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Indolencia

domingo, 29 de enero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

El caso sucedió en Cartagena y tuvo tantos signos de impiedad que conmovió a todo el país. Hechos similares, en mayor o menor grado, ocurren a diario en otros lugares y quedan ocultos. La diferencia del escándalo de Cartagena obedece a que un transeúnte filmó la escena en que la pobre mujer, una anciana con aspecto de pordiosera, era abandonada por una ambulancia frente al hospital San Pablo, por habérsele negado el ingreso a la entidad.

Lo único que se conocía de la infeliz mujer atacada por el sida era que respondía al nombre de Carmen. Carmen a secas. Un caso anónimo, despersonalizado y cruel, como los miles de episodios de la misma índole de que está llena la vida de los hospitales. La vida del país entero, en infinidad de circunstancias.

La moribunda, en medio de su desesperación, le suplicaba al conductor de la ambulancia que no la dejara tirada en la calle. Sus súplicas no sirvieron de nada y la enferma fue descargada, como si se tratara de un bulto, en una zanja próxima al hospital, para que allí muriera más rápido. La misma suerte de un perro callejero.

Cuando llegó el policía, Carmen le imploró: «Deme un tiro para morir de una vez, para acabar con este dolor». Después, el conductor explicaría que llevaba ocho horas paseándola de hospital en hospital y de clínica en clínica, sin que ninguno quisiera recibirla. Como no tenía dolientes y lo único que se sabía de ella era que se llamaba Carmen, todos la rechazaban.

Dos semanas antes había llegado del interior del país en completo estado de abandono y miseria, buscando que algún hospital la atendiera de caridad. La  caridad no existe cuando el hombre se vuelve insensible al dolor ajeno.

Primero había estado en el corregimiento de Pasacaballos, donde le dijeron que su caso requería atención especializada y por lo tanto debía acudir a la ciudad. Allí fue a dar, tal vez esperanzada. Tocó de puerta en puerta y todas se le cerraron. Entre tanto, la gran ciudad, abierta al turismo frenético de todos los días, estaba ajena al drama de aquella lánguida piltrafa humana, de cabellos blancos y ojos vidriosos, que carecía de protección social y de parientes y dinero para hacerse escuchar en su terrible y último esfuerzo por sobrevivir.

Ya muerta, y denunciado el caso por la cámara de algún viajero curioso, se supo que Carmen sólo tenía 35 años. Estaba destrozada por la vida y por la atroz enfermedad. Sus antiguos encantos femeninos, revelados por la foto que suministró su madre en la ciudad de Buga, se habían borrado por completo. Ahora era la indigente de apariencia sexagenaria y carnes flácidas, pisoteada por la adversidad y sobre todo por los centros de salud.

Y se extinguió como un guiñapo en medio del estrépito de la gran ciudad. Tenía nombre propio: Carmen Elena Atehortúa Zúñiga, joven agraciada y rebelde que se había marchado de su casa en plena adolescencia. Se fue en busca de mundo y placeres, y su mundo miserable terminó frente a la puerta hospitalaria que ignoró su tragedia.

Ha salido a relucir, tras este episodio estremecedor, otro suceso ocurrido en la misma ciudad de Cartagena y que también afecta al hospital San Pablo, lo mismo que a las clínicas AMI y Central. Luis Tapias, niño de 14 años, fue atropellado en agosto pasado por un bus y murió desangrado luego de diez horas de recorrido por estas entidades que le pedían dinero y documentos. Es lo que sucede en los centros de salud cuando olvidan que por encima de los papeles y el dinero está la vida.

Ante estos hechos aberrantes, ambos ocurridos en la turística ciudad de Cartagena, la Superintendencia de Salud anuncia «drásticas» medidas. El primer sacrificado fue el conductor de la ambulancia, suspendido de su cargo por haber abandonado a la mujer frente al hospital que se negó a recibirla. La cuerda se revienta por lo más flojo. Estas muertes –dolorosas para la sociedad y afrentosas para los sistemas de salud pública– dejan sus propias denuncias.

El Espectador, Bogotá, 7-II-2002.

 

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