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Archivo para lunes, 12 de diciembre de 2011

El caballero silenciado

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A Eduardo Caballero Calde­rón le quedaron debiendo el Premio Nóbel de Literatura. Y el Premio Cervantes. Como era hombre sencillo, discreto y silencioso, que se apartó del mundanal ruido para vivir su mundo interior, se mantenía alejado de ambiciones y no se prestaba para los artificios de la fama. Su literatura, que no fue de concurso, vale por sí sola. Hoy se halla traducida la mayoría de lenguas universales, y su nombre, que se hizo célebre  en las letras como el creador de Tipacoque, está asociado a la grandeza de Colombia. De su prosa castiza y fecunda brotaron páginas vigorosas que dejan pintado con realismo mágico el alma campesina de las breñas del Chicamocha.

Vivía enamorado de Colombia, vibraba con sus angustias y se sentía perplejo ante tanta atrocidad y tanta corrupción. Cuando en 1977 se le tributó gran  homenaje nacional –en asocio de su hermano Lucas y de su primo Enrique Caballero Escovar– expresó lo siguiente, como si hablara para los días actuales: “¿Podríamos esperar de un Estado pragmático y mercantilista algo distinto de una justicia tuerta, una Universidad descuartizada, una inseguridad crecien­te y una moral en quiebra?, ¿de un Estado que no representa a la Nación y es sólo el cáncer administrativo que la está  devorando?».

Dos años más tarde lo visité en su hacienda de Tipacoque, y allí, bajo el embrujo del paisaje y el cobijo de la tierra nutricia, hablamos de Colombia y sus desventuras. Era un tema incrustado en lo más profun­do de su sentimiento. Sus obras describen la tragedia del hombre contemporáneo, inmerso en grandes soledades. Tipacoque, Diario de Tipacoque, El Cristo de espaldas, Siervo sin tierra, El buen salvaje, entre otros de sus libros, son viva demostración de su inquietud por la suerte del hombre.

Hace dos meses volví a encontrarme con él en su aparta­mento capitalino, donde vivía como un ermitaño rodeado de libros y recuerdos, y otra vez afloró el nombre de Colombia como una frustración irredimible. Hablamos de este desastre nacional que ya no permi­te pensar ni respirar; y de su clase dirigente carcomida por la ineptitud y la inmoralidad; y de las penurias del pueblo a manos de los explotadores de siempre; y del atentado contra el florecimiento de los cam­pos y el progreso industrial del país… En la tertulia no podía faltar la mención de la carretera pavimentada que no alcanzó a llegar a su tierra, y por la que tanto luchó en sus notas periodísticas.

Me manifestó que se había cansado de escribir. Desde 1986, al ser asesinado Guillermo Cano, su voz se silenció. El país entero escuchaba su silencio como el grito vehemente de los inconformes que él  representó. Ya había escrito cuanto tenía que decir, no sólo en la prosa comba­tiva del periodista, sino en la galana del ensayista, del novelista y del cuentista que ha forjado una de las obras más sustantivas de las letras castellanas.

Eduardo Caballero Calderón no murió de calendario, a pesar de sus 83 años, sino de cansancio de vivir. Murió de dolor de patria. Lo mató la soledad. Con el fallecimiento de su esposa, Isabel Holguín, fue como si hubiera quedado con el alma rota. En 1983 escribió en el Magazín Domini­cal de El Espectador una hermosa página dolorida, que es la demostración de su angustia de vivir, donde confiesa:

«Duré un año entero, más de un año, sin atreverme a escribir cuando murió mi mujer. Mi soledad era espantosa y la necesidad de dialogar con ella, de preguntarle por qué me había dejado solo, por qué no me había dejado ir primero, puesto que yo, sin ella, soy un minusválido (…) Muerta ella, dentro de mí murió lo mejor de mí mismo. Mi soledad es su ausencia. Pero volví a escribir para escapar a la locura, a la melancolía, al terror…»

Ahora rompe el silencio final para unirse con su compañera eterna más allá de las estrellas, en diálogo infini­to. Sus cenizas serán llevadas a la capilla de Tipacoque. Y crecerá la leyenda del escritor solitario que, cantándole a Colombia, inmortalizó el alma de su gente sencilla, aquella de las riberas ariscas del Chicamocha, «donde los hombres son buenos, transparentes y silenciosos como el agua». Con estas palabras dibujó su propia alma transparente.

El Espectador, Bogotá, 8-IV-1993

 

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De Andalucía a Boyacá

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

“Profundizar en el cono­cimiento de su aldea es ser hombre universal» dijo Tolstoi. Con esta sentencia, el médico Alfonso Vargas Rubiano se dedicó, desde sus hoy lejanas aulas del Colegio de Boyacá, a indagar sus ancestros andaluces. A lo largo del tiempo fue uniendo, primero con la curiosidad del estudiante y más tarde con la paciencia del investigador, los tramos que lo separaban de su tronco paterno, el conquistador Juan de Torres.

Cuatro siglos debía atravesar hasta situarse en el año 1535, en el hogar de don Juan y su esposa, Leonor Ruiz Herrezuelo, de quienes proviene don Gonzalo Vargas Torres, padre del historiador. El matrimonio español se establece luego en Boyacá y da lugar a una abundante prole que se ha multiplicado hasta llegar a los Vargas Rubiano y a otras familias numerosas. El bisabuelo David Torres Solano fue presidente del Estado Soberano de Boyacá en el siglo XIX. Hoy van 17 generaciones.

El conquistador don Juan de Torres tuvo un hijo mestizo, Diego de Torres, el célebre cacique de Turmequé, uno de los personajes más interesantes de la historia boyacense. En este árbol genealógi­co se sitúan diversas figuras con notoriedad en la vida de Boyacá y del país, que el médico Vargas Rubiano se encarga de explorar con precisión histórica, para descubrir y concatenar sus propios orígenes.

En este siglo se destaca Calixto Torres Umaña, eminente pediatra y tratadista a quien el presidente López Pumarejo nombra ministro de Educación, cargo que no le es posible aceptar. Torres Umaña ocupa en 1946 la rectoría de la Universidad Nacional, y hoy, en reconoci­miento a sus excelsas condiciones científicas, el hospital San Juan de Dios tiene bautizado con su nombre el pabellón infantil.

Hijos de Torres Umaña son Fer­nando Torres Restrepo, famoso neu­rólogo graduado en la Universidad de Minnesota, y Camilo Torres Restrepo, el legenda­rio sacerdote guerrillero que escri­be, en sólo 37 años de vida, una de las historias más apasionantes de la sociología revolucionaria del país. «Desde pequeño –declara su madre– manifestó su solidaridad con los explotados e inmenso amor con los humildes». Este germen por la justicia lo había recibido de don Juan de Torres, conocido como el «gran defensor de los miserables».

Carlos Arturo Torres Peña, abo­gado, periodista y poeta, fue minis­tro del Tesoro y Hacienda en el gobierno de Marroquín, y autor del libro Idola Fori,  uno de los ensayos más notables que se han escrito en Colombia sobre filosofía política. En los tiempos actuales son muy conocidas las dotes de los hermanos Vargas Rubiano, dinastía boyacense que le ha pres­tado grandes servicios al país desde diferentes campos de acción.

El autor del libro reseñado (lujosa publicación ejecutada por otro miembro de la misma estirpe, Carlos Arturo To­rres Acevedo, propietario de Litografía Arco) goza de merecido descanso después de haber ejercido posiciones tan brillantes como la de decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional, miem­bro del Consejo Académico, funda­dor del departamento de Pediatría y presidente de la Sociedad Colom­biana de Pediatría.

Gonzalo fue ministro de Educación, magistrado de la Corte Suprema de Justicia y el primer revisor fiscal del Banco Po­pular. Hernando, destacado arqui­tecto, es autor de los planos del hotel Sochagota. Helena heredó de su madre no sólo el nombre sino las virtudes de la raza boyacense. Car­los Eduardo ha sido alcalde de Tunja, jefe de relaciones públicas de la Flota Mercante Grancolombiana, gobernador de Boyacá, perio­dista… y algo inseparable de su personalidad: acordeonista, al más alto nivel, de la imagen de Boyacá.

El Espectador, Bogotá, 5-IV-1993.
Magazín Pro Boyacá, mayo de 1993.

* * *

Misiva:

Tu generoso comentario sobre De Andalucía a Boyacá no solamente compromete mi gratitud sino la de mis hermanos. Muy complacido de que mi estudio de tantos años comience a ser apreciado por cuantos, como tú, queremos a nuestro terruño boyacense y a nuestra Colombia. Alfonso Vargas Rubiano, Bogotá.

 

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