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Evocación de don Guillermo Cano

martes, 27 de octubre de 2009

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando conocí personalmente a don Guillermo Cano, el renombrado Director de El Espectador a quien leía con interés en sus editoriales formidables, ya llevaba varios años escribiendo en su periódico. Por aquellos días desempeñaba yo el oficio de gerente de un banco en la ciudad de Armenia, y en una venida a Bogotá le pedí a Otto Morales Benítez que me consiguiera una entrevista con el periodista estrella del país, diligencia de primer orden que no podía aplazar por más tiempo, si don Guillermo, con su proverbial generosidad hacia los escritores anónimos, había acogido mis colaboraciones con la sola credencial de cuartillas bien elaboradas, sin importarle que su autor fuera un solemne desconocido en el mundo del periodismo.

Cuando llegó al diario aquel sábado, hacía media hora que yo lo esperaba en la sala de recepción. A simple vista, el personaje me pareció frío y distante, y yo me preguntaba si aquella figura breve podía corresponder a la del temible catón de la vida colombiana. Esa silueta veloz, que pronto desapareció de mi vista mientras saboreaba el último sorbo de café ofrecido por su secretaria, no identificaba, por cierto, al coloso del periodismo nacional. En su despacho, el encuentro fue caluroso y espontáneo, y al instante descubrí un ser de extraordinaria simpatía y encantadora sencillez, que contrastaba con la primera apariencia surgida en la sala de espera.

Le agradecí, claro está, su benevolencia hacia mis artículos, y él me contestó que era el propio escritor el que se abría las puertas del periódico. Y me invitó a que conociera la poderosa rotativa que acababa de ser instalada como una respuesta al desafío de la tecnología. En el recorrido me preguntó por la vida del Quindío, por la suerte del café, por los políticos y los escritores de la región. De todo quería estar enterado como observador atento del acontecer cotidiano.

-¿Cómo hace usted para manejar al mismo tiempo la actividad de  gerente de banco y la de escritor, si son dos campos antagónicos? -me preguntó con curiosidad.
-¡Con disciplina, don Guillermo! -le repuse con la misma seguridad con que él manejaba las riendas de su periódico.
-No olvide que esta es su casa -me dijo con efusión en la despedida.

Mi primera vinculación con El Espectador ocurrió en mayo de 1971, cuando un cuento mío remitido al Magazín Dominical, y que años después le daría título a uno de mis libros, apareció galardonado en sus páginas. Vinieron luego otros trabajos literarios, y todos corrieron con buena suerte. Tiempo después me encontré con la grata sorpresa de que otro de mis escritos salía publicado en la página editorial. Don José Salgar, subdirector del diario y maestro de periodistas, me manifestaba lo siguiente en aquellos días de ascenso: “Ese estilo de lecturas es el que quisiéramos siempre ofrecer en nuestras páginas y en adelante estaremos atentos a prestar la mayor acogida a las colaboraciones que usted nos envíe”.

Era inmenso el reto que imponía este estímulo, pero la oportunidad no podía desaprovecharse. Pasaron los días, y casi no advertí el momento en que pasé de colaborador eventual a columnista permanente. Hoy, treinta años después, en esta mirada retrospectiva al nacimiento y avance de mi carrera periodística, aparece diáfana e imprescindible la imagen de don Guillermo Cano como motivador y guía de dicho destino. Pienso que los 1.500 artículos de prensa sembrados en ese itinerario no habrían sido posibles sin aquel impulso inicial.

Este recuento, que alguien podría tildar de presuntuoso, es en realidad la manera apropiada de contar cómo nace y se forma un periodista. Lejos yo de vanidades malsanas, creo que a los nuevos periodistas y escritores hay que enseñarles los caminos de la lucha, de la superación y el triunfo de este oficio exigente. La universidad de esta profesión, como bien se sabe, se cumple al pie del cañón.

Hay que recordar que la mejor escuela de periodistas del país ha sido siempre la de El Espectador. Esta tradición, fomentada por el fundador, don Fidel Cano, y seguida por sus descendientes batalladores, ha llegado hasta los tiempos actuales, con el doctor Carlos Lleras de la Fuente como el valiente capitán de la nave en esta nueva tempestad que embiste al periódico.

El 12 de diciembre de 1986 fue la última vez en que me vi con don Guillermo Cano. Y le expresé mis mejores deseos para el nuevo año, cuando El Espectador cumpliría, en marzo siguiente, el primer centenario de su fundación. Cinco días después de aquella entrevista, que se convertiría en la despedida final de mi personaje inolvidable, el narcotráfico lo asesinaba a la salida del diario.

La sangre del periodista caía como mancha horrenda sobre la libertad de expresión y estremecía con furor la conciencia nacional, a veces amodorrada y a veces apática cuando se trata de arremeter, como con tanta vehemencia, coraje y lucidez lo hacía don Guillermo, contra la corrupción pública y los abusos de gobernantes y poderosos.

Aquel 17 de diciembre de 1986, de paso por la ciudad de Cúcuta antes de proseguir la marcha de vacaciones hasta la Isla de Margarita, la noticia fatal me heló la sangre y me enturbió el espíritu. El país entero se paralizó de desconcierto e indignación, mientras crecían las sombras de la insensatez y la demencia y nacía el mayor mártir del periodismo colombiano. Toda una epopeya en la democracia universal de las ideas.

El Espectador, Bogotá, 20 de septiembre de 2001.

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