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Archivo para domingo, 22 de mayo de 2011

Funcionarios por duplicado

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Está haciendo carrera en el país un singular estilo: la duplicación de funcionarios. Y conste, antes de seguir adelante, que no se trata de un nuevo mecanismo para comba­tir el desempleo, sino de una novedosa manera de querer meter dos personas donde solo hay campo para una.

Tal in­vención no sería del todo desca­bellada si el respectivo cargo —por lo general congestiona­do de problemas y atendido a medias— se volviera de tiempo completo, y de pronto hasta eficaz, gracias a las luces de dos cabezas, de dos corazones, de cuatro manos, de dos estó­magos, y de todo lo demás. Imposible, lamentablemente, acelerar por ese medio la administración pública, si bien claro se nota que en estas competencias, en estas rapiñas de la burocracia, se piensa más con el estómago que con la ca­beza y el corazón.

Los funcionarios así coloca­dos deben enfrentarse a los forcejeos, a las consignas, a la intransigencia del grupo contrario, y hacer de tripas corazón para conseguir, así sea a codazos o a zancadilla limpia, quedar encasillados en el presupuesto para repartir desde allí la cuota de poder que perseguía el padrino polí­tico.

La enfermedad es con­tagiosa. En Armenia hay dos contralores, dos personeros y dos tesoreros. Y lo peor es que también existen dos concejos y de momento no se distingue qué concejales ni qué funcionarios son los legítimos. Igual o parecido suceso se presenta en Melgar, en Pereira, en Dosquebradas y en varios sitios más del país. Los empleados nombrados por tan confuso procedimiento, y que parecen caminar en contravía, comienzan por lo general a despachar a la misma hora, pero en diferente oficina, posesionado uno ante el alcalde y el otro ante el juez, con las solemnidades y el mayor acopio de autenticidad posi­bles, creando no solo difíciles situaciones de hecho sino además entrabando la vida administra­tiva municipal.

La comunidad, que hasta entonces pensaba haber escogi­do sus más cuerdos voceros en el Concejo, queda desconcertada, o para ser más gráficos, viendo doble. Los municipios afectados se frenan en su desarrollo, como es obvio, al ocurrir tan reñida divergencia en los grupos y subgrupos que de esta manera pretenden apo­derarse del mando, como si no existieran mejores pugilatos.

Desenredar, a la luz de la ley, tan intrincadas posturas, demanda tiempo y resulta tarea complicada. Los funcionarios que atienden la misma posición se consideran legí­timamente nombrados. Quizás hasta intenten cobrar al mismo tiempo la remuneración. Los bancos, por su parte, que no saben a quién obedecer, terminan elevando angustiosos llamados a sus oficinas jurídicas para que les ayuden a distinguir el cheque falso del auténtico.

¡Tamaña consulta! Es lo mismo que pe­dir un salvavidas para el que está ya ahogado. Lo más pro­bable es que las oficinas principales de los bancos dispongan la devolución de to­dos los cheques municipales, ante este naufragio de la autoridad, mientras la justicia resuelve el enredo, y de paso suspendan la tramitación de todo crédito para el lugar así cercado por sus «auténticos» representantes.

No sería demasiado esperar de los grupos políticos que, antes de seguir fabricando funcionarios en serie, pensaran más en la suerte de la comuni­dad que les confió sus necesida­des. Quizás, con algo más de deliberación, no sea difícil encontrar fórmulas para repartirse amigablemente el botín burocrático.

El Espectador, Bogotá, 11-I-1975.

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El reto del desempleo

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La desocupación del hombre en esta era caracte­rizada por el estallido de prodigiosos descubrimientos y los más inverosímiles ensayos es el mayor contrasentido de nuestros días. El hombre ha ideado insólitos me­dios para explorar los misterios que durante siglos per­manecieron sepultados entre tinieblas impenetrables. La ciencia ha irrumpido a lo largo de este azaroso siglo veinte en todos los campos de lo recón­dito, de lo sensacional y lo prohibido.

Pocos son ya los secretos que se ocultan al sabio. Se viaja hoy por los espacios ultraterrestres, se invaden planetas, se reta la profundidad de los océanos, se curan enfermedades mortales con la misma facilidad con que se fabrican mortíferos ar­mamentos capaces de hacer volar la Tierra en un instante, y hasta se comete la osadía de pretender crear vida artificial.

Sin embargo, ese gigante de nuestra época, con todo su talento, con todo su poderío, con toda su audacia, que parece mantener aprisionado el mundo en la cuenca de la mano, no tiene previstos —porque ha retrocedido— remedios contra las seculares dolencias de la humanidad. Ignora el tal héroe que el hambre no se sacia con ciencia ni con luminosos ensayos de la­boratorio, ni el desempleo se combate dilapidando millona­das en la fabricación de porten­tosas armas nucleares.

La desocupación es el gran desafío de nuestros tiempos. Hay hambre porque hay desempleo. Hay vagancia porque hay desempleo. Hay delincuencia porque hay desempleo. Desde los más remotos días la humanidad supo que para subsistir era preciso trabajar. La adverten­cia bíblica «ganarás el pan con el sudor de tu frente» pesa hoy como el mayor castigo sobre este mundo menesteroso.

Pero la mesa no alcanza para todos. Y los desperdicios, lejos de nutrir, tornan agresiva a la persona que se ve desaloja­da del festín de los privilegia­dos.

Nunca había sido tan desigual el derecho a la vida. Las fuentes de la producción y el abastecimiento se merman todos los días entre el despil­farro de la clase poderosa que no entiende las penurias de los de abajo y entre el   acosamiento del planeta superpoblado que por eso mismo es cada vez más   estrecho y menos recursivo. Es la guerra del hombre contra el hombre. Mientras más millones se consumen creando las fas­tuosidades y las sutilezas de esta época donde las naciones  compiten por vanas supremacías, el mundo es más pobre.

El empleo, que es un instinto primario, es al propio tiempo un derecho divino. Debería ser el patrimonio mínimo, inaliena­ble, del individuo. Pero la dignidad está pisoteada. Se escucha con frecuencia la voz de la Iglesia convocando la solidaridad de las naciones y la sensatez de los gobernantes para procurar la justicia social. Se notan, como casos aisla­dos, los grandes esfuerzos, estériles a veces, de inquietos líderes que tienen tiempo y sensibilidad para detenerse en este capítulo de nuestra época dislocada.

Informaciones procedentes de Washington señalaban, para octubre pasado, un índice de desempleo en los Estados Unidos del 6 por ciento, equivalente a 5.5 millones de personas sin trabajo, y pre­decían que el promedio subiría al 8 por ciento hasta fines de 1975. Ese cálculo se distorsionó por completo al llegar la desocupación, en diciembre siguiente, al 7.1 por ciento, lo que sitúa la población cesante en 6.5 millones. ¿No resulta alarmante encontrarnos con un millón más de desocupados en el curso de solo 60 días en la nación más poderosa del mundo?

A las naciones pobres, como Colombia, esa ola de desempleo, con su secuencia de inseguridad, llega como un re­flujo, impulsada por la caótica crisis mundial que golpea más fuertemente a los países débiles. El desempleo en Colombia aumenta a pasos agigantados. La producción va en descenso, los inversionistas se muestran temerosos, y las fábricas, que ven reducidas sus utilidades, deben licenciar personal.

Por eso el desempleo es el gran reto del siglo y se ha convertido en el flagelo de los pueblos. Malos momentos le esperan al mundo con esa in­mensa masa flotante que no cuenta con oportunidades para su defensa. Las revoluciones siempre se han montado a la sombra de las desigualdades sociales. Pero los gobernantes sabios han encontrado mecanismos adecuados para derrotar momentos aciagos como este que amenaza el futuro de la humanidad, si continúa galopando el espectro del hambre, el mayor castigo de los pueblos.

El Espectador, Bogotá, 13-I-1975.

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Los ferrocarriles nacionales

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Las declaraciones hechas por Marco Tulio Lora Borrero, gerente de los Ferrocarriles Nacionales, so­bre la corruptela que halló en dicha dependencia prueban, ante todo, hasta qué grado se agazapan en la penumbra los salteadores del erario. Resulta inverosímil ad­mitir que semejante estado de descomposición haya podido prolongarse durante tanto tiempo, pero estamos, y esto resulta afrentoso decirlo, tan habituados a encontrarnos con un país carcomido por la in­moralidad, que esta olla po­drida no constituye noticia ex­traordinaria.

Frunce leer tanto suceso canceroso de esta cadena de atrocidades montadas a la sombra de una empresa que conserva todavía, no obstante su deformación, el símbolo de un país sano. Los ferrocarriles, que por tanto tiempo fueron  medio de poderío económico e instrumento movilizador de la riqueza de nuestros suelos ubérrimos, y que preciso es rehabilitar, se confunden con la misma historia de una Colombia mejor, de una Colombia protectora de sus bienes y orgullosa de sus valores morales.

Se ha infestado el am­biente con el virus de la degra­dación social. Respiramos po­dredumbre y nos sentimos desconcertados ante una nueva generación que vemos irrumpir con la subversión a cuestas, como salida del fango.

Quienes conocemos la trayectoria de Marco Tulio Lora Borrero sabemos que a los ferrocarriles ha llegado un hombre de bien, capaz de erra­dicar el vicio y  castigar la deshonestidad. Con su vigorosa juventud, y con sus limpios  antecedentes plasmados antes en el ámbito bancario, donde ejecutó brillante carrera que es ejemplo de superación y dinamismo, se enfrenta con coraje a esta atmósfera de desgreño y corrupción, resuelto a imponer el orden que re­quiere la difícil tarea de res­catar una empresa dominada por el caos.

Cómo reconforta ver a este hombre decidido a romper esa tradición de descalabros contra la moral pública. Sabemos que sus declaraciones son atrevidas, por lo insólitas, en un medio que se acostum­bró, con el silencio cómplice y la actitud pasiva, a dejar prosperar el libertinaje. Gra­vísimas denuncias las que formula, y valiente su postura de desenmascarar, con nombres propios y ante la faz del país, este foco de delincuencia.

Constructivo, de otro lado, su proceder de investigar primero, de ahondar en los pro­blemas, de «meterse entre el barro», antes de lanzar grandes programas de reconstrucción, como es el ritual saludo de tanto fun­cionario el día de su posesión. Los hechos en su caso han sido a la inversa. Su posesión fue so­bria, casi inadvertida, y no se comprometió con desmesura­dos propósitos que a la larga suelen traducirse en palabras ociosas. No retó a nadie, no desautorizó planes en marcha, y hoy los hechos hablan solos

Si al frente de los Ferrocarriles Nacionales, ese estandarte que debe seguir siendo un símbolo de la patria, se encuentra el ejecutivo con un expediente en las manos, es preciso que la ley sea implacable para castigar a los culpables. Que llegue rápido, como se prevé, la recom­posición moral, con pulso firme y sin vacilaciones, para sacar de la ruina económica a esta gloriosa y maltrecha entidad.

Hablar claro debería ser la premisa del momento. Pero sin alarmismos ni estériles desafíos. Y hacerlo sin temor y con pruebas, sin tanto anuncio ni palabrería. Así se construyen las verdaderas obras.

El Espectador, Bogotá, 29-XII-1974.

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El principio de autoridad

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A propósito de los sucesos la­borales ocurridos en el Banco Popular, cuyo desenlace es bien conocido, vale la pena detenernos en un aspecto que constituye uno de los pilares so­bre los que se asienta la seguridad empresarial. No es posible concebir la buena marcha de ninguna or­ganización si se debilita el principio de autoridad.

El Ministerio de Trabajo, luego de largas conversaciones con las partes del conflicto y después de agotar sus recursos de mediador, y viendo de otro lado que la entidad estaba exenta de los cargos que se le imputaban, declaró la ilegalidad del movimiento y autorizó a aquella para que efectuara los despidos del personal que persistiera en el paro.

Los directivos del Banco fueron prudentes para ejercer dicha facultad, en beneficio tanto de su propio personal como de la tranquilidad pública que se veía seriamente amenazada, y dejaron trans­currir dos días para efectuar algunos despidos, después de inútiles llamados al trabajo. Bueno es registrar que la mayoría atendió y entendió esta invitación, desde el primer momento los más, y otros con mayor lentitud y comprensible solidaridad para con sus compañeros en huelga.

La normalidad se fue resta­bleciendo. El Banco fue sereno en la aplicación de la medida de despido. El personal que seguía en paro era cada vez más escaso. Sucede en estos movimientos masivos que las noticias no solo son confusas y contradictorias sino que además se recogen muchas veces sin ahondar en su autenticidad, contribuyendo así a enredar más la situación.

Se dijo, por ejemplo, del paro de 6.000 empleados, noticia que pasó de un periódico a otro. Resulta que la nómina total es de 5.000 personas, de las cuales deben deducirse los directivos tanto de la casa principal como de las regionales y un buen número de empleados que se habían marginado del movimiento.

Se seguía, con todo, insistiendo en una cifra voluminosa, y esto no obstante que en los tres días siguientes el éxodo hacia la legalidad era cada vez mayor. Se creaba, con ello, flaco servicio al mismo Gobierno con estas noticias distorsionadas que calaban en el ánimo de otros sindicatos y sobre todo de personas interesadas en pescar en aguas revueltas para estimular los anunciados paros de solidaridad, cuando lo cierto era que el movimiento estaba prácticamente extinguido.

Se alarmaba, además, con la noticia de despidos a granel y en ocasiones los cálculos llega­ban a cifras escandalosas, como la de 1.500 registrada en algún periódico e hinchada en ligeros no­ticieros radiales caracteriza­dos por el sensacionalismo. Bien valdría la pena, en honor a la verdad, que se diera a conocer el número de des­pidos, para que pueda apreciarse con la honradez que persigue esta nota la exacta proporción de los hechos, y para sentar un precedente en favor de la deseable mesura en casos de tal naturaleza.

Con bastante conocimiento de causa creo que los despidos no fueron mayores del cinco por ciento de la nómina total, lo que prueba la prudencia y magnanimidad del Banco, que, aun con las herramientas legales en su po­der, continuaba tres días después de decretada la ilegalidad repitiendo continuos llamados al personal que insistía en su intransigencia.

Comenzó a flotar en el am­biente la amenaza de un paro general de la banca. La misma actitud que en el gobierno de Lleras Camargo se suscitó y que fue reprimida y derrotada con mano fuerte, como lo aconsejaba la paz de la nación.

La situación interna del Banco Popular estaba controlada. Se hablaba con beneplácito de un acto de autoridad, de un magnífico precedente, y la opinión, que camina con tanta propiedad por calles, cafés y tertuliaderos, predecía mal destino para el anuncia­do paro de solidaridad, si el Gobierno se mostraba firme en sus propósitos.

De un momento a otro el ministro de Trabajo celebró, sin la firma del presidente de la institución, un acuerdo con el sindicato mediante el cual se legalizaba lo que se había decretado ilegal. Los despe­didos quedaron reintegrados al trabajo, como si nada hubiese sucedido. Acaso fue dada esa absolución para despejar la Navidad y para sosegar, en época  tan  impropicia y por eso mismo bien escogida por los líderes, la paz laboral, si era que realmente estaba tan afectada como de pronto se podía estar especulando.

Pero se ha dado, entre tanto, duro golpe al principio de autoridad. Y no sólo para el Banco Popular. Hay, de por medio, asuntos de derecho. Ojalá, y así debe desearse, no se quebrante la autoridad empresarial, que es la propia autoridad del país, con actos como este. Debilitada se ve, en efecto, la imagen del patrono con esta reversión. Su autoridad, y esto no puede dudarse, ha quedado dis­minuida. Pueden derivarse grandes perjuicios, a menos que se encuentren fórmulas salomónicas.

Ojalá se entienda esta nota con el ánimo constructivo como está inspirada. Que por lo demás, al resultar su autor parte del proceso, lo que no le impide opinar desapasiona­damente como si no lo fuera, no abriga retaliaciones y menos malquerencias dentro de su ámbito de trabajo. Se puede en este caso separar muy bien el funcionario del Banco del articulista.

Es la suya una manera franca y bien inten­cionada de expresar in­quietudes que puedan aportar, como es su deseo, algo positivo dentro de este don precioso de la libre y respetuosa opinión. Nada tan deseable para él como que los reintegrados al trabajo rectifiquen actitudes rebeldes, motivados acaso por la bene­volencia con que se les trató, aseguren sin falsos temores su tranquilidad y todos contribuyamos a la armonía laboral.

Deplorable, sin lugar a dudas, el retiro del doctor Eduardo Nieto Calderón, el forjador del Banco y quien hasta último momento luchó por la vigencia de sanos principios. Ojalá que su fuerza moral, que redimió del desastre a esta entidad resquebrajada, marque pautas para que el Banco Popular sea cada día más grande.

Me asalta, de repente, y cuando aún desconozco qué medidas colaterales estudiará el Gobierno en su sabiduría, el temor de que si se debilita el principio de autoridad, tanto en el Banco Popular como en cualquier institución, las cosas no marcharán bien. Salvemos, por eso, esa regla de oro de la administración.

El Espectador, Bogotá, 22-XII-1974.

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La cordura de la Policía

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando está ya dominado el brote subversivo en el Banco Popular y se ha reconquistado uno de los principios básicos de cualquier conglomerado –la autoridad–, anuncian ahora algunos sindicatos, con ligereza que asombra por lo descabellada, y que nos sentimos inclinados a suponer que será rectificada, el inten­to de un paro bancario a escala nacional como solidaridad por los «atropellos» cometidos.

Debe dejarse sentado, sin equívocos, que no podía existir mayor flexibilidad ni mayor dosis de tolerancia, lesivas inclusive para la tranquilidad pública y para la disciplina del trabajo. Directivos y emplea­dos sufrieron, ellos sí, tra­tamientos denigrantes, hasta el extremo de verse desalojados por los huelguistas de los propios sitios de trabajo. El Gobierno, en acto que lo enaltece, medió hasta el cansancio para hacer entrar en razón a los autores de esta aventura de dudosa ins­piración.

La ilegalidad del movimiento fue decretada con exceso de motivos. Se piensa, inclusive, que la acción gubernamental ha debido adoptarse desde el primer momento, ya que se estaba atentando contra la legalidad del país, pero esa dilación pone más de bulto el ánimo reconciliador del Gobierno, que, en asocio del Banco, pretendió hasta el último instante que se recti­ficara la equivocación.

Devuelta la calma tras el desalojo de los amotinados por la fuerza pública y los mesura­dos despidos que hizo la em­presa como último recurso, se quiere ahora motivar un paro nacional con el argumento de que la Policía procedió con violencia, a más de la insisten­cia de que el Banco está violando sus compromisos la­borales.

Argumentos ambos delezna­bles. El último, despejado hasta la saciedad. Y la im­putación que pretende hacérsele a la Policía por malos tratamientos se cae por su propio peso. El país entero es testigo de la forma equili­brada como procedió.

El país está orgulloso de contar con una Policía dis­ciplinada, tolerante y cordial. En este episodio bancario dio sobradas muestras de prudencia y raciocinio. Y de firmeza. Porque la cordura, el ánimo de persuasión, la decencia no excluyen el ejercicio del mando. Son factores que se entrelazan.

Si en contados casos, como lo reportan las no­ticias de prensa, tuvo que emplear la fuerza, fue para contrarrestar la rebeldía ciega. Lamentable sería que, en su defecto, hubiera flaqueza o indecisión para imponer la normalidad.

Ha dado ejemplo la Policía de alto grado de civilización. En la fuerza pública está finca­da la seguridad del país. Y que no se intente convertir en víctima, en tirano, al sufrido policía, ese abnegado y mal re­tribuido servidor de la comunidad, para rebuscar estériles y absurdas solidaridades. ¿Será lógico solidarizarse con la ilegalidad?

Frágil esfuerzo este de querer comprometer al personal bancario en otra aventura. Mal negocio, por otra parte, pues los empleados conscientes no le marcharán a una consigna que, de for­malizarse, nacería muerta. ¡Más sensatez, por favor! Deseamos un sindicalismo fuerte, pero pensante. Un sindicalismo de diálogo, de logros efectivos.

El país re­quiere, reclama madurez en sus líderes sindicales. En ellos reposa gran parte de la seguridad pública. Es una fuerza de equilibrio que necesi­ta la empresa. Si no existe o se ejercita mal, se caerá en la anarquía. Pero rechacemos los movimientos torpes, que ningún bien le hacen ni al empleado ni al país.

Va para la Policía la ad­miración por su manera de actuar en esta emergencia. Que no regresemos, por Dios, a pre­téritos hechos de escalofriante recordación, caracterizados por el barbarismo, en contraste con este policía de nuestros días, una garantía para el país por su comportamiento humano y edificante.

El Espectador, Bogotá, 16-XII-1974.

* * *

Comentario:

Un juicio equilibrado y sensato como el que aparece en este escrito tanto desde el punto de vista laboral como el de intervención de la fuerza pública son prudentes conceptos para una sociedad contemporánea desordenada, sin valores y siempre predispuesta a la subversión. Menos mal que aún quedan muchos valores y hombres que poseen la equidad en el don de la expresión y hacen menos ásperas las controversias de común ocurrencia en nuestro diario trajinar. Teniente coronel Samuel Rojas Castro, comandante Departamento de Policía Quindío.

 

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