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Hijos por decreto

domingo, 22 de mayo de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El proyecto de legalizar el aborto como fórmula para controlar la natalidad, ni ha de ser aceptado por la sociedad, que es moralista, ni traería ningún remedio para el problema. El freno de la población no se conseguirá con una ley. Es algo tan insólito, que el solo anuncio ha levantado una ola de sor­presas e inconformidades.

El aborto legalizado existe en otros países. Pero en nuestro medio resulta ilusorio luchar contra leyes naturales que forman la idiosincrasia de un pueblo respetuoso de sus convicciones sentimentales y religiosas.

No es posible, o por lo menos afortunado, legislar contra la sensibilidad de la gente. El primer requisito para dictar leyes —que no se convier­tan en letra muerta— es inter­pretar las costumbres, los temores o los anhelos colectivos. Y bien claro está que en terreno tan delicado y suscep­tible como el del aborto, repudiado por la sociedad y condenado por la Iglesia, por más que se practique en secreto para desmanchar deshonras o quitarse cargas de encima, no es sensato armar códigos deleznables.

La explosión demográfica se combate de diferente forma y el problema tiene otras raíces. El concepto de la paternidad responsable, contra lo que pue­da de pronto suponerse en comentarios ligeros, ha venido acentuándose en el ánimo de la comunidad. Cada vez hay mayor noción de la necesidad de limitar los nacimientos. Los hogares y los propios in­dividuos aceptan con mayor raciocinio y con menos escrú­pulos el uso de métodos an­ticonceptivos, y si es largo el camino que falta por recorrer, es incuestionable que mucho se ha logrado en este afán de formar una generación menos inconsciente de sus actos.

La procreación explosiva es un gran peligro para el mundo. De una parte existe un exagerado temor religioso, y de otra, la crasa ignorancia de muchas personas para reconciliar casos de conciencia, que solo los resuelve la conciencia. El número de hijos, ese dilema tan dubitativo en un medio donde muchos se enredan con las formas externas de la catolicidad, es decisión inalienable de la persona.

Formar la voluntad colectiva inculcando los graves peligros que le es­peran a la humanidad, que ya los está viviendo con el planeta superpoblado y con su secuela de hambre, de analfa­betismo, de delincuencia, de traumas, es el camino indicado para disminuir este caos generacional. “Dos hijos, suficiente; tres, demasiado”, reza un eslogan chino.

El aborto es acto criminal que causa graves conflictos síquicos y religiosos. Fertilizado el feto, existe un nuevo miembro de la sociedad. Destruirlo, es destruir la vida. Y la vida es el primer derecho de la civilización.

No pretendamos controlar la natalidad violentando la conciencia. Incitar al aborto es lo mismo que atentar contra la ley natural. El simple sentido común –para no meternos de moralizadores en este mundo de las distorsiones– rechaza sistemas agresivos y mutilantes como el de hacer, o en este caso deshacer, hijos por decreto.

Acaso la mejor solución en un futuro que no parece tan juliovernesco, aunque seguramente no lo verán nuestros hijos, esté en la emigración interplanetaria, para aligerar esta tierra tan congestionada y sufrida, tan generosa pero tan pisoteada por monstruos y leguleyos.

El Espectador, Bogotá, 24-II-1975.

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