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Medellín, ciudad prodigio

martes, 27 de octubre de 2009

Por: Gustavo Páez Escobar

Trece años llevaba sin visitar a Medellín -falla que me reprocho como imperdonable-, y ahora, en asocio de mi esposa, regreso a la ciudad con el mismo asombro y la misma fascinación que experimenté cuando la conocí. Esta distancia de trece años ocurrida desde mi anterior visita sirve para hacer algunas comparaciones valiosas entre la urbe violenta de entonces, sometida  por la ley de la bala, y la actual, que no sólo ha derrotado la negra noche que le decretó el narcotráfico, sino que marcha por caminos de franca recuperación y positivo progreso.

Una demostración admirable sobre el valor de los antioqueños para encarar las adversidades lo constituye el hecho de que El Tesoro, que en enero del año 2001 sufrió grave atentado dinamitero -con la destrucción de 180 vehículos y 30 locales comerciales-, sólo duró dos días cerrado y hoy funciona como si nada hubiera sucedido. Es, además, uno de los centros comerciales más hermosos de la capital, a la altura de los mejores de Estados Unidos.

Retrocediendo al mes de agosto de 1990 -cuando escribí en estas mismas páginas el artículo Una ciudad perpleja-, me encuentro con la urbe agonizante que se recogía en los hogares antes de las siete de la noche, miedosa de las tropelías que ejecutaba la mafia en horas nocturnas. Era la época en que Pablo Escobar pagaba una retribución económica por cada policía muerto, y en que El Espectador había dejado de circular en Antioquia tras los bárbaros atentados de que se le hizo víctima por combatir el terrorismo y el dinero corrupto de las mafias.

Hace trece años las obras del metro estaban paralizadas por falta de recursos. Hoy es un servicio en pleno funcionamiento, convertido en eje fundamental del desarrollo vertiginoso que registra la metrópoli. Da gusto observar el sentido de pulcritud, estética y aseo que se exhibe en los vagones, y es placentero disfrutar  de la eficiencia y la comodidad de los viajes. El metro marcó otra cultura ciudadana y le da ejemplo al país sobre lo que significa el espíritu emprendedor de la raza paisa.

La estructura vial es básica para el florecimiento urbanístico y el bienestar de la gente. Este aspecto lo ha cuidado Medellín con celo riguroso, lo que le permite mantener sus calles en óptimas condiciones, tan distinto al caso que se vive hoy en Bogotá, donde los huecos -verdaderos cánceres del espacio público- son desesperantes. Si bien la congestión vehicular en la capital antioqueña es manifiesta, las avenidas periféricas y los puentes elevados ayudan a desenredar el tráfico. Pero falta más por hacer.

El tradicional desfile de los silleteros, que tuvimos oportunidad de presenciar en todo su esplendor, esparce sobre la urbe una lluvia de colorido y fantasía. La magia de las flores acaricia el alma antioqueña como un beso de la naturaleza.

Pocas ciudades tan floridas, arborizadas y fascinantes como Medellín. Las vías por Las Palmas y por barrios espléndidos como El Poblado, fuera de embellecer el paisaje con sus frondosas arboledas, muestran el apego a la montaña como sustancia de la vida. La montaña se anida en el corazón de los antioqueños y es parte de su idiosincrasia.

Hace trece años no existía el Museo Botero y no se vislumbraba que este legado fantástico pudiera llegar algún día. Las gordas -y los gordos- del genial artista se quedarán para siempre como la expresión viva de esta tierra culta, junto con los mensajes perennes de otros maestros antioqueños, en todos los géneros del arte.

Con el escritor Fernando García Mejía visitamos el centro histórico y cultural y nos detenemos, claro está, en las librerías, nuestra pasión irrenunciable. Allí adquiero el libro titulado El Uñilargo, de Alberto Donadío, editado en Medellín por la editorial Hombre Nuevo, texto que recoge la documentada historia sobre la quiebra fraudulenta del Banco Popular en manos de su gerente y fundador, Luis Morales Gómez. El subtítulo de la obra revela su contenido: “La corrupción en el régimen de Rojas Pinilla”.

En otro recorrido, el industrial Manuel Vélez me señala este detalle curioso en sectores deprimidos: las casas se van ampliando con nuevos pisos a medida que crecen las familias, lo que se cumple utilizando las varillas de hierro que se dejan al descubierto en el último tramo construido, para continuar el crecimiento demográfico. Esta circunstancia tendría dos significados: el sentido de unidad familiar, y la previsión para albergar la numerosa descendencia que el antioqueño -con su bien ganada fama de prolífico- avizora en el futuro.

De aquella Medellín de 1770, definida como un pueblito con buenas corrientes de agua y cuatro caminos, se ha saltado a la soberbia metrópoli de hoy, cruzada por veloces avenidas y adornada con suntuosos edificios, airosas residencias, florecientes centros comerciales y encantadoras zonas verdes. Posee la mejor  estructura urbanística y los servicios públicos más eficientes del país. Su  empuje empresarial la sitúa como un emporio en constante progreso.

El paisa, nacido para el diálogo y el trabajo creativo, lleva en la sangre el porte montañero de la franca amistad y la simpatía espontánea, dones que representan su mayor identidad ante la vida.

El Espectador, 21 de agosto de 2003.
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