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Archivo para domingo, 22 de mayo de 2011

Las huelgas absurdas

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El paro intempestivo ocurrido en el Banco Popular que obligó el cierre o el servicio deficiente en varias oficinas, debe dar motivo para re­flexionar en la trascendencia de estos actos que se salen de los cauces de la ley y provocan perturbación del orden jurídico y de la tran­quilidad pública.

No se ve fundamento de peso para que el sindicato reclame por este medio la atención de asuntos administrativos. A los pocos meses de suscrito el laudo arbitral que puso, o pareció que había puesto término al diferendo, con notorias conquistas laborales (las que, con todo, de entonces a hoy se han debilitado en la medida que crece despropor­cionadamente el costo de la vida), se rompe de nuevo la armonía del trabajo con este sorpresivo cese de actividades.

Si no se ha trazado la nueva curva de salarios —de cuya junta hace parte el propio sindicato—, que es uno de los argumentos expuestos, tam­poco ha expirado el término para implantarla; si se can­celan por justa causa unos contratos, debe acudirse a la justicia laboral si se considera que la empresa procedió con arbitrariedad; si se efectúan traslados que puedan creerse lesivos para los afectados, estaría primero el diálogo con los directivos y luego el procedimiento de tocar las puertas de la justicia. No debe perderse de vista, desde luego, la facultad del patrono para mover al personal dentro del rodaje de la administración.

La invocada persecución sindical, el desconocimiento de derechos, la violación de convenios, si los hubiere, que se denuncien con pruebas y no se proceda sobre conjeturas. Lo censurable es adoptar las vías de hecho y perjudicar a la gente que requiere los servicios del banco.

Los que vivimos del salario aspiramos, como algo elemental, a conseguir cada vez mayores ventajas. Sobre ese salario reposa el bienestar de la familia. Y debemos, a to­do trance, defenderlo. Pero que sea por  medios pacíficos, por sistemas razonables.

Los desbordes laborales, cuando se tornan agresivos, no se caracterizan por la sensatez, ni por el debate de ideas, ni por el equilibrio numérico. Lo mismo en la empresa, que en la universidad,  que en la calle, existe una inmensa masa silenciosa que parece marginada, casi que indefensa, y que muchas veces camina detrás de las huelgas como idiotas útiles.

Prohíbe la ley la huelga en los servicios públicos. Y la banca es servicio de primera necesidad. Sin embargo, la ley ha sido retada y violada. Grave precedente que atenta contra la normalidad de nuestro país jurídico.

Son grandes los trastornos para el banco e inmensos los perjuicios para la clientela. En el momento de escribir esta nota, van tres días de sus­pensión de labores. Tres días de perplejidad y desconcierto. El Banco Popular se ve frenado de repente en sus propósitos de servir a la comunidad, precisamente en época congestionada y de grandes apremios.

Sea desde donde se contem­ple el panorama, bien desde el propio recinto de la entidad afectada —en medio de la turbulencia del grito o de la desazón del espectáculo deslucido—, o desde la calle, como simple espectador o como damnificado, mortifica y hasta desespera la demora para arreglar el conflicto. El banco, la clientela, el país, los emplea­dos, todos han recibido per­juicios.

¿Y la ley? Digamos que la ley no debe desquiciarse. Digamos también que, por encima de todo, debe pre­valecer la justicia. Pero no es redundante afirmar que el precedente de tres días que van corridos en el cese de un ser­vicio público es pésima coyuntura para sostener la balanza de la ley.

Es preciso que haya medidas para garantizar la paz del salario, la confianza en las instituciones y la tranquilidad del país.

La Patria, Manizales, 10-XII-1974.

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Carmelina Soto

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una rauda, entusiasta caravana partió de Ar­menia a Manizales como séquito privilegiado de Carmelina Soto. La cita era en la sala cultural de La Patria.  Pocos esce­narios como este, cuna de los más nobles cultores de la inteligencia, para que Carmelina leyera algu­nos de sus poemas de Tiempo Inmóvil. Fue una velada solemne e inolvidable. El dueño de casa, doc­tor José Restrepo Restrepo, señor de la hidalguía, y una pléyade de la intelectualidad caldense, espera­ban el arrebato de las musas en la voz encarnada, hecha palpitación, de esta admirable mujer que es mito y vida a un tiempo.

Poemas de entrañables profundidades, son co­mo mariposas suspensas en los abismos del tiempo, presas de misteriosas irradiaciones. Porque el hálito que inspira el pensamiento de Carmelina Soto se detiene a veces como saetas sorprendidas. Su poesía es explosión, es arrebato. Le canta a la vida. Los sentimientos se vuelcan, se hacen transparentes y afloran con raíces de trigos y con presagios de «iné­ditas auroras». Si en ocasiones saborea el amargo del vino y muestra el gesto desdeñoso y el ademán convertido en tormenta, es solo una afirmación vital.

Carmelina le canta a la vida. Es un canto de perenne emoción, de airadas melodías. Sus versos son tempestad, soledad, nostalgia, y antes fueron llama, claridad y vida. Se recorre su poemario como sobre un manan­tial de diáfanos destellos. Verso humano el suyo, palpitar estremecido, que desdobla recónditas emo­ciones.

Carmelina Soto, mujer de América. No se es poeta impunemente. Estos aires raizales recibieron ya el polen fecundo y caminan por los contornos del continente llevando el sabor del trigo y transmi­tiendo el éxtasis de la palabra enamorada.

La Patria, Manizales, 28-XI-1974.

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La Línea

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El tramo carreteable de mayor incidencia para la economía de la nación anda en constantes apuros. Siempre ha sido un paso difícil este de La Linea. No son muchos kiló­metros  los  que  van de Cajamarca a Calarcá y su recorrido se hace, al paso regular de un automóvil, en una hora. El doble, y quizá más, gasta un vehículo de carga. Es un trayecto básico, como que se trata de coronar el punto más alto de la cordillera para poder unir dos grandes pedazos del mapa separados por una naturaleza agresiva.

Es un recorrido lento, escabroso y azaroso. Hay momentos en que el motor, por más templado que se encuentre, trata de re­belarse. Los vehículos suben a paso de tortuga, en lucha contra un tránsito pesado y contra las amenazas de un terreno sembrado de obs­táculos. Luego se desciende con la máquina en acecho y los nervios en punta, abriéndose paso por entre riscos que parecen bambolearse en la altura.

Muy pocos colombianos ignoran las características de esa carretera. Es la vía de mayor importancia para el país. Por ella transita la carga que se recibe y se entrega en Buenaventura, puerto clave de nuestra economía, y se transportan los grandes recursos del occidente y del sur. Por más atención que ha recibido, con fuertes erogaciones presupuestales, nunca se ha logrado normalizar su servicio. Ni se conseguirá, pues la lucha contra la naturaleza es dispareja. Aun en tiempo normal la vía ofrece no pacas dificultades.

Cuando no es un barranco que se despren­de cerrando el tránsito y exponiendo  vidas, es un vehículo de alto tonelaje que se queda atravesado en cualquier curva, inmóvil como la roca contra la que logró sostenerse, obstruyendo  durante horas, y a veces durante días —y esto no es exageración—, el tránsito afanoso que avanzaba en ambos sentidos.

El invierno agrava el problema. Los derrumbes son frecuentes no solo en el paso de La Línea, sino a lo largo de todo el trayecto Ibagué-Armenia, por tratarse de una zona erosionada y propensa a los deslizamientos. Su conservación no solo demanda mucha técnica, ma­quinaria y operarios, sino que debe atenderse a un costo muy elevado. Y lo que es peor, existe una permanente amenaza de catástrofes por las montañas que a cualquier momento pue­den derrumbarse y por el riesgo del tránsito en esta zona de difícil acceso.

Se viene insistiendo, desde mucho tiempo atrás, en la necesidad de abrir una vía diferente. Hay estudios adelantados y proyectos concretos, con altas inversiones y a largo plazo, como que se trata de una obra gigante, de gran in­geniería. Pero hay que comenzar.

Se anuncian hoy soluciones apropiadas para Quebradablanca. Esto sucededespués de que el pro­blema hizo crisis con pérdida de vidas y con inmensos daños materiales. No es tarde para actuar con mayor decisión en el caso de La Línea. Las últimas noticias indican que los derrumbes son permanentes, activados por el crudo invier­no.

Antes que lamentar una nueva catástrofe, no es mucho pedir que las autoridades determinen si la vía debe seguir siendo transita­da o si es mejor bloquearla del todo, aun a riesgo de eventuales trastornos, mientras se ofrecen mayores seguridades. No es tarde tampoco para re­vivir los proyectos de la otra troncal y poner la primera pie­dra, o dar el primer plazo en esta obra fundamental para el desarrollo del país.

El Espectador, Bogotá, 23-XI-1974.

La violencia urbana

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cayó sobre los campos de la patria, en un pasa­do que aún irrita la sensibilidad, el azote de la vio­lencia como una maldición de Dios. El agro, que ha sido siempre el mayor testimonio de la Colombia próspera, se tiñó de sangre y de ignominia. Las hor­das del fanatismo revolvieron las entrañas de la tie­rra, arrasaron las cosechas, cobraron vidas al cla­mor de los partidos y sembraron la desolación y el odio. Era como un virus que se inoculaba, insensi­blemente, en la médula del pueblo despavorido y que conturbaba la conciencia y estremecía el espí­ritu. Panorama trágico aquel, no desdibujado aún del todo, donde el salvajismo, con sus más extrava­gantes expresiones, se desbocó por campos y vere­das cual fiera indómita.

Pasada la borrasca, como en las siniestras no­ches del Apocalipsis, no se desvaneció por completo la impresión de la furia que podía despertar a cualquier momento, y las generaciones se fueron renovando con taras imposibles de remediar. Toda una época de choque, de trauma, seguía galopando en el recuerdo del país. Se habían abierto cicatrices que marcarían la más sombría imagen de la vio­lencia absurda donde «hermanos a hermanos ha­cían la guerra», se mutilaban y se sacrificaban al grito de la insensatez, sin causa ni intención.

Vino luego la calma, que no la paz absoluta. Los campos, que habían quedado desolados, comenzaron a renacer. Algunos labriegos, con su fardo de heri­das y de temores, regresaron a la tierra. Otros clau­dicaron para siempre. Se olvidaron de los montes apacibles, de los atardeceres esplendorosos y de la vida fácil en medio de surcos y de cosechas. Allí, entre aquella tierra regada con sudor, estaba parte de sí mismos al teñirse con sangre de su pro­pia generación.

Muchos –que nadie podrá precisar en su mag­nitud– llegaron silenciosamente, medio corridos y medio optimistas, a las ciudades. Así, de perfil, se fueron deslizando por entre las moles de cemento. Admiraron, quizás, los largos edificios que se empi­naban como gigantes o como seres ultraterrestres, o las chimeneas de las fábricas que resoplaban vida industrial, o el bullicio que parecía transmitir atrac­tivos mejores que los de sus suelos asustados.

Mal podían comprender que habían ingresado a la masa amorfa de los grandes centros. Las ciudades se fue­ron alargando, se fueron extenuando. Era un crecimiento atropellado que creaba naturales trauma­tismos. Llegarían más tarde las invasiones, los cuellos de botella, los cordones de miseria.

La violencia, sin advertirlo las propias víctimas, se estaba trasladando del campo a la ciudad. La paz que se pretendía encontrar lejos de los escenarios agrestes huía, irónicamente, de nuevo a ellos. Restablecidos estos en su tranquilidad tras len­to proceso de reflexión del país y de firmeza de sus autoridades, sus antiguos moradores, víctimas aho­ra, acaso inconscientes, de los sobresaltos urbanos, nunca habrían de regresar a sus fundos. El drama no puede ser más patético ante este éxodo que re­sulta inadaptado al propio tiempo para la ciudad y el campo.

El auge de las ciudades trajo a la larga una violencia peor que la rural. Los problemas socia­les se multiplicaron hasta provocar la crisis que hoy soportan los centros. Los facinerosos, expertos en pescar en río revuelto, cambiaron también de esce­nario.

En lenta y casi imperceptible sangría diaria terminaron con la paz de las ciudades. La delincuencia se engendra, crece y se multi­plica en los centros. La niñez abandonada, la pros­titución, el atraco, el raponazo, la asonada nunca han germinado en los campos. Son hierbas exóticas que repudia la naturaleza campesina pero que estimula el urbanismo. Existe un velo de humo que no deja ver toda la densidad del drama.

Ayer fueron varios agentes del orden que explotaron en una maniobra cobarde. Después, el intento de volar una estación de policía. Luego, siete muertos en Cali, y la ciudad conmocionada por el alza de tarifas. Hoy, una niña secuestrada. Y todos los días, a cada rato, la piedra, la víctima que grita ante el atropello, el negocio saqueado, el muerto por la violencia del tránsito, la adolescente violada, la madre despavorida, la pandilla que irrumpe con su mascarilla de pánico y de muerte…

Es la época del desenfreno. La angustia se adue­ñó de nuestros días. La violencia asusta en las ciu­dades. Lejos, sepultado quizá para siempre, yace el fantasma de los odios políticos. Pero por los ríos humanos de las urbes camina y se agiganta el es­pectro de la violencia torpe y encarnizada. Como contrasentido, faltan brazos en el agro para las fértiles y tranquilas campiñas que se solazan, au­sentes de cultivos y de estímulos, y que parecen llo­rar de nostalgia, mientras la patria sangra por otra herida.

El Espectador, Bogotá, 4-XII-1974.

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La resurrección de un banco

domingo, 22 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Diecisiete años dedicados de lleno al servicio de una idea ha­blan, por sí solos, de la impor­tancia del hombre que reci­bió una entidad quebrada física y moralmente y la entrega hoy no solo saneada sino además convertida en uno de los mayores estamentos sociales del país.

Corría el año de 1957, cuando el país comenzaba apenas a despertar del marasmo de la dictadura y cuando sus instituciones esta­ban postradas en absoluto traumatismo, y fue entonces cuando llegó al Banco Popular el doctor Eduardo Nie­to Calderón, hombre de visión extraordinaria y de una mística sin desfallecimientos, que el país no tiene cómo pagarle, e inició el milagro de resucitar a uno de los muertos de la tiranía.

Nadie ignora lo que era en­tonces el Banco Popular. Creado con saludables miras, bien pronto cambió sus derroteros hasta caer en el caos más absurdo. Si se había pretendido democra­tizar el crédito y romper la tra­dición de la banca inflexible y ortodoxa, los malos manejos desviaron esa finalidad e impusieron la peor época del abuso y la inmoralidad. Por algo se identifica al cheque del Banco Popular, en aquellos remotos días, con el signo del descrédito y la vergüenza pública.

Tras perseverantes jornadas de sacrificios y en una labor callada y no siempre jus­tipreciada, florece hoy una institución respetable, orgullo para Colombia y envidia para otros que no han logrado hacer lo mismo. Robustecido en sus finanzas, con amplias reservas que le garantizan sólida posición económica, en con­traste con la endemia de aquellos días, este instituto de crédito ha desarrollado reales programas de beneficio para las clases menos favorecidas y ha contribuido positivamente al progreso de la nación.

No hay empresa, ni programa, ni calamidad, donde no haya esta­do presente el Banco. Pocas entidades, para no decir que ninguna de su género, poseen la gama de servicios que dispensa el Banco Popular.

Detrás de este poderoso engranaje ha estado vigilante, con la fe del carbonero, un hombre que tuvo confianza en el país. El doctor Eduardo Nie­to Calderón devuelve hoy, engrandecida, una institución que había recibido maltrecha, y se retira satisfecho de haber redimido del colapso a esta agencia del Estado que había torcido su destino y que es ahora, gracias a su dinamismo, a su prudencia y a su pulcritud, uno de los pilares más elocuentes del servicio público.

Deja, en lo cultural, un patrimonio que se hallaba dilapidado. La Biblioteca Popular, lo mismo que el Museo Arqueológico, son muestras de la sensibilidad que lo ha llevado a inyectarle humanismo a los fríos ámbitos bancarios. No debe la banca contentarse con producir rendimientos, sino que debe abrir canales para preservar las expresiones culturales. Haciendo cultura se hace pa­tria.

Si resulta deplorable el retiro del doctor Eduardo Nieto Calderón de la presidencia del Banco Popular, justo es que descanse de una labor que, de otro lado, debe resultarle ago­biante después de 17 años de luchas, de vigilias y de sinsa­bores, pero sin duda también de íntimas complacencias. Las obras grandes suscitan envidias y recelos, aunque también mueven ocultos afanes de superación, no siempre posibles, pero al fin y al cabo productivos para no dejar enmohecer la competen­cia.

El mejor homenaje para el doctor Eduardo Nieto Calderón sería el de imitar su obra, que tanto bien le ha hecho al país, y aprender que con fe y tenacidad se estructuran mejores hechos que con vanos alardes.

El Espectador, Bogotá, 23-X-1974.

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