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Por las sendas del Quijote

viernes, 16 de diciembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Si bien Miguel de Cervantes Saavedra llegó al mundo en el año de 1547, en Alcalá de Henares, no se conoce el día exac­to de su nacimiento. Puede pensarse que éste tuvo lugar en septiembre –tal vez el 29, día de San Miguel, su patrono–. Lo que sí consta es que fue bautizado el 9 de octubre de 1547, y la cercanía con la fecha patronal es la que hace pre­sumir dicha hipótesis, aunque no era común en aquella época que un bautizo se retrasara tantos días.

Hacia 1597 inició Cervantes la primera parte del Quijote, que vio la luz en 1605, cuando el novelista tenía 58 años de edad. Fue tal el interés que despertó la obra, que al año siguiente salieron seis ediciones: dos autoriza­das por el autor, las de Madrid, y las otras, clandestinas, las de Lisboa. Desde entonces existían las ediciones piratas, hurto que ha querido situarse sólo en los tiempos ac­tuales. Ya por esa época era conocido Cervantes como novelista y dramaturgo de renombre. Su incursión en la poesía fue menos afortunada. En 1584 habían aparecido las co­medias El trato de Argel y El cerco de Numancia, y al año siguiente, La Galatea, su primera novela.

Lope de Vega, tan en boga por aquellos días, al pedírsele una opinión sobre los escritores españoles, manifestó: «Muchos están en cierne para el año que viene, pero nin­guno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quijote». No es la primera vez que en el mundo de las letras se produce un juicio tan equivocado y aplastante.

Recuérdese de paso el episodio de García Márquez, cuatro siglos después, cuando también es descalificado como literato. La obra que había enviado a un notable crí­tico y editor de Buenos Aires, de ésos que llaman vacas sagradas, le es devuelta con la anotación de que, siendo tan pobre la novela, le aconsejaba que cambiara de oficio. A la vuelta de los años, dicha obra sería famosa. ¿Qué tal que a estos escritores, apabullados por los jerarcas de las letras, se les hubiera ocurrido rasgar sus cuartillas y re­nunciar a su vocación?

La segunda parte del Quijote fue editada en 1615. Si se analizan con rigor los dos volúmenes, podrá advertirse que el segundo es más esmerado en su escritura. Hay críticos puntillosos (siempre habrá críticos empeñados en señalar minucias) para quienes Cervantes es un prosista descuida­do y desigual, y esta falla la hacen más notoria en la prime­ra parte que en la segunda. De todas maneras habían corrido diez años de distancia entre ambos tomos, y este tiempo introduce cambios en el estilo del escritor.

Caminos trashumantes

Eduardo Caballero Calderón, uno de los mayores intérpre­tes de Cervantes, y que vivió una provechosa temporada en España dedicado al estudio y la creación, declara que «el Quijote es como la vida: un viaje». El hidalgo de Tipacoque –también caballero andante– dice que en el li­bro de caballerías de Cervantes aprendió a leer y a soñar. Con motivo del cuarto centenario del novelista, Caballero publicó una excelente guía para entender mejor la obra genial: Breviario del Quijote.

En 1972, el Instituto Colombiano de Cultura, dirigido por Jorge Rojas, incluyó la novela de Cervantes en la serie de bolsilibros, abreviada y adaptada para todos los públicos, con la siguiente nota: «Quien no ha leído siquiera ‘algo’ del Quijote, está muy lejos de cono­cer el mundo, sus hombres, su historia. Y no ha vivido la más fantástica y humana de las aventuras».

La vida de Cervantes es un continuo deambular por los pueblos de España. Su padre, cirujano modesto sin mayor éxito profesional, cambia con frecuencia de domici­lio para escapar de los acreedores. El pequeño Miguel mar­cha siempre de la mano de su padre hacia los nuevos destinos: Madrid, Valladolid, Córdoba, Sevilla… En ningu­na parte encuentran residencia fija. La vida de Cervantes está enmarcada por la adversidad, signo que lo acom­pañará hasta la muerte. Hambres, privaciones, temores, inseguridad, en medio de una ansiedad corrosiva y cons­tante, invaden sus desplazamientos.

Por tal motivo, los estudios escolares del futuro genio de las letras son inestables y precarios. La vida vagabunda y bohemia de su padre, agobiada cada vez más por las deu­das, crean desazón y desencanto en el adolescente. Las cla­ses de gramática, materia por la cual se siente apasionado, son tan fugaces como sus errancias. Adopta enton­ces una actitud ejemplar: aprender por su propia cuenta. Con esa formación autodidacta enmienda las deficiencias con que lo castiga el azar de los caminos. En Sevilla asiste como alumno pobre al colegio de los jesuitas y allí se le descubre su afición por los libros.

En 1571, cuando contaba 24 años, marcha como solda­do a la batalla de Lepanto, donde es herido de tres arcabuzazos en la mano izquierda, que le queda inutilizada para siempre. En 1575, en guerra contra los corsarios turcos, cae prisionero frente a la isla Terceira (Azores) y es conducido a Argel, donde sufre un penoso cautiverio de cinco años. En estas acciones heroicas fortalece el espíritu y adquiere una visión superior sobre la existencia huma­na. En su mente comienza a nacer su obra maestra.

En 1582, durante su estancia en Portugal, tiene amores con una dama pasajera que le deja de regalo a su hija Isa­bel, quien lo acompañará hasta el fin de sus días. Dos años más tarde, también en Portugal, contrae matrimonio con Catalina Palacios Salazar, con quien no logra ser feliz.

Aquí no se detiene su destino errátil y azaroso. Ya distante su padre, el hijo transita los mismos caminos de deudas y penurias que aquél le había hecho conocer. Y como él, cambia de vivienda a cada rato para esconderse de los acreedores. Esto parece una herencia fatídica. Varias veces termina en la cárcel debido a las acreencias insalvables. Apenas gana para vivir con miseria. Este itinerario de son­rojos y penalidades se vuelve, sin embargo, enriquecedor para su labor de novelista. Nunca lo acompaña la fortuna, y su existencia es una cadena de fracasos y amarguras.

Alianza con Sancho

Situado Cervantes en la ruta del novelista, tenía que hallar un espíritu travieso y humano que lo salvara de sus infortunios. Y aparece Don Quijote, su álter ego. Lo mismo que un día exclama Flaubert: «Madame Bovary soy yo», a Cervantes le corresponde decir: «El Quijote soy yo».

Creador de genial humorismo, Cervantes moldea al ingenioso hidalgo como ser visionario y romántico, to­cado de locura mística y de verbo chispeante. Lo arma de lanza y adarga para que se vaya por los caminos a «desfacer entuertos», y lo pone a cabalgar sobre el noble Rocinante, flaco de carnes y ágil de imaginación, que –en sus entendederas de jamelgo sufrido y caviloso– siente incrus­tada la propia personalidad de su amo.

Don Quijote es alto, desgarbado, de débil contextura y aspecto tranquilo, de mirada penetrante y perfil aguileño. A su lado va Sancho Panza, montado en su borrico plebe­yo. La figura del escudero es singular: gordo, barrigón, mugriento, de baja estatura y facciones bruscas, en cuyo rostro mofletudo y vivaz brillan los ojos maliciosos y se agazapa la sonrisa socarrona. De él dirá la historia que es astuto y prudente, pero también egoísta (como lo son quienes nada tienen y por eso ambicionan algún bienestar). Es un aldeano bueno y respetuoso, y su lealtad a toda prueba es su mayor virtud.

Don Quijote y Sancho, los personajes centrales de la obra, que apenas se separan dos veces en sus aventuras camineras, representan los dos tipos esenciales de la con­dición humana: el idealista y el realista. Ambos caminan en la misma dirección: defender sus ideales y limpiar los caminos de emboscadas y de malandrines. No importa que don Quijote sea versado en letras y de noble estirpe, mien­tras que el escudero es analfabeto y de humilde cuna, si los dos –en sus luchas por la justicia y la libertad– se necesitan y se complementan.

En sus encuentros con los curas, los barberos, los tru­hanes, los arrieros, los venteros, los bachilleres, los nobles, los plebeyos, los caballeros, las señoras, las labradoras… el humilde acompañante, al lado de su soberano señor, aprende a conocer y tratar la humanidad. Y de tanto oír los con­sejos y los regaños paternales de su amo, se vuelve sabio. En tal forma se le graban los refranes y las frases cultas, que cuando llega a ser gobernador de la ínsula Barataria aplica las lecciones recibidas. Allí promulga y hace cum­plir, como ejemplo para los gobernantes de todos los países y de todos los tiempos, Las Constituciones del gran gobernador Sancho Panza.

La pasión aventurera

Para interpretar mejor el Quijote es preciso saber que el español era aventurero impenitente que no podía per­manecer quieto en ninguna parte, y por eso buscaba la emoción de los caminos, donde hallaría la fortuna y la felicidad. Este sueño casi nunca se realizaba, pero había que seguir adelante, sin flaquezas ni cobardías, porque la ven­tura aguardaba a la vuelta del camino. Así, de fonda en fonda, de pueblo en pueblo y de sueño en sueño, el espa­ñol alimentaba su vida errante.

Mientras recorría las veredas, hablaba. Hablaba con el vecino, o con la moza labradora, o con los molinos de viento, o con quien fuera –incluso consigo mismo–, porque el español nunca puede quedarse en silencio. La locuacidad es su mayor distintivo. Por eso, los personajes del Quijote caminan y caminan… y nunca se callan. Es el pueblo más hablador del planeta, y Cervantes no hace más que interpretar esa característica. Eso explica que el Quijote sea libro tan locuaz.

Por esta obra pasan muchedumbres bulliciosas como si fueran para una feria, pero en realidad es la España de todos los días –y de siempre– que no se cansa de andar y de conversar. No hay libro que capte mejor el alma españo­la como el Quijote. Cervantes no pinta paisajes, ni sienta cátedra, ni explica nada, sino que platica con sus persona­jes –y a uno le dan ganas de hacer parte de las tertulias–, mientras rueda la vida. La caballería andante era una reli­gión. Y como tal, transportaba al hombre a los espacios del idealismo y la dignidad humana.

La cueva de Montesinos

Don Quijote, agotado por las severas jornadas, penetra en la cueva de Montesinos y busca reposo. No sólo está exte­nuado, sino demacrado. En ese momento resalta más la calificación que le endilgó Sancho: el caballero de la triste figura. Al preguntarle Don Quijote por qué lo llamaba así, Sancho respondió: «Porque le he estado mirando un rato a la luz de aquella hacha que lleva aquel malandante, y ver­daderamente tiene vuesa merced la más mala figura, de poco acá que jamás he visto».

En la cueva se queda dormido y sueña con el mundo de la caballería. Su imaginación arrebatada, que no lo aban­dona ni en el sueño, le hace ver la mística caballeresca como un postulado supraterreno. En el cielo de su delirio, muy cerca de Dios, flota sobre el mundo vil que tantos sinsabo­res le causa, y se contempla a sí mismo como el supremo sacerdote de la caballería.

Este atribulado señor de todas las desdichas –que lleva en su encarnadura la propia vida atormentada de Cervantes­– se desquita en la cueva de Montesinos. En su ascensión a los cielos se olvida de las desgracias terrenas y se encuentra, en esta nueva escala de Jacob, con una legión de ángeles que suben y bajan y lo hacen sentir en la morada celestial. En su éxtasis santo, muy propio de santa Teresa, la realidad de la vida se transmuta en visiones fantásticas. Es uno de los pa­sajes más hermosos de la obra, lleno de hechizos, ensueños y poesía, donde la caballería rompe el cerco de lo prosaico y se eleva por el cosmos como un estado del alma.

Las armas y las letras

Dice Don Quijote: «Dos caminos hay por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; el otro, el de las armas. Yo tengo más armas que letras». Si estas palabras hubieran sido pronunciadas en los días actuales, estarían desenfocadas. Por lo menos las letras no hacen rico al escritor, aunque sí honrado. Pero hace 450 años eran diferentes los valores en la España ca­balleresca y letrada que contaba con personajes tan fabu­losos, y casi irreales, como los que rescata Cervantes en su obra.

Las armas no eran las mismas armas asesinas de esta época, con las cuales el hombre ha llegado a los peores extremos de barbarie y destrucción. Eran armas nobles que adornaban a los caballeros y les transmitían talante e hidalguía. El mismo Don Quijote, que dejó un discurso magistral sobre estos atributos de su tiempo, manifiesta que «las armas requieren espíritu como las le­tras»; y refiriéndose a la finalidad de las letras, dice que éstas «deben poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo».

El que habla aquí no es un loco, como algunos califi­can a Don Quijote, sin más distinción, sino todo un esta­dista que ojalá gobernara, para no ir muy lejos, este país en honda y continua crisis que se llama Colombia, que ha olvidado el sentido verdadero que tienen las armas y las letras. Las armas son hoy uno de los elementos más atroces y detestables que gravitan sobre la humanidad, y las letras andan pisoteadas por los gobernantes; aunque no por todos, pues hay algunos tan quijotescos que han sido capaces de acogerse al humanismo para que no perez­ca la sociedad.

Los políticos no han leído el discurso de Don Quijote, el guerrero inte­lectual que en sus travesías por los caminos de su patria legisló para todas las naciones y todos los tiempos. Si él viviera en la época actual –¿y por qué no resucitarlo?–, nos diría que las armas pasan y las letras quedan.

La mujer ideal

Los amores pastoriles que surgen a lo largo del recorrido convierten a Don Quijote, el mayor enamorado de los per­sonajes, en el precursor de los románticos. Por todas par­tes se encuentra él con frescas doncellas, con dulces pastoras, con apetecibles venteras, con mujeres castas y pecadoras.

Penetra en los secretos de las almas y recoge para la historia, entre ficciones y artificios, pero sin faltar a la ver­dad de los enamorados, deliciosos idilios enmarcados en el embrujo de los campos. No necesitó ser artista del pin­cel para pintar, con la sensibilidad de la emoción y la poe­sía, toda una galería de cuadros bucólicos que seducen a los enamorados. Por ese solo motivo, ya que el amor nunca muere, habría que leer a Don Quijote.

En la exaltación que hace de los atributos femeninos se afirma la vigencia del amor. Este caballe­ro galante se embelesa ante ciertos valores inmutables: la belleza, la gracia femenina, la pureza, la majestad del alma. Las mujeres que cruzan por las páginas de la novela –in­cluso Maritornes, la moza de la posada que se refocilaba con los clientes en las noches lujuriosas– son heroínas del amor.

Así las ve el caballero romántico, pero él le guarda leal­tad a su casta Dulcinea. En la aldea lejana quedó, provoca­tiva como ramo de uvas, la virtuosa y bella zagala por la que él suspira en sus noches de delirios. Dulcinea es agra­ciada y sensual, fuerte y rebosante de vida como una de esas labradoras que pasan a su lado y lo atraen. Virginal y etérea. A veces le parece que es irreal y se pierde en la at­mósfera como una avecilla de los montes. En tanto tiempo que lleva queriéndola, sólo la ha visto cuatro veces. No importa: ese es el amor de su vida. Ella ignora el torrente de esa pasión, porque su enamorado platónico, que no se ha atrevido a descubrirle su alma, prefiere idealizarla.

Don Quijote pondera ante Sancho los atractivos de su diosa espiritual, por quien está dispuesto a morir si fuera necesario: «Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la Tierra». El hidalgo, aunque cueste trabajo creerlo, es un tími­do caballero que en secreto idolatra a su amada y se la imagina inmaculada, e inconquistable para el resto de los mortales. Y a Sancho, el depositario de todas sus cuitas y todos sus secretos, le confiesa que no es un enamorado vicioso, sino un platónico continente.

Difícil concebir mayor grado de idealismo romántico. Hay amores sublimes –inmortalizados en grandes páginas de la literatura universal, e ignorados en la vida corriente, donde también existen–, que dejan de ser de carne y hueso para volverse heroicos.

«No se muera vuesa merced»

Cuando Sancho presiente el final de su patrono, le ruega que no se muera:

No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la ma­yor locura que puede hacer un hombre en esta vida es de­jarse morir (…) Mire, no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mala hallaremos a la señora doña Dulcinea (…) Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por ha­ber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron.

Pero Don Quijote no le hizo caso y se murió.

Queda su obra, esa sí inmortal. En su testamento le dejó a la humanidad el quijotismo, cabal expresión del ideal humano. El altruismo, la dignidad, el desprendimien­to de los bienes terrenos, la gallardía, la generosidad, el romanticismo, son principios fundamentales de la doctri­na quijotesca. En estas normas de vida, escritas para todas las generaciones y todos los tiempos, el hombre aprende a ser justo, libre, hu­manitario.

Don Quijote vivirá siempre en el corazón de los que aman, de los que sueñan, de los que luchan. Y será el me­jor aliado, como lo fue de Sancho, contra los choques del mundo y la desesperanza.

Academia Colombiana de Historia, Boletín de Historia y Antigüedades, N° 799, Bogotá, octubre-diciembre de 1997

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