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A los 3 años de la muerte de Germán Pardo García

jueves, 15 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

(Carta al escritor boyacense Vicente Landínez

Castro, en su escondida y callada Barichara).

La añoranza que haces so­bre los últimos días de Balzac, cuando casi ciego y moribundo le garrapateó a su amigo Teófilo Gautier aquel men­saje doloroso –»ya no puedo leer ni escribir más»–, ha despertado en mí otro recuerdo: el del mis­mo Gautier quien años después moriría con la pluma en los dedos, a pesar de la prohibición que le había hecho el médico para que siguiera es­cribiendo. Gautier, vencido por terrible enfermedad, estaba casi paralizado. Y no se sometió a la inactividad. Ambos hechos, que enaltecen la pasión de escribir, los protagonizan seres superio­res. A ellos se suma Germán Pardo García, cuyos últimos días (hablemos de todo un año) representan una grandiosa tragedia griega, digna de los dioses.

Esto, sin embargo, no lo han apreciado los colombianos. Al­gunos ni siquiera saben que el poeta nació en Colombia. Sus cenizas duermen olvidadas en un cementerio ajeno, muy cu­biertas de cemento para que no se las lleven a su patria verdade­ra: Choachí. Por eso, Vicente, mi libro sobre Germán Pardo Gar­cía –que el Instituto Caro y Cuer­vo pondrá pronto en circulación– es importante. No por su valor literario, sino por lo que defiende y deja como testimonio de admiración.

Ese libro hace falta, y esto no es ninguna vanagloria mía. Es que, sencillamente, a Pardo Gar­cía han dejado de tributarle los honores que merece. Algunos no sólo lo ignoran sino que además lo menosprecian. Casi nadie se acuerda hoy en Colombia de este genio de la poesía. En Méji­co, en cambio, la poetisa Car­men de la Fuente va a publicar una antología de nuestro com­patriota.

Esa es, por otra parte, la ingratitud humana. En Arme­nia, donde viví por tantos años y donde conocí además el alma de sus escritores, hoy no saben quién es Eduardo Arias Suárez, acaso el mejor cuentista que haya tenido Colombia. Ni Antonio Cardona Jaramillo (Antocar), ni Jaime Buitrago Car­dona, ni Fernando Arias Ra­mírez, ni Baudilio Montoya… Corriendo los tiempos, entran ya en los abismos del olvido, a pesar de que sólo ayer se fueron de la vida, escritores de la talla de Euclides Jaramillo Arango y Carmelina Soto. Esto para no mencionar a Adel López Gómez, oriundo de Armenia y radicado casi toda la vida en Manizales, cuyo recuerdo es cada vez más lánguido en ambas regiones.

Hace pocos años, en un acto académico realizado en Bogotá, me encontré con algunos nota­bles de la ciudad de Ibagué, y uno de ellos me ofreció adelan­tar una campaña para que las cenizas del poeta fueran entre­gadas a Choachí. Había que pedir permiso (creo que permiso político) para que éstas fueran restituidas a su propia tierra. En el momento de la muerte del ilustre poeta habían tomado allí su nombre como bandera para ciertos pregones regionales, por el solo hecho de haber nacido por accidente en la ciudad de Ibagué (a la que él nunca reco­noció como su auténtica patria chica). Por eso, debes saber que los homenajes que allí se le tributaron fueron postizos. La promesa del notable escritor ibaguereño –uno de los promotores que nos robaron las cenizas– se quedó en el fondo de un vaso de whisky…

Sé que eres sensible a estas cosas. Ya quedan muy pocos de estos especímenes. Por eso, es­cribo estas líneas con emoción y franqueza. Por fortuna, Germán Pardo García duerme ya el sue­ño de los justos, ajeno a los simulacros de cultura suscita­dos tras su muerte. Él ya no sufre: los que sufrimos somos los vivos.

El Espectador, Bogotá, 26-IX-1994.

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