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Visita a Julio Flórez

viernes, 16 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace 130 años, el 22 de mayo de 1867, nacía en Chiquinquirá el poeta más popular que ha tenido Colombia: Julio Flórez. Fue, al decir de Javier Arango Ferrer, el último caballero andante del romanticismo. Tal vez por considerarlo demasiado popular, hay críti­cos que desdeñan al autor de melancólicos versos que marcaron la época más sentimental de los enamorados: la de finales del siglo XIX y comienzos del actual. Andrés Holguín –en su Antología crítica de la poesía colombiana– lo ignora. Esto no le resta mérito a la trascendencia de este legítimo trovador.

Para calificar a Flórez, como a cualquier escritor, el primer requisito es situarlo en su momento histórico. Obras que en otro tiempo fueron aclamadas, pueden ser hoy anacrónicas. El Quijote fue escrito para un mundo de picaresca y caballerías que ya no existe. Lo cual no le quita su carácter intemporal. Las cuitas del corazón, en el caso de Flórez, no tienen época.

En leguaje llano, espontáneo y emotivo, el poeta le cantó al desengaño, la amargura, la tristeza, la añoranza, la humildad. Su poesía vibra con el alma del pueblo. Fue el gran intérprete de las dolencias y las ansias del corazón, y por eso se volvió poeta de multitudes. Guillermo Valencia lo llamó el divino. Título que sólo pueden conquistar los un­gidos de los dioses.

Sus fallas idiomáticas dejan de ser valederas si lo que él traducía era el pálpito de las emociones. Su hon­da sensibilidad le hizo descubrir al hombre que ama y sufre, que sueña y espe­ra, que tiene agonías y resurreccio­nes. Se valió de muchos símbolos de la en­traña popular para mejor conjugar la vida. No se requiere saber si era culto o inculto: su verdadero título es el de poeta.

Flórez se convierte en alma y nervio de La Gruta Simbólica. De sus actos allí quedan registros formidables. Fue amigo de notables poetas de aquellos días, como Valencia y Silva. Cuando éste muere, Flórez escribe el poema Por qué se mató a Silva. Viajero por países de América y Euro­pa, en todas partes se le recibe como ído­lo. Es gran recitador y ejecuta el tiple, el violín y el piano. Famosos poemas suyos –Mis flores negras, Gotas de ajenjo, Altas ternuras, Idilio eterno, Bodas negras– vuelan de boca en boca. Todos quieren escucharlo y tocarlo y proclamarlo. Es el divino.

Soñador eterno, bohemio y enamo­rado, poeta de las lágrimas y el abatimiento, sigue vivo con su pureza lírica. No podrá hacerse ninguna antología auténtica donde se excluya su nombre. El jesuita Manuel Briceño Jáuregui, presidente de la Acade­mia Colombiana de la Lengua, exalta al poeta en el libro Boyacá en las letras.

Cuando Flórez se siente enfermo, busca el clima cálido de Usiacurí, pequeño caserío cercano al mar, para recuperar sus fuerzas. Y exclama: «He quemado las naves de mi glo­ria. / Hoy en un monte milenario vivo / el resto de esta vida transitoria, / a todo halago mun­danal esquivo». Allí se le corona poeta pocos días antes de su fallecimiento. Muere el 17 de febrero de 1923, a los 56 años de edad.

La Academia Boyacense de Historia, en comisión encabezada por Julio Barón Or­tega y Homero Villamil Peralta, se traslada a Usiacurí, con moti­vo de los 130 años de su nacimiento, a visi­tar su tumba y llevarle el mensaje de la tierra boyacense. Que es el mensaje de toda Co­lombia.

El Espectador, Bogotá, 19-V-1997.

 

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