incertidumbre, quizás el principio de una nueva generación más podrida que la anterior. El fin de la obra, condenar la beatería, la falsa moral, se logra. Es una obra que agarra al lector. José Antonio Vergel, Agencia de Prensa Novosti, Moscú, junio 1990.

El real protagonista de la novela no es Ofelia, ni el padre Carlos, ni el joven abogado Rigoberto, ni tampoco la mulata Diana. No. Es el amor. El amor que mueve el sol y las estrellas, como lo definió Dante Alighieri. Es el gran motor de la novela, y al final, la fuerza vencedora sobre los prejuicios sociales, los escrúpulos religiosos y hasta sobre el empuje ciego de las fuerzas telúricas que borraron el pueblo. Vicente Landínez Castro, Dominical de La República, Bogotá, 24 de junio de 1990.

Es un relato contra la hipocresía y que muestra el deseo al desnudo, en una sociedad que, como la nuestra, ha defendido tradicionalmente la gazmoñería y la pudibundez. Carlos Núñez Westendorp, El Espectador, Bogotá, 24 de junio de 1990.

Ventisca es un viaje por el laberinto insondable del alma humana. Allí, Páez Escobar explora sus pasiones positivas y negativas en medio de un universo ensordecedor y represivo. Recuerda en algunos de sus pasajes los esperpentos de Gorki y los purgatorios abismales de Rulfo. A la trama creciente, Páez Escobar agrega la sabia reflexión, la magistral narración de un hombre que ha observado por años el comportamiento de los hombres y, desde luego, la madurez de quien ha leído cuidadosamente las mejores novelas para escribir él también una. José Luis Díaz Granados, Revista Consigna, Bogotá, 30 de junio de 1990.

Justo afirmar que las huellas de Rulfo se manifiestan desde las primeras páginas de Ventisca, en una de las cuales incluye estas palabras del autor de Pedro Páramo: «Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la providencia, pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso». Luis D. Salem, Excelsior, Méjico, 30 de junio de 1990.

Ventisca deja la sensación de una obra bien lograda en la que sin duda alguna lo que mejor consigue el autor es la construcción del ambiente, el clima, el sabor, el gusto de esa atmósfera pueblerina en la que la existencia transcurre sin que pase nada, en donde la nota predominante es el tedio. A Ofelia le falta más condimento, mejor elaboración sicológica. José Chalarca, Consigna, Bogotá, 15 de julio de 1990.

Sus personajes son de una vitalidad nada común y han de lograr que el nombre de Gustavo Páez Escobar sea recordado por quienes han leído y lean este texto narrativo. Germán Vargas, El Heraldo, Barranquilla, 19 de noviembre de 1990.

Páez Escobar cuenta una historia recta, sin discordancias argumentales, entretejida con lugares, escenas, personas y temas que nada tienen de especial en sí mismos pero que, gracias al tono, al nervio, al sentimiento y al lenguaje que el narrador combina con atinado estilo, adquieren universalidad y profunda dimensión humana. Humberto Senegal, El Quindiano, Armenia, 28 de marzo de 1991.

Me gustó muchísimo Ventisca. En ella manifiestas el magistral manejo de todos los elementos que deben asomar en la novela. Para que otros escritores disfruten de tu calidad literaria, dicha obra la he cedido en calidad de préstamo. A todos les ha encantado. Henry Kronfle, Miami Beach, Florida, 27 de febrero de 1992.

He tenido la emoción de vivir su apocalíptica novela Ventisca, cuyo electrizante argumento me devoró en pocas horas, dejándome sacudido y aniquilado por esa naturaleza vengadora y fatídica que termina por obliterar a La Serranía. Asimismo, me pareció detectar, en el tono espiritual de la novela, ráfagas de tempestuosidad pardogarciana, con sus vértigos y desolaciones de inmenso páramo; de lo cual pude concluir que la afinidad del autor con el poeta de la brizna y el cosmos trasciende lo meramente objetivo para llegar a posarse en las genuinas inextricabilidades del corazón. Roberto Pinzón Galindo, corrector de la Imprenta Patriótica del Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 3 de abril de 1995.

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