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Archivo para domingo, 22 de mayo de 2011

El tabaco de Yagarí

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A mi despacho del Banco Popular en la ciudad de Armenia se presentó un día, de esto hace ya cinco años, un caballero ágil, impecablemente vestido, refinado en sus modales y envuelto en una aureola de humo. Por esa época todavía se consumían tabacos de La Habana.

Su cabellera tersa, sobriamente or­denada, dejaba ver la envidiable madu­rez de algunas canas bien vividas que comenzaban a insubordinarse, en con­traste con unas cejas negras y pobladas que le ponían marco de solemnidad a la mirada penetrante. La frente ancha y surcada por ligeras líneas que co­rrían, como prófugas, para pelearse el dominio del ceño, le daba aspecto de pensador romano y de gladiador espar­tano.

Desde el primer momento adiviné que no se trataba ni de un charlatán ni de un lagarto, de los tantos que abun­dan en mi oficio.

–Me llamo Luis Yagarí –me dijo, dándole media vuelta al tabaco.

Poca gracia me causó el extraño ape­llido. Luises los habrá muchos, pensé, pero Yagarí no puede haber sino uno. Lo miré con curiosidad y con sorpresa, y casi que con desconsuelo, por parecerme que el nombre indígena no cabía en su porte arrogante. Pero co­mo la ignorancia debe ser humilde, preferí simular que no había compren­dido la presentación.

Mi interlocutor, acostumbrado a tropezarse con gentes de todas las la­yas, tuvo a su vez, sin duda, compasión del pobre gerente de banco que ignoraba la exis­tencia de Luis Yagarí. Pero supo disculpar mi falta de conocimiento y expiró, como desahogo, una fuerte bo­canada de humo que apenas me rozó de pasada

Me contó, de refilón, que había sido amigo del gran Lenc, el pro­genitor de mi ilustre jefe, y de seguro no tanto para impresionarme como pa­ra dosificar la entrevista y ponerle velas –porque los periodistas saben mu­chas técnicas– al cheque que ya había cogido forma para ayudar al costo de impresión del suplemento que prepara­ba como homenaje a los ochenta años de la Ciudad Milagro.

Cuando días más tarde terminó de armar la revista, había tenido tiempo el gerente –recién llegado de otras latitudes, y no del todo despabilado, co­mo aquel pudo suponer– de investigar la personalidad del cronista de La Patria. Y es oportuno confesar que, desde entonces, había ganado el perió­dico un nuevo lector, y más tarde se descubriría un escritor.

A partir de aquel instante era preciso seguir con cuidado la trayectoria de Luis Yagarí, vertida en cápsulas desde su rincón de La Patria, su románti­co remanso de toda la vida. Seguir los flechazos de este señor de la lanza en ristre, poeta por nacimiento y cronista por seducción, fue la secuela natural de aquel encuentro repentino.

Desde sus célebres Jornadas se ha batido con fibra, con garra de león. Tiene la particularidad de que con una pincela­da pinta lo mismo un paisaje que un estado del alma. Su pluma es suave, galante, pero también afilada. Hiere a sus enemigos haciéndoles cosquillas. No siempre se distingue si en la frase que fabrica al desgaire, trabajada con intención y con maestría, hay una rosa o una espina.

Por eso a Luis Yagarí hay que leerlo despacio y descifrarlo entre líneas. Es el mejor fotógrafo del país. Su capaci­dad de captación es tan instantánea co­mo la lente de una Kodak.

Volví a ver a Luis Yagarí en reciente visita a Manizales. En el salón cultural de La Patria, donde Carmelina Soto leyó varios de sus maravillosos poemas, ocupaba puesto de honor. Más tarde, en el calor de unos whiskys ofrecidos por el dueño de casa, doctor José Restrepo Restrepo, lo vi husmeando con el olfato de galgo como lo había conocido cinco años atrás. Porque Yagarí, que es acción y nervio, no puede perma­necer quieto ni callado un minuto. Por eso ha sido cronista toda la vida. El periodismo le alborota la sangre.

Rubricó, con arrogancia y do­naire, dos ejemplares de su libro Jor­nadas, recién editado: uno para Car­melina Soto, otro para Chila Latorre. El tercero, que le sobraba, se lo guardó. Me dejó por puertas y se quedó mirándome, como preguntando: ¿de dónde salió este lagarto? Mal podía re­conocer al gerente de antaño que le había colocado un aviso en el suple­mento dedicado a Armenia.

A las celebridades es mejor mirarlas de lejos. Si uno se acerca mucho, de pronto se bajan del pedestal y se vuel­ven personas corrientes. A Yagarí, que es pedazo de historia de este Gran Cal­das, se le ve mejor a distancia, recostado en la cúspide de su grandeza. Dejé­moslo allá, intocado. No quise siquiera recordarle que no me había avisado re­cibo de mi libro, porque era tanto co­mo codearme con él.

Pero en desquite compré sus Jorna­das. Acabo de darle vuelta a la última página. Delicioso manjar este de sabo­rear, una por una, sus crónicas salpicadas de humor, de ironías, de romances, de bríos y de sustancias agridulces. Y he cerrado el libro con candado, como un tesoro, para que este Luis Yagarí, que es tan andariego, no se me vaya a salir y de pronto me queme con el rescoldo de su tabaco.

La Patria, Manizales, 18-III-1975.

* * *

Comentario:

(36 años después)

Magnífica página. Me llegó hasta lo más profundo del alma. Pensando que con Yagarí los hombres de la pluma habían sido injustos, cargaba el dolor de mi incapacidad para retratarlo. Gracias a Dios, un hombre de su talla lo conoció y lo admiró y con lujo lo dijo. Gracias, don Gustavo Páez Escobar. (4-X-2011).

Fui el cuarto de los hijos de Yagarí y me impresionó el retrato de cuerpo y de espíritu que usted logró, con su pluma, de mi padre. Magnífico sencillamente. Usted desmiente el manoseado decir que asegura que los gerentes de banco no tienen alma. Permítame saludarlo y felicitarlo. Gonzalo Uribe Palacio (7-X-2011).
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La eterna juventud

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

«La vida de un hombre no pasa generalmente de 60 oc­tubres», decía Jaime Barrera Parra, por allá hacia 1915, y murió cuando contaba 43 años de edad. Quitándole el hado siniestro de esta muerte prematura, sus células nor­males hubieran traspasado aquella frontera de no haber quedado su huma­nidad aplastada, en plena ma­durez física y emotiva, por un teatro de Medellín.

De entonces a hoy —y ya han corrido 40 años— ha decrecido el promedio de supervivencia bajo los rigores de la angustia, del sofoco de nuestros días que atropella el ritmo de la vida, imponiendo caducos marcapasos incapaces de remplazar lo auténtico con lo artificial.

El organismo humano, cada vez más caduco, más frágil y desnutrido, más saturado de impurezas y de ansiedades, se doblega sin remedio ante el ímpetu de fuerzas que todos los días limitan más el ciclo vital. La raza viene en decadencia, y las defensas, pese a las nove­dosas y progresistas in­cursiones de la ciencia, son desequilibradas para contener el deterioro de la humanidad.

Acaso ciertas píldoras y jaleas misteriosas —misteriosas más por la sugestión que inyectan, que por su eficacia— y tratamientos epidérmicos que borran arrugas y enderezan miembros atrofiados, logran remozar fachadas averiadas e inocular calorías y revivir dormidos entusiasmos. Pero la vejez no se detiene, por más que la piel se desdoble con planchados plásticos.

Se pregona el hallazgo de terapias y de atrevidos medicamentos a base de magnetismos y de soplos milagrosos, dentro del tonto empeño de querer prolongar eslabones que, por fuerza, han de reventarse bajo el peso de la inercia.

El hombre se aferra a la vida en desesperado esfuerzo por retener energías que se merman y se destruyen con incontenible rapidez. Busca la fuente de la eterna juventud. Pero se encuentra de pronto viejo en la mitad de la jornada. Se ve desmejorado, se toca marchito y se detiene perplejo ante la juventud que ya torció la es­quina, y mira asustado el porvenir que le llega atropellándolo.

Saber envejecer es un arte. La mayor sabiduría de la vida consiste en aprender a vivir ca­da día a plenitud, sin temor al siguiente y sin nostalgia del anterior.

Suponen los japoneses que al tomar un baño en una tina de oro puro asegurarán un año más de vida. Eso cuenta una revista, y dibuja, entre tantas frivolidades de la época, a un vejete sacudién­dose entre las aguas de una canoa de oro avaluada en un millón de dólares. ¡Vaya puerilidad más necia y estafa más improductiva!

La ley colombiana consagra una pensión de jubilación por veinte años de servicios, sobre la base de haber vivido 55 años de vida, si es varón; porque si es mujer tiene una rebaja de 5 años de su calendario, en un raro privilegio para el bello sexo, que según la ley natural, refrendada por la superviven­cia de tanta viuda joven, demuestra superior potencia que el hombre.

Pero en uno y otro caso la ve­jez remunerada resulta una utopía y al propio tiempo un juego de azar en este mundo de ilusiones, de píldoras energé­ticas, de masajes rejuvenecedores y de sumergidas en tinas milagreras.

El Espectador, Bogotá, 1-II-1975.

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La agitación laboral

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En momentos en que apenas se están digiriendo los efectos de las reformas económica y tributaria, se enfrenta el Gobierno a un año complejo en el campo laboral. En el horizonte han aparecido los primeros nubarrones de una amenaza que quiere perturbar la paz de la nación en las relaciones obrero-patronales.

Existen signos bastante elocuentes sobre un propósito preconcebido de alterar, con razón o sin ella, la tranquilidad pública a través de actos sin­dicales caracterizados por la intransigencia. La agitación en el sector bancario, que tuvo su comienzo en el Banco Popular y ahora se ha extendido al Banco Ganadero, con riesgo de seguir contaminando otros ambientes si no se sienta un precedente aleccionador, es mal presagio para la armonía de las empresas.

Si los empleados bancarios, que exhiben una juiciosa tra­dición de equilibrio y ejemplo para otros ramos, se colocan por fuera de la ley pretextando reclamaciones de orden laboral que no las hay, y que de existir deben ventilarse dentro de normas consagradas en los códigos, esto pone de presente un abierto reto contra la legalidad del país.

Sin desconocer que existen motivos de intranquilidad por la creciente ola de alzas, deben los sindicatos, antes de correr peligrosas aventuras y de exponer la seguridad de sus afiliados, buscar vías más expeditas que las del atropello para conseguir mejores sistemas de vida. El grito, la amenaza, la presión indebida, que está contemplan­do el país durante estos días de alegre algara­bía, ningún beneficio aportan a los trabajadores.

Colocarse dentro de los marcos de la ley para dialogar, como lo pide el Gobierno, es el camino sensato. Bien claro se ve que el grueso del personal entiende y acoge esta invitación, pero ciertos líderes, más amigos de sembrar el caos que de acaudillar verdaderas cruzadas de reivindicación, arrastran a esas masas que, entre ingenuas y atemorizadas, engruesan estos actos de tropelía con gritos sacados a la fuerza.

Ignoran, o parecen ignorar, que al disminuir los rendimien­tos económicos de las em­presas, serán ellos los primeros afectados. ¿Cuánto cuestan las huelgas del Banco Popular y del Banco Ganadero? ¿Han recapacitado los huelguistas en los traumatismos que sus actitudes ocasionan a la clientela y al público en general? La opinión sensata del país, que mal puede cohonestar tales desmanes, repudia estos brotes que tienen más de es­peculativos que de honrados.

A lo largo de este año vencerá la mayoría de las convenciones de trabajo de las empresas. Hay un común denominador: pedir el 50 por ciento de alza en los salarios. Esta tendencia es natural reflejo del aumento en las dietas parlamentarias. Es un acto de protesta contra una medida tan impopular como lesiva para el actual momento del país. La vida ha subido por contragolpe y no hay poder humano que logre reversar los precios. Estamos bajo el rigor de una inflación desbocada. Las conquistas salariales serán artificiales mientras no se detenga la guerra alcista.

No dejan de tener razón los sindicatos al pe­dir mejores condiciones para compensar el desequilibrio. Pero lo ideal es propender por un salario real, no engañoso, y en esto las agremiaciones le pueden prestar buen con­curso al Gobierno. El salario pierde todos los días poder adquisitivo. La tarea que le espera al Gobierno es de enver­gadura. Los asomos de insatisfacción a través de mo­vimientos no siempre bien orientados, tienen, con todo, un fondo de queja, de angustia, que no puede desoírse. Se ataca el procedimiento, no la razón del reclamo popular.

Por encima de todo, de­be prevalecer la ley. Que haya comprensión y justicia, pero también firmeza. El principio de autoridad no puede debilitarse en este país de derecho. Ojalá se ponga remedio a la agitación laboral, a la rebeldía sin causa, pues no es posible, para la tranquilidad pública, que continúen prosperando síntomas subversivos que ningún bien le hacen a la clase trabajadora, y mucho menos al país.

El Espectador, Bogotá, 27-I-1975.

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El artista colombiano

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Este típico personaje de las calles bo­gotanas, que improvisaba fáciles escenarios en cualquier sitio de la ciudad y que llegó a convertirse en auténtico intérprete del pueblo, está ahora pos­trado en un hospital de caridad. Sus admiradores desaparecieron como por encanto. Ya no desfila ante sus ojos ese errátil mundo bogotano que detenía la marcha, entre curioso y sugestionado, atraído por la lengua picante y a veces prohibida del legítimo «cachaco”, y desde su lecho repasará con impaciencia tanto recuerdo, ahora medio desdibujado, de su incontenible re­pertorio.

Fue, a lo largo de treinta o de cua­renta años, el mejor remedador de la farándula política, lo mismo que del pequeño o del gran acontecimiento, y gozaba, al igual que su auditorio, per­sonificando a los protagonistas de la actualidad, a quienes fustigaba con fina ironía y ademán bufón, aunque también les concedía a veces el honor de la alabanza, cuando lo merecían en su veredicto implacable.

Dotado de aguda receptividad, siempre comprendió cuál era el proble­ma o el tema del momento y desde su tribuna callejera llegó a convertirse, sin proponérselo, en crítico de la vida cotidiana No siempre nos damos cuenta de la importancia de estos tribunos del pueblo que logran mantener, mejor que tanto político envanecido, la simpatía de las inmensas masas que se deslizan por los ríos humanos de las urbes.

El “artista colombiano» sufre ahora la inclemencia de una lesión a la columna  vertebral. Necesita médicos y drogas. Por allá, en el frío y solitario cuartucho del hospital, un perio­dista descubrió que el talento colom­biano estaba derritiéndose entre una enfermedad voraz, alejado por fuerza de su teatro y sufriendo la ausencia y la indiferencia de su público.

No pide ayuda económica, según sus palabras, por más que se encuentre en absoluta indigencia, pero está espe­rando desde hace cinco meses que de su gran auditorio salgan personas que le lleven alivio para su tormento físico y moral.

En la cama del hospital sufre el «artista colombiano». Es, infortuna­damente, el mismo destino del artista colombiano en general. Aquel, el que borró su nombre de pila para con­vertirse en un bien de inventario de la ciudad, y también de Colombia, ha pasado al olvido. Es el mismo que hizo gozar al pueblo durante largas tempo­radas. Ha sido quizás el mayor censor del acontecer nacional.

Con él se va algo, todos los días, del Bogotá de antaño. Cada sitio tiene su propio artista, su personaje au­tóctono, que se va desmembrando de la sociedad con dolor, como aquel que está arrinconado en Bogotá con su tra­gedia a cuestas.

Después del descubrimiento, varias cámaras de televisión y reporteros de periódicos lo visitaron y lo exhibieron con cierto toque de noticia, con cierto afán de actualizarlo, pero no todos con el enfoque real ante el hombre de­caído, ante el artista que hizo las ale­grías del público heterogéneo y que ahora declina después de haber cum­plido el inevitable ciclo de la comedia humana.

El «artista colombiano» es patri­monio de la ciudad. Y esta debe hacer­le menos ingrata la decadencia. Para su público, ese amorfo espectro de las grandes ciudades, es posible que esté preparando nuevas actuaciones pa­ra cuando pueda estirar, en cualquier vía pública, como lo espera y nosotros lo deseamos, su esqueleto remendado.

La Patria, Manizales, 1-III-1975.

Hijos por decreto

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El proyecto de legalizar el aborto como fórmula para controlar la natalidad, ni ha de ser aceptado por la sociedad, que es moralista, ni traería ningún remedio para el problema. El freno de la población no se conseguirá con una ley. Es algo tan insólito, que el solo anuncio ha levantado una ola de sor­presas e inconformidades.

El aborto legalizado existe en otros países. Pero en nuestro medio resulta ilusorio luchar contra leyes naturales que forman la idiosincrasia de un pueblo respetuoso de sus convicciones sentimentales y religiosas.

No es posible, o por lo menos afortunado, legislar contra la sensibilidad de la gente. El primer requisito para dictar leyes —que no se convier­tan en letra muerta— es inter­pretar las costumbres, los temores o los anhelos colectivos. Y bien claro está que en terreno tan delicado y suscep­tible como el del aborto, repudiado por la sociedad y condenado por la Iglesia, por más que se practique en secreto para desmanchar deshonras o quitarse cargas de encima, no es sensato armar códigos deleznables.

La explosión demográfica se combate de diferente forma y el problema tiene otras raíces. El concepto de la paternidad responsable, contra lo que pue­da de pronto suponerse en comentarios ligeros, ha venido acentuándose en el ánimo de la comunidad. Cada vez hay mayor noción de la necesidad de limitar los nacimientos. Los hogares y los propios in­dividuos aceptan con mayor raciocinio y con menos escrú­pulos el uso de métodos an­ticonceptivos, y si es largo el camino que falta por recorrer, es incuestionable que mucho se ha logrado en este afán de formar una generación menos inconsciente de sus actos.

La procreación explosiva es un gran peligro para el mundo. De una parte existe un exagerado temor religioso, y de otra, la crasa ignorancia de muchas personas para reconciliar casos de conciencia, que solo los resuelve la conciencia. El número de hijos, ese dilema tan dubitativo en un medio donde muchos se enredan con las formas externas de la catolicidad, es decisión inalienable de la persona.

Formar la voluntad colectiva inculcando los graves peligros que le es­peran a la humanidad, que ya los está viviendo con el planeta superpoblado y con su secuela de hambre, de analfa­betismo, de delincuencia, de traumas, es el camino indicado para disminuir este caos generacional. “Dos hijos, suficiente; tres, demasiado”, reza un eslogan chino.

El aborto es acto criminal que causa graves conflictos síquicos y religiosos. Fertilizado el feto, existe un nuevo miembro de la sociedad. Destruirlo, es destruir la vida. Y la vida es el primer derecho de la civilización.

No pretendamos controlar la natalidad violentando la conciencia. Incitar al aborto es lo mismo que atentar contra la ley natural. El simple sentido común –para no meternos de moralizadores en este mundo de las distorsiones– rechaza sistemas agresivos y mutilantes como el de hacer, o en este caso deshacer, hijos por decreto.

Acaso la mejor solución en un futuro que no parece tan juliovernesco, aunque seguramente no lo verán nuestros hijos, esté en la emigración interplanetaria, para aligerar esta tierra tan congestionada y sufrida, tan generosa pero tan pisoteada por monstruos y leguleyos.

El Espectador, Bogotá, 24-II-1975.