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Archivo para enero, 2012

Memorias de un acordeón

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El primer acordeón lo tuvo Carlos Eduardo Vargas Rubiano en 1938, a los 18 años de edad, pero podría decirse que nació con él debajo del brazo. Ha sido su compañero de toda la vida. En tal forma se identifican mutuamente, que no puede mencionarse al uno sin dejar de pensarse en el otro. Es difícil encontrar una simbiosis tan perfecta entre un instrumento musical y su ejecutante. No se sabe, en realidad, si Carlosé es el dueño del acordeón, o el acordeón es el dueño de Carlosé.

Mi dilecto amigo y paisano boyacense nació con alma musical. Esto se puso de manifiesto desde sus primeros años, cuando ya tarareaba canciones y manejaba con ritmo sus aventuras infantiles. A los 15 años, con evidente disipación de sus estudios escolares, pero con ánimo jubiloso, tocaba al piano los tangos de Gardel. Cuando tiempo después viajó a Buenos Aires, fue a visitarlo al cementerio de La Chacarita y allí le confesó que sus tres ídolos musicales de América Latina eran Agustín Lara, Carlos Gardel y José A. Morales.

El niño músico que sorprendió a la sociedad de Tunja con sus melodías tempranas, insólitas dentro del frío ambiente de la urbe monacal, tiene hoy 81 años. Y sigue siendo niño, ya que no ha perdido su espíritu festivo y ha conjugado siempre la vida, en todo tiempo y lugar, con alegría y entonación admirables. Según él, los ciclos de la existencia ocurren cada 20 años, por lo cual la suya es la cuarta edad, y no la tercera, quizá porque le han rendido más los años.

Así lo vimos, eufórico y colmado de satisfacciones en el cálido homenaje que le rindieron sus hijos en el Hotel Radisson, al que asistimos complacidos un numeroso grupo de sus amigos, con motivo de la presentación de su libro Memorias con mi acordeón y del disco Se nota que no sé nota. Ambos títulos a la altura de su jocosidad vitalizante.

Como el acordeón hace parte de su carácter y de su estado físico (y sin él no sería Carlosé sino un ser común), ha adquirido carta de identidad en los salones sociales y en cuanta posición ha desempeñado. Fue alcalde de Tunja a los 25 años, y su mandato se hizo más sonoro con los acordes de su inspiración, lo mismo que sucedería como gobernador de Boyacá en 1987.

Durante 28 años dirigió las relaciones públicas de la Flota Mercante Grancolombiana, y desde joven comenzó a actuar como periodista de La Linterna –el célebre periódico fundado por Calibán en la capital boyacense–, para vincularse luego como columnista de El Tiempo hasta el día de hoy.

En su larga trayectoria como fugaz funcionario público, relacionista de la Flota Mercante y de cuanto encargo se le ha confiado, ameno periodista y promotor incansable de la tierra boyacense, Carlosé ha hecho valer su pericia musical a lo largo y ancho del país y más allá de nuestras fronteras. De Boyacá en los mares es el título de la formidable caricatura que le dedicó Chapete en 1969, la que es rescatada hoy como carátula del libro. En ella aparece el risueño personaje navegando por los mares del mundo con el agua subiéndole a la cintura, pero armado, claro está, de su inmejorable instrumento musical.

Por demás está decir que Carlosé ha librado y ganado todas sus batallas a punta de acordeón. En tiempos de violencia –que en Colombia parece que son eternos–, unos bandoleros irrumpieron en el sitio donde departía con unos amigos, y mientras éstos cogían las de Villadiego como almas que lleva el diablo, el músico invencible los recibía con una guabina y con ella les refrescaba el alma envenenada. Media hora más tarde, todos departían al calor de una botella de aguardiente, como si fueran viejos camaradas, con las armas depuestas y la risa en los labios.

Cuando yo residía en Armenia, la Gobernación del Quindío le ofreció un coctel en su carácter de directivo de la Flota Mercante, con la mala suerte de que aquel día un terremoto hizo estragos en el Antiguo Caldas. Las caras de los asistentes al acto eran de espanto. El ilustre visitante cambió pronto el ánimo de la concurrencia al ejecutar al piano un aire boyacense en honor de su paisano.

En este libro se recogen simpáticas anécdotas y sucesos memorables que han girado alrededor de su vida y de su comarca natal. En él queda el testimonio auténtico de todo un señor de la simpatía, el humor y la sencillez, que ha puesto una nota grande en el panorama nacional.

Como embajador de la sonrisa y las buenas maneras, del gracejo a flor de labios y de la cordialidad sin límites, ha empleado estos dones para atraer hacia Boyacá las miradas de destacadas figuras del Gobierno y la política, de la empresa privada y los negocios, para conseguir el progreso regional. Es mucho lo que le debe el departamento a este acordeón resonante y tan bien tocado.

Y mucho lo que nos tonifica a sus amigos (continúo hablando en términos musicales) el verlo en la dorada cumbre de su ‘cuarta’ edad rodeado del calor de Marina –a quien él ensalza como «mi última novia y mi primer amor”–, de sus hijos y de todos los suyos. Y orondo de lo que siempre ha sido: el melómano sin tregua, el señor de la gracia y la distinción, el caballero a carta cabal.

El Espectador, Bogotá, 3-I-2002.
Repertorio Boyacense, No. 338, Tunja, abril de 2002.

 

Bocetos y vivencias

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Desde la bella tierra de Barichara, donde reside embelesado hace largos años, el escritor y académico boyacense Vicente Landínez Castro pone en circulación su noveno libro: Bocetos y vivencias. Toda obra suya tiene un sello inconfundible: la pureza y elegancia del lenguaje, la poesía de las imágenes, la riqueza de las ideas y las altas miras de los enfoques humanísticos.

Maestro del ensayo, al que viene consagrado desde sus lejanas y fecundas jornadas culturales en la ciudad de Tunja, la mayor parte de su producción gira alrededor de este género. Ha hecho de sus escritos un venero de sapiencia y un jardín de floraciones estéticas. Es un intelectual puro y un trabajador incansable de la palabra, y vive en función constante de pensar y producir.

Cuando dirigió el departamento de publicaciones de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, creó una valiosa revista que circulaba en todo el país y que se queda con la impronta de su autor: Pensamiento y acción.

Su nuevo libro, procesado en San Gil con admirable técnica editorial, reúne sesudos estudios sobre personas y sucesos de la vida cultural colombiana, con algunos atisbos hacia escritores de otros países, y se convierte en manual de consulta que pueden envidiar las bibliotecas más exigentes. Páginas ya consagradas se trasladan de otros libros suyos de vieja data, como la manera de airear el pensamiento y renovar las ediciones.

Landínez Castro, enamorado entrañable de Boyacá y su gente, ha sido el gran cantor de las tradiciones y excelencias de la tierra que le nutrió el alma de ensueños y le enseñó a pensar y a querer en grande. Leyendo este acopio de exploraciones  sobre eminentes figuras comarcanas, es como si la voz del pasado reviviera en sus ensayos, marcados por la hondura del análisis, la destreza para calificar caracteres y el preciosismo de los juicios y de la expresión idiomática.

Figuras de nuestro Boyacá glorioso, preñado de grandeza intelectual, resurgen en los estudios dedicados, entre otros, a Eduardo Torres Quintero –su maestro y su álter ego–, Juan Clímaco Hernández, Armando Solano, Eduardo Mendoza Varela, Enrique Medina Flórez, Javier Ocampo López, Ramón C. Correa, Carlos Arturo Torres. Cuando se va por otras latitudes del país o del exterior, lo mismo sucede  con los nombres de Marco Fidel Suárez, Baldomero Sanín Cano, Otto Morales Benítez, Germán Arciniegas, Jorge Isaacs, Gabriela Mistral, Azorín,  Montaigne.

Rasgo imprescindible en el garbo de este ensayista, que acostumbra expresar en cartas privadas, es el de comentar los libros que le llegan a su corralito de piedra de Barichara. En el libro a que alude la presente nota hay alusiones, convertidas en  ensayos, sobre obras recientes que han ingresado a su vasta biblioteca. Engrandece a los hombres cuando los encuentra, como él, recorriendo y sufriendo los ásperos caminos de las letras.

Sabe que el estímulo, como el pan, se hicieron para alimentar el espíritu y recuperar las fuerzas, y no ignora que el hombre de letras es un ser ignorado  por la sociedad, cuando no por sus propios colegas encumbrados, y que por eso mismo necesita una voz de aliento en su andar solitario.

La carátula de Bocetos y vivencias es un viejo dibujo que el maestro David Parra Carranza elaboró para ilustrar el cuento La ventana de la hermana Lucía, publicado en Tunja –¿cuántos años hará?– por el personaje de Barichara. Primera noticia que tengo, a pesar de mi estrecha amistad con el autor, sobre su incursión en el género del cuento. Pienso que ese trabajo, perdido en el tráfago de los días, hoy sería una novedad, como lo fue el cuento de Julio Mario Santo Domingo que reveló en días pasados Juan Gossaín en edición dominical de El Espectador, o como el único cuento que, en 1925, escribió el poeta Luis Vidales con el título Tragedia de un rostro.

Quiero resaltar la virtud cardinal que he mencionado en otras ocasiones sobre el estilo de Vicente Landínez Castro: la brevedad luminosa de su escritura. Mide las palabras después de someterlas a la purga implacable de la corrección idiomática y el brillo de las ideas. Sus escritos son modelo de claridad, donosura y belleza. Ya lo dijo el maestro Arciniegas: “Hasta donde yo conozco no hay otro colombiano que escriba un castellano más perfecto, expresivo, elegante y jugoso que el suyo».

El Espectador, Bogotá, 27-XII-2001
Repertorio Boyacense, No. 338, Tunja, abril de 2002

 

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Lecturas mínimas

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Investigaciones sobre el hábito de la lectura, tomando el volumen general  de la población, indican que cada colombiano, en promedio, lee medio libro al año. La Cámara del Libro dice que, entre los individuos económicamente activos, los libros leídos en el año 2000 fueron 5,4 por persona (menos de medio libro por mes). En ambos casos, los lectores son mínimos en este país que posee, según se dice, un grado de cultura superior al de la mayoría de las naciones latinoamericanas.

La falta de disciplina para la lectura, que nace en el hogar y se traslada al colegio y la universidad, es la causa principal para que a lo largo de la vida se mantenga apatía hacia el libro. Lo que no se ha inculcado en los primeros años es difícil que se consiga fomentar más adelante. La actitud de la no lectura se evidencia con este simple dato: la venta de libros disminuyó de 32 millones de ejemplares en 1996 a 21 millones en 2000. Estamos lejos de llegar siquiera a un libro anual por cabeza en la venta de libros.

No hace falta basarnos en estadísticas, que suelen ser caprichosas, para  saber que el colombiano no lee, en términos generales. Unas veces le tiene aversión al libro y otras, indiferencia. ¿Acaso ve usted a sus propios hijos con un libro en la mano? ¿Conocen la última novedad bibliográfica? ¿Distinguen los clásicos universales o los clásicos del propio país? ¿Llevan un libro para leer en vacaciones? Si les da usted a escoger de regalo entre una botella de licor y un libro, ¿por cuál se decidirían?

Cuando se toma el metro en París o Madrid, se ve gran cantidad de personas concentradas en el libro que cargan a todas partes y que sirve de compañía mientras esperan la llegada del vehículo. Más aún: en el interior del metro, muchos siguen en la misma situación, y de esta manera el tiempo, que para la mayoría de los viajantes es fatigoso, para ellos se vuelve placentero y enriquecedor del espíritu.

Esto contrasta con la respuesta que dio una diseñadora de interiores cuando un periodista le preguntó por sus sistemas de lectura: «¿Qué tal uno en una piscina leyendo? Allá se va a nadar. O en la casa, es mejor ver televisión o alquilar una película. Cada uno en su cuento, ¿vale?». Sin darse cuenta, esta representante de la frivolidad y la ligereza definió lo que es la conducta laxa de la mayoría de jóvenes y profesionales de los tiempos actuales, que no cambian la molicie embrutecedora por el tesoro de un libro.

Otro, sin embargo, esta vez escritor y profesor universitario, contestó que él leía en todas partes, lo mismo en las salas de espera, en el avión o en el taxi. «El libro –agregó– siempre se me vuelve el escudo para defenderme de las cosas jartas de la vida cotidiana. Soy un adicto del libro».

He ahí dos caras opuestas de Colombia: la de quien no cambia la pantalla magnética del televisor por un libro, así tenga que ver las cosas más triviales e insulsas por televisión, y la de quien no puede prescindir de la lectura como medio de solaz y formación. Una vez se le preguntó a un visitador médico, persona culta, por qué tenía tanta ilustración, y él respondió que la suya era una «cultura de antesala»: leía cuanta revista, periódico o folleto encontraba en sus largas esperas ante los consultorios médicos.

Es digno de ponderación el empeño que en la capital del país y en otras ciudades manifiestan las autoridades y los organismos pertinentes hacia el estímulo de la lectura. En Bogotá, con siete millones de habitantes, la asistencia a las bibliotecas públicas pasa de cuatro millones, y de 700.000 los libros prestados. Pero veamos este hecho desconsolador: los ingleses sacaron cien veces más libros prestados que los colombianos, y fueron a las bibliotecas doce veces más.

Miremos nuestros últimos logros en la capital del país. Tres grandes bibliotecas, las de El Tunal, Tintal y Parque Simón Bolívar, entran a atender a más de tres millones de usuarios al año. Esta última, que lleva el nombre de Virgilio Barco, fue diseñada por Rogelio Salmona y representa una obra de avanzada.

Dispone de una sala de lectura con capacidad para 650 usuarios, y de 25.000 títulos (que en dos años se aumentarán a 180.000). Dos años se emplearon en su construcción, y el costo de la inversión está cercano a los 16 mil millones de pesos. Si un país lee, está salvado. Si no lee, lo acechan las sombras de la ignorancia y la brutalidad. Escojamos nuestro destino.

El Espectador, Bogotá, 20-XII-2001.

 

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Arreola y su mundo mágico

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Juan José Arreola, lo mismo que Juan Rulfo, creó su mundo mágico. Los parecidos entre ellos son sorprendentes. Ambos nacieron el mismo año (1918) en pequeñas poblaciones del estado de Jalisco –Zapotlán y Sayula– y sus primeros años tuvieron rasgos similares. Sus orígenes sencillos y sus andanzas de camino en camino y de oficio en oficio les permitieron idear personajes de leyenda, sacados la mayoría de la revolución cristera.

Los dos son de formación autodidacta y sus breves obras son de las más prestigiosas de las letras mejicanas del siglo XX. Ambos, lectores voraces desde su infancia. Se parecen hasta en el aspecto físico y también en el manejo del humor y la ironía.

Arreola, de doce años, ya leía a Baudelaire, Walt Whitman, Papini y otros autores que moldearon su estilo. Años después, poseedor de la madurez prodigada por sus sólidas lecturas, diría: «Desconfío de casi toda la literatura contemporánea. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor».

Antes de llegar a las cimas de la fama había tenido múltiples ocupaciones: encuadernador, tipógrafo, corrector de pruebas, mozo de cuerda, vendedor ambulante, cobrador de banco, panadero, comediante, periodista… Era el cuarto entre catorce hermanos, y las necesidades económicas apremiaban.

Junto con Rulfo, Borges y Cortázar, está considerado como uno de los renovadores del cuento latinoamericano y mueve en su obra, entre metáforas, ingenio y maestría del idioma, los temas metafísicos y sociales tan propios de su estilo. Según Borges, se parece a Franz Kafka, pero con lenguaje festivo. Confabulario (1952), su obra cumbre, revisada y aumentada en Confabulario personal (1980), donde reunió toda su producción, es mezcla admirable del cuento mágico, la fábula de animales, la sátira y la fantasía, y queda como hito universal de las letras castellanas. Una vez declaró: «Amo el lenguaje por sobre todas las cosas… Soy herrero por parte de madre y carpintero a título paterno. De ahí mi pasión artesanal por el lenguaje».

Con ocasión de su muerte, ocurrida este 3 de diciembre a los 83 años de edad, repaso frases centelleantes suyas, como las siguientes: «Todas las cosas que se me han ocurrido las recibí enfundadas en una metáfora… No cambiaría el lote de humanidad que he conocido por la clientela de un médico o de un abogado… Como todos los dichosos, Adán abominó de su gloria y se puso a buscar por todas partes la salida… Una de las causas que anticipan la muerte de las hormigas es la ambiciosa desconsideración de sus propias fuerzas».

Fue galardonado con los premios Juan Rulfo, Xavier Villaurrutia, Nacional de Periodismo y Alfonso Reyes. Su pasión por las letras lo llevó a dirigir colecciones bibliográficas y talleres literarios. Su obra es reducida en páginas, pero grande en densidad. Juan Rulfo dijo que todo lo que tenía que decir lo había escrito en Pedro Páramo. Lo mismo manifestaría Arreola respecto a su Confabulario. Obras ambas de brevedad espectacular.

A Louis Jouvet, director y actor francés de teatro y cine, le atribuye Arreola el cambio de rumbo de su vida: se lo llevó a París y allí pisó las tablas de la Comedia Francesa. A su regreso a Méjico, el Fondo de Cultura Económica lo recibió en su departamento técnico gracias a un amigo que lo hizo pasar por filólogo y gramático. De ahí en adelante, el sol de la gloria nunca lo abandonaría.

Ha muerto este inmenso escritor. Trabajador deslumbrante de la palabra, dueño de portentosa imaginación, enigmático y fascinante, Juan José Arreola entra al terreno de los mitos literarios de América.

El Espectador, Bogotá, 13-XII-2001

 

Viaje de emociones

domingo, 29 de enero de 2012 Comments off

 Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Navío de arena,

de Inés Blanco)

Con el cuarto poemario de Inés Blanco vuelve a ocurrir un hecho curioso: que a partir de la aparición de su primera obra, cada tres años ha germinado una nueva cosecha en sus cam­piñas líricas. Paso a paso, su libro inicial de 1993, fue segui­do por Piel de luna en 1996, por El tiempo y la clepsidra en 1999, y por Navío de arena en 2002.

Como en el ánimo de la poetisa no ha estado prevista dicha periodicidad, puede pensarse que el tres es para ella un número cabalístico que le ha llevado buenos vientos literarios. Siempre han existido números sagrados, como el tres y el siete, a los que las culturas primitivas atribuían especiales interpretaciones. Pitágoras no solo vio en los números los principios de todas las cosas, sino que los veneraba con sentido religioso.

También el cuatro, a propósito del número de serie del libro actual, tiene propicias coincidencias en relación con el contenido de la obra. Cuatro son las fases del día: el amane­cer, el mediodía, el atardecer y la noche, y cuatro las estacio­nes del año: la primavera, el verano, el otoño y el invierno.

Asimiladas estas etapas a las edades del hombre, correspon­den a la niñez, la juventud, la madurez y el ocaso, estaciones de la vida por donde discurre la poesía de Inés Blanco. Si se trata de la orientación por el mundo, cuatro son los puntos cardinales: el Norte, el Sur, el Este y el Oeste, sin los cuales no es fácil ninguna travesía, ni humana ni poética.

Este Navío de arena, cargado de emociones y nostal­gias, de llantos y esperanzas, navega por los mares del alma con arribos en cuatro puertos, que son los capítulos del libro. Al abrir sus páginas para iniciar el viaje, aparecen cuatro fa­ros que alumbran la vida sentimental de la escritora: la abue­la, el padre, la madre y los hijos.

En este divertido juego de las cifras y las cábalas, no resulta aventurado afirmar que entre números y poesía existe estrecha relación. En ambas ciencias –y teniendo a la poesía como la ciencia maestra de los senti­dos– existen ingredientes de magia y encantamiento.

Antes de embarcarnos en este navío poético que Inés ha armado con rigores de orfebre y artes de alquimista, deseo expresar algunas ideas sobre los hilos comunicantes que en­cuentro en sus libros. En ellos la primera marca común es la del amor, amor vivo y persistente que nace en sus prime­ros años y la acompaña por el resto de sus días. Desde pe­queña amaba las mariposas, los campos y las ilusiones, y con esta llama descubrió el amor humano.

Nadie ignora que el amor es alborozo y sorpresa, emo­ción y hallazgo, serenidad y paz. Pero no hay amor sin triste­zas, sombras y vacíos. Siendo la expresión suprema de la alegría, también lo es de la amargura. El hombre sufre por­que ama. Quizá sufrir sea la mayor certeza del amor.

Hay amores rebosantes de dicha, pero para llegar a esa plenitud hay que recorrer caminos de abrojos. Esta cantora de los sen­timientos que es Inés Blanco desgrana en su obra los punzan­tes dolores que nacen de la nostalgia, la desilusión, la sole­dad, la ausencia, el olvido. Parece que llevara a flor de piel una vibrante melancolía que la hace interpretar las eternas cuitas del amor.

Escribe sus versos bajo la inspiración de metáforas refulgentes, que no le han llegado por generación espontá­nea, sino que son el producto de severos escrutinios sobre el valor de las palabras y la magia de la expresión. Maestra de la brevedad y del verso libre, y cuidadosa de las reglas gramati­cales, enhebra pensamientos y plasma imágenes con la elocuencia que prodigan los vocablos nobles y las frases certe­ras.

A propósito del esmero que observa con la sintaxis y la ortografía (virtud notable en su última obra), hay que lamentar el vicio bastante generalizado de los poetas moder­nos que sacrifican las comas, o las usan a la diabla, acaso para que el lector las ponga o las suprima a su arbitrio. Craso error.

¿Cómo escribir con ritmo y modulación (reglas funda­mentales de la poesía) pisoteando los signos ortográficos? La coma, en cualquier escrito y sobre todo en poesía, es re­curso para la fluidez de la expresión y la donosura del estilo. El ritmo poético de Inés Blanco crea música en el alma. Aunque se trate de la melancolía más intensa o del do­lor más lacerante, sus versos intimistas causan fascinación. Su lenguaje es diáfano y conciso, espontáneo y emotivo. Huye de las penumbras, así sean las de su propio espíritu pesaroso, para llevarles luz y consuelo a las almas enamoradas.

* * *

Las voces del retorno, primer capítulo de su libro na­vegante, es el encuentro con sus raíces familiares y en él afloran sugestiones sobre genes que la habitan y le traen aromas del Oriente legendario. Su padre el coronel, a quien no conoció, y le empaña el recuerdo, vive en su sangre y en su espíritu. Su madre, la anciana-niña conver­tida en su guía de todas las horas, le afianza el derecho de soñar. A la abuela imborrable se dirige con humo en los ojos, entre fatigas y pesares, y le dice: «Déjame ver tu pena y tu silencio en cada surco de tu piel».

En los hijos, en quienes ve prolongarse los ancestros que le dieron identidad en la vida, representa sus querencias en vuelo por el pasado, que hoy todavía es presen­te, para dialogar con los objetos caseros, con los sueños y las secretas pertenencias. Esta vuelta a sí misma es la afirmación de sus orígenes, de su nombre, de la vida y de todo cuanto ama y no desea abandonar. En retozona fami­liaridad con la parca, hace este lance triunfal: «Para vivir, engañé a la muerte; la vestí de rojo, la llamé ‘señora’, y de sus manos le arrebaté mi vida».

El ala invisible, segunda escala del itinerario, aviva la pasión amorosa tras el eco de los suspiros, los ardores de la piel, las ansiedades y los desengaños,  los besos fuga­ces, los abrazos inconclusos y el adiós irremediable. Aquí hay dolor, lágrimas, silencio, ausencia. Quizá se trate de la aman­te perdida en el piélago del olvido, que todavía no ha naufragado y se sostiene a bordo de la esperanza.

Un grito roto por la mar bravía revela el estado del alma ardorosa en medio del tem­poral: «Esta emoción que me recorre agita las olas de la san­gre». Más tarde estalla el deseo incontenible: «Voy a amarte en secreto, sin límite, sin miedo, con sentido o sin él». Pero el amante no responde, pues «se marchó en un tren, en las ruedas del viento, o cabalgando en el lomo de la tarde».

Viene luego Travesía en azul, tercera etapa, que es el éxtasis del espíritu ante la mar reposada del amor, tras aban­donar las borrascas de las almas en pena. Debe suponerse que la poetisa buscó la palabra «azul» para acentuar el sen­tido de la serenidad, de la calma, de lo etéreo, del cielo sin nubes. «El arte es lo azul», dijo Víctor Hugo, y es posible que tal expresión hubiera motivado a Rubén Darío para escribir Azul, obra de fina contextura estética donde explaya un li­rismo colmado de emociones y belleza. Laura Victoria se consagró en las letras colombianas con Llamas azules, libro de delicado erotismo que estremeció en 1933 el corazón de los enamorados.

En hermosa metáfora, Inés Blanco anuncia que «sobre la piel del mar escribiré un poema con música y sirenas (…) Dibu­jaré un pentagrama con notas deshojadas a la guitarra de la luna». Es lo que hace la navegante en su aventura marina: viajar al lomo de las olas, en plácida sucesión de amaneceres y atardeceres, de luces fugaces, de ríos que co­quetean con la luna, de valles dormidos en el horizonte, de árboles que se doblan bajo la impiedad del hombre. Esta sim­biosis de la poesía y la naturaleza cae como lluvia de rocío sobre las arideces del alma.

Se llega así al final de la jornada, entre gozos y dolores, entre sueños y recuerdos, entre frustraciones y anhelos, en el capítulo llamado Momentos. Son éstos instantes de reflexión, perplejidad o encanto ante las menudas y grandes cosas de todos los días, que una vez nos invaden el espíritu de luces y esperanzas, y otras, de sombras. Mundo loco o hechizado que una vez lleva a la poetisa a sorber una «porción de soledad» en el tráfago de un aeropuerto, y al día siguiente saborea el néctar del colibrí o se conmueve con el llanto de la guitarra y el fulgor de la acuarela.

Es, además, el espacio de las vacilaciones, las preguntas sin respuesta, la metamorfosis de todas las horas, donde el hombre aparece como fantasma undívago y obstinado, y también se viste por momentos de ángel o de mago. «El por­qué de esta guerra lo ignoran las palomas», es definición tan sutil como perspicaz con que Inés Blanco desgarra su alma herida en medio del cataclismo. Pero acto seguido, en La lluvia de Saigón, danzará «bajo la música del agua».

La travesía ha terminado. Este Navío de arena ha cumplido su tránsito completo por las aguas –tormentosas o apacibles– de la vida. Es un viaje por los sentimientos del hombre, y no tenemos por qué preguntarnos si la capitana de la nave ha buceado en sus propias intimidades para ofrecer­nos estos cuadros patéticos de la condición humana, ya que el alma es universal e inmutable.

Bogotá, abril de 2002.

 

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